Capítulo 10

«Deme un poco de almizcle, amigo boticario, que quiero endulzar mi imaginación».

SHAKESPEARE

Esa misma tarde, cuando Lilly entró en las habitaciones de su tía, Ruth Elliott estaba sentada ante la mesa de tocador, y desde allí la miró y le dedicó una gran sonrisa.

—¡Aquí estás por fin, querida! —dijo, dando un golpecito en la silla vacía que había junto a la suya—. Ven y enséñame todo lo que te has comprado.

—Creo que no he encontrado nada que colmara mis expectativas. Ir de compras no es lo mismo sin su consejo. Y usted, ¿qué tal se encuentra?

—Muchísimo mejor.

—No sabe cuánto me alegro.

—Dormir es la mejor medicina y no la venden en las boticas. Creo que hasta me voy a vestir para cenar.

—Tía, ¿puedo preguntarle…? —El corazón de Lilly se aceleró con solo pensar en la gargantilla negra. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar con calma—. ¿Puedo preguntarle sobre algo que vi en su joyero?

—¡Ah! Viste algo que te llamó la atención y te gustó, ¿verdad?

—Bueno, en cierto modo…

—Vamos a mirarlo —dijo su tía, levantándose con energía—. Sea lo que sea, estoy segura de que no habrá ningún problema para que te lo pongas. ¿Cuál es nuestro próximo compromiso? Se me ha olvidado… ¿la cena en casa de los Caldwell?

—No estoy segura —dijo Lilly con vaguedad, pues sus pensamientos iban por otro lado.

Ruth Elliott seleccionó una de las muchas llaves de la historiada cadena en la que las almacenaba.

—Aquí está la llave.

Lilly la siguió hasta el vestidor y vio que lo abría.

—Bueno, dime qué te ha llamado tanto la atención.

Al abrir el cajón, Lilly notó que tenía las palmas de las manos húmedas. ¿Seguiría estando allí o lo habría soñado?

Allí estaba, negro, con la cadena afiligranada y el ónice, también negro. Lo agarró con mucho cuidado y se lo mostró a su tía. Ruth Elliott lo tomó con cuidado entre sus manos y frunció el ceño.

—Nunca lo habría adivinado. Es un poco serio, ¿no te parece? Muy elegante para vestir de luto, supongo. Pero no hace juego con ninguno de tus vestidos…

—No quiero llevarlo. Lo que pretendo es saber cómo ha llegado hasta aquí.

Ruth Elliott la miró confundida. ¿Sería posible que Ruth Elliott no supiera que esa joya había pertenecido a su madre? ¿O simplemente dudaba, intentando encontrar una explicación plausible?

—¿Qué quieres decir, querida?

Lilly no podía concebir que su tía fuera capaz de engañarla, y su pregunta, tan inocente, le pareció completamente sincera.

—¿De dónde procede?

—Pues… en realidad, no lo sé. Creo…, si no recuerdo mal, que la adquirió tu tío.

—¿Qué la adquirió? ¿De quién?

La mujer miró la gargantilla haciendo un gesto de enorme concentración, como si la propia joya pudiera darle la respuesta.

—Creo que dijo que la había conseguido en una subasta. No recuerdo dónde.

—¿Una subasta? —¿Sería posible? A Lilly le costaba mucho creer que se hubiera podido producir una coincidencia de tal calibre. A no ser que su tío hubiera pujado por la joya precisamente porque la hubiera reconocido—. ¿Cuándo? ¿Hace cuánto tiempo?

—Tendrás que preguntarle a tu tío. Pero me parece que esta joya lleva aquí unos cuantos años. Yo no me la he puesto nunca. Ni siquiera puedo imaginarme por qué se le ocurriría comprarla, aunque nunca he tenido el valor de preguntárselo.

Su tía le agarró los brazos con cara de preocupación.

—¿Qué pasa, Lillian? ¿Por qué tienes tanto interés en saberlo?

Tenía la respuesta de que la gargantilla había pertenecido a su madre prácticamente en la punta de la lengua, pero se tragó las palabras. ¿Cómo iba a decírselo a su tía si su propio marido no lo había hecho? Probablemente tendría sus razones. Así que Lilly tragó saliva.

—Es una joya muy poco habitual, eso está claro. Ya le preguntaré sobre ella al tío, tal como me ha sugerido.

—Pero…

—Perdóneme, tía. Debo darme prisa, porque si no, no voy a ser capaz de vestirme adecuadamente para la cena.

—Muy bien, querida.

No obstante, notó la preocupación de su tía mientras salía del vestidor.

Cenefa

Cuando estaban en la mesa del comedor, usando la cuchara de forma elegante y en silencio para tomarse la magnífica sopa de primavera, su tía sacó a colación el asunto. Era de esperar…

—Querido, Lillian quería preguntarle algo sobre una gargantilla que hay en el joyero.

—¿Sí?

—Se trata de esa joya tan poco habitual, negra y con un colgante de ónice.

El rostro de su tío se turbó y se quedó mirando fijamente el mantel, aunque seguramente sin verlo. ¿O acaso se lo estaba imaginando?

—Querida, me temo que no estoy en condiciones de recordar todas y cada una de las joyas que posees.

—No, claro que no. Pero esta creo que sí la recordarás. De filigrana negra, y el ónice es octogonal. Creo que me dijiste que la habías comprado en una subasta hace varios años.

—¿De verdad? —Dejó la cuchara sobre la mesa con gesto de controlada irritación y se echó hacia atrás en la silla—. Vamos a terminar la comida en paz y después me enseñas la pieza en cuestión, ¿de acuerdo?

—Sí, claro. —Su tía se había quedado bastante sorprendida.

Cenefa

Después de la cena, los Elliott desaparecieron en las habitaciones de su tía y Lilly se retiró a la suya, esperando con ansiedad. Se sorprendió a sí misma pensando en el día de la desaparición de su madre. Cuando llegó a casa y se encontró a su padre caminando de un lado a otro y a Charlie escondido tras las cortinas fue al dormitorio de su madre y empezó a mirar por los cajones y el guardarropa, buscando una carta o algo que le permitiera saber o intuir por qué se había ido y adónde. Lilly pensaba que conocía las razones, o al menos parte de ellas. Ni siquiera ahora podía quitarse de la cabeza el sentimiento de culpa, la terrible idea de que su discusión había sido la gota que había colmado el vaso.

Ya en esa primera revisión, Lilly se había dado cuenta de que su madre se había llevado las joyas y sus mejores vestidos. Y también de que el mapa no estaba, ese mapa del mundo que ella y su madre revisaban con gran interés las tardes de lluvia, un rectángulo de papel marrón muy resistente. En él había representadas dos esferas: en la de la derecha el Viejo Mundo y en la de la izquierda el Nuevo. Como niña que era, Lilly no podía creer que esa pequeña isla con forma de ratón fuera Inglaterra y que las orejas correspondieran a Escocia. ¡Qué pequeño era su mundo en comparación con la inmensidad del resto! Su madre le daba la razón, y durante horas trazaban las líneas que indicaban la latitud y leían los nombres de lugares lejanos: las islas Canarias, Trinidad y Tobago, el océano Glacial Antártico…, e imaginaban en voz alta cómo serían. Su madre parecía conocer el tiempo que duraba un viaje a la nueva Terra Australis, a la que se enviaba a los convictos, o al cabo africano de Buena Esperanza, o al cabo de Hornos de América del Sur.

Al marcharse, Rosamond Haswell se llevó con ella el manido mapa. ¿Adónde lo habría llevado? ¿Lo seguiría utilizando para decidir su próximo destino?

Cenefa

Media hora después, Lilly seguía caminando de lado a lado de su habitación cuando la criada llamó a la puerta con los nudillos y le pidió que fuera a la biblioteca a reunirse con el señor Elliott. La muchacha bajó de inmediato.

Su tío estaba solo, de pie y con una mano apoyada sobre la repisa de la chimenea.

—Pasa, querida. Siéntate.

Así lo hizo, en una de las sillas de la mesa de la librería, con las manos apretadas. Una lámpara de aceite iluminaba la mesa, de madera de caoba, haciendo que la superficie brillara.

Su tío avanzó despacio hacia ella y abrió el puño que hasta ese momento había estado cerrado. Vio la joya negra. La dejó sobre la mesa, entre los dos.

Él suspiró mientras miraba la pieza.

—Para serte completamente sincero, había olvidado que estaba allí… o, al menos, me lo había quitado de la cabeza.

—Era de mi madre, ¿verdad? —preguntó en un susurro, después de tragar saliva.

La miró, y sus ojos de perro de caza mostraron una enorme tristeza.

—Sí, lo era. Aunque me sorprende que la recuerdes con tanta claridad. ¡Ah, claro, se me olvidaba! Tu infalible memoria…

—No es infalible —rectificó, agachando la cabeza.

—No es mi intención censurarte, en absoluto. Ya me gustaría a mí que mi memoria fuera la mitad de buena que la tuya. —Se sentó en una silla y volvió a suspirar—. Tu tía no sabía que era de tu madre. No se lo había dicho hasta esta noche.

Por una parte, Lilly se sintió aliviada por el hecho de que su tía no hubiera mentido, pero seguía sin poder evitar sentirse confundida.

—¿Por qué?

—Porque tu madre no quería que Ruth lo supiera.

—No… no lo entiendo. ¿Qué control podría tener ella sobre una subasta?

—No fue una subasta pública, aunque eso fue lo que le hice creer a Ruth. Tu madre vino a verme en secreto.

—¿Cuándo?

—Hace unos cuatro años. En ese momento yo no sabía que os había dejado. De forma muy arrogante, asumí que tu padre pasaba por dificultades económicas. Tan grandes como para que ella acudiera a mí para pedirme dinero.

Lilly tuvo dificultad para respirar.

—Me dijo que prefería ofrecerme a mí la joya antes que a un extraño, dando por hecho que yo la valoraría más y mejor. Lo que yo supuse fue que prefería que se quedara en la familia. Lógico y honorable, aunque no dejó de sorprenderme su descaro por el hecho de pedirme dinero a cambio de algo que, al fin y al cabo, le habían dado nuestros padres.

—¿Qué más le dijo? ¿Dónde vivía?

—Como ya te he contado, asumí estúpidamente que había venido de Wiltshire a conseguir dinero. No hice preguntas. Aunque lo que sí hice fue decir cosas bastante crueles.

—¿Crueles?

—Sobre que tu padre no fuera capaz de mantenerla a ella y a vosotros, sus hijos. Sobre el hecho de que ya le había advertido de que no se casara con él. Me avergüenza lo que le dije en ese momento.

—Me pregunto si vivía en Londres o simplemente estaba de paso, o si solo vino a ofrecerle la joya a cambio de dinero. ¿Estaba sola?

—Sí.

—¿Y le pidió que no se lo dijera a la tía?

—Ella y Ruth habían sido amigas de pequeñas. Supongo que le avergonzaba que Ruth lo supiera.

—O quizá pensó que la tía haría más preguntas que las que hizo usted. Preguntas a las que ella no querría responder.

—Es posible.

—¿Le pidió dinero en alguna otra ocasión?

Dudó durante un segundo.

—No, querida. Solo me pidió dinero esa vez. Supongo que no tenía nada más de valor y que era muy orgullosa como para pedir sin dar nada a cambio.

Lilly negó con la cabeza al imaginarse la difícil escena entre dos hermanos a los que las circunstancias habían alejado tanto.

—Lo siento, Lillian. Nunca ha sido mi intención engañarte. Lo que pasa es que sabía que te iba a preocupar saberlo. Dime que lo entiendes.

—Claro que lo entiendo. —Se levantó despacio—. ¿Y la tía? ¿Lo entiende o está enfadada con usted?

—Más bien decepcionada, creo —respondió, encogiéndose de hombros.

Lilly se acercó a la ventana. Le temblaban las piernas. Fuera, en la calle, la luz de las lámparas brillaba sobre el pavimento mojado por la lluvia.

—¿Vas a estar bien? —preguntó su tío.

—Por supuesto. Gracias por contármelo.

—Por favor, quédate con la gargantilla, Lillian —dijo su tío mientras se ponía de pie—. Estoy seguro de que tu madre querría que la tuvieras.

Lilly no estaba tan segura de eso. ¿Acaso podía saber alguien lo que realmente quería su madre?

—De momento, dejémosla guardada en el joyero.

Cenefa

Por la mañana, su tía entró en su habitación cuando Lilly aún no se había quitado el camisón. Agarró las manos de Lilly, fuertes, con las suyas, mucho más delicadas.

—Querida mía, lo siento. No puedo ni imaginarme lo que estarás sintiendo.

—La verdad es que no sé ni cómo sentirme.

—¿Puedo ayudarte de algún modo? —preguntó, apretándole las manos.

—Contándome todo lo que sepa —respondió Lilly después de inspirar con fuerza.

La tía Ruth dudó un momento antes de empezar a hablar.

—Tu madre y yo éramos muy amigas de niñas y de adolescentes y teníamos una gran confianza mutua, pero sé muy poco sobre lo que pasó después de que se casara con tu padre.

—¿Y antes?

—Bueno, no creo que debas… No creo que a nadie le guste conocer las historias románticas que atañen a sus padres, quiero decir, las que no impliquen a su otro progenitor.

—De todas formas, le ruego que me cuente lo que sea. —Lilly se sentó sobre la cama, ya hecha, e invitó a su tía a que hiciera lo mismo en el sillón de al lado. Tía Elliott así lo hizo, aunque no parecía estar cómoda en absoluto.

—Tu madre se enamoró perdidamente de un hombre antes de conocer a tu padre. ¿No te lo contó?

Lilly negó con la cabeza.

—Un hombre muy elegante. Marino militar, un oficial. Y pensaba que tenía la intención de casarse con ella —continuó su tía.

—¿Cómo se llamaba?

Ruth Elliott mostraba su nerviosismo dándole vueltas a sus anillos.

—Supongo que, a estas alturas, a nadie le supone ningún problema que lo sepas. Se llamaba Quincy, capitán Ernest Quincy. Pero todo el mundo lo llamaba Quinn.

El nombre no significaba nada para Lilly.

—Ella solía decirme que Quinn pretendía tener su propia flota algún día y viajar por todo el mundo. Y que le prometió llevarla con él.

Lilly asintió pensativamente. Podía entender perfectamente que un hombre así, y una promesa de ese tipo, hubieran hecho mella en su madre. ¿Acaso no se pasaba horas mirando su querido mapamundi?

—Rosamond era muy feliz en aquellos tiempos —continuó Ruth—. Pero, de repente y sin previo aviso, The Times publicó el compromiso matrimonial de Quinn con Daisy Wolcott. Supongo que era un partido mucho mejor para él, ya que su padre era muy rico. Rosamond se quedó destrozada.

»No obstante, poco después me dijo que había conocido a otro hombre y que el tal Charles Haswell poseía todas las cualidades que le faltaban a Quinn. Evidentemente, consideraba a Rosamond la criatura más deseable y perfecta de la Creación. Un auténtico bálsamo para su alma herida, sin duda. Pero, como seguramente ya sabes, la familia no consideraba a Charles un buen partido para ella. No era ni rico ni de buena familia, y tampoco tenía buenos contactos. —Miró a Lilly con los ojos apenados—. Lo siento, pero así fueron las cosas —confirmó, respirando hondo—. Por supuesto, Rosamond no hizo caso de nada de eso. Argumentó que pronto haría dinero y prosperaría. Pero, sobre todo, sabía que tu padre la sacaría de Londres, que consideraba el escenario de su desgracia. Y a mí me parece que eso era lo que más le atraía de la relación.

»Pidió su mano en cuestión de días y Rosamond aceptó de inmediato. Todos intentamos disuadirla de una decisión tan precipitada. De haber estado vivo tu abuelo, jamás lo hubiera permitido, pero para entonces ya había fallecido. Rosamond rogó a Jonathan que adquiriese una licencia especial de matrimonio para que ella y Charles pudieran casarse lo más rápido que fuera posible y, finalmente, se casaron dos días antes de la boda del propio Quinn. A la ceremonia solo acudimos Jonathan, su madre y yo. Supongo que Rosamond se pasó bastante tiempo imaginándose el arrepentimiento que sentiría Quinn al descubrir que ella se había casado con otro. Durante la ceremonia la vi mirar de reojo hacia la puerta, como si pensara que Quinn fuera a hacer su aparición en cualquier momento para poner objeciones y que el matrimonio no se celebrara.

Ruth Elliott negó con la cabeza, como si ella misma estuviera arrepentida.

—Tu tío decidió que no se informara a ninguno de nuestros amigos y conocidos sobre la profesión de tu padre. Cuando nos preguntaban hacíamos una mención general y ambigua a sus «propiedades» en la zona de Wiltshire. Tras la boda, la pareja se marchó de inmediato, siento decir que para alivio de Rosalind y de todos, la verdad.

Su tía dejó de hablar y en la habitación se produjo un denso silencio. Podía oírse el tictac del reloj, el sonido de una puerta que se cerró en algún lugar de la planta baja y el ruido de los cascos y de las ruedas de los carruajes que pasaban por la calle traspasando sin problema los gruesos muros de la vivienda y las cristaleras de las ventanas.

—Ahora entiendo sus dudas sobre si debía contármelo —dijo Lilly—. No es una historia muy romántica, por lo que puedo deducir, ¿verdad? Me pregunto si mi pobre padre tenía la menor idea de lo que estaba pasando.

—Pues no lo sé, querida mía.

Lilly se levantó. Se sentía bastante agitada e intentaba reordenar sus pensamientos tras las revelaciones de su tía y desechar las ideas que antes tenía, completamente erróneas según acababa de descubrir.

—Y… ¿entonces, el tal Quinn consiguió barcos propios y navegar a lugares lejanos?

—No, que yo sepa —respondió Ruth sin levantarse—. Sigue casado con la que de soltera era la señorita Wolcott, aunque no parece que el matrimonio sea feliz. Veo a Daisy de vez en cuando y casi siempre está sola. Según los cotilleos, a los que suelo dar crédito por lo que te he contado, él ha tenido, y parece que sigue teniendo, un buen surtido de amantes.

—¿No crees que madre…?

La tía Elliott se recolocó nerviosa en su asiento, la miró y después fijó la vista en el infinito.

—Por lo que sé, su relación se cortó de forma radical hace más de veinte años. —Hizo una pausa—. Pero tengo que confesarte que cuando recibimos la carta de tu padre en la que nos contaba que Rosamond lo había dejado, a mí la noticia no me sorprendió tanto como lo hubiera hecho de no haber sabido el precedente de la relación con Quinn. Tenía la esperanza de que Rosamond viviera feliz con tu padre, pero en el fondo nunca creí que llegara a lograrlo de verdad. —Suspiró—. Y me temo que no sé nada más, querida. Al menos, nada concreto. No tengo la menor idea de adónde se fue ni de dónde está ahora.

Lilly se quedó mirando por la ventana del segundo piso, desde la que veía el tráfico y, algo más allá, los árboles de Hyde Park.

—Siempre me la he imaginado navegando por los siete mares o viviendo una gran aventura en un lugar remoto.

—¿De verdad?

Lilly se volvió y adivinó en la cara de su tía una emoción nada familiar y bastante lúgubre dentro de su comedimiento habitual.

—Entonces tu imaginación es mucho más generosa que la mía.