La fiesta
Jorge Romeu había nacido para líder. En la escuela ya solía ser el cabecilla de los juegos, se enfrentaba con los profesores y nos propinaba unas palizas dialécticas que nos dejaban boquiabiertos.
Por eso no me extrañó que apareciera, años después, como jefe de un prestigioso partido de izquierdas.
Le había perdido de vista después del bachillerato, cuando yo empecé la carrera de derecho —que muy pronto dejé colgada para dedicarme a trabajos más remunerados— y él se decantó por la medicina. A pesar de que su nombre había aparecido alguna vez en los periódicos en los últimos tiempos de la dictadura, cuando los nombres de los políticos clandestinos empezaban a salir en las páginas de la prensa, no le había vuelto a ver.
Pero últimamente no me lo podía quitar de encima. Me invitaba a mítines, reuniones informativas, presentaciones de libros y me enviaba cantidad de papeles... Todo desde que habíamos coincidido en una extraña aventura, en la que un militante había sido acusado de un crimen y yo había aportado las pistas que aclaraban su inocencia. En aquella ocasión, Romeu me dijo:
—Creía que todos los detectives privados eran de derechas, Arquer, pero veo que tú sigues siendo tan buen chico como eras de pequeño... Ya nos veremos y hablaremos de todo esto.
Y, ¡caramba!, había cumplido su amenaza.
Yo procuraba hacerme el loco y escabullirme de aquel asedio. No es que pase de política y, lo confieso, alguna vez había votado a su partido. Pero los actos de propaganda no me gustan y los mítines me dan dolor de cabeza.
Pero esta vez tuve que aceptar: era la fiesta de su partido y Romeu me llamó personalmente.
—Arquer, chico... ¡Te esperamos!
Habían invitado a cantantes, actores, escritores de primera línea; daban toda clase de manducatoria y hacían mucha pachanga. Tuve un momento de debilidad y asomé la nariz por allí.
En el stand central, Jorge estaba rodeado de admiradores y admiradoras que le escuchaban como si se tratara del gran gurú. Cuando me vio, rompió el asedio de fieles y vino a abrazarme:
—¡Luis!
—¡Jorge!
Me empujó hacia el fondo del stand, donde había una puerta vigilada por dos muchachos del servicio de orden, y me hizo pasar a la oficina.
Había cajas de bebidas, montañas de papeles, una mesa larga y unas cuantas personas que se me quedaron mirando asombradas. Romeu, que se dio cuenta de la situación, me presentó:
—Luis Arquer... Un compañero de escuela.
Tuve que estrechar la mano al presidente del partido, un hombre huidizo y silencioso con muchos años de cárcel a sus espaldas; a un par de diputados que resultaban mejor al natural que por la tele, en la tribuna de oradores del Parlamento, y que aprovecharon la oportunidad para largarse y dedicarse a saludar a la concurrencia; a Pedro Jordá que era el factótum de la fiesta; a Guillermo Jussá, un escritor que acostumbraba mangonear las cosas de prensa; y a Mercedes Pérez, que era la coordinadora de todo el conjunto, una chica joven y decidida.
—Dime, Luis, ¿cómo estás? —me preguntó Jorge Romeu, una vez acabadas las formalidades.
—Ya ves... Yendo de un lado a otro, como siempre.
—¿Todavía te dedicas a...?
—Todavía soy un podrido sabueso... ¡pero eso sí, de izquierdas!
—¿Y no has pensado nunca en dejarlo? Nosotros necesitaríamos un profesional que se hiciera cargo de las cuestiones de seguridad...
—¿Y confiaríais en alguien que huele a pasma?
—Pero tú no eres policía...
—No. Pero, a veces, lo dudo. Cuando hablo con la gente, por cosas del trabajo, no acaba de entender la diferencia entre un sabueso privado y un poli... En las novelas, los privados quedan bien; en la realidad, dan asco...
—¡Venga, hombre, no seas así! Si haces este trabajo es porque te debe gustar.
—¿Y a ti? ¿Te gusta hacer de político?
—A veces, no. Pero es un servicio.
—¿Y siendo médico no hacías también un buen servicio?
—Es diferente.
—Lo que ocurre, Jorge, es que tanto tú como yo nos hemos visto atrapados en nuestros trabajos sin saber exactamente cómo. Tú te dedicaste a la política y ahora estás aquí... Yo me dediqué a la investigación privada y ahora soy lo que soy...
—Un buen amigo.
—Espero.
—¡Claro que sí, hombre! ¡Venga, vamos a tomar algo!
Fuimos Jorge, el presidente del partido y yo. Me daba una sensación rara tener las miradas de aquella multitud clavadas en la espalda. Sonreían al presidente, sonreían a Romeu y a mí me miraban de reojo, con curiosidad. Oí comentarios en voz baja: que si era el representante del partido francés, que si venía en representación del partido del gobierno, que si era un periodista... En el stand de los militantes de Falset, mientras tomábamos unos vasos de aquel vino espeso y recordábamos al señor Puig, nuestro antiguo maestro, observé un movimiento extraño en el stand central. Debe de ser deformación profesional. Otro ni se hubiera dado cuenta. Quizá se trataba de una especie de sexto sentido. Pero, cuando oí los dos estallidos, ya sabía que eran disparos, exactamente, la tos maligna de un nueve largo.
Tres individuos salieron corriendo del stand con unas bolsas de plástico y empuñando las pistolas.
Ni me di cuenta de mi reacción. Dejé plantados a Romeu y al presidente, saqué la herramienta de la sobaquera y les salí al paso.
Al verme con el arma en la mano, los tres sujetos no se lo pensaron dos veces y me soltaron una ráfaga de balas suficiente para derribar a un elefante. A mi alrededor la gente corría, chillaba, se tiraba al suelo. Yo también, naturalmente.
Les encañoné, afiné la puntería y disparé.
El primero recibió un tiro en la pata. Cayó fulminado al suelo. El segundo se detuvo en seco, soltó la bolsa y la pistola y levantó los brazos como si quisiera arañar el cielo. Pero el tercero vació el cargador contra mí, sin acertar y se largó como alma que lleva el diablo.
Me sentía como un sheriff de película del oeste. Y los demás también debían verme así porque, cuando me levanté para perseguirle, todo el mundo se apartaba sin saber exactamente si yo era el bueno o el malo de la película.
No valía la pena correr porque el chorizo ya se había esfumado y los otros dos podían aprovechar la oportunidad y largarse, o sea que volví atrás.
Fue entonces cuando me entró el temblor de piernas, noté el nudo en el estómago y el sudor frío en el espinazo. Hasta aquel momento habían actuado mis reflejos, ahora actuaba mi cerebro y me decía que no debería haber hecho aquello, en una palabra, que me había jugado la piel.
Cuando llegué al lugar de los hechos, los chicos del servicio de orden y los municipales destinados a la fiesta ya controlaban la situación.
El herido en la pierna estaba echado en el suelo, con una mueca de dolor en la cara. Le examiné la herida. No era grave. La bala había agujereado la carne pero no parecía haber afectado al hueso.
—¿Habéis avisado a una ambulancia? —pregunté a los chicos del servicio de orden.
—Sí, ya está en camino.
Hice que los muchachos recogieran las bolsas de plástico y las armas y que lo tuvieran a disposición del cuerpo superior de policía, que no tardaría en llegar. Jordá, blanco como un papel, me explicó lo que había ocurrido.
—Ha sido en el momento en que estábamos contando el dinero de las entradas y la venta de bonos, bebidas y bocadillos. Nos han encañonado. Hablaban castellano. Me han pasado tres bolsas de plástico y nos han dicho que las llenáramos con el dinero. Luego han disparado os tiros al aire que nos han obligado a tumbarnos en el suelo y han salido corriendo...
—¿Cuántos érais en la oficina?
—Mercedes, Guillermo y yo. Los dos chicos del servicio de orden, estaban en la entrada.
Jorge Romeu había improvisado una especie de mitin para tranquilizar a los militantes. Alguien había hecho correr el rumor de un atentado de extrema derecha.
—Vayamos al stand central y llevémonos todo esto —le dije—. Aquí hay demasiados mirones.
—Gracias por haberte hecho cargo de la situación, Luis...
—¡No te preocupes por esto ahora!
Una vez en el stand central se produjo la sorpresa. Las dos bolsas recuperadas estaban vacías. Quiero decir que en ellas no había ningún dinero. Lo que había era, simplemente, recortes de periódico que hacían el bulto del dinero.
La desesperación del personal fue evidente.
—¿Cuánto había? —pregunté.
—Aproximadamente, unos tres millones... Es dinero que necesitamos para sobrevivir, para la infraestructura del partido y las publicaciones —dijo Jorge Romeu.
—Vamos a ver... ¿Quién ha llenado las bolsas? —pregunté a los tres que estaban en la oficina en el momento del atraco.
—Guillermo, Mercedes y yo —me contestó Jordá—. Me las han pasado a mí, que estaba más cerca de la puerta. Yo les he dado una a cada uno y las hemos llenado.
—Y después, ¿qué habéis hecho?
—Pedro las ha cogido y se las ha dado —contestó Guillermo Jussá.
—Y los disparos, ¿cuándo se han producido?
—Ha sido entonces cuando han disparado, mientras gritaban que nos echáramos al suelo —dijo Mercedes Pérez.
—¿Antes o después de darles las bolsas?
—Después, supongo —dijo Pedro Jordá.
—Antes, creo... Tú todavía tenías las tres bolsas en las manos cuando he oído el primer disparo... —replicó Mercedes.
—Quizá sí, no me acuerdo...
—Quisiera hablar con los chicos del servicio de orden que hacían guardia en la puerta...
Mercedes los fue a buscar.
—¿Y no podría ser que el dinero estuviera en la bolsa que llevaba el ladrón que se ha escapado? —preguntó Pedro Jordá.
—No creo —repliqué—. Han salido corriendo y yo les he cortado el paso enseguida... No creo que tuvieran tiempo de poner todo el dinero en una sola bolsa, llenar las otras de recortes de periódico y largarse...
Mercedes apareció acompañada de dos chicos altos y corpulentos, con un brazal rojo que los identificaba como miembros del servicio de orden.
—¿Vosotros estabais en la puerta? —les pregunté.
—Sí, sí...
—¿Por la parte de fuera?
—Sí.
—¿Han salido enseguida los ladrones?
—¿Cómo dice?
—Después de haberse oído los disparos.
—Hemos oído dos disparos y nos han caído encima como una máquina de tren. Al ver las armas, no hemos podido hacer nada...
—Me pregunto cómo han podido entrar, si vosotros estabais en la puerta.
Se pusieron colorados como tomates.
—Había mucha gente en el stand... Acababa de llegar el conjunto de música que tenía que tocar... y los queríamos ver de cerca. Hemos salido un momento... Supongo que han aprovechado la ocasión...
Como los del cuerpo superior de policía aún no habían llegado, le pedí al sargento de los municipales que me dejara hablar con el ladrón que había salido ileso.
El sargento lo pensó un poco y, finalmente, accedió.
—Pero no le haga nada... No quisiera que el juez de instrucción levantara acta por malos tratos...
Pero el tío se cerró como un mejillón. Sólo abría la boca para pedir un abogado. Como no era cuestión de sacudirle para hacerle cantar, lo dejé correr y volví a la improvisada oficina.
—Quisiera reconstruir los hechos... —le pedí a mi amigo.
—¿Sospechas de alguien?
—Tengo una idea, pero no quiero hablarte de ella hasta que haya hecho una prueba.
—De acuerdo. Tú eres el profesional.
—Y tú el jefe, para hacer que repitan todo lo que hicieron en el momento del atraco.
Lo era, porque, a pesar de refunfuñar un poco, aceptaron.
Pedro Jordá se colocó a un lado de la mesa, entre las cajas de bebidas, los montones de papeles impresos y la puerta. Mercedes Pérez y Guillermo Jussá se colocaron al otro lado.
Yo hice de atracador. Abrí la puerta, entré y me quedé cara a cara con Pedro Jordá. Le di las bolsas, las repartió, simularon que las llenaban y se las dieron a Pedro. Entonces yo hice un ruido, como de un disparo, y los tres cayeron al suelo. Pedro me había dado las bolsas y, para hacerlo, había tenido que dar unos pasos hacia mí... Salí corriendo y fui hasta el centro de la explanada, donde yo mismo había interceptado a los tres atracadores.
Jorge Romeu me acompañaba.
—¿Y bien?
—Ya sé dónde está el dinero...
—¿Lo tiene el tercer atracador?
—¡No! —repliqué—. Tienes que aprender a desconfiar, Jorge...
Se encogió de hombros. Los dos sabíamos que era demasiado tarde.