Parientes y trastos viejos, pocos y lejos

Vivían en una torre de Vallvidrera. O, mejor dicho, en las ruinas de un palacete modernista que había sido esplendoroso a primeros de siglo. Las dos mujeres solas, sin servicio. «¡Ay, señor Arquer, hoy en día es tan difícil confiar en el servicio!» La señora Valldaura de la Bellacasa Comagelada tenía más años que apellidos. Y estaba tan tronada como el caserón, como la silla de ruedas —«donde el destino me tiene clavada, señor Arquer»—, como la ropa apolillada que llevaba, como el aire corrompido que respiraba, como el odio que flotaba en el ambiente, que envolvía a la vieja y a la joven, si es que se podía tratar de joven a aquella matrona descolorida, de ojos asustados, que me había abierto la puerta con recelo y que, finalmente, me había acompañado hasta la habitación de la vieja. La señora Valldaura de la Bellacasa Comagelada me había llamado aquella mañana. «A escondidas de la chica, señor Arquer, que parece una mosquita muerta pero me vigila todo el día.»

El chico, como decía ella, había muerto hacía más de diez años de una enfermedad incurable. Y sin hijos. «Fue un castigo de Dios por haberse casado con esta desgraciada contraviniendo la voluntad de su padre que en gloria esté.» La herencia de los Bellacasa había pasado a la mujer estéril. «Una injusticia, señor Arquer... ¡Vaya usted a saber qué hará con ella, si ni siquiera lleva sangre de la familia!» Pero ella era la usufructuaria hasta la muerte. «Por eso necesito que me ayude alguien de su profesión, señor Arquer.» Según la señora Valldaura de la Bellacasa Comagelada, la nuera quería matarla. «Dos veces lo ha intentado, señor Arquer, dos veces. ¡Y no lo ha conseguido porque yo siempre vigilo!»

Tocó la campanilla de plata que tenía sobre la mesita y me hizo gesto de que esperara. La nuera compareció con un vaso de leche humeante. Sin decir nada, con gesto de miedo, dejó la leche al alcance de la vieja y salió de la habitación. Andaba encogida y le temblaban las manos.

La señora Valldaura de la Bellacasa Comagelada cogió el vaso con las manos artríticas, se tomó la mitad de un sorbo y lo volvió a dejar sobre la mesita.

Entonces, el manojo de pelos grisáceos que tenía sobre la falda revivió. Me di cuenta de que era un gato que hasta aquel momento había permanecido quieto. El minino saltó sobre la mesa y se acabó la leche con satisfacción, mientras se lamía los bigotes. «Siempre hace lo mismo, pobrecito. Los animalillos cogen costumbres y no hay manera de hacerles cambiar... ¿Te gusta la lechecita, verdad, Lohengrin?»

Le dije que hablara con la policía, que les explicara sus sospechas y que ellos lo solucionarían de la manera más conveniente. Quería marcharme de aquel infierno de hielo, de locura malsana. «¿Y usted cree, señor Arquer, que los policías...?» Insistí y me levanté. Cuando salí de aquel baño maría de vejez, el sol de marzo me liberó del infortunio del lugar y de las dos mujeres. Mientras ponía en marcha el coche que había aparcado delante del caserón, vi que la nuera miraba por el ventanal. No parecía que pudiera matar a nadie. Arranqué.

Y, afortunadamente, me olvidé.

Quince días después, uno de aquellos atardeceres mortecinos y desocupados, mientras estaba en el despacho dudando entre volver a casa y poner discos o encovarme en un cine para matar el aburrimiento, me llamó el comisario Fernández.

—Sabueso...

—Comisario... ¿Ocurre algo?

—¿Conoces a una tal Asunta Valldaura?

—No.

—Pues ella te conoce a ti. Te ha escrito una nota.

—¿Y qué?

—Que está muerta.

—¿Valldaura?

—Un caserón en Vallvidrera. Ochenta años. Silla de ruedas.

—¡Ah, sí! La señora Valldaura de la Bellacasa Comagelada... Ahora la recuerdo.

—¿Es... era clienta tuya?

—No, ¡que va! Una mañana perdida... Me llamó a primeros de mes. Quería que fuera a verla. Fui. Estaba chiflada. Temía que su nuera la envenenase... Le seguí la corriente, le recomendé que hablara con la policía y me fui.

—Pues ha ocurrido.

—¿Qué ha ocurrido?

—La han envenenado.

—¿La nuera?

—Al parecer, sí... Escúchame, sabueso... Este asunto no es para hablarlo por teléfono... Hazme el favor de venir.

Me lo había pedido por favor pero, cuando la pasma te pide un favor, has de interpretarlo como una orden. Así que me sacudí el sueño de las orejas, cerré el despacho y cogí el cacharro, camino de Vallvidrera.

Los policías que estaban de guardia me trataron como si el que hubiera matado a la vieja fuera yo. Finalmente, después de explicarles que el comisario Fernández me había «rogado» que subiera, me dejaron entrar.

Me esperaba en el salón apolillado donde me había recibido la vieja hacía dos semanas. La presencia de la pasma había disipado un poco el olor a moho. Había bombillas del flash del técnico en fotografía, colillas y polvos blancos para descubrir huellas dactilares. Pero el resto seguía igual: la silla de ruedas, los muebles desvencijados, la mesita y un vaso sucio, con restos de leche sobre la mesa.

—¡Hola, sabueso! —me saludó, seco como siempre, el comisario—. Toma, esto es para ti.

Me alargó un papelito blanco, ligeramente amarillento. Era una especie de carta. La letra temblorosa y deformada conservaba cierta grandeza. La tinta morada había hecho alguna mancha. Decía así:

«Señor Arquer:

»Ha pasado lo que temía. Desde hace dos días me encuentro muy mal. Mi nuera ha envenenado la leche. Si me muero, quiero que usted la detenga y la acuse de asesinato. Atentamente: Asunta Valldaura de la Bellacasa Comagelada.»

Me estremecí.

—¿Cómo la han encontrado?

—Unos vecinos que llevaban dos días oyendo maullar al gato como un desesperado han avisado a los municipales. Han forzado la puerta y han encontrado a la pobre mujer muerta. La han llevado al depósito, el forense cree que podría ser arsénico... ¿Qué relación tuviste tú con ella?

Se lo conté de pe a pa.

—Esto confirma la nota. Tendremos que buscar a la otra mujer... ¡Es la primera vez en mi carrera que un cadáver me dice quién es su asesino!

En aquel momento llegó un guardia con el manojo de pelos grisáceos en brazos. El animal se debatía como un demonio y el agente tenía un arañazo en la mano derecha.

—¿Qué tenemos que hacer con este animal, comisario?

—Llevarlo a la protectora de animales... ¡Dígale al inspector Rodríguez que venga!

El inspector Rodríguez, un andaluz barrigudo y reposado, con cara de pocos amigos, compareció masticando un caliqueño.

—Dicta una orden de busca y captura, Rodríguez. Nombre de casada, Bellacasa. Tiene perturbadas las facultades mentales. Cincuenta años, pelo gris, muy blanca. Se la acusa de haber asesinado a su suegra.

—No creo que la encuentren, comisario... —dije yo.

—¿Y se puede saber por qué, sabihondo?

La encontramos aquella misma noche. En la bodega de la torre. Hacía diez días que estaba muerta, quizá de miedo, o de un ataque al corazón, vaya usted a saber. Estaba encerrada con llave y tuvimos que reventar la puerta. Era un espectáculo macabro: había muerto al pie de la puerta. Tenía las uñas rotas y los dedos destrozados.

En la habitación de la vieja encontramos el frasco con los restos de arsénico. El técnico en huellas dactilares nos aseguró que no lo había tocado nadie más que la vieja.

—O sea que se había envenenado ella misma, después de encerrar a su nuera en la bodega... ¡Qué historia! Y la nota que te dirigió antes de morir... ¿qué significaba?

—La odiaba tanto, comisario, que quería hacerla culpable de su muerte. Ya le he dicho que estaba chiflada... No se debe intentar buscar una explicación lógica a su conducta.

—¿Y tú cómo has sabido que la nuera no había envenenado la leche?

Se lo expliqué mientras salíamos de la casa. Estaba oscuro y, al fondo, Barcelona brillaba como una joya, indiferente a la locura de aquellas dos mujeres.