Capítulo VI

Muy repantigado en un amplio sillón de respaldo alado, con los pies descansando en los soportes piriformes de plata dorada para los morillos y las pantuflas tostándose frente a los leños crepitantes que vomitaban brillantes lenguas de fuego como si sintieran el soplido furioso de un fuelle, des Esseintes dejó sobre una mesa el viejo volumen en cuarto que había estado leyendo, se desperezó, prendió un cigarrillo y se entregó a una deliciosa ensoñación. A poco su espíritu se deslizaba vertiginosamente en pos de ciertos recuerdos que había tenido ocultos durante meses pero que de pronto habían sido evocados por un nombre que se le presentó, sin causa aparente, a su memoria.

Una vez más podía ver, con sorprenden le claridad, la turbación de su amigo D’Aigurande cuando se vio obligado a confesar ante una reunión de solterones empedernidos que acababa de dar los toques finales para sus bodas. Esto provocó un clamor general de protesta y los amigos habían tratado de disuadirlo con una espeluznante descripción de los horrores de compartir el lecho. Mas todo fue en vano: había perdido el tino, creía que su futura esposa era una mujer inteligente y sostenía que había encontrado en ella excepcionales cualidades de ternura y devoción.

Des Esseintes fue el único, entre todos esos jóvenes, que lo alentó en su decisión, y procedió así no bien se enteró de que la prometida de su amigo quería vivir en la esquina de un bulevar recién construido, en uno de esos pisos modernos edificados según un trazado circular.

Convencido del poder implacable de las pequeñas molestias, que en los espíritus entusiastas pueden tener un efecto más pernicioso que las grandes tragedias de la vida, y tomando en consideración que D’Aigurande carecía de fortuna en tanto que la dote de su esposa sería prácticamente nula, veía en ese inocente capricho una fuente inagotable de ridículas desgracias.

Tal como lo había previsto, D’Aigurande procedió a comprar muebles redondeados —consolas cortadas en semicírculo, en la parte trasera; varillas de cortinaje curvadas como arcos, alfombras en forma de media luna— hasta que tuvo el piso entero amueblado con cosas hechas por encargo. Gastó el doble que cualquier otro; y después, cuando su mujer, desprovista de fondos para comprar nuevos vestidos, se cansó de vivir en esa rotonda y se marcharon a un piso con los cuartos cuadrados corrientes donde el alquiler iba a ser más módico, ni uno solo de los muebles calzó debidamente ni dejó de tambalearse. Bien pronto, en efecto, el fastidioso mobiliario les estaba causando infinitas molestias; el vínculo entre marido y mujer, ya corroído por las irritaciones inevitables de la vida compartida, fue haciéndose más tenue de semana en semana; y hubo escenas coléricas y mutuas recriminaciones cuando se dieron cuenta de la imposibilidad de vivir en un salón donde sofás y consolas, no se adaptaban a las paredes y se tambaleaban al menor toque, por muchos zoquetes y cuñas que se les pusieran para afirmarlos. No quedaba suficiente dinero para costear modificaciones y, aunque hubieran contado con él, habría sido casi imposible efectuarlas. Todo se convirtió en causa de palabras ofensivas y trifulcas, desde los cajones que se trababan en el mobiliario destartalado hasta las raterías de la criada, quien se aprovechaba de las incesantes disputas entre los patrones para saquear la caja del dinero. En suma, que la vida se les hizo insoportable; él empezó a salir en busca de diversiones, en tanto que ella pensó en el adulterio para conseguir una compensación por la monótona llovizna de su vida. Finalmente, por acuerdo mutuo rescindieron el contrato de alquiler y solicitaron la separación legal.

—Mi plan de campaña era acertado en todos sus detalles —se dijo des Esseintes al enterarse de la noticia, con la satisfacción del estratego cuyas maniobras, previstas con gran anticipación, lo han llevado a la victoria.

Ahora, sentado junto a la chimenea y meditando sobre la separación de esa pareja cuya unión había alentado con sus buenos consejos, echó una nueva brazada de leña al hogar y enseguida se puso a soñar de nuevo. Otros recuerdos, correspondientes al mismo orden de ideas, le venían ahora en tropel a la cabeza.

Recordó que algunos años atrás cuando, al caer la noche, iba caminando por la Rue de Rivoli, había tropezado con un bribonzuelo de unos dieciséis años, un chico de rostro enfermizo y mirada astuta, tan atrayente a su modo como pudiera serlo cualquier muchacha. Chupaba nerviosamente un cigarrillo, cuyo papel estaba averiado, de modo que aparecían las hebras del tabaco ordinario. Echando juramentos, el muchacho trataba de prender fósforos de cocina contra su muslo; mas no se encendió ninguno y pronto los gastó todos. Al repararen la presencia de des Esseintes, quien ahí permanecía observándolo, se le acercó, se tocó la gorra y cortésmente le pidió un poco de fuego. Des Esseintes le ofreció uno de sus Dubèques perfumados, se puso a conversar con el chico y lo instó a que le contara la historia de su vida.

Nada podría haber sido más trivial. Se llamaba Auguste Langlois, trabajaba en una fábrica de cartones, había perdido a su madre, y su padre le propinaba tremendas palizas.

Des Esseintes lo escuchaba, meditabundo.

Nada podría haber sido más trivial. Se llamaba Auguste Langlois, trabajaba en una fábrica de cartones, había perdido a su madre, y su padre le propinaba tremendas palizas. Des Esseintes lo escuchaba, meditabundo.

—Presta atención a lo que te pregunto —le dijo de repente des Esseintes—; ¿te gustaría divertirte un poco esta noche? Los gastos corren por mi cuenta, demás está decirlo.

Y se llevó al chico a un alojamiento instalado en el tercer piso de una casa de la Rué Mosnier, donde cierta Madame Laure mantenía un surtido de chicas bonitas en una serie de cubículos de color carmesí provistos de espejos circulares, divanes y jofainas.

Allí, un Auguste pasmado, que retorcía nerviosamente su gorra entre las manos, se había quedado con la boca abierta ante el batallón de mujeres cuyas bocas pintadas se abrieron al unísono para exclamar:

—¡Qué pichoncito! ¿No es bonito?

—Pero, mi lindo, todavía no tienes bastantes años —le dijo una morena grandota, chica de ojos protuberantes y nariz ganchuda que ocupaba en lo de Madame Laure el puesto indispensable de la bella judía.

Mientras tanto, des Esseintes, quien evidentemente se hallaba en ese lugar como en su casa, se había puesto cómodo y conversaba en voz baja con la anfitriona. Pero interrumpió la charla por un momento para dirigirse al chico.

—No te quedes ahí, asustado, idiota —le dijo—. Vamos, elige la que te guste… y recuerda que los gastos corren por mi cuenta.

Dio un empujoncito al muchacho, quien se derrumbó en un diván, entre dos de las mujeres. A una señal de Madame Laure se le acercaron un poquito más, cubriendo las rodillas de Augusto con sus peinadores y poniéndosele muy juntitas, de modo que el chico respiraba el perfume fuerte y cálido de sus hombros empolvados. Y se estaba muy quietecito, sonrojado y con la boca seca, mientras sus ojos bajos lanzaban a través de las pestañas miradas curiosas que iban dirigidas a la parte superior de los muslos de las muchachas.

De pronto, Vanda, la hermosa judía, le dio un beso y un buen consejito, diciéndole que hiciera todo lo que le mandaban sus padres, mientras incesantemente iban y venían sus manos por el cuerpo del chico, cuya expresión cambió y, como desfalleciente, dejó reposar su cabeza contra el pecho de la muchacha.

—De modo que no ha venido esta noche aquí por usted mismo —le dijo Madame Laure a des Esseintes—. Pero ¿de dónde diablos ha sacado a ese chiquilín? —agregó, mientras Auguste desaparecía con la hermosa judía.

—De la calle, por supuesto, querida amiga.

—Pero usted no está borracho —musitó la vieja. Luego, después de pensar un momento, esbozó una sonrisa maternal, comprensiva—. ¡Ah! ¡Ya veo, pilluelo! Con que te gustan los pichoncitos, ¿no?

Des Esseintes se encogió de hombros.

—No, nada de eso; no das en el blanco —le respondió—, qué mala puntería. La verdad es, sencillamente, que estoy tratando de convertir a este chico en un delincuente. Veamos si puedes seguir mi argumentación. El chico es virgen y ha alcanzado la edad en que la sangre empieza a hervir. Por supuesto, podría limitarse a andar tras las chicuelas de su vecindario, seguir siendo decente y con todo divertirse bastante, gozar su ración modesta de la tediosa felicidad con que cuentan los pobres. Pero, al traerlo aquí, al hundirlo en un lujo que nunca conoció y que jamás podrá olvidar, y brindándole la misma posibilidad cada dos semanas, espero llegar a habituarlo a estos placeres que él no puede proporcionarse. En el supuesto de que llevará tres meses conseguir que se le hagan absolutamente indispensables (y espaciándolos, según lo haré, voy a evitar el peligro de saciar su apetito); y bien, pasados esos tres meses, dejo de darle su pequeña asignación, que voy a entregarte por adelantado para que hagas tratar bien al chico. Y para conseguir dinero a fin de pagar sus visitas aquí, se convertirá en asaltante, hará cualquier cosa que le posibilite volver a uno de los divanes en tus cuartitos con luz de gas. Con optimismo, espero que un buen día dé muerte a ese caballero que se le aparecerá inesperadamente cuanto le esté forzando el escritorio. Y tal día estará alcanzado mi objetivo: habré contribuido, en cuanto me es posible, a la forja de un criminal, de un enemigo más de la espantosa sociedad que nos está dejando en la ruina.

La mujer se quedó mirándolo boquiabierta de estupefacción.

—¡Hola! ¡Con que ya estás de vuelta! —exclamó des Esseintes, al sorprender su vista a Auguste, quien volvía al salón como si quisiera escurrir el bulto, colorado y muy tímido, ocultando tras sí a su judía.

—Vamos, chico, que se hace tarde. Diles buenas noches a las damas. Mientras bajaban la escalera, le explicó que una vez cada quince días podía ir de visita a la casa de Madame Laure sin tener que gastar un céntimo. Y después, de pie en la calle, miró en la cara al chico azorado y le dijo: —Ya no nos volveremos a ver. Apresúrate a regresar a la casa donde te espera tu padre, cuya mano debe estar picándole de ganas de hacer lo suyo, y recuerda este dicho casi evangélico: Haz a tu prójimo lo que no te gustaría que tu prójimo te hiciera.

—Buenas noches, señor.

—Y algo más. Hagas lo que hicieres, demuestra un poco de gratitud por lo que he hecho por ti y hazme saber tan pronto puedas cómo van tus cosas… Y con preferencia a través de la página de noticias policiales.

Ahora, sentado ante el fuego y removiendo las brasas ardientes, musitó:

—¡El pequeño Judas! ¡Pensar que nunca he podido encontrar su nombre en los diarios! Cierto es, por supuesto, que no pude prestarle toda la debida atención, que no pude precaverme contra algunos peligros evidentes, como que la vieja Laure me estafara, embolsándose la piala sin entregar la mercadería; que una de las mujeres se encaprichara con Auguste de modo tal que, pasados sus tres meses, le permitiera seguir divirtiéndose al fiado; y hasta la posibilidad de que los vicios exóticos de la hermosa judía ya hubieran asustado al chico, quien pudo ser demasiado joven e impaciente para soportar sus lentos preliminares o para gozar de sus feroces momentos culminantes. De modo que, si no ha hecho nada contra la ley desde que me vine a Fontenay y cesé de leer los diarios, me han trampeado.

Se puso de pie y dio unas cuantas vueltas por el cuarto.

—Lo cual, de cualquier modo, sería una lástima —siguió diciéndose—, pues todo lo que yo hacía sólo era una parábola de la enseñanza secular, una alegoría de la instrucción pública, la cual ya está bastante avanzada en la tarea de convertir a cada cual en un Langlois; en vez de cerrar permanente y piadosamente los ojos de los pobres, hace cuanto está a su alcance para obligarlos a que los tengan bien abiertos, de modo que puedan ver que están rodeados de vidas menos meritorias y más cómodas, de placeres que son más vivos y voluptuosos y, por lo tanto, más dulces y deseables.

«Y el hecho es —añadió, prosiguiendo su argumentación—, el hecho es que, siendo el dolor una de las consecuencias de la instrucción, puesto que se hace mayor y más agudo con el desarrollo de las ideas, de ello se desprende que cuanto más hacemos para pulir los espíritus y refinar los sistemas nerviosos de los indigentes, más se desarrollarán en sus corazones los gérmenes atrozmente activos del odio y del padecimiento moral».

Ya humeaban las lámparas. Las levantó y echó un vistazo a su reloj. Eran las tres de la mañana. Prendió un cigarrillo y volvió a entregarse a la lectura, interrumpida por la ensoñación, del viejo poema latino De laude castitatis, escrito durante el reinado de Gondebaldo por Avito, obispo metropolitano de Vienne.