6

Nada más salir de Gregoria la carretera empezó a descender, a ambos lados se alzaban grandes árboles y, como oscurecía, oímos el ruido de billones de insectos que hacían un sonido constante.

—¡Vaya! —dijo Dean, y encendió los faros y no funcionaban—. ¿Qué pasa? ¡Coño! ¿Qué hostias pasa? —y golpeó enfadado el salpicadero—. Tendremos que ir a través de la selva sin luces, ¡fijaos qué horror! Sólo veré cuando venga otro coche y por aquí no hay coches. Y tampoco luces, claro. ¿Qué coño podemos hacer?

—Podemos seguir. Aunque quizá fuera mejor volver…

—¡No! ¡Nunca! ¡Nunca! Seguiremos. Casi no puedo ver la carretera. Pero seguiremos.

Y salimos disparados por aquella oscuridad entre el chirrido de los insectos, y un olor intenso, rancio, casi a podrido, y recordamos y comprobamos que en el mapa se indicaba que inmediatamente después de Gregoria empezaba el Trópico de Cáncer.

—Estamos en un trópico nuevo —gritó Dean—. No es de extrañar este olor. ¡Oledlo!

Saqué la cabeza por la ventanilla; varios bichos me chocaron contra la cara: un agudo e intenso chirrido llegó hasta mí en el momento en que levanté la cabeza. De repente los faros funcionaban de nuevo y perforaron las sombras de adelante, iluminando la solitaria carretera que discurría entre sólidos muros de frondosos y retorcidos árboles de más de treinta metros de altura.

—¡Qué hijoputa! —gritaba Stan en el asiento de atrás—. ¡Qué cabronazo! —Todavía estaba alto. Sí, de pronto comprendimos que seguía alto y que la selva y las dificultades carecían de importancia para él. Nos echamos a reír todos.

—¡A tomar por el culo todo! Nos lanzaremos a través de esta maldita selva. Esta noche dormiremos en ella, ¡vamos allá! —gritaba Dean—. Stan está perfectamente. A Stan no le importa nada. Está tan alto con aquellas tías y con la tila y aquel mambo increíble que sigue sonándome en los oídos, que todo se la trae floja. Está tan alto que por una vez en su vida sabe realmente lo que está haciendo —nos quitamos las camisas y avanzamos a través de la jungla desnudos de medio cuerpo para arriba. Ningún pueblo, nada, sólo selva, kilómetros y kilómetros, siempre hacia abajo. Y cada vez hacía más calor, y los insectos sonaban más alto y la vegetación se espesaba, el olor se volvía más denso y rancio hasta que nos acostumbramos a él y terminó por gustarnos.

—Me gustaría desnudarme y revolearme por esta selva —dijo Dean—. ¡Sí, tío, coño! Y lo voy a hacer en cuanto encuentre un buen sitio.

Y de pronto, Limón apareció ante nosotros. Era un pueblo de la jungla, unas cuantas luces mortecinas, densas sombras, enormes cielos por arriba y unos cuantos hombres frente a un grupo de cabañas. Un cruce de carreteras tropical.

Nos detuvimos entre una tranquilidad inimaginable. Hacía tanto calor como dentro del horno de un panadero una noche de junio en Nueva Orleans. A lo largo de la calle había familias enteras sentadas al aire libre, charlando tranquilamente; de vez en cuando pasaban chicas, pero todas eran muy jóvenes y sólo tenían curiosidad por ver qué aspecto teníamos. Iban descalzas y sucias. Nos apoyamos en el porche de madera de una tienda destartalada con sacos de harina y piñas frescas rodeadas de moscas sobre el mostrador. Había una lámpara de petróleo y fuera unas cuantas luces mortecinas más, y el resto era oscuridad, oscuridad y oscuridad. Estábamos tan cansados que teníamos que dormir fuera como fuera y llevamos el coche por un camino de tierra hasta las afueras del pueblo. Hacía un calor tan increíble que era imposible dormir. Dean cogió una manta y se tumbó sobre la suave y caliente tierra del camino con ella debajo. Stan se estiró en el asiento delantero del Ford con las dos puertas abiertas para hacer corriente, pero no corría el más leve soplo de aire. Yo, en el asiento de atrás, estaba bañado en sudor. Me bajé del coche y anduve vacilante en la oscuridad. Todo el pueblo se había ido a la cama; sólo se oía ladrar a los perros. ¿Cómo conseguiría dormir? Miles de mosquitos nos habían picado ya en el pecho y brazos y tobillos. Entonces tuve una brillante idea: salté al techo metálico del coche y me tendí allí boca arriba. Todavía no había brisa pero el acero era frío y me secó el sudor de la espalda dejando pegados a ella miles de insectos, y comprendí que la selva nos traga y nos convierte en parte de ella misma. Tumbado en el techo del coche cara al negro cielo me pareció estar encerrado en un baúl una noche de verano. Por primera vez en mi vida el ambiente no era algo que me tocara, que me acariciara, que me congelara, sino que era yo mismo. La atmósfera y yo nos convertimos en la misma cosa. Mientras dormía llovían encima de mi cara blandos chorros de microscópicos insectos que me proporcionaban una sensación agradable y sedante. No había estrellas en el cielo, totalmente invisible y pesado. Podía pasarme toda la noche allí con la cara expuesta a los cielos, y los cielos no me harían más daño que un manto de terciopelo que me envolviera. Los insectos muertos se mezclaban con mi sangre; los mosquitos vivos intercambiaban otras porciones de mi cuerpo; empezó a picarme todo y a oler yo mismo a la rancia, caliente y podrida selva; el pelo, la cara y los pies olían a selva. Para reducir el sudor me puse una camiseta manchada de insectos aplastados y volví a tumbarme. Una sombra en el camino me indicaba dónde dormía Dean. Le oía roncar. Stan también roncaba.

De cuando en cuando en el pueblo se veía un leve destello: era el vigilante nocturno que hacía su ronda con una linterna y que murmuraba levemente en la noche de la selva. Entonces vi que la luz se acercaba a donde estábamos y oí sus pasos sobre la capa de tierra y la vegetación. Se detuvo e iluminó el coche. Me senté y le miré. Con una voz trémula, casi de queja y extremadamente suave dijo:

¿Dormiendo?* —y señaló a Dean tumbado en el camino. Entendí qué quería decir si «estaba durmiendo».

Sí, dormiendo*.

Bueno, bueno* —se dijo a sí mismo y se alejó como de mala gana y volvió a sus solitarias rondas. En América jamás han existido policías tan amables. Nada de sospechas, nada de líos, nada de molestias: era el vigilante del pueblo dormido.

Volví a mi cama de acero y me estiré con los brazos en cruz. Ni siquiera sabía si encima de mí había ramas o cielo abierto, pero no me importaba. Abrí la boca y respiré profundas bocanadas de aire de la jungla. De hecho no era aire, sino la palpable y viva emanación de árboles y pantanos. Me quedé despierto. En alguna parte los gallos empezaron a anunciar el alba. Seguía sin haber aire, tampoco había brisa ni humedad; únicamente existía la misma pesadez del Trópico de Cáncer que nos mantenía clavados a la tierra, a la que pertenecíamos. En el cielo no había ninguna señal del amanecer. De pronto oí ladrar furiosamente a los perros y después oí el débil clip-clop de los cascos de un caballo. Se iba acercando más y más. ¿Qué tipo de loco jinete de la noche podría ser? Entonces vi una aparición: un caballo salvaje, blanco como un fantasma, trotaba por el camino dirigiéndose directamente hacia Dean. Detrás los perros corrían y alborotaban. No los veía, eran sucios perros de la jungla, pero el caballo era blanco como la nieve e inmenso y casi fosforescente y fácil de ver. No sentí miedo por Dean. El caballo lo vio y pasó trotando junto a su cabeza, pasó tranquilamente junto al coche, relinchó suavemente, atravesó el pueblo acosado por los perros, se perdió en la selva por el otro lado y todo lo que seguí oyendo fueron sus cascos perdiéndose en la distancia. Los perros se calmaron y se pusieron a lamerse tranquilamente. ¿Qué era este caballo? ¿Qué mito, qué espíritu, qué fantasma? Conté lo que había pasado a Dean en cuanto se despertó. Creía que yo lo había soñado. Entonces recordó vagamente que había soñado con un caballo blanco y le dije que no había sido un sueño. Stan Shephard fue despertándose lentamente. En cuanto nos movíamos volvíamos a sudar terriblemente. La oscuridad seguía siendo total.

—Vamos a poner en marcha el coche para ver si conseguimos que haya algo de aire —grité—. Me muero de calor.

—De acuerdo.

Salimos del pueblo y continuamos por la carretera con el pelo al aire. El amanecer llegó enseguida envuelto en bruma gris y vimos densos pantanos a ambos lados con árboles cubiertos de yedra. Durante un rato avanzamos junto a las vías del tren. La extraña antena de la emisora de Ciudad Mante apareció ante nosotros como si estuviéramos en Nebraska. Encontramos una estación de servicio y llenamos el depósito mientras los últimos insectos de la noche de la jungla chocaban en masa contra las luces y caían a nuestros pies aleteando. Y había bichos con alas que medían sus buenos diez centímetros de largo, libélulas capaces de comerse a un pájaro, y miles de enormes mosquitos e innumerables insectos y arañas de todas clases. No dejaba de saltar sobre el suelo debido al miedo que me daban; por fin terminé dentro del coche con los pies cogidos con las manos contemplando asustado el suelo donde se agitaban los insectos alrededor de las ruedas.

—¡Vámonos de una vez! —grité. A Dean y Stan no parecían molestarles en absoluto aquellos bichos; bebieron tranquilamente un par de botellas de Mission Orange mientras se los quitaban de delante a manotazos. Su camisa y pantalones, como los míos, estaban manchados de la sangre y los cuerpos de los insectos muertos. Nuestras ropas apestaban.

—¿Sabes? Empieza a gustarme este olor —dijo Stan—. Ya no puedo olerme a mí mismo.

—Es un extraño olor, pero bueno —dijo Dean—. No me voy a cambiar de camisa hasta que lleguemos a Ciudad de México. Quiero llevármelo todo y recordarlo.

Seguimos rodando y un poco de aire alcanzó nuestros rostros abrasados y sucios.

Las montañas que teníamos delante eran verdes. Después de esta subida estaríamos de nuevo en la gran meseta y listos para lanzarnos directamente sobre Ciudad de México. Al poco tiempo nos encontramos a más de mil quinientos metros de altura entre desfiladeros cubiertos de niebla que dominaban ríos amarillos que parecían humear a más de mil metros abajo. Eran el gran río Moctezuma y sus afluentes. Los indios que veíamos en la carretera eran realmente extraños. Constituían una nación aparte, la de los indios de la montaña, separados de todo salvo de la Autopista Panamericana. Eran bajos, rechonchos y oscuros: tenían muy mala dentadura y llevaban enormes cargas sobre la espalda. Al otro lado de enormes quebradas cubiertas de vegetación, vimos parcelas cultivadas en bancales. Los indios subían y bajaban por estas laderas y cultivaban sus parcelas. Dean conducía a diez por hora para mirar.

—¡Fíjate! Nunca creí que existiera algo así.

Muy arriba, en el pico más alto, tanto como muchos de los picos de las Montañas Rocosas, vimos que crecían bananas. Dean bajó del coche para señalarlas y se quedó inmóvil frotándose el vientre. Estábamos sobre una plataforma donde una choza con techo de paja quedaba como suspendida sobre el precipicio del mundo. El sol creaba doradas brumas que oscurecían el Moctezuma, ahora casi dos mil metros más abajo.

Delante de la cabaña había una niña india de unos tres años que se chupaba el dedo y nos observaba con unos enormes ojos oscuros.

—Probablemente no haya visto a nadie aparcado aquí en toda su vida —suspiró Dean—. ¡Hola, niña! ¿Cómo estás? ¿Te gustamos? —La niña miró hacia otro lado avergonzada y se echó a llorar. Seguimos hablándole y se tranquilizó; volvió a examinarnos y a chuparse el dedo—. Me gustaría poder regalarle algo… esta plataforma representa todo lo que conoce de la vida. Su padre probablemente esté bajando por la quebrada atado con una cuerda y cogiendo piñas o cortando leña en un ángulo de ochenta grados con todo el precipicio debajo. Esta niña nunca saldrá de aquí ni conocerá otra parte del mundo. Esto es una nación. ¡Vaya jefe que deben tener! Y probablemente más lejos de la carretera, encima de aquel farallón, a muchos kilómetros de aquí, sean más salvajes y extraños, seguro que sí, porque la Autopista Panamericana civiliza parcialmente a los que están más cerca de la carretera. —Dean señaló a la niña con una mueca de dolor—. Y no suda como nosotros, su sudor es aceitoso y siempre está ahí porque siempre hace calor, todo el año y no sabe lo que es no sudar; nació sudando y morirá sudando. —El sudor de la frente de la niña era espeso, perezoso; no corría; simplemente estaba allí y brillaba como aceite de oliva—. ¡Hay que ver lo que eso supondrá para ellos! ¡Lo diferentes que serán de nosotros en intereses y valoraciones y deseos! —Dean reanudó la marcha boquiabierto, a diez kilómetros por hora, deseando ver a todos los seres humanos que encontráramos en la carretera. Subíamos y subíamos.

A medida que íbamos subiendo el aire se hacía más fresco y en la carretera había indias que llevaban chales sobre la cabeza y los hombros. Nos llamaron desesperadamente; paramos a ver qué querían. Trataban de vendernos pequeñas cuentas de cristal de roca. Sus grandes ojos castaños miraban tan inocentemente y con tal intensidad que no sentimos el menor impulso sexual hacia ellas; además eran muy jóvenes, algunas sólo tenían once años aunque parecían tener treinta.

—¡Fijaos qué ojos! —dijo Dean. Y eran como los ojos de la Virgen Madre cuando era pequeña. Vimos que poseían la ternura y misericordia de Jesús. Y nos miraban fijamente, sin parpadear. Frotamos nuestros nerviosos ojos azules y las miramos de nuevo. Seguían atravesándonos con un brillo tristísimo e hipnótico. Cuando les hablamos, de pronto se pusieron muy nerviosas y parecían idiotas. Sólo en el silencio eran ellas mismas.

—Han empezado a vender esos cristales sólo recientemente, pues la carretera fue construida hace unos diez años… hasta entonces toda esta gente debe haber vivido en silencio.

Las muchachas se agitaban alrededor del coche. Una con mirada particularmente intensa agarró a Dean por el brazo. Dijo algo en indio.

—Sí, sí, guapa —respondió Dean suavemente y casi con tristeza. Salió del coche y fue a la parte de atrás a rebuscar en su baúl (el mismo destrozado baúl americano de siempre), y sacó un reloj de pulsera. Se lo enseñó a la chica. El rostro de ésta se iluminó. Las demás la rodearon asombradas. Dean buscó en la mano de la niña «el más bonito, puro y pequeño cristal que había recogido en la montaña para mí». Encontró uno que no era mayor que una grosella, y le entregó el reloj. Las bocas de todas las chicas se abrieron al tiempo como las de los niños de un coro. La afortunada se metió el reloj entre los harapos que cubrían su pecho. Las muchachas acariciaron a Dean y le dieron las gracias. Éste se quedó entre ellas con el rostro atormentado mirando al cielo y buscando el puerto más alto y final, y parecía el profeta que estaban esperando. Volvimos al coche. No querían que nos fuéramos. Durante un largo rato corrieron detrás de nosotros agitando la mano. Doblamos una curva y no las volvimos a ver, aunque seguían corriendo.

—Esto me parte el corazón —exclamó Dean golpeándose el pecho—. ¿Hasta dónde durará su lealtad y asombro? ¿Qué será de ellas? ¿Intentarían seguirnos hasta Ciudad de México si conducimos despacio?

—Sí —dije yo. Estaba convencido de ello.

Entramos en las alturas de la Sierra Madre Oriental y casi sentimos vértigo. Los plátanos tenían un extraño brillo dorado entre la bruma. La niebla bostezaba más allá de las paredes de piedra a lo largo del precipicio. Abajo el río Moctezuma era un fino hilo amarillo en la verde alfombra de la jungla. Pasamos por extraños pueblos de la cima del mundo y las indias nos observaban bajo el ala de los sombreros y de los rebozos*. La vida era densa, oscura, antigua. Observaban con ojos de gavilán a Dean que iba serio y enloquecido al volante. Todos tendían la mano. Habían bajado desde las sombrías montañas y desde las alturas a tender las manos hacia algo que pensaban que podía ofrecerles la civilización sin imaginarse la tristeza y pobreza y decepciones de ésta. Desconocían que había una bomba capaz de destruir todos nuestros puentes y carreteras y reducirlos a polvo, y que algún día seríamos tan pobres como ellos y tenderíamos nuestras manos del mismo modo en que ellos lo hacían. Nuestro destartalado Ford, el Ford americano de los años treinta, pasaba haciendo ruido y se perdía en el polvo.

Habíamos llegado a los accesos de la última meseta. Ahora el sol brillaba dorado, el aire era intensamente azul, y el desierto con sus ocasionales ríos, un tumulto de arena, un espacio ardiente, y repentinas sombras de árboles bíblicos. Ahora Dean dormía y Stan iba conduciendo. Aparecieron pastores vestidos como en los primeros tiempos, con largos y holgados mantos; y las mujeres llevaban dorados manojos de lino. Los hombres llevaban cayados. Los pastores se sentaban y reunían bajo los grandes árboles, en el relente del desierto, mientras las ovejas pastaban al sol y levantaban nubes de polvo.

—Tío, tío —grité a Dean—. Despierta a ver los pastores, despierta y mira el dorado mundo de donde procedía Jesús. ¡Puedes verlo con tus propios ojos!

Dean levantó la cabeza del asiento, lo miró todo a la luz rojiza del sol poniente, y volvió a dormirse. Cuando despertó me describió con todo detalle lo que había visto y dijo:

—Sí, tío, me alegra que me mandaras mirar. ¡Dios mío! ¿Qué haremos? ¿Adónde iremos? —se rascó la tripa, miró al cielo con ojos irritados y rojos; casi se echa a llorar.

Se acercaba el final de nuestro viaje. Se extendían grandes praderas a ambos lados de la carretera; soplaba un viento noble a través de los inmensos árboles y sobre viejas misiones que adquirían tonos de un color rosa asalmonado con los últimos rayos del sol. Las nubes eran espesas y enormes y rosadas.

—¡Al amanecer estaremos en Ciudad de México!

Lo habíamos conseguido; habíamos hecho un total de tres mil kilómetros desde el atardecer aquel de Denver hasta estas vastas zonas bíblicas del mundo. Ahora estábamos a punto de llegar al final de nuestra ruta.

—¿Nos cambiaremos estas camisas manchadas por los insectos, no?

—No, entraremos con ellas puestas en la ciudad: y así entramos en Ciudad de México.

Un breve puerto de montaña nos llevó bruscamente a una altura desde la que vimos Ciudad de México extendida sobre su cráter volcánico y despidiendo humo y a la luz del atardecer. Nos lanzamos cuesta abajo por la avenida de Insurgentes, derechos hacia el corazón de la ciudad, en Reforma. Los niños jugaban al fútbol en enormes descampados y levantaban polvo. Nos abordaron algunos taxistas y nos preguntaron si queríamos chicas. No, ahora no queríamos chicas. En la llanura se extendían largas y miserables chabolas de adobe; vimos solitarias figuras en las oscuras callejas. Enseguida llegaría la noche. Luego, ya estábamos en la ciudad, y de pronto pasábamos por delante de cafés abarrotados de gente y de teatros y de muchas luces. Chillaban los vendedores de periódicos. Los mecánicos estaban sentados tranquilamente con llaves inglesas y destornilladores en la mano; y descalzos. Muchos conductores indios se cruzaban por delante y nos rodeaban y tocaban la bocina y convertían el tráfico en algo frenético. El ruido era increíble. En los coches mexicanos no hay silenciadores. Se puede tocar la bocina todo lo alto que se quiera.

—¡Vaya! —gritó Dean—. ¡Mirad! —Lanzaba el coche a través del tráfico y jugaba con todo el mundo. Conducía como un indio. Se metió en una glorieta circular de la avenida de la Reforma y dio la vuelta mientras ocho calles nos echaban coches encima por todas direcciones, izquierda, derecha, izquierda*, por delante, y Dean gritaba y saltaba de alegría.

—¡Esto sí que es tráfico! ¡Siempre había soñado con algo así! ¡Todo el mundo se mueve al mismo tiempo!

Una ambulancia pasó como una flecha. Las ambulancias americanas avanzaban sorteando el tráfico y con la sirena sonando; aquí las ambulancias van por las calles de la ciudad en línea recta a más de cien por hora y todo el mundo procura apartarse a tiempo y la ambulancia no se detiene bajo ninguna circunstancia y sigue a toda marcha. Los conductores eran indios. La gente, incluso las señoras mayores, corría detrás de autobuses que nunca se detenían. Jóvenes ejecutivos mexicanos hacían apuestas y corrían en grupo tras los autobuses y saltaban atléticamente a ellos. Los conductores iban descalzos y gesticulaban como locos. Llevaban camiseta y se arrellanaban cómodamente delante de los enormes volantes. Encima solían tener una imagen. Las luces de los autobuses eran pardas y verdosas, y se veían rostros morenos sentados en sus bancos de madera.

En el centro de la ciudad miles de tipos con sombrero de paja y chaquetas de grandes solapas, pero sin camisa, andaban tranquilamente por la calzada. Algunos vendían crucifijos y marihuana en plena calle, otros estaban arrodillados en destartaladas capillas junto a barracas de espectáculos de variedades. Algunas de las callejas eran de grava, con el alcantarillado a pleno aire y puertas por las que se entraba a diminutos bares incrustados en las paredes de adobe. Había que saltar una zanja para conseguir un trago y al fondo de la zanja estaba el antiguo lago de los aztecas. Tenías que salir del bar con la espalda pegada a la pared para llegar hasta la calle. Servían café mezclado con ron y nuez moscada. El mambo sonaba por todas partes. Cientos de putas se alineaban a lo largo de las oscuras y estrechas calles y sus tristes ojos nos seguían brillando en la noche. Andábamos como en sueños. Comimos unas ricas chuletas por cuarenta y ocho centavos en una extraña cafetería mexicana con azulejos y varias generaciones de tocadores de marimba de pie junto a una marimba enorme… también pasaban guitarristas cantando y había viejos tocando la trompeta en los rincones. Al pasar se olía el agrio hedor de las pulquerías; allí te daban un vaso de jugo de cacto por dos centavos. Nada se detenía. Las calles estaban vivas toda la noche. Los mendigos dormían envueltos en carteles de anuncios arrancados de las paredes. Había familias enteras de ellos sentadas en las aceras, tocando pequeñas flautas y charlando y riéndose durante la noche. Se veían sus pies descalzos, ardían sus velas macilentas; todo México era un campamento de gitanos. En las esquinas, unas viejas cortaban trozos de cabeza de ternera, los envolvían en tortilla y los servían con salsa picante en servilletas hechas con papel de periódico. Era la grande y definitiva ciudad de los salvajes y desinhibidos indios que sabíamos nos esperaba al final de la carretera. Dean caminaba por ella con los brazos colgando a los lados como si fuera un zombi; la boca abierta, los ojos brillantes. Realizó un sagrado paseo nocturno que duró hasta el amanecer que nos sorprendió en un campo con un chaval con sombrero de paja que se reía y bromeaba con nosotros y quería jugar a la pelota: allí las cosas jamás se terminaban.

Entonces noté que tenía fiebre y me puse a delirar y quedé inconsciente. Disentería. Salí del negro torbellino de mi mente y me di cuenta de que estaba en una cama a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en el techo del mundo, y comprendí que había vivido una vida entera y muchas otras más dentro de la pobre envoltura atomizada de mi carne. Tuve todos los sueños. Vi a Dean apoyado en la mesa de la cocina. Habían pasado varias noches y ya se iba de Ciudad de México.

—¿Qué estás haciendo, tío? —murmuré.

—Pobre Sal, pobre Sal que está enfermo. Stan cuidará de ti. Y ahora escúchame si es que en tu estado puedes hacerlo: he conseguido divorciarme de Camille aquí mismo y salgo esta misma noche para Nueva York a reunirme con Inez, siempre que el coche aguante.

—¿Otra vez todo eso?

—Otra vez todo eso, amigo mío. Tengo que volver a mi vida. Me gustaría quedarme contigo. ¡Ojalá pudiera volver!

Sentí retorcijones en el vientre y gemí. Cuando volví a levantar la vista, el audaz y noble Dean estaba de pie mirándome con su destrozado baúl al lado. No sabía quién era, y él se dio cuenta; sintió pena y me estiró las mantas sobre los hombros.

—Sí, sí, sí, ahora tengo que irme. Y Sal con tanta fiebre… Adiós.

Y se fue. Doce horas después y todavía con mucha fiebre, comprendí por fin que se había ido. Entonces ya debía de estar conduciendo a través de las montañas de plátanos; ahora de noche.

Cuando estuve mejor me di cuenta de lo miserable que era, pero entonces me hice cargo de la increíble complejidad de su vida, de que había tenido que dejarme allí enfermo para entendérselas con sus mujeres y angustias.

—De acuerdo, viejo Dean, no diré nada.