Capítulo I
Más de dos meses pasaron antes de que des Esseintes pudiera sumergirse en la quietud de su casa de Fontenay, pues todo género de compras le obligó a deambular por las calles y a escudriñar las tiendas desde un extremo de París al otro. Y ello a pesar de que ya había hecho infinitas indagaciones y prestado considerable atención al asunto antes de confiar su nuevo hogar a los decoradores.
Ya hacía mucho que era un conocedor de colores simples y sutiles por igual. En años anteriores, cuando tenía por costumbre invitar mujeres a su casa, había arreglado un tocador con delicados muebles japoneses tallados, de pálida madera de alcanforero, dispuestos bajo una especie de dosel de raso indio rosado, de modo que la carne femenina tomaba los suaves tintes cálidos de la luz que lámparas ocultas filtraban a través de la marquesina.
Esa habitación, donde un espejo repetía al otro, y donde cada muro reflejaba una infinita sucesión de tocadores rosados, había sido tema obligado de todas sus amantes, a quienes les agradaba empapar sus desnudeces en ese tibio baño de luz sonrosada mientras aspiraban los perfumes exhalados por la madera de alcanforero. Pero, con absoluta prescindencia del efecto benéfico que esta atmósfera matizada tuviera al arrebolar la tez que fatigaba y deslucía el uso habitual de afeites y el habitual abuso de las horas de la noche, por su parte él mismo gozaba, en ese voluptuoso escenario, de singulares satisfacciones, de placeres que en un sentido realzaba e intensificaba el recuerdo de antiguas penas y remotas dificultades.
Así, como recuerdo cargado de odio y desdén a su infancia, había colgado del techo de esa habitación una jaulita de plata que encerraba un grillo, el cual chirriaba como otros grillos chirriaron antaño entre los rescoldos de las chimeneas del Château de Lourps. Cada vez que escuchaba este sonido familiar, todas las silenciosas veladas que, reprimido, había pasado en compañía de su madre y todo el infortunio que había padecido en el transcurso de una infancia desdichada y solitaria volvían para acosarlo. Y cuando los movimientos de la mujer a quien acariciaba mecánicamente disipaban de repente esos recuerdos y sus palabras o su risa lo devolvían a la realidad del momento, entonces su alma era atravesada por ráfagas de tumultuosas emociones: el anhelo de vengarse por el tedio que se le infligió antaño, el deseo vehemente de manchar cuantos recuerdos conservaba de su familia con actos de depravación sensual, una avidez furiosa de desfogar su frenesí de lujuria en almohadones de carnes suaves y de apurar la copa de la sensualidad hasta sus últimas y más amargas heces.
En otras ocasiones, cuando lo aplastaba el tedio bilioso y el lluvioso tiempo otoñal imponía la aversión a las calles, a su casa, al cielo de un color amarillento sucio y a las nubes parecidas al asfalto, entonces se refugiaba en esa habitación, hacía oscilar suavemente la jaula y contemplaba sus movimientos reflejados ad infinitum en los espejos de los muros, hasta que a su vista ofuscada le parecía que no era la jaula la que se movía sino que el tocador se meneaba y giraba, bailando un vals por toda la casa en un vertiginoso remolino rosado.
Luego, en los días en que pensó que le era necesario hacer notoria su individualidad, decoró y amuebló los salones de su casa con ostentosa singularidad. La sala de recibo, por ejemplo, había sido subdividida en una serie de nichos, estilizados de modo tal que armonizaran vagamente, mediante colores sutilmente análogos que eran alegres o sombríos, delicados o bárbaros, según el carácter de sus obras favoritas en latín y francés. Y él se sentaba a leer en el nicho que parecía corresponder más exactamente a la peculiar esencia del libro que ocupaba su fantasía.
Su capricho último había sido instalar una antesala de gran altura en que recibía a sus proveedores. Allí llegaban en tropel y se sentaban, codo contra codo, en una hilera de sitiales de iglesia; entonces él ascendía a un imponente púlpito y les predicaba un sermón sobre el dandismo, impetrando a impetrando a sus zapateros y sastres que se ajustaran estrictamente a sus encíclicas por lo que respecta al corte y amenazándolos con excomunión pecuniaria si no seguían al pie de la letra las instrucciones formuladas en sus monitorios y bulas.
De este modo se ganó una considerable reputación de excéntrico, reputación que coronó luciendo trajes de terciopelo blanco con chalecos con adornos de oro, poniéndose un ramillete de violetas de Parma —en vez de corbata— sobre la pechera de su camisa y convidando a hombres de letras a cenas que luego serían muy comentadas. Una de esas comidas, planeada con arreglo a un original dieciochesco, había sido un banquete funerario destinado a celebrar el más ridículo de los infortunios. El comedor, con colgaduras negras, daba a un jardín, modificado para la ocasión, pues los senderos habían sido regados con carbón, al estanque ornamental se lo había revestido de basalto negro, llenándolo de tinta, y los arbustos habían sido reemplazados por cipreses y pinos. En cuanto a la cena, se la sirvió en un mantel negro, adornado con cestillos de violetas y escabiosas; los candelabros despedían una fantasmagórica luz verdosa sobre la mesa y en las arañas fluctuaban cirios.
Mientras una orquesta oculta tocaba marchas fúnebres, servían a los comensales negras desnudas que sólo llevaban puestas babuchas y medias de hilo de plata bordadas con lágrimas.
En platos de guarda negra, los comensales habían gustado sopa de tortuga, pan ruso de centeno, aceitunas maduras de Turquía, caviar, entremés de múgil, budines negros de Francfort, presas de caza servidas en salsas de color del regaliz y del betún, jaleas de trufas, cremas de chocolate, budín de pasas, melocotones, peras en almíbar de jugo de uvas, moras y cerezas negras. En copas de cristal oscuro bebieron los vinos de Limagne y Roussillon, Tenedos, Valdepeñas y Oporto. Y después del café y el cordial de nuez, remataron la velada con kvass, porter y stout.
En las invitaciones, que eran semejantes a las que se hacen llegar antes de las exequias más solemnes, se explicaba que la cena constituía un banquete fúnebre en memoria de la virilidad del anfitrión, fallecida hacía poco pero sólo momentáneamente.
Con el tiempo, empero, su afición a estos caprichos extravagantes, que en una época lo enorgullecieron tanto, murió de muerte natural; y ahora se encogía de hombros con desdén cada vez que recordaba las pueriles exhibiciones de excentricidad que había brindado, las extraordinarias ropas que se había puesto y los caprichos que había ideado en materia de mobiliario. La nueva residencia que proyectaba, esta vez para su placer privado y no para asombrar a los demás, iba a ser cómoda pero curiosamente equipada. Sería una morada sosegada e incomparable, diseñada especialmente para satisfacer las necesidades de la vida solitaria que se proponía llevar.
Una vez que el arquitecto hubo arreglado la casa de Fontenay conforme a sus deseos, y cuando lo único que quedaba por resolver era el problema del mobiliario y la decoración, des Esseintes volvió a considerar larga y atentamente toda la serie de colores disponibles. Lo que quería era los colores que resultaran más fuertes y claros a la luz artificial. No le preocupaba particularmente que resultaran toscos o insípidos a la luz del día, pues vivía la mayor parte de su vida de noche, sosteniendo que la noche proporcionaba más intimidad y aislamiento y que el espíritu sólo era realmente despertado y estimulado por la conciencia de la oscuridad; además, le daba un placer singular encontrarse en un cuarto bien iluminado mientras todas las casas cercanas se hallaban envueltas en el sueño y en las sombras, especie de goce en que la vanidad puede haber desempeñado su pequeño papel, una sensación muy especial de satisfacción que es familiar a aquellos que a veces trabajan de noche hasta tarde y descorren las cortinas para comprobar que alrededor el mundo íntegro está oscuro, silencioso y muerto.
Lentamente, uno por uno, repasó los diversos colores. El azul, recordaba, adquiere un tinte verde artificial a la luz de las bujías; si es azul oscuro, como el índigo o el cobalto, se torna negro; si es pálido, se vuelve gris; y si es suave y genuino colmo la turquesa, se hace mortecino y frío. Por consiguiente, había que descartar la posibilidad de establecerlo como clave de un salón, si bien se lo podría emplear como ayuda para otro color.
Por su parte, en las mismas condiciones, los grises acerados se vuelven sombríos y pesados; los grises perlados pierden su lustre azulado y se metamorfosean en un sucio blancuzco; los pardos se hacen fríos y somnolientos; y por lo que atañe a los verdes oscuros, como el verde emperador y el verde mirto, reaccionan al igual que los azules oscuros y se tornan absolutamente negros. Sólo los verdes pálidos quedaban —el verde pavón, por ejemplar, o los verdes cinabrio y laca—, mas entonces la luz artificial mata el azul en ellos, y sólo deja el amarillo, el cual por su parte carece de claridad y consistencia.
Ni tenía sentido pensar en tintes tan delicados como el rosado salmón o el rosa pues su mismo afeminamiento contrariaría su idea de un completo aislamiento. Tampoco serviría de nada considerar los diversos matices de púrpura que, con una sola excepción, pierden su lustre a la luz de las bujías. Dicha excepción es el ciruela, que de algún modo subsiste intacto, mas ¡qué tono rojizo barroso es ese, que recuerda desagradablemente las heces del vino! Además, tenía la impresión de que era absolutamente fútil recurrir a esta gama de tintes, puesto que, para ver púrpura, basta ingerir determinada dosis de santonina, de modo que a cualquiera le es muy sencillo cambiar el color de sus paredes sin poner un solo dedo sobre ellas.
Ya rechazados todos esos colores, únicamente le quedaban tres: el rojo, el anaranjado y el amarillo. De los tres, prefería el anaranjado, confirmándose así como su propio ejemplo la validez de una teoría a la que atribuía una autenticidad casi matemática: existe una estrecha correspondencia entre la sensualidad de una persona de temperamento verdaderamente artístico y aquel color ante el que dicha persona reacciona más viva y afectuosamente.
A decir verdad, con prescinden da de la mayoría de los hombres, cuyas toscas retinas no perciben las cadencias peculiares de los diferentes colores ni el encanto misterioso de su gradación, con prescindencia, también, de todas esas ópticas burguesas que son insensibles a la pompa y la gloria de los colores brillantes y claros, y considerando solamente las personas de vista delicada que han experimentado la educación de las bibliotecas y las galerías de arte, le parecía un hecho irrefutable que todo aquel que sueña con lo ideal, que prefiere la ilusión a la realidad y reclama velos para vestir la verdad desnuda, casi infaliblemente aprecia la caricia sedante del azul y sus consanguíneos, como el malva, el lila y el gris perla, siempre que conserven su delicadeza y no pasen el punto en que cambian sus personalidades y se convierten en violetas puros y grises cabales.
Por otra parte, el tipo fanfarrón y robusto, los de especie rubicunda y pletórica de vida, los machos musculosos que desdeñan las ceremonias y van derecho a su meta, perdiendo la cabeza completamente, ésos por lo general se deleitan con el resplandor vivo de los rojos y amarillos, con el efecto percutor de los bermellones y los cromos, que ciegan sus ojos y embriagan sus sentidos.
En cuanto a esas criaturas febriles y desvaídas, de débil constitución y temperamento nervioso cuyo apetito anhela platos ahumados y sazonados, sus ojos prefieren casi siempre el más mórbido y exacerbador de los colores, con su resplandor ácido y su esplendor antinatural: el anaranjado.
De modo que no podía quedar duda alguna en cuanto a la elección definitiva de des Esseintes; mas indudables dificultades quedaban aún por resolver, Si el rojo y el amarillo se tornan más pronunciados a la luz artificial, lo mismo no es válido para su compuesto, el anaranjado, que a menudo llamea en un ígneo rojo de capuchina. Estudió esmeradamente todos sus diversos matices a la luz de una bujía y por último dio con uno que estimó capaz de mantener su equilibrio y satisfacer sus requisitos.
Una vez cumplidos estos preliminares, hizo cuanto estuvo a su alcance para evitar, en su estudio al menos, el uso de alfombras y tapices orientales, los cuales se habían hecho ya tan comunes y vulgares que cualquier comerciante advenedizo podía adquirirlos en el subsuelo de artículos rebajados de todas las tiendas grandes.
Tomó la decisión de cubrir las paredes como si fuesen libros, con tafilete de veta gruesa: pieles del Cabo alisadas mediante fuertes planchas de acero bajo una poderosa prensa.
Una vez concluido el revestimiento de los muros, dispuso que barnizaran las molduras y los zócalos con índigo subido, semejante al color que los fabricantes de coches emplean para los paneles de las cajas de sus carruajes. El cielorraso, levemente abovedado, también fue revestido de tafilete; y en medio del cuero anaranjado, como una amplia ventana circular abierta al cielo, hizo colocar una pieza de seda color azul brillante, que procedía de una antigua capa pluvial en la que la corporación de tejedores de Colonia había representado un plateado serafín en vuelo angélico.
Ya ordenado todo con arreglo a lo proyectado, estos diversos colores llegaron a un apacible entendimiento entre sí al caer la noche: el azul del maderamen se estabilizó y, por así decir, tomó bríos mediante los tintes anaranjados circundantes, los cuales por su parte resplandecieron con un brillo sin merma, mantenido y en cierto sentido intensificado por la proximidad del azul.
En cuanto a mobiliario, des Esseintes no tuvo que emprender laboriosas buscas del tesoro, puesto que los únicos lujos que se proponía tener en esa sala eran libros raros y flores. Dejándose la libertad de adornar más adelante las paredes desnudas con unos cuantos dibujos y pinturas, se limitó por el momento a instalar anaqueles y librerías de ébano alrededor de la mayor parte de la sala y situó junto a una maciza mesa de cambista de moneda, la cual databa del siglo XV, varios sillones de respaldo alado y asiento profundo, y un antiguo atril eclesiástico de hierro forjado, uno de esos venerables pupitres de canto en que los diáconos de antaño solían poner el antifonario, el cual ahora sostenía uno de los pesados folios del Glossarium inediae et infimae Latinatis de Du Cange.
Las ventanas, con vidrieras de vidrio azulado con estrías o punteles de botella dorados, que impedían la vista y sólo dejaban pasar una luz muy tenue, estaban adornadas con cortinas recortadas de viejas estolas eclesiásticas, cuyos hilos de oro descoloridos resultaban casi invisibles contra el tejido rojo apagado.
Como toque final, en el centro ele la repisa de la chimenea, la cual estaba asimismo revestida con suntuosa seda de una dalmática florentina y flanqueada por dos custodias bizantinas ele cobre dorado que procedían de la Abbaye-au-Bois de Bièvre, se exhibía un magnífico tríptico cuyos paneles separados habían sido trabajados de modo tal que asemejaban una labor de encaje. Éste encerraba ahora, enmarcados en vidrio, copiados en genuino pergamino con exquisitas letras de misal y maravillosamente iluminados, tres poemas de Baudelaire: a izquierda y derecha, los sonetos La mort des amants y L’ennui y, en el centro, el poema en prosa Anywhere out of the World, en cualquier lugar fuera del mundo.