Capítulo IV
Una vez, ya bien entrada la tarde, llegó un coche hasta la puerta de la casa en Fontenay. Como des Esseintes jamás tenía visitas y el cartero ni siquiera se acercaba a esa región deshabitada, puesto que no tenía que entregar diarios, revistas ni cartas, los criados titubearon, preguntándose si debían abrir la puerta. Mas cuando la campanilla volvió a dar, ahora violentamente, contra el muro, se aventuraron a abrir la mirilla que había en la puerta y contemplaron a un caballero cuyo pecho entero estaba cubierto, del cuello a la cintura, por un vasto escudo de oro.
Entonces se lo hicieron saber al amo, quien estaba desayunando.
—Sí, por cierto —les dijo—; haced pasar al caballero —pues recordaba haberle dado una vez su dirección a un lapidario, a fin de que este individuo pudiera hacerle llegar un artículo que le había encargado.
El caballero se abrió camino entre reverencias y depositó sobre el piso de pinotea del comedor su dorado escudo, que se mecía para atrás y para adelante, alzándose un poquitín del suelo y extendiendo al final de un cuello reptiliano una cabeza de tortuga que, en un súbito ataque de pánico, volvió a meter bajo la caparazón.
Esta tortuga era el resultado de una fantasía que se le había ocurrido, poca, antes de abandonar París. Mientras contemplaba un día una alfombra oriental que resplandecía de colores iridiscentes y seguía con los ojos los destellos argentinos que corrían a través de la trama de la lana, combinación de amarillo y cereza, había pensado qué buena idea seria poner sobre dicha alfombra algo que se moviera y que fuera bastante oscuro como para hacer resaltar esos tintes fulgurantes.
Poseído por esta idea había recorrido las calles al azar hasta llegar al Palais-Royal, donde echó un vistazo a la exhibición de Chevet y de repente se dio un golpe en la frente, pues allí en la vidriera había una corpulenta tortuga en un tanque. Compró la criatura y, cuando la hubo dejado suelta sobre la alfombra, se sentó y la sometió a largo examen, concentrando su espíritu hasta devanarse los sesos.
Ay, no podían quedar dudas: el tinte moreno oscuro y el crudo matiz siena de la caparazón amortiguaban el lustre de la alfombra en vez de hacer resaltar sus colores; los destellos predominantes de plata habían perdido ahora casi todo su brío y se equiparaban a los fríos tonos de zinc que había en los bordes de esa concha dura y sin lustre.
Se comía las uñas, tratando de encontrar una manera de resolver la desavenencia marital entre esos tintes y de impedir un divorcio absoluto. Por ultimo llegó a la conclusión de que era errónea su idea inicial de utilizar un objeto oscuro que fuera de aquí para allá a fin de avivar los fuegos en la hoguera de lana. En realidad, ocurría que la alfombra era aún demasiado brillante, demasiado llamativa, de aspecto demasiado nuevo; sus colores todavía no se habían aplacado bastante, aún no eran sumisos. Lo que había que hacer era invertir su proyecto inicial y suavizar esos colores, tornarlos mortecinos mediante el contraste con un objeto brillante que apagaría cuanto hubiera en torno de sí, ahogando los destellos argentinos en un esplendor de oro. Enunciada en estos términos, la solución del problema se hacía más sencilla; y por consiguiente des Esseintes decidió que el escudo de su tortuga fuera barnizado de oro.
De vuelta del taller donde el dorador le había dado casa y comida, él reptil resplandecía tan brillante como un sol, arrojando sus rayos sobre la alfombra, cuyos matices se volvían pálidos y débiles, pareciendo un escudo visigodo tegulado con brillantes escamas por un artista bárbaro.
Al principio, des Esseintes quedó embelesado por el efecto que había conseguido más pronto tuvo la impresión de que esta joya gigantesca sólo a medias estaba terminada y que no quedaría realmente completa hasta estar incrustada de piedras preciosas.
En una compilación de japonés seleccionó un dibujo que representaba un gran ramo de flores que salían de un solo tallo delgado, se lo llevó a un joyero, bosquejó una orla para encerrar ese ramillete en un marco oval e informó al estupefacto lapidario que las hojas y los pétalos de cada una de las flores debían ser ejecutados con piedras preciosas y montados en la caparazón misma de la tortuga.
Hizo una pausa para considerar la elección de las gemas. Los brillantes, se dijo, se han vuelto atrozmente vulgares desde que cada hombre de negocios lleva uno en el dedo meñique; las esmeraldas y los rubíes orientales no están igualmente degradados y lanzan brillantes lenguas de fuego, pero recuerdan demasiado los ojos verdes y rojos de ciertos ómnibus parisienses que llevan faroles precisamente de esos mismos colores; en cuanto a los topacios, sean rosados o amarillos, son piedras baratas, preferidas por los dependientes de tienda que anhelan tener unos cuantos estuches de alhajas para guardar con llave en sus roperos con espejo. De modo semejante, si bien la Iglesia ha contribuido a que las amatistas conserven algo de carácter sacerdotal, a un tiempo untuoso y solemne, estas gemas se han envilecido al aparecer en las orejas rojizas y en los dedos parecidos a morcillas de las esposas de carniceros, quienes ambicionan adornarse a poco costo con joyas pesadas y genuinas. Entre estas piedras, únicamente el zafiro ha conservado inviolados sus fuegos, sin que los macule el contacto con la estupidez comercial y financiera. Las resplandecientes chispas que destellan sobre sus aguas límpidas y heladas han protegido, por así decir, de toda profanación su nobleza discreta y altanera. Más, por desgracia, a la luz artificial sus brillantes llamas pierden su brillo; las aguas azules se amortiguan y parecen dormirse, para sólo despertar y chispear nuevamente cuando sale el sol.
Era evidente que ninguna de estas piedras cumplía los requisitos de des Esseintes además de que eran demasiado: civilizadas, demasiado familiares. Volvió, en cambio, su atención hacia gemas más pasmosas e inusitadas; y después de dejarlas escurrirse entre sus dedos, hizo por último una selección de piedras auténticas y artificiales que, combinadas, determinarían una armonía fascinadora y desconcertante.
Ejecutó su ramillete en la siguiente forma: en las hojas engastó gemas de un verde fuerte y categórico —crisoberilos de un verde espárrago, peridotos de un verde puerro, olivinas de verde oliva— y éstas salían de ramitas de almandina y ucarovita de un rojo purpúreo, que arrojaban destellos de una luz brillante y agria como las costras de tártaro que lucen en el interior de los toneles de vino.
Para las flores que salían del tallo a buena distancia del pie del ramaje, se decidió por un azul fosfato; pero se negó absolutamente a tener en cuenta la turquesa oriental que se usa para broches y anillos, la cual, junto con la perla baladí y el odioso coral, constituyen el deleite del tropel humano.
Únicamente eligió turquesas occidentales; piedras que, hablando estrictamente, sólo son marfil fósil impregnado de sustancias cobrizas y cuyo azul verdeceledón parece espeso, opaco y sulfuroso, como si estuviera aciguatado por la bilis.
Hecho esto, ya podía pasar a las incrustaciones correspondientes a los pétalos de aquellas flores que estaban en toda su lozanía en medio de su ramaje, aquellas más próximas al tallo, para las que optó por minerales translúcidos que brillaban con luz enfermiza y vidriosa y destellaban con violentos y furiosos estallidos de fuego.
A tal fin sólo aprovechó «ojos de gato» de un gris verdoso, rayados de vetas concéntricas que parecen moverse y cambiar de Lugar según el modo en que les dé el sol, la cimófana de aguas azules que ondean a través del centro flotante, de color lechoso; la safirina que enciende fuegos fosforescentes, azulados, contra un fondo mortecino, coloide chocolate.
El lapidario tomaba cuidadosamente nota mientras se le explicaba dónde debía ir exactamente ciada piedra.
—¿Y qué Inicialmente había pensado éste en un borde de ópalos e hidrófanas. Mas estas piedras, por interesantes que puedan ser en razón de sus colores variables y su fuego vacilante, son demasiado inestables e inseguras para tenerlas en cuenta; de hecho, el ópalo tiene una sensibilidad realmente reumática, el fuego de sus rayos cambia de conformidad con los cambios que haya en la humedad y la temperatura, en tanto que la hidrófana sólo arde en el agua y se rehúsa a encender sus fuegos grises a menos que esté húmedo hacer en cuanto al borde de la caparazón? —le preguntó seguidamente a des Esseintes.
Por último se decidió por una serie de gemas de colores contrastantes: el jacinto de Compostela, de un rojo caoba, seguido por la aguamarina verde mar; el rubí morado como vinagre, por el rubí de Sudermania, de un pálido color pizarra. Estos débiles lustres bastarían para destacar la caparazón oscura, mas no lo bastante como para desvirtuar el ramo de enjoyadas flores que enmarcarían en una delgada guirnalda de brillo atenuado.
Ahora des Esseintes estaba sentado contemplando la tortuga que yacía acurrucada en un rincón del: comedor, resplandeciendo a la media luz.
Se sentía realmente dichoso, deleitaba la vista con el esplendor de estas enjoyadas corolas, encendidas de color contra un fondo de oro. De repente sintió avidez de algo que comer, algo inusitado en él, y a poco estaba empapando tostadas untadas con incomparable mantequilla en una taza de té, impecable mezcla de Si-a-Fayoun, Moyou-Tann y Kliansky; tés amarillos llevados de China a Rusia en caravanas especiales.
Bebió ese perfume líquido en una taza de esa porcelana oriental que se conoce con el nombre de «cáscara de huevo», tan delicada y diáfana es: y así como jamás usaba otras tazas que ésas, adorablemente deliciosas, también insistía en bandejas y platos con auténtica plata dorada, ligeramente gastados para que la plata apareciera un poco donde: la tenue película de oro estuviera borrada, dándole a la vajilla un encantador aire de cosa vieja, una apariencia de algo gastado, moribundo.
Después de beber el último trago retornó a su estudio y le encomendó al criado que le llevara la tortuga, la cual todavía se negaba obstinadamente a moverse.
Afuera, caía la nieve. La casita, abrigada y somnolienta en la oscuridad, estaba envuelta en un profundo silencio. Des Esseintes permanecía sentado, divagando entre recuerdos. Los leños ardientes, una alta pila en la chimenea, llenaban la habitación de aire caliente, y al rato se levantó y abrió un poquito una ventana.
Como un gran dosel de contraarmiños, el firmamento colgaba ante sus ojos, cortina negra salpicada de blanco.
De súbito un viento gélido sopló, haciendo danzar los copos de nieve e invirtiendo esta distribución de colores. Los adornos heráldicos del firmamento quedaron dados vuelta y revelaron el genuino armiño, blanco y salpicado de negro, donde alfilerazos de negrura se mostraban a través de la cortina de nieve que caía.
Cerró la ventana nuevamente. Este brusco cambio, pasar directamente del calor tórrido de la habitación al frío cortante de pleno invierno, lo había dejado sin aliento; y enroscándose una vez más junto al fuego, se le ocurrió que una gota de licor sería lo más apropiado para entrar en calor.
Se dirigió pues al comedor, donde había un armario embutido en una de las paredes, el cual contenía una fila de barrilillos, prolijamente ordenados en diminutos soportes de sándalo; cada uno tenía en la base una espita de plata. A esta colección de tonelillos de licores la había bautizado su órgano bucal.
Podía conectarse una varilla a todas las espitas, con lo cual se hacía posible que todas giraran con un solo movimiento, de modo que cuando el dispositivo estaba puesto sólo era necesario apretar un botón oculto en la entabladura para que todos los conductos se abrieran simultáneamente, llenando así de licor los minúsculos vasos que se hallaban bajo las espitas.
Abrió, pues, el órgano. Sacó las llaves rotuladas «flauta», «corneta» y «vox angélica», que así quedaron listas para ser usadas. A des Esseintes le gustaba beber una gota de aquí, otra de allá, ejecutando sinfonías interiores que le proporcionaban a su paladar sensaciones análogas a las que la música otorga al oído.
A decir verdad, por su gusto cada licor correspondía, en su opinión, al sonido de un instrumento determinado. El curaçao seco, por ejemplo, era como el clarinete, con su nota penetrante y aterciopelada; el kummel era como el oboe, con su timbre nasal y sonoro; la crème de menthe y el anisete eran como la flauta, a un mismo tiempo dulces y picantes, suaves y estridentes. Después, para completar la orquesta, estaba el kirsch, que soplaba su salvaje trompetazo; la ginebra y el whisky, que levantaban el techo de la boca con el fragor de sus trombones; el aguardiente de orujo que competía con las tubas en cuanto a estrépito ensordecedor; en tanto salían retumbos de trueno del címbalo y el bombo, y el «arak» y la almáciga sacudían y golpeaban con todas sus fuerzas.
Consideró que esta analogía podía llevarse aún más lejos y cabía tocar cuartetos de cuerda bajo el paladar, representado el violín por un viejo coñac, fuerte y selecto, mordiente y delicado; simulada la viola por el ron, licor más vigoroso, pesado y apacible; punzante, prolongado, triste y tierno como un violoncelo, el vespetro; y, para el contrabajo, un amargo fino y añejo, de mucho cuerpo, sólido y oscuro. Hasta podría formarse un quinteto, en caso de considerárselo conveniente, añadiendo un quinto instrumento, el licor seco de comino, con su nota argentina, aguda y clara, de vibrante sabor.
La similitud no paraba aquí, pues la música de los licores tenía su propio sistema de tonos reía clonados entre sí; de este modo, para sólo dar un ejemplo, el benedictino representa, por así decir, el tono menor correspondiente al tono mayor de esos alcoholes que las partituras de las vinerías indican con el nombre de Chartreuse verde.
Una vez establecidos estos principios, y gracias a una serie de experimentos eruditos, le había sido posible ejecutar sobre su lengua melodías silenciosas y mudas marchas fúnebres, escuchar en el interior de su boca solos de crème de menthe y dúos de ron y vespetro.
Hasta consiguió trasladar piezas específicas de música a su paladar, siguiendo paso a paso al compositor, representando sus intenciones, sus efectos y sus matices de expresión mediante la mezcla o la oposición de licores conexos, mediante sutiles aproximaciones y astutas combinaciones.
En otras ocasiones optaba por componer sus melodías propias, ejecutando pastorales con el dulce licor de grosella que llenaba su pecho con el canto del ruiseñor; o con el delicioso licor de cacao que canturreaba pastorales azucaradas como las Romanzas de Estelle y el Ah! vous dirai-je, Maman de antaño.
Mas esa noche des Esseintes no tenía deseos de escuchar el sabor de la música; se limitó a sacar una nota del tablero de su órgano, marchándose con un diminuto vaso que había llenado con auténtico whisky irlandés.
Volvió a acomodarse en su sillón y lentamente saboreó este espíritu fermentado de avena y cebada, difundiéndose en su boca un acre aroma a creosota.
Poco a poco, mientras bebía, sus pensamientos siguieron las renovadas reacciones de su paladar, ocupado con el sabor del whisky, y la sorprendente semejanza le trajo recuerdos que durante años habían permanecido aletargados.
El aroma del ácido fénico, tan acre, forzosamente le recordó el olor idéntico que tan presente había tenido cada vez que un dentista trabajaba en sus encías.
Una vez en esta pista, sus recuerdos recorrieron al principio todos los diferentes sacamuelas que había conocido, y por último se congregaron y convergieron en uno de ellos, cuyo método peculiar le había quedado grabado en la memoria con singular fuerza.
La cosa había ocurrido tres años atrás; afligido a medianoche por un espantoso dolor de muelas, se obturó la mejilla con algodón y dio vueltas por su dormitorio como un demente, tropezando con los muebles, cegado por el dolor.
Se trataba de una muela que ya había sido empastada y que ahora era incurable; el único remedio posible eran las pinzas del dentista. En febril agonía aguardó que llegara la luz del día, decidido a soportar la más atroz operación con tal de que pusiera fin a su padecimiento. Acariciándose la mandíbula, se preguntó qué iba a hacer exactamente cuando llegara la mañana. Los dentistas a quienes acudía por lo común eran prósperos hombres de negocios a quienes no se podía ir a ver sin tener turno fijado previamente; había que pedir hora por adelantado y ponerse de acuerdo al respecto.
—Ni que pensar en eso —se dijo—. No puedo esperar más.
Se decidió entonces a salir para ver al primer dentista que pudiera encontrar, recurriendo a uno de esos sacamuelas comunes, de menor categoría, uno de esos individuos forzudos que, por ignorantes que sean del arte inútil de tratar la podredumbre y orificar caries, saben cómo extirpar con incomparable rapidez los raigones más torios. Sus puertas siempre están abiertas al romper el día y a su clientela no se la deja esperando nunca.
Sonaron por fin las siete. Precipitadamente salió de su casa y, recordando el nombre de un mecánico que se hacía llamar dentista y que¹ vivía en una casa esquina junto al río, se encaminó rápidamente en esa dirección, mordisqueando un pañuelo mientras sofocaba las lágrimas.
Pronto llegó a la casa, que se distinguía por un enorme letrero de madera que llevaba el nombre «Gatomax» escrito a todo lo largo en grandes letras amarillas sobre fondo negro, así como por dos pequeñas vitrinas en que se exhibían pulcras hileras de dientes postizos insertos en encías sonrosadas de goma, unidas por resortes de cobre. Se quedó allí jadeante; el sudor le corría por la frente; se apoderó de él un miedo espantoso y un escalofrío recorrió su cuerpo. Entonces apareció de súbito el alivio, se desvaneció el dolor y la muela dejó de dolerle.
Tras permanecer un momento en la calle, preguntándose qué hacer, por último dominó el miedo y trepó por la escalera sumida en sombras, saltando los escalones de a cuatro hasta llegar al tercer piso. Allí dio con una puerta con una placa esmaltada que reiteraba el nombre que había visto en el letrero de la calle. Hizo sonar la campanilla; luego, aterrorizado de pronto por el espectáculo de grandes salpicaduras de sangre y salivazos en los escalones, se dispuso a volverse, decidido a seguir sufriendo dolor de muelas por el resto de sus días, cuando un penetrante alarido le llegó desde el otro lado del tabique, llenando el pozo de la escalera y clavándolo donde estaba, paralizado de espanto.
En ese preciso instante se abrió la puerta y una vieja lo invitó a pasar.
La vergüenza se impuso al miedo y se dejó llevar a lo que parecía ser un comedor. Otra puerta se abrió con estrépito y por ella pasó un individuo grandote, vestido con una levita y unos pantalones que daban la impresión de estar tallados en madera. Des Esseintes lo siguió al santuario.
Sus recuerdos de lo que había sucedido después eran algo confusos. Vagamente recordaba haberse dejado caer en un sillón frente a una ventana, señalándole con el dedo la muela que lo martirizaba y tartamudeando:
—Ya la han empastado. Me temo que ya nada se pueda hacer ahora.
El hombrón puso enseguida término a esta explicación, metiéndole un enorme índice en la boca; luego, hablando consigo mismo tras sus bigotazos rizados y encerados, escogió un instrumento en una mesa.
En ese momento empezó el verdadero drama. Aferrado a los brazos del sillón, des Esseintes sintió el frío toque metálico dentro de la mejilla, vio luego toda una galaxia de estrellas y, en inexpresable agonía, comenzó a patear y chillar como un lechón atrapado.
Hubo un fuerte crujido al romperse la muela en la extracción. A esa altura, le parecía que le estaban sacando la cabeza y que le hundían el cráneo; perdió todo dominio de sí mismo y gritó a pleno pulmón, luchando desesperadamente contra el sacamuelas, quien volvió a írsele encima como si quisiera hundirle el brazo en las profundidades de su vientre. De pronto el individuo dio un paso atrás, alzó a su paciente por la muela empecinada y volvió a dejarlo caer en el sillón, mientras se quedaba parado ahí, ocultando la ventana, bufando y resoplando mientras blandía en el extremo de sus pinzas la muela azul con su punta roja.
Completamente agotado, des Esseintes escupió una palangana entera de sangre, alejó con la mano a la vieja que fue a ofrecerle su muela, que estaba dispuesta a envolver en una hoja de diario, y después de pagar dos francos salió huyendo, agregando su contribución a los salivazos sanguinolentos en la escalera. Mas, una vez en la calle recuperó su brío, sintiéndose diez años más joven e interesándose hasta en las cosas más insignificantes.
—¡Uf! —exclamó para sí, estremeciéndose; por los macabros recuerdos. Se puso de pie para romper la horrible fascinación de esa visión de pesadilla y, volviendo a sus preocupaciones del momento, se sintió súbitamente intranquilo por la tortuga.
Seguía yacente, absolutamente inmóvil. La tocó: estaba muerta. Acostumbrada, sin duda, a una vida sedentaria, una humilde existencia pasada al abrigo de su humilde caparazón, no había sido capaz de soportar el lujo deslumbrante que le impusieron, la reluciente capa con que la vistieron, las piedras preciosas que se emplearon para decorar su concha como un enjoyado cimborio.