3
Fuimos a mi casa en Paterson y dormimos. Fui el primero en despertarme, avanzada la tarde. Dean y Marylou dormían en mi cama, Ed y yo en la de mi tía. El desgonzado y estropeado baúl de Dean estaba en el suelo con unos calcetines asomando. Me llamaban por teléfono al drugstore de abajo. Bajé; era de Nueva Orleans. Se trataba del viejo Bull Lee que se había trasladado a Nueva Orleans. Bull Lee con su aguda y gimiente voz se quejaba. Al parecer una chica llamada Galatea Dunkel acababa de llegar a su casa buscando a un tal Ed Dunkel. Bull no tenía ni idea de quiénes eran. Galatea Dunkel era una perdedora tenaz. Le dije a Bull que la tranquilizara contándole que Dunkel estaba con Dean y conmigo y que lo más probable era que la recogiéramos en Nueva Orleans camino de la costa. Entonces la propia Galatea se puso al teléfono. Quería saber cómo estaba Ed. Le interesaba mucho que se encontrara bien.
—¿Cómo te las arreglaste para ir de Tucson a Nueva Orleans? —le pregunté.
Me dijo que había telegrafiado a casa pidiendo dinero y que había cogido un autobús. Estaba decidida a reunirse con Ed porque lo amaba. Subí y se lo dije a Ed. Se sentó en la cama con expresión preocupada, un ángel de hombre, de hecho.
—Muy bien —dijo Dean despertándose de repente y saltando de la cama—, lo que tenemos que hacer es comer inmediatamente. Marylou, vete a la cocina y mira si hay algo de comer. Sal, tú y yo bajaremos a llamar a Carlo. Ed, tú mira a ver si puedes arreglar un poco la casa —seguí a Dean abajo.
El chico que llevaba el drugstore dijo:
—Ha habido otra llamada para ti, esta vez de San Francisco. Preguntaban por alguien llamado Dean Moriarty. Dije que no conocía a nadie que se llamara así.
Era la dulcísima Camille, llamando a Dean. El chaval del drugstore, Sam, un amigo mío alto y tranquilo, me miró y se rascó la cabeza.
—Oye —dijo—, ¿has organizado una casa de putas internacional?
—Te han descubierto, tío —rió Dean maniáticamente. Saltó a la cabina telefónica y llamó a San Francisco a cobro revertido. Después llamó a Carlo, a su casa de Long Island, y le dijo que viniera. Carlo llegó un par de horas después. Entretanto Dean y yo nos habíamos preparado para nuestro viaje de regreso a Virginia. Iríamos los dos solos a recoger el resto de los muebles y traer a mi tía. Carlo Marx llegó, con sus poemas bajo el brazo, y se sentó en una butaca mirándonos con sus brillantes y pequeños ojos. Durante media hora se negó a decir nada, de ningún tipo, se negó a comprometerse. Se había tranquilizado desde los días de Denver, gracias a su estancia en Dakar. En Dakar, luciendo barba, había callejeado seguido por niños que le llevaron a un brujo a que le dijera la buenaventura. Tenía fotos de callejas con cabañas de paja de las afueras de Dakar. Dijo que casi se había tirado por la borda del barco, lo mismo que Hart Crane, en su viaje de regreso. Dean estaba sentado en el suelo con una caja de música y escuchaba asombrado la cancioncilla que tocaba: «A Fine Romance».
—Escuchad, son una especie de campanillas —nos inclinamos y miramos el interior de la caja de música hasta que descubrimos todos sus secretos—. ¡Tilín! ¡Tin! ¡Tilín! ¡Vaya, vaya!
Ed Dunkel también se había sentado en el suelo; tenía mis palillos; de pronto se puso a tocar con ellos un suave ritmo que iba con la música de la caja, a la que casi no se podía oír. Todos contuvimos el aliento para escuchar.
—Tic… tac… tic-tac… tac-tac —Dean se puso la mano detrás de la oreja; estaba boquiabierto; dijo—: ¡Vaya! ¡Vaya!
Carlo observaba toda esta tonta locura con ojos entornados. Finalmente se dio una palmada en la rodilla y dijo:
—Tengo algo que deciros.
—¿Qué es? ¿Qué es?
—¿Qué significa este viaje a Nueva York? ¿En qué sórdido asunto os habéis metido ahora? Es decir, tío, ¿adónde vas? ¿Adónde vas tú, América, en tu reluciente coche a través de la noche?
—¿Adónde vas? —repitió Dean como un eco, con la boca abierta.
Nos sentamos y no supimos qué decir; no había más que hablar. Lo único que podíamos hacer era irnos. Dean se puso en pie de un salto y dijo que estábamos listos para volver a Virginia. Se duchó, yo preparé una gran fuente de arroz con todo lo que quedaba en la casa, Marylou zurció los calcetines, y ya estábamos listos para irnos. Dean y Carlo y yo zumbamos hacia Nueva York. Prometimos ver a Carlo dentro de treinta horas, a tiempo para celebrar la Noche Vieja. Era de noche. Lo dejamos en Times Square, volvimos a pasar por el túnel hasta Nueva Jersey, y de nuevo en la carretera. Nos turnamos al volante y llegamos a Virginia en diez horas.
—Ahora es la primera vez desde hace años que estoy solo y en disposición de hablar —dijo Dean, y habló toda la noche. Como en sueños zumbamos de regreso a través del dormido Washington y volvimos a las inmensidades de Virginia, cruzando el río Appomattox al despuntar el día. Llamamos a la puerta de mi hermano a las ocho de la mañana. Y todo este tiempo Dean estaba tremendamente excitado con todo lo que veía, todo lo que decía, cada uno de los detalles de los momentos que pasaban. Estaba fuera de sí y hablaba con auténtica fe.
—Y naturalmente ahora nadie puede decirnos que Dios no existe. Hemos pasado por todo. ¿Sal, te acuerdas de cuando vine a Nueva York por primera vez y quería que Chad King me enseñara cosas de Nietzsche? ¿Te acuerdas de cuánto tiempo hace? Todo es maravilloso, Dios existe, conocemos el tiempo. Todo ha sido mal formulado de los griegos para acá. No se consigue nada con la geometría y los sistemas de pensamiento geométricos. ¡Todo se reduce a esto! —hizo un corte de manga; el coche seguía marchando en línea recta—. Y no sólo eso sino que ambos comprendemos que yo no tengo tiempo para explicar por qué sé y tú sabes que Dios existe.
En un determinado momento me lamenté de los problemas de la vida, de lo pobre que era mi familia, de lo mucho que deseaba ayudar a Lucille, que también era pobre y tenía una hijita.
—Problemas, ya ves, son la palabra que generaliza los motivos por los que Dios existe. La cuestión es no quedar colgado. ¡Me da vueltas la cabeza! —gritó cogiéndosela con ambas manos.
Salió del coche a buscar pitillos y se parecía a Groucho Marx: el mismo caminar furioso, dando pasos muy largos, con los faldones del frac al viento, excepto que no llevaba frac.
—Desde Denver, Sal, un montón de cosas… ¡Y qué cosas! He pensado y pensado. Estaba en el reformatorio casi todo el tiempo. Era un delincuente tratando de reafirmarme: robar coches era una expresión psicológica de mi situación, un modo de indicarla. Ahora todos mis problemas con la cárcel están arreglados. Que yo sepa nunca volveré a la cárcel. Lo demás no es culpa mía —pasamos junto a un niño que apedreaba a los coches—. Piensa en esto —siguió Dean—. Cualquier día romperá un parabrisas con una piedra y el conductor se estrellará y morirá. Y todo por culpa de ese chaval. ¿Ves lo que te quiero decir? Dios existe sin escrúpulos. Mientras rodamos por esta carretera no tengo ninguna duda de que hará todo lo posible para protegernos, lo mismo que tú cuando conduces con tanto miedo (no me gustaba conducir y lo hacía con todo tipo de precauciones). El coche seguirá su camino por sí mismo y no te saldrás de la carretera y yo podré dormir. Además, conocemos perfectamente América, estamos en casa; puedo ir a cualquier parte de América y conseguir lo que quiera porque en todas partes es lo mismo. Conozco a la gente y sé las cosas que hacen. Es un dar y tomar constante y entramos en la tranquilidad increíblemente complicada haciendo eses de un lado a otro.
No había nada claro en las cosas que decía, pero lo que intentaba explicar era algo puro y transparente. Usaba mucho la palabra «puro». Nunca me había imaginado que Dean pudiera ser un místico. Eran los primeros días de un misticismo que le llevarían a la extraña y harapienta santidad a lo W. C. Fields de sus últimos días.
Hasta mi tía le escuchaba con cierta curiosidad mientras volvíamos hacia el Norte aquella misma noche con los muebles detrás. Ahora que mi tía estaba en el coche, Dean se calmó y hablaba de su trabajo en San Francisco. Nos enteramos hasta el menor detalle de lo que tiene que hacer un guardafrenos, haciéndonos demostraciones cada vez que pasábamos junto a las vías del tren, y en un determinado momento saltó del coche para demostrarme cómo toma un trago un guardafrenos durante una breve parada. Mi tía se retiró al asiento de atrás y trató de dormir. En Washington, a las cuatro de la mañana, Dean telefoneó a cobro revertido a Frisco. Habló con Camille y poco después de esto, cuando dejábamos atrás Washington, un coche de la policía de tráfico con la sirena sonando nos puso una multa por exceso de velocidad a pesar de que entonces no íbamos a más de sesenta por hora. Se debía a nuestra matrícula de California.
—Chicos, ¿creéis que podéis correr todo lo que os dé la gana sólo porque venís de California? —dijo el policía.
Fui con Dean a la comisaría y tratamos de explicar al sargento que no teníamos dinero. Dijeron que Dean pasaría la noche en la cárcel si no reuníamos la pasta. Naturalmente, mi tía la tenía: quince dólares. Y de hecho, mientras discutíamos con la pasma, uno de los policías fue a echar un vistazo a mi tía que estaba envuelta en su manta en el asiento de atrás.
—No tenga miedo, no soy una ladrona con la pistola preparada. Si quiere puede entrar y registrar el coche, vamos, hágalo si le apetece. Vuelvo a casa con mi sobrino y no hemos robado estos muebles. Son de mi sobrina que acaba de tener un hijo y se muda a una casa nueva.
Esto desconcertó al Sherlock Holmes, que volvió a la comisaría. Mi tía tuvo que pagar la multa de Dean o nos quedaríamos colgados en Washington; yo no tenía carnet. Dean prometió devolvérselo, y de hecho lo hizo, justamente año y medio más tarde ante la grata sorpresa de mi tía. Mi tía… una mujer respetable hundida en este triste mundo, un mundo que conocía muy bien. Nos habló del de la bofia:
—Estaba escondido detrás del árbol intentando ver qué aspecto tenía. Le dije… Bueno, le dije que registrara el coche si quería. No tengo nada de qué avergonzarme —sabía que Dean tenía cosas de qué avergonzarse, y yo también, debido a que estaba con Dean, y éste y yo lo aceptamos tristemente.
Mi tía dijo en una ocasión que en el mundo nunca habría paz hasta que los hombres se arrodillaran delante de las mujeres y les pidieran perdón. Dean lo sabía, lo había dicho muchas veces.
—Yo he suplicado y suplicado a Marylou —dijo— para que mantuviéramos unas relaciones pacíficas y comprensivas y de un amor puro y dulce y eterno, dejando a un lado lo que pueda separarnos… pero ella no me deja en paz, trama algo, quiere hundirme, no entiende lo mucho que la quiero, está buscando mi perdición.
—Lo cierto del asunto es que no entendemos a nuestras mujeres —añadí yo—. Les echamos la culpa de todo y, de hecho, la culpa la tenemos nosotros.
—La cosa no es tan sencilla como eso —me previno Dean—. La paz llegará de improviso, no nos daremos cuenta cuando llegue… ¿te das cuenta, tío?
Tercamente, congelado, condujo el coche a través de Nueva Jersey; al amanecer llegamos a Paterson mientras yo conducía y Dean dormía detrás. Llegamos a casa a las ocho de la mañana y nos encontramos a Marylou y Ed Dunkel sentados y fumándose las colillas de los ceniceros; no habían comido desde que Dean y yo nos marchamos. Mi tía compró comida y preparó un espléndido desayuno.