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Pusimos los muebles de mi hermano en el asiento de atrás y partimos al anochecer, prometiendo estar de vuelta en treinta horas: treinta horas para hacer mil seiscientos kilómetros al Norte y al Sur. Pero Dean quería que fuera así. Fue un viaje duro y ninguno de nosotros lo advirtió; la calefacción no funcionaba y, por lo tanto, el parabrisas se empañaba y se cubría de hielo; Dean, siempre conduciendo a ciento diez, sacaba un brazo de cuando en cuando y lo limpiaba con un trapo para hacer un agujero y ver la carretera. En el espacioso Hudson había sitio de sobra para que los cuatro fuéramos en la parte de adelante. Una manta nos cubría las piernas. La radio no funcionaba. Era un coche nuevo comprado cinco días antes y ya estaba roto. Sólo habían pagado el primer plazo, además. Allí íbamos, hacia Washington, al Norte, por la 301, una autopista muy recta de dos carriles y sin mucho tráfico. Y Dean hablaba, y ninguno de los demás hablaba. Gesticulaba furiosamente, y se inclinaba a veces hacia mí para subrayarme algo, y otras veces soltaba el volante y sin embargo el coche seguía recto como una flecha, sin desviarse ni un instante de la línea blanca del centro de la carretera que se desenrollaba besando nuestro neumático delantero izquierdo.
Era un conjunto de circunstancias sin sentido lo que había hecho venir a Dean, y yo me fui con él también sin motivo ninguno. En Nueva York iba a la facultad y estaba ligado con una chica que se llamaba Lucille, una italiana muy guapa de pelo rubio con la que, de hecho, quería casarme. Todos estos años había estado buscando una mujer con la que casarme. No conocía a una chica sin decirme enseguida: «¿Qué tal será como mujer?». Les hablé a Dean y Marylou de Lucille. Marylou quería saberlo todo de ella, quería conocerla. Pasamos zumbando por Richmond, Washington, Baltimore y subimos a Filadelfia por una sinuosa carretera y hablando.
—Quiero casarme —le dije—, quiero que mi alma repose junto a una buena mujer hasta que nos hagamos viejos. Esto no puede seguir así todo el tiempo. Este frenético deambular tiene que terminarse. Debemos llegar a algún sitio, encontrar algo.
—Mira, tío —dijo Dean—. Hace años que te doy buenos consejos sobre el hogar y el matrimonio y todas esas cosas maravillosas relacionadas con tu alma.
Fue una noche triste; también fue una noche alegre. En Filadelfia entramos en una cafetería y compramos unas hamburguesas con nuestro último dólar. El encargado —eran las tres de la mañana— nos oyó hablar del dinero y nos ofreció hamburguesas y café gratis si le lavábamos todos los platos que estaban amontonados en la cocina pues su ayudante no se había presentado. Aceptamos. Ed Dunkel dijo que era un buscador de perlas que subía de las profundidades y metió sus largos brazos entre los platos. Dean se instaló a su lado con un paño, y lo mismo Marylou. Finalmente empezaron a meterse mano entre los cazos y las sartenes; acabaron en un rincón de la despensa. El encargado se daba por satisfecho mientras Ed y yo limpiáramos los platos. Acabamos en quince minutos. Cuando despuntaba el día zumbábamos a través de Nueva Jersey con la gran nube de Nueva York alzándose detrás de nosotros en la nevada lejanía. Nos metimos por el túnel Lincoln y cortamos por Times Square; Marylou quería ver la plaza.
—¡Maldita sea! Me gustaría encontrar a Hassel. Mirad todos con atención a ver si conseguimos verlo.
Observamos atentamente las aceras.
—El ido de Hassel. Tenías que haberlo visto en Texas.
Así que Dean había recorrido unos seis mil quinientos kilómetros desde Frisco, vía Arizona y subiendo a Denver, en sólo cuatro días, con aventuras innumerables intercaladas, y sólo era el comienzo.