Capítulo XII
En el curso de los días que siguieron a su regreso, des Esseintes se dedicó a hojear los volúmenes de su biblioteca y, ante la idea de que podría haber estado separado de ellos por largo tiempo, se sintió poseído por la misma honda satisfacción que hubiera sentido al volver a ellos tras una auténtica separación. Bajo el impulso de este sentimiento, los vio a una nueva luz, descubriendo en ellos bellezas que tenía olvidadas desde que los compró y leyó por vez primera.
En verdad, todo lo que tenía en torno —libros, bric-à-brac, muebles— adquiría ahora un encanto peculiar a sus ojos. Su lecho le parecía más muelle en comparación con el camastro que habría ocupado en Londres; el servicio discreto y silencioso que recibía en casa lo deleitaba, agotado como estaba por el pensamiento mismo de la ruidosa locuacidad de los camareros de hotel; la organización metódica de su vida cotidiana le parecía más admirable que nunca, ahora que el riesgo de viajar era una posibilidad.
Se sumergió una vez más en ese refrescante baño de hábitos estables, al que los pesares artificiales añadían una cualidad más fortificante y tónica.
Pero lo que más atrajo su atención fueron, sobre todo, los libros. Uno por uno los fue sacando de los anaqueles y examinándolos antes de devolverlos a ellos, a fin de comprobar si, desde que se instaló en Fontenay, el calor y la humedad habían dañado las encuadernaciones o manchado sus preciosos papeles.
Empezó por recorrer en su totalidad la sección latina; luego redistribuyó las obras especializadas de Arquelao, Alberto Magno, Raimundo Lulio y Arnaldo de Villanova, relativas a la cábala y a las ciencias ocultas; y por último revisó todos sus libros modernos, uno por uno. Comprobó con gran satisfacción que todos sin excepción se habían conservado libres de humedad y estaban en buen estado.
Esta colección le había costado importantes sumas de dinero, pues la verdad era que no podía soportar que sus autores favoritos estuviesen impresos en papel de diario, como se los encontraba en las bibliotecas de otros, y con letras como esos grandes clavos que hay en los zapatones aldeanos.
Antaño, en París había dispuesto que imprimieran sólo para él, y a mano, artesanos contratados especialmente para el caso. A veces encomendaba trabajos a Perrin, de Lyon, cuyos tipos claros y esbeltos se prestaban para las reimpresiones arcaicas de viejos textos; otras veces mandaba traer de Inglaterra o los Estados Unidos nuevos tipos, a fin de imprimir obras del siglo actual; también solía dirigirse a un establecimiento de Lille, que durante centenares de años había contado con una fundición completa de letras góticas; y también a veces encargaba trabajos a la excelente imprenta Enschedé de Haarlem, tan antigua, cuya fundición había conservado los troqueles y matrices de las llamadas lettres de civilité. Otro tanto había hecho con respecto al papel para sus libros. Tras resolver un buen día que se había hartado de los papeles caros corrientes —plateado de China, nacarado de Japón, blanco de Whatman, grisáceo de Holanda, color ante de Turquía y Seychal—, y disgustado con las variedades hechas a máquina, encargó papeles especiales hechos a mano en las viejas fábricas de Vire, donde todavía empleaban morteros que antaño sirvieron para moler semillas de cáñamo. Para infundir un poco de variedad a su colección, en diversas ocasiones había importado ciertos materiales lustrados procedentes de Londres —papel flock y papel rep—, en tanto que para subrayar su desdén por los demás bibliófilos, un fabricante de Lübeck le proporcionó un ennoblecido papel de candela, de color azulado, rumoroso y crujiente al tacto, en el que las fibras de paja estaban reemplazadas por escamas de oro, como las que uno ve flotar en el aguardiente de Danzig.
De este modo se ingenió para reunir algunos volúmenes incomparables, escogiendo siempre formatos inusitados y haciéndote encuadernar por Lortic, Tratz-Bauzonnet, Chambolle o los sucesores de Capé, con irreprochables tapas de seda vieja, de cuero vacuno repujado, de cuero de cabra del Cabo.
Tenían encuadernaciones ornamentadas, recubiertas con seda de Damasco y adornadas a la manera eclesiástica, con punteras y broches metálicos. A veces habían sido decoradas por Gruel-Engelmann en plata oxidada y en resplandeciente esmalte.
Así, hizo imprimir las obras de Baudelaire con el admirable tipo episcopal de la antigua casa de Le Clere, en un formato grande semejante al de un misal, sobre un fieltro japonés muy liviano, un papel absorbente tan suave como médula de saúco, su blancura lechosa débilmente teñida de rosa. Esta edición, limitada a un solo ejemplar e impresa en aterciopelado negro de tinta china, había sido ataviada por fuera y revestida por dentro con un mirífico y auténtico cuero de chancho color carne, uno entre mil, enteramente salpicado de puntos donde habían ido las cerdas, fileteado en seco, de negro, con dibujos maravillosamente adecuados que escogió un gran artista.
En esa ocasión, precisamente, des Esseintes sacó ese volumen incomparable del anaquel y lo acarició reverentemente, releyendo determinadas composiciones que en ese engaste sencillo pero invalorable le parecían más profundas y sutiles que nunca.
Su admiración por ese autor no tenía límites. En su opinión, los escritores se habían limitado hasta entonces a explorar la superficie del alma, o bien los corredores subterráneos que eran de fácil acceso y se hallaban bien iluminados, midiendo aquí y allá los depósitos de los siete pecados capitales, estudiando la posición de los filones y su desarrollo, registrando por ejemplo, como lo hizo Balzac, la estratificación de un alma poseída por determinada pasión monomaníaca: ambición o avaricia, amor paternal o lujuria senil.
En verdad, la literatura se había ocupado de vicios y virtudes de carácter absolutamente saludable, del funcionamiento regular de cerebros de conformación normal, de la realidad práctica de ideas corrientes, sin pensar jamás en las depravaciones morbosas y las aspiraciones ultraterrenas; en suma, los descubrimientos de esos analistas de la naturaleza humana se detenían bruscamente ante las especulaciones, buenas o malas, clasificadas por la Iglesia; sus esfuerzos no pasaban de monótonas investigaciones del botánico que observa prolijamente el desarrollo previsto de la flora común, plantada en suelo corriente o de jardín.
Baudelaire había ido más allá; había bajado al fondo de la mina inagotable, se había abierto camino por galerías abandonadas o inexploradas y por último había llegado a esas zonas del alma donde florecen las monstruosas vegetaciones de la mente enferma.
Allí, cerca del campo de cultivo de las aberraciones intelectuales y las enfermedades del espíritu —el tétano místico, la abrasadora fiebre de la lujuria, las fiebres tifoidea y amarilla del crimen— había encontrado, incubando en el tétrico invernadero del tedio, el aterrador climaterio de pensamientos y emociones.
Había puesto al desnudo la psicología morbosa de la mente que está llegando al invierno de sus sensaciones, y había enumerado los síntomas de las almas visitadas por el pesar, escogidas por la melancolía; había mostrado cómo el pulgón afecta las emociones en una época en que los entusiasmos y las creencias de la juventud se han agotado, y cuando sólo perdura el estéril recuerdo de penurias, tiranías y desdenes sufridos a merced de un destino despótico y antojadizo.
Había seguido cada fase de este otoño lamentable, observando la criatura humana, experta en atormentarse y aficionada a engañarse, que violenta sus pensamientos para burlarlos entre sí a fin de sufrir más agudamente, arruinando por adelantado, gracias a su capacidad de análisis y observación, cualquier posibilidad de dicha que pudiera tener.
Luego, a partir de esta sensibilidad irritable del alma, a partir de esta amargura del espíritu que rechaza ferozmente las turbadoras atenciones de la amistad, los agravios benévolos de la caridad, testimonió el desarrollo paulatino y horripilante de esas pasiones de la madurez, esos amoríos de gente ya mayor en los que uno de los partícipes sigue ardiente cuando el otro ya ha empezado a enfriarse, en que la lasitud obliga a la pareja a entregarse a caricias filiales cuya aparente frescura parece cosa nueva, y a abrazos maternales cuya ternura no sólo reposa sino que también suscita, por así decir, interesantes sentimientos de remordimientos por una vaga suerte de incesto.
En una sucesión de páginas magníficas, había expuesto estas pasiones híbridas, exacerbadas por la imposibilidad de obtener una satisfacción cabal, así como también los peligrosos subterfugios de los narcóticos y otras drogas tóxicas, ingeridas con la esperanza de amortiguar el dolor y triunfar sobre el tedio. En una época en que la literatura atribuía la desdicha del hombre casi exclusivamente a los infortunios del amor no correspondido o a los celos engendrados por el amor adúltero, él había hecho caso omiso de esas dolencias pueriles y, en cambio, había sondeado esas heridas más profundas, más letales, más duraderas que infligen la saciedad, la desilusión y el desprecio en las almas torturadas por el presente, disgustadas por el pasado y aterrorizadas y acongojadas por el futuro.
Cuanto más releía des Esseintes su Baudelaire, más apreciaba el indescriptible encanto de este autor que, en una época en que ya el verso sólo servía para pintar la apariencia exterior de las criaturas y cosas, había conseguido expresar lo inexpresable gracias a un estilo nervioso y sólido que poseía, como ningún otro, esa notable cualidad que es el poder de definir en términos curiosamente saludables lo más fugitivo y efímero de las condiciones morbosas de espíritus fatigados y almas melancólicas.
Después de Baudelaire, el número de libros franceses que había llegado a sus anaqueles era muy reducido. Sin lugar a dudas, des Esseintes era absolutamente insensible a los méritos de esas obras que se considera conveniente ensalzar. «La jovialidad para reventar de risa» de Rabelais y el «humorismo de sentido común» de Moliere nunca; habían llevado siquiera una sonrisa a sus labios; y la antipatía que sentía ante semejantes bufonadas era tan grande que no titubeaba en compararlas, desde el punto de vista artístico, con las ruidosas ocurrencias de los payasos en cualquier feria de aldea.
Por lo que respecta a la poesía de otros tiempos, muy poco era lo que leía, aparte de Villon, cuyas baladas melancólicas le resultaban bastante conmovedoras, y unos cuantos fragmentos de d’Aubigné que excitaban su sangre debido a la increíble virulencia de sus apostrofes y sus anatemas.
En cuanto a la prosa, poco respeto sentía por Voltaire y Rousseau, e incluso por Diderot, cuyos alabados Salones le parecían notables por el número de necedades moralizadoras y de aspiraciones estúpidas que contenían. En razón de su odio a todas estas tonterías, limitaba sus lecturas casi exclusivamente a los exponentes de la oratoria cristiana, a Bourdaloue y Bossuet, cuyos períodos sonoros y ornamentados le causaban gran impresión; pero más aún le gustaba saborear el meollo de frases severas y vigorosas como las que modeló Nicole en sus meditaciones, y todavía más Pascal, cuyo austero pesimismo y agónica atrición le llegaban directamente al corazón.
Aparte de estos pocos libros, la literatura francesa, en su biblioteca, comenzaba a partir del siglo XIX.
Se dividía en dos categorías independientes, una de las cuales abarcaba literatura profana corriente y la otra, las obras de autores católicos, ya que ésta era una literatura muy especial, casi desconocida por el público general, pese a ser difundida por enormes editoriales hasta los confines de la tierra.
Se había armado de suficiente coraje para explorar estas criptas literarias y, como en el dominio de la literatura secular, había descubierto, debajo de un gigantesco cúmulo de ñoñerías, unas cuantas obras escritas por verdaderos maestros.
La característica distintiva de esta literatura era la absoluta inmutabilidad de sus ideas y su idioma; así como la Iglesia había perpetuado la forma primordial de sus objetos sagrados, también había mantenido intactas las reliquias de sus dogmas, preservando piadosamente el relicario que las contenía, esto es, el estilo oratorio del siglo XVII. Como uno de sus mismos autores, Ozanam, lo declaraba, el idioma cristiano nada tenía que aprender de la lengua de Rousseau, y debía emplear exclusivamente el estilo usado por Bourdaloue y Bossuet.
A pesar de esta declaración, la Iglesia, mostrando un espíritu más tolerante, dejaba que penetraran ciertos giros tomados en préstamo del idioma de ese mismo siglo; y por ese motivo el lenguaje católico se había purgado en cierta medida de sus períodos aplastantes, lastrados, especialmente en el caso de Bossuet, por la extensión descomunal de sus paréntesis y la penosa redundancia de sus pronombres. Mas allí terminaban las concesiones, y a la verdad que hacer otras habría resultado superfluo, pues exenta de su lastre, esta prosa era perfectamente apropiada para el angosto margen de temas a que se restringía la Iglesia.
Incapaz de ocuparse de la vida contemporánea, de hacer visible y palpable el aspecto más simple de criaturas y cosas, y poco adecuada para explicar las complicadas argucias de cerebros que no se ocupaban de los estados de gracia, este idioma era, con todo, excelente para tratar temas abstractos. Eficaz en la discusión de un punto controvertido, en la explicación de un comentario, poseía también, más que otro alguno, la autoridad necesaria para exponer dogmáticamente el valor de una doctrina.
Por desgracia, también aquí como en todas partes, un enorme ejército de pedantes había invadido el santuario y, con su ignorancia y falta de tino, rebajó su noble e inflexible dignidad. Para colmo de desastres, varias hembras piadosas habían decidido poner a prueba su capacidad para escribir, y sacristías torpes se habían aliado a salones de tontos para exaltar como obras geniales las espantosas charlatanerías de semejantes marisabidillas.
No le faltó a des Esseintes la curiosidad necesaria para leer cierto número de obras de esta índole, entre ellas las de Madame Swtchine, la esposa del general ruso cuya casa en París atraía a los más fervorosos católicos. Los escritos de la dama lo llenaron de una sensación infinita y aplastante de tedio; no eran malas sino peores; eran banales; la impresión que perduraba era la del eco persistente venido de una capilla privada en la que una pandilla de santurrones aristocratizantes se murmuraba sus plegarias, preguntándose con susurros por sus cosas y repitiendo, con aire portentoso, una sarta de lugares comunes sobre política, las predicciones del barómetro y el estado del tiempo.
Pero aún quedaba algo peor. Estaba la señora de Augusto Craven, laureada del Instituto, autora del Récit d’une soeur así como también de una Bliane y una Fleurange, libros que la prensa apostólica entera saludó con clarinadas y retumbos de órgano. Nunca, nunca jamás, había imaginado des Esseintes que fuera posible escribir una basura tan trivial. Estos libros se basaban en conceptos tan estúpidos y estaban escritos con estilo tan nauseabundo que casi adquirían una singular personalidad distintiva.
De todos modos, no era entre las marisabidillas donde des Esseintes, que no era hombre de pensamientos castos ni sentimental por naturaleza, podía esperar que hallaría un nicho literario adaptado a sus gustos particulares. No obstante, perseveró y, con diligencia que no dañó sentimiento alguno de impaciencia, hizo cuanto estuvo a su alcance para apreciar la obra de la niña de genio, la sabihonda virgen de este grupo, Eugénie de Guérin. Sus esfuerzos fueron en vano: le resultó imposible aficionarse al Journal y las Lettres, tan afamados, donde ella alaba, sin discreción ni discriminación alguna, el prodigioso talento de un hermano que rimaba con ingenio y gracia tan portentosos que sin duda habría que remontarse hasta las obras de Monsieur de Jouy y Monsieur Écouchard Lebrun para encontrar algo tan audaz o tan original.
Por mucho que se esforzaba no podía ver qué tenían de atrayentes esos libros que se distinguían por anotaciones como las siguientes: «Esta mañana colgué junto a la cama de papá una cruz que una niñita le dio ayer» y «Mimi y yo estamos invitadas mañana a asistir a la bendición de una campana en lo de Monsieur Roquiers: he aquí un entretenimiento que viene bien»; o por la mención de acontecimientos tan magnos como este: «Acabo de colgarme del cuello una cadenita con una medalla de Nuestra Señora que Louise me ha enviado como protección contra el cólera»; o bien por poesía de este calibre: «¡Oh, qué precioso rayo de luna acaba de caer sobre el Evangelio que estaba leyendo!»; o, finalmente, por observaciones tan sutiles y perspicaces como esta: «Siempre que veo un hombre que se persigna o que se saca el sombrero al pasar ante un crucifijo, me digo: he ahí un cristiano». Y así seguía, página tras página, sin pausa, sin tregua, hasta que Maurice de Guérin moría y su hermana podía embarcarse en sus lamentaciones, escritas en j una prosa desleída, salpicada aquí y allá por migajas de versificación cuya insipidez resultaba tan patética que por último des Esseintes se sintió movido a sentir piedad.
No, con toda ecuanimidad era innegable el hecho de que el partido católico no era demasiado exigente para elegir sus protegidos, puesto que tampoco era muy fino juez. Estas ninfas a quienes tanto había alabado y por las cuales había agotado la buena voluntad de su prensa escribían, todas ellas, como colegialas de convento, con un estilo de leche aguada, y todas padecían una diarrea verbal que era imposible detener con astringente alguno.
En conclusión, que des Esseintes dio la espalda con espanto a semejantes libros. Y no estimó que los sacerdotes literatos de nuestros tiempos pudieran ofrecerle compensación suficiente por todas sus desilusiones. Cierto, estos predicadores y polemistas escribían un francés impecable, mas en sus libros y sermones la lengua cristiana había terminado por volverse impersonal y manida, una retórica en la que cada movimiento y cada pausa estaban prestablecidos, una sucesión de períodos copiados de un modelo único. A decir verdad, todos estos eclesiásticos escribían igual, con un poco más o un poco menos de energía o énfasis, de modo que prácticamente no había diferencia alguna entre las mediocridades que producían, ya fueran firmadas por monseñores Dupanloup o Landriot, La Bouiljerie o Gaume, por Dom Guéranger o el padre Ratisbonne, por el obispo Freppel o el obispo Perraud, por el padre Ravígnan o el padre Gratry, por el jesuita Olivain, el carmelita Dosinthée, el dominico Didon o el antiguo prior de Saint-Maximin, el reverendo padre Chocame.
Una y otra vez se había dicho des Esseintes que sería necesario un talento muy genuino, una muy profunda originalidad, una convicción muy firme para deshelar este idioma congelado, para animar este estilo municipal que sofocaba toda idea no convencional, que ahogaba toda opinión audaz.
Había, empero, uno o dos autores cuya quemante elocuencia de algún modo conseguía fundir y moldear este lenguaje petrificado, y entre ellos quien más se destacaba era Lacordaire, uno de los pocos escritores genuinos que produjo la Iglesia en muchísimos años.
Encerrado, como todos sus colegas, en el estrecho círculo de la especulación ortodoxa, obligado, lo mismo que los demás, a marcar el paso y a ocuparse únicamente de aquellas ideas concebidas y consagradas por los Padres de la Iglesia y desarrolladas por los grandes predicadores, se había ingeniado, con todo, para rejuvenecer y casi modificar esas mismas ideas, con sólo darles una forma más personal y vivaz. Aquí y allá, en sus Conférences de Notre-Dame surgían frases felices, expresiones sorprendentes, acentos de amor, estallidos de pasión, gritos de júbilo y manifestaciones de deleite que hacían que el estilo consagrado por el tiempo hirviera y humeara bajo su pluma. Y luego, por encima de sus dotes oratorias, este monje brillante y de noble corazón, quien había gastado toda su destreza y toda su energía en una tentativa desesperada por armonizar las doctrinas liberales de la sociedad moderna con los dogmas autoritarios de la Iglesia, estaba dotado también de capacidad para el afecto ferviente, para la ternura discreta. Por esto, las cartas que había escrito a jóvenes amigos solían contener cariñosas exhortaciones paternales, reprimendas sonrientes, bondadosas palabras de consejo, indulgentes palabras de perdón. Algunas de estas cartas eran encantadoras, como cuando reconocía su avidez de amor, y otras eran muy impresionantes, como cuando sostenía el coraje de sus corresponsales y disipaba sus dudas mediante la enunciación de la certeza inconmovible de sus propias creencias. En pocas palabras, este sentimiento de paternidad, que bajo su pluma adquiría una delicada calidad femenina, confería a su prosa un acento único en la literatura eclesiástica.
Después de él, pocos eran, en verdad, los clérigos y monjes que mostraban signo alguno de individualidad. Había, a lo sumo, media docena de páginas redactadas por su discípulo, el abate: Peyreyve, que eran legibles. Este sacerdote había dejado algunos conmovedores estudios biográficos sobre su maestro, escribiendo además unos cuantos artículos en sonoro estilo oratorio y pronunciado unos pocos panegíricos en los que la nota declamatoria se dejaba oír con excesiva frecuencia. Era evidente que el abate Peyreyve no tenía la sensibilidad ni el fuego de Lacordaire; subsistía en él excesivamente el sacerdote y muy poco el hombre; pero, con todo, de vez en cuando iluminaban su retorica de púlpito analogías sorprendentes, frases vastas y majestuosas, raptos casi sublimes de oratoria.
Mas sólo entre escritores que no habían: sido ordenados, entre autores seculares que se consagraron a la causa católica y que de todo corazón se preocupaban por sus intereses, podían encontrarse prosistas merecedores de atención.
El estilo episcopal, manipulado tan débilmente por los prelados, había adquirido nuevo vigor y recuperado algo de su antigua virilidad en manos del conde de Falloux. Pese a su apariencia afable; este académico realmente destilaba ponzoña; los discursos que pronunció en 1848 en el Parlamento eran pesados y difusos, pero los artículos que publicó en el Correspondant y que después reunió en un libro eran crueles y mordaces bajo una exagerada cortesía superficial. Concebidos como tiradas polémicas, ostentaban cierto ingenio cáustico y expresaban opiniones de asombrosa intolerancia.
Peligroso polemista en razón de las trampas que tendía a sus adversarios, y mañoso lógico que siempre flanqueaba al enemigo y lo cogía por sorpresa, el conde de Falloux también había escrito algunas páginas penetrantes sobre la muerte de Madame Swetchine, cuya correspondencia compiló y a quien veneraba como a una santa. Mas donde el temperamento de este hombre se manifestaba realmente era en dos folletos que aparecieron en 1846 y 1880, el segundo de los cuales llevaba por título L’unite nationale.
Ahí, lleno de helada furia, el implacable legitimista lanzaba, por una vez, un ataque frontal, a diferencia de lo que acostumbraba, y en su perorata bombardeaba con estos denuestos a los escépticos: Por lo que hace a vosotros, utopistas sectarios que cerráis los ojos ante la naturaleza humana; vosotros, ardientes ateos que os alimentáis de odio y engaño, vosotros los emancipadores de mujeres, vosotros los destructores de la vida de familia, vosotros los genealogistas de la raza simia, vosotros cuyo nombre fue antaño un insulto en sí mismo, vosotros podéis estar conformes: ¡habréis sido los profetas y vuestros discípulos serán los pontífices de un futuro abominable!
El otro folleto se titulaba Le parti catholique e iba dirigido contra el despotismo del Univers y de Veuillot, su director, a quien ponía atención en no mencionar por su nombre. En este caso se reiteraban los ataques por el flanco, escondido el veneno en cada línea de este folleto en que el caballero magullado y aporreado respondía a los puntapiés del luchador profesional con mofa desdeñosa.
Los dos polemistas representaban a la perfección las dos facciones en el seno de la Iglesia, cuyas diferencias siempre se han convertido en odio inflexible. Falloux, de los dos el más arrogante; y astuto, pertenecía a esa secta liberal que ya incluía tanto a Montalembert como a Cochin, tanto a Lacordaire como a de Broglie; adhería de todo corazón a los principios sustentados por el Correspondant, periódico que hacía todo lo posible por recubrir las imperiosas doctrinas de la Iglesia con un barniz de tolerancia. Hombre más franco, más honrado, Veuillot despreciaba semejantes subterfugios; sin titubear, admitía la tiranía de los dictados ultramontanos, reconocía e invocaba abiertamente la implacable disciplina del dogma eclesiástico.
Este último escritor se había armado para la batalla de un lenguaje especial que algo le debía a La Bruyère y algo al obrero que vivía allá en el Gros-Caillou. Este estilo, entre solemne y vulgar, blandido por personaje tan brutal, tenía el peso aplastante de un salvavidas. Luchador extraordinariamente bravo y terco, Veuillot había usado esta arma terrible para acabar por igual con librepensadores y obispos, pegando aquí y allá con toda su fuerza, abatiendo ferozmente a sus enemigos, pertenecieran éstos a uno u otro partido. Sospechado por la Iglesia, que desaprobaba tanto su vocabulario de contrabando como su comportamiento de perdulario, este salteador religioso había, con todo, impuesto respeto a pura, fuerza de talento, aguijoneando a la prensa hasta que tuvo a la jauría cuneando a la prensa hasta que tuvo a la jauría entera tras sus talones, aporreándolas hasta hacerle brote a todos los ataques, liberándose a puntapiés de los viles plumíferos que venían en pos de él, mostrando los colmillos y gruñendo.
Por desgracia, este brillo innegable sólo aparecía en el combate; a sangre fría, no era nada más que un autor rutinario. Sus poemas y novelas daban lástima; su lenguaje punzante perdía todo sabor en un ambiente pacífico; entre combate y combate, el pugilista católico se convertía en un anciano dispéptico, quien resollante repetía triviales letanías y tartamudeaba cánticos pueriles.
Más rígido, almidonado y majestuoso, Ozanam era el apologista favorito de la Iglesia, el Gran Inquisidor del idioma cristiano. Aunque no se lo sorprendía fácilmente, des Esseintes no dejaba nunca de maravillarse por el aplomo con que hablaba este autor de los designios inescrutables del Todopoderoso, cuando debería haber estado presentando pruebas de las afirmaciones inverosímiles que formulaba; con maravillosa sangre fría el hombre retorcía los hechos, contradecía —con impudor aún mayor que los panegiristas de los demás partidos— los acontecimientos históricos reconocidos, declaraba que la Iglesia no había ocultado jamás el gran respeto que sentía por la ciencia, describía las herejías como inmundas miasmas y trataba al budismo y a todas las demás religiones con tal desdén que pedía disculpas por salpicar la prosa católica con el solo acto cíe atacar sus doctrinas.
De vez en cuando, el entusiasmo religioso infundía cierto ardor a su estilo oratorio, bajo cuya helada superficie bullía una corriente de violencia reprimida; en sus copiosos escritos sobre Dante, sobre San Francisco, sobre el autor del Stabat, sobre los poetas franciscanos, sobre el socialismo, sobre derecho comercial, sobre todo cuanto hay bajo el sol, emprendía invariablemente la defensa del Vaticano, al cual estimaba incapaz de cometer error alguno, midiendo todo caso con la misma vara, según la distancia mayor o menor que lo separara del suyo propio.
Esta costumbre de considerar cualquier cuestión desde un mismo punto de vista también era practicada por ese vil chupatintas a quien algunos tenían por su rival, Nettement. Éste no era tan mojigato y las pretensiones que tenía eran sociales más que espirituales. De vez en cuando se había aventurado, en efecto, fuera del claustro literario en que Ozanam se encerró y había picoteado en diversas obras profanas con el propósito de pronunciarse sobre ellas. Se había abierto paso en este dominio desconocido como un chiquillo en un sótano, sin ver a su alrededor nada más que tinieblas, sin percibir en la oscuridad otra cosa que la llamita de la candela que lo alumbraba apenas.
Con esta ignorancia total del lugar, en esta cabal oscuridad, había trastabillado una y otra vez. Así, había hablado del estilo «cuidadosamente cincelado y minuciosamente pulido» de Murger; había dicho que Hugo iba en pos de todo lo que era hediondo e inmundo y hasta se había atrevido; a hacer comparaciones entre él y Monsieur de Laprade; había criticado a Delacroix porque violaba las reglas, alabando a Paul Delaroche y al poeta Reboul porque le parecía que poseían la fe. Des Esseintes no podía dejar de encogerse de hombros ante tan malhadadas opiniones, presentadas en una prosa desaliñada, cuyo raído material se enganchaba y rompía a la vuelta de cada oración.
En otro ámbito, las obras de Poujoulat y Genoide, de Montalembert, Nicolás y Carné no conseguían despertar en él sentimientos más vivos de interés; tampoco tenía conciencia de una pronunciada predilección por los problemas históricos de que trataba con abrumadora erudición y condigno estilo el duque de Broglie, ni de las cuestiones sociales y religiosas que ocupaban a Henri Cochin, quien empero había mostrado su capacidad en una carta que describía una conmovedora ceremonia en el Sacre-Coeur, una toma de velo. Hacía años que no abría ninguno de esos libros y todavía más desde que tiró por la borda las lucubraciones pueriles del sepulcral Pontmartín y del lastimoso Féval, época en que también había pasado a los criados, con un oculto propósito sórdido, los cuentecillos de autores como Aubineau y Lasserre, esos despreciables hagiógrafos de los milagros realizados por Monsieur Dupont de Tours y por la Santa Virgen.
En pocas palabras, des Esseintes no podía encontrar en semejante literatura ni siquiera una fugaz distracción para su tedio; y por ello relegó a los rincones más oscuros de su biblioteca todos esos libros que había leído mucho tiempo atrás, después de salir del colegio de los jesuitas.
—Más hubiera valido dejar estas cosas abandonadas en París —musitó, al extraer dos series de libros que le resultaban singularmente insoportables y que yacían tras los otros. Se trataba de las obras del abate Lamennais y de las de ese asno pomposo y fanático que fue el conde Joseph de Maistre.
En un anaquel, un solo volumen quedaba a su alcance. Se trataba de L’homme de Ernest Helio. Este hombre era la antítesis absoluta de sus cofrades. Prácticamente aislado en el grupo de los autores religiosos, a quienes chocaban las actitudes que adoptaba, había terminado por abandonar la vía real que lleva de la tierra al cielo. Sin duda hastiado por la trivialidad de esta carretera y por la muchedumbre de peregrinos literarios que durante siglos desfilaron por la misma ruta, siguiéndose las pisadas los unos a los otros, deteniéndose en los mismos puntos para intercambiar los mismos lugares comunes con respecto a la religión y a los Padres de la Iglesia, sobre las mismas creencias y los mismos maestros, él se había metido por un atajo, había dado con el triste claro en la selva que ya encontró Pascal, y allí se quedó un buen rato para reponer fuerzas; luego había seguido su marcha, calando más hondo en las profundidades del pensamiento humano que el jansenista, a quien —dicho sea de paso— despreciaba.
Lleno de sutil complejidad y de afectación pomposa, a des Esseintes Helio le recordaba, por los análisis brillantes en que hilaba tan fino, los estudios exhaustivos y minuciosos de ciertos psicólogos ateos de los siglos XVIII y XIX. Sin él había algo de un Duranty católico, pero era más dogmático y también más sensible, un maestro consumado de la lupa, un eficaz ingeniero del alma, un diestro relojero del cerebro, a quien nada le agradaba tanto como examinar el mecanismo de una pasión y mostrar exactamente cómo giraban las ruedecillas.
En ese espíritu de tan rara conformación podían encontrarse las más inesperadas asociaciones de ideas, las analogías y los contrastes más sorprendentes; también había en él la curiosa virtud de usar definiciones etimológicas como trampolín del cual saltaba en pos de nuevas ideas, enlazadas por eslabones que a veces eran algo débiles pero casi invariablemente originales e ingeniosos.
De este modo, y pese al equilibrio defectuoso de sus construcciones, había desmontado, por así decir, al avaro y al hombre común, había analizado la afición a estar en sociedad y la pasión por el sufrimiento, y había revelado las interesantes comparaciones que pueden establecerse entre los procedimientos de la fotografía y de la memoria.
Mas esta destreza en el uso del delicado instrumentó analítico que había robado a los enemigos de la Iglesia representaba solamente un aspecto del temperamento del hombre, En él había también otra persona, otro costado de su naturaleza dual, el cual era el fanático religioso, el profeta bíblico.
Como Hugo, a quien a veces recordaba por el giro que imprimía a una idea o una frase, Ernest Helio gustaba mostrarse como un pequeño San Juan en Patmos, sólo que en su caso pontificaba y vaticinaba desde la punta de una roca fabricada en las tiendas de chucherías eclesiásticas que hay en la Rue Saint-Sulpice, arengando al lector en un estilo apocalíptico condimentado aquí y allá con la amarga hiel de un Isaías.
En tales ocasiones ostentaba exageradas pretensiones de profundidad y había unos cuantos aduladores que lo alababan como si fuera un genio, pretendiendo que era el gran hombre de su tiempo, la fuente de conocimiento de la época. Y acaso fuera, en efecto, una fuente de conocimientos… pero cuyas aguas a menudo distaban mucho de ser límpidas.
En su libro Paroles de Dieu, en el que parafraseaba las Escrituras y hacía cuanto estaba a su alcance para complicar su mensaje bastante simple, en su otro libro L’homme y en su folleto Le jour du Seigneur, escrito en un estilo bíblico oscuro y desigual, se presentaba como un apóstol vengador, lleno de orgullo y amargura, un diácono demencial que padecía epilepsia mística, un Joseph de Maistre bendecido por el talento, un fanático pendenciero y feroz.
Por otra parte, meditaba des Esseintes, estos excesos morbosos obstruían con frecuencia ingeniosos raptos de casuística, pues con intolerancia aún mayor que la de Ozanam, Helio rechazaba categóricamente todo cuanto quedaba fuera de su mundillo, proponía los axiomas más sorprendentes, mantenía con desconcertante dogmatismo que «la geología había vuelto a Moisés», que la historia natural, la química y, a decir verdad, toda la ciencia moderna proporcionaban pruebas de la exactitud científica de la Biblia; cada página hablaba de la Iglesia como de la única depositaría de la verdad y la fuente de sabiduría sobrehumana, animado todo esto por sorprendentes aforismos y furiosas Imprecaciones vomitadas a torrentes sobre el arte y la literatura del siglo XVIII.
A esta extraña mezcla se sumaba el apego a la piedad edulcorada que se revelaba en traducciones de las Visiones de Angela da Foligno, libro de estupidez y falta de solidez incomparables, y selecciones de Jan van Ruysbroeck, un místico del siglo XVI cuya prosa ofrecía una amalgama incomprensible pero atrayente de éxtasis sombríos, tiernos raptos y violentos enardecimientos.
Toda la afectación que había en Helio como pontífice presuntuoso salía a relucir en un prefacio que escribió para este libro. Como él mismo decía, «las cosas extraordinarias sólo pueden ser tartamudas»; y en efecto tartamudeaba, declarando que «la sagrada oscuridad en que Ruysbrock despliega sus alas de águila es su océano, su presa, su gloria, y para él los cuatro horizontes resultarían una vestidura demasiado estrecha».
Pero, sea como fuere, des Esseintes se sentía atraído por ese espíritu inestable pero sutil; la fusión del psicólogo ducho con el pedante piadoso había resultado imposible, y estos tirones, hasta estas incoherencias, constituían la personalidad del individuo.
Los reclutas que formaron bajo su pendón constituían el pequeño grupo de escritores que actuaba en la línea fronteriza del bando clerical. No pertenecían al grueso del ejército; hablando estrictamente, eran más bien francotiradores en una religión que desconfiaba de hombres de talento como Veuillot y Helio, por la sencilla razón de que no resultaban bastante serviles ni bastante insípidos. Lo que este sector realmente quería eran soldados que jamás se preguntaran por qué, regimientos de esas mediocridades ofuscadas que Helio solía atacar con toda, la ferocidad de quien ha padecido su tiranía. Consecuentemente, el catolicismo se había apresurado a cerrar las columnas de sus periódicos a uno dé sus partidarios, Léon Bloy, panfletario feroz que escribía en un estilo a un tiempo precioso, tierno y aterrador, y a expulsar de sus librerías, como a alguien apestado e impuro, a otro autor que había enronquecido cantando loas: Barbey d’Aurevilly.
A decir verdad, este último autor era demasiado comprometedor, demasiado independiente como hijo de la Iglesia. A la larga, los otros irían mansamente a comer de la mano y marcarían el paso, pero éste era un niño terrible que el partido se negaba a reconocer como suyo, que andaba de putas por la literatura y se aparecía con sus mujeres semidesnudas en el santuario. Sólo en razón del ilimitado desprecio que siente el catolicismo por todo talento creador no había declarado fuera de la ley, con una excomunión en debida forma, a este extraño servidor que, so pretexto de honrar a sus señores, rompía las ventanas de las capillas, jugaba con los recipientes sagrados y hacía cabriolas alrededor del tabernáculo.
Dos de las obras de Barbey d’Aurevilly le resultaban a des Esseintes particularmente cautivadoras: Un prêtre marié y Les diaboliques. Otras, como L’ensorcelée, Le chevalier des Touches y Une vieille maîtresse, eran sin duda más equilibradas, más completas, pero no atraían tanto a des Esseintes, quien en realidad sólo se interesaba en libros enfermizos, minados y encendidos por la fiebre.
En estas otras obras relativamente saludables, Barbey d’Aurevilly iba y venía constantemente entre esos dos canales de la fe católica que: al final se confunden: el misticismo y el sadismo. Mas en los dos libros que ahora hojeaba des Esseintes, Barbey había echado por la borda su cautela, había dado rienda suelta a su corcel y había corrido a todo galope por un camino tras otro, hasta donde pudo llegar.
Todo el misterio terrible de la Edad Media pesaba sobre ese inusitado libro Un prêtre marié; la magia se mezclaba con la religión, la hechicería con la plegaria; en tanto que el Dios del pecado original, más implacable, más cruel que el Diablo, sometía a su inocente víctima Calixtos ininterrumpidos tormentos, marcándola con una cruz roja en la frente, del mismo modo como en tiempos más remotos hizo que uno de sus ángeles señalara las casas de los incrédulos que se proponía matar.
Estas escenas, como las fantasías de un monje que ayuna hasta que lo afecta el delirio, se desplegaban en el lenguaje inconexo de un enfermo de fiebres. Pero, por desgracia, entre lodos los personajes galvanizados hasta una vida desequilibrada como otros tantos Coppelios de Hoffmann, había algunos, Néel de Néhou por ejemplo, que parecían haber sido imaginados en uno de esos periodos de postración que suceden siempre a las crisis; y estaban fuera de lugar en esta atmósfera de demencia melancólica, en la que introducían la misma nota de humorismo inconsciente que deja oír ese señorito de zinc con botas de caza que está soplando su cometa en el pedestal de tantos relojes de repisa.
Tras estas divagaciones místicas, Barbey había gozado de un período de relativa calma, mas luego se habría producido una aterradora recaída.
La creencia de que el hombre es una criatura indecisa que es movida ora en esta, ora en aquella dirección por dos fuerzas de igual poderío, que alternativamente ganan y pierden la batalla por su alma; la convicción de que la vida humana no es nada más que una lucha indecisa entre el cielo y el infierno; la fe en dos entidades opuestas, Satán y Cristo: todo esto estaba destinado a engendrar esas discordias internas en que el alma, excitada por la incesante pugna, estimulada por así decir por las constantes promesas y amenazas, termina por ceder y se prostituye a aquel de los dos combatientes que ha sido más empecinado en su persecución.
En Un prêtre marié, Cristo era quien había tenido éxito con sus tentaciones y a él iban dirigidas las alabanzas de Barbey d’Aurevilly; pero en Les diaboliques, el autor se había rendido al Diablo y Satanás era a quien ensalzaba. A esa altura aparecía en escena ese hijo bastardo del catolicismo que por siglos ha perseguido la Iglesia con sus exorcismos y sus autos de fe: el sadismo.
Este estado extraño y mal definido no puede, en realidad, surgir en el espíritu de un incrédulo. No consiste simplemente en la indulgencia desenfrenada de la carne, estimulada por actos sangrientos de crueldad, pues en tal caso no sería nada más que una desviación del instinto genésico, un caso de satiriasis desarrollado hasta las últimas consecuencias; consiste, primero y ante todo, en una manifestación sacrílega, una rebelión moral, una depravación espiritual, una aberración absolutamente idealista, absolutamente cristiana. También hay algo en ella de júbilo templado por el miedo, un júbilo semejante al maligno deleite de niños desobedientes que juegan con cosas interdictas por la sola razón de que sus padres les han prohibido expresamente aproximarse a ellas.
A decir verdad, si no implicara sacrilegio, el sadismo no tendría razón de ser; por otra parte, puesto que el sacrilegio depende de la existencia de una religión, no puede ser cometido deliberada y eficazmente salvo por un creyente, pues ningún hombre derivaría satisfacción alguna de profanar una fe que le resulta insignificante o desconocida.
De modo que el poderío del sadismo, la atracción que brinda, radica por entero en el placer prohibido de traspasar a Satanás el homenaje y las plegarias que deberían reservarse a Dios; reside en el escenario de los preceptos católicos, que el sádico observa en realidad de manera invertida cuando, a fin de ofender a Cristo tanto más cruelmente, comete los pecados que Cristo proscribió expresamente: la profanación de las cosas sagradas; y el libertinaje de la carne.
En realidad, este vicio al cual el Marques de Sade le ha dado su nombre es tan antiguo como la misma Iglesia; el siglo XVIII, época en que fue particularmente frecuente, se había limitado a revivir, por un proceso atávico corriente, las prácticas impías del aquelarre de las brujas que procedía de los tiempos medievales… para no ir más lejos en la historia.
Apenas si des Esseintes había hojeado el Malleus maleficorum, ese tremendo código de procedimientos compuesto por Jacob Sprenger y que permitió a la Iglesia enviar millares de nigromantes y brujas a la hoguera; mas ello le había bastado para reconocer en el aquelarre de las brujas todas las obscenidades y blasfemias del sadismo. Aparte de las inmundas orgías caras al Maligno —noches dedicadas alternativamente a la cópula lícita y a la antinatural, noches manchadas por las bestialidades de la depravación sangrienta—, encontró las mismas parodias de procesiones religiosas, las mismas amenazas e injurias rituales lanzadas a Dios, la misma devoción a su Rival, como cuando se celebraba la Misa Negra sobre una mujer reclinada sobre sus cuatro extremidades, cuya grupa desnuda, repetidas veces maculada, servía de altar, en tanto que el sacerdote maldecía el pan y el vino mientras en mofa la congregación comulgaba con hostias negras estampadas con la imagen de un macho cabrío.
Este mismo torrente de bromas inmundas e insultos degradantes podía encontrarse en las obras del Marqués de Sade, quien condimentaba sus aterradores episodios de lujuria con improperios sacrílegos. Quien se mofaba de los Cielos, invocaba a Lucifer, a Dios lo llamaba bribón abyecto, idiota enloquecido, y escupía sobre el sacramento de la comunión; en verdad hacía cuanto estaba a su alcance para embadurnar con repugnantes obscenidades una Deidad que esperaba lo condenara, declarando al mismo tiempo, como un acto más de desafío, que no existía tal Deidad.
A este estado psíquico se acercaba mucho Barbey d’Aurevilly. Si no llegaba como Sade a lanzar atroces maldiciones contra el Salvador, si —con mayor cautela o mayor temor— profesaba siempre su respeto por la Iglesia, de cualquier modo dirigía sus oraciones al Diablo, fiel al estilo medieval y, en su deseo de desafiar a la Divinidad, se deslizaba igualmente a la erotomanía demoníaca, acuñando nuevas monstruosidades sensuales, e incluso tomando en préstamo de La philosophie dans le boudoir cierto episodio que sazonó con nuevos condimentos para hacer la historia de Le diner d’un athée.
El libro extraordinario en que figuraba dicho relato era un deleite para des Esseintes; por ende, se había hecho imprimir en tinta de un púrpura episcopal, dentro de un margen de rojo cardenalicio, sobre auténtico pergamino bendecido por los auditores de la Rota, un ejemplar de Les diaboliques, compuesto en esas lettres de civilité cuyos peculiares corchetes y floreos, rizados hacia arriba o abajo, asumen un aspecto satánico.
Salvo ciertos poemas de Baudelaire que, a imitación de las plegarias cantadas en los aquelarres de brujas, asumían el carácter de letanías infernales, este libro, entre todas las obras de la literatura apostólica contemporánea, era el único que revelaba ese estado de ánimo, a un tiempo devoto e implo, hacia el que a menudo impulsaron a des Esseintes los recuerdos nostálgicos del catolicismo, estimulados por los accesos de neurosis.
Con Barbey d’Aurevilly, la serie de los autores religiosos tocaba a su fin. A decir verdad, este paria pertenecía más, desde todo punto de vista, a la literatura secular que a esa otra literatura en que reclamaba un lugar que le era negado. Su extravagante estilo romántico, por ejemplo, lleno de expresiones retorcidas, giros exóticos y símiles descabellados, azotaba sus oraciones mientras galopaba a lo largo de la página, pedorreando y repiqueteando sus campanillas. En síntesis, Barbey daba la impresión de ser un padrillo entre los capones que llenaban los establos ultramontanos.
Tales eran las reflexiones de des Esseintes mientras hojeaba el libro, releyendo un fragmento aquí, otro allá; y luego, comparando el vigoroso y variado estilo del autor con el estilo linfático y monótono de sus cofrades, fue llevado a considerar la evolución del lenguaje, descripta con tanta exactitud por Darwin.
Intimamente vinculado a los autores seculares de sus días, educado en la escuela romántica, familiarizado con los últimos libros y acostumbrado a leer publicaciones modernas, Barbey hallóse inevitablemente en posesión de un idioma que había experimentado muchas modificaciones profundas y que en buena medida había sido renovado desde el siglo XVII.
Precisamente, lo opuesto era lo que había ocurrido con los autores eclesiásticos; encerrados en su propio territorio, aprisionados dentro de un margen de lecturas tradicional e idéntico, para nada enterados de la evolución literaria de tiempos más recientes y absolutamente decididos, en caso necesario, a arrancarse los ojos antes que reconocerla, empleaban necesariamente un lenguaje inalterado e inalterable, como ese lenguaje del siglo XVIII que hablan y escriben normalmente hasta el mismo día cíe hoy los descendientes de los colonos franceses del Canadá, en virtud de que no fue posible variación alguna de vocabulario o fraseología, a causa de que se halla escindido de la madre patria y circundado en todas partes por el idioma inglés.
A esta altura de su meditación había llegado des Esseintes cuando el sonido argentino de una campana que tañía un pequeño ángelus le hizo saber que el desayuno estaba listo. Donde estaban dejó sus libros, se limpió la frente y se encaminó al comedor diciéndose que, de todos los volúmenes que había estado ordenando, las obras de Barbey d’Aurevilly seguían siendo las únicas cuyo pensamiento y estilo brindaba esos sabores de caza y esos puntos insalubres, esa piel magullada y ese gusto soporífero que tanto amaba saborear en los autores decadentes, por igual latinos y monásticos, de los días de antaño.