Capítulo 25

«Se recomienda sangrar a los enfermos estando tumbados. Pero si una persona en tales circunstancias se desmayara,

¿qué habría que hacer para que se recuperase?».

Libro de consejos caseros de la señora Beeton

Lilly no había visto nunca a la mujer, pero a pesar de todo ahí estaba, en la sala de curas de la botica, contándole a Lilly con todo lujo de detalles sus problemas íntimos femeninos.

—Creo que lo único que necesito es una buena sangría —indicó la esposa del piloto de la gabarra—. Como digo siempre, nada mejor que equilibrar los humores. He acudido al doctor Foster, pero ese hombre es peor que un maestro de escuela enfadado. Me gusta la idea de una boticaria. Me resulta mucho más fácil hablar con usted de mis problemas femeninos sin sentirme avergonzada. Supongo que entiende lo que quiero decir.

Lilly procuró esbozar una sonrisa de circunstancias. Había insistido hasta convencer a su padre para que se fuera a descansar a su habitación en lugar de tumbarse en la sala de curas. Se tomó como una pequeña victoria que al final accediera. No solo descansaría mejor en su propia cama, sino que además así se liberaba la sala de curas para lo que estaba destinada: exámenes y charlas privadas. La idea le había parecido magnífica. Al menos en teoría.

—Entonces ya le han hecho alguna sangría —dijo Lilly, nerviosa—. ¿Puede decirme si le sacaron la sangre del codo, del tobillo o de la garganta?

—Una vez me abrieron el tobillo. Me hicieron un daño del demonio. Tampoco la saque del cuello, por favor. No quiero echar a perder el vestido.

—Bueno, pues entonces del codo. —Lilly notaba el pulso detrás de las orejas y empezó a sudar de una manera muy poco femenina. Podía apañarse con las sanguijuelas. También con las ampollas y las curas con apósitos y vendas. ¿Pero la sangradera? ¿Herir a una persona? No que le salieran unas gotas de sangre, no, sino un auténtico chorro… ¿sería capaz de hacerlo bien? Hasta podría convertirse en una auténtica catarata si utilizaba un bisturí escarificador con varias cuchillas. Se estremeció solo de pensarlo.

Empezó lavando bien el brazo de la mujer. Eso no fue difícil. Le dijo que se colocara en la silla de sangrados, por si acaso se desvanecía. Le ofreció un vaso de agua. Colocó el codo en la pequeña mesa con ruedas que se utilizaba para sangrar y hacer curas. Agarró la lanceta y el cuenco de sangrado, que tenía dos asas. Se sentó en el taburete en el que siempre se sentaba su padre para hacer este tipo de cosas. ¿Es que no iban a dejar de temblarle los dedos?

Se levantó un momento y notó que le temblaban las piernas.

—¿Me perdona usted un instante, señora Hagar?

La mujer asintió con los ojos cerrados.

—Si tuvieras un poco de ginebra, aunque sea de garrafón, no me importaría echar un traguito. Así no se nota el pinchazo.

Sin hacer caso de su solicitud, Lilly subió a toda prisa los escalones en dirección a la habitación de su padre. Al entrar, la miró asomándose por encima del libro que estaba leyendo.

—Una sangría, padre. Soy incapaz de hacerla.

—Pues claro que puedes, hija. Me has visto hacerla miles de veces.

—Que le haya visto hacerla no significa que la pueda hacer yo. —De repente pensó en el señor Shuttleworth. Quizás él la podría hacer en su lugar.

—Seguro que te sabes de memoria el procedimiento más adecuado, pues lo habrás leído en varios libros.

—Sí, pero recordar las palabras no es lo mismo que hacerlo.

—Lilly, no podemos permitirnos rechazar pacientes. Ni mandarlos a la competencia.

Así que ni pensar en pedírselo al señor Shuttleworth…

—¿Entonces podría usted bajar y hacerlo?

—Muy bien —dijo jadeando. Se apoyó sobre un codo para tomar impulso y sentarse sobre la cama. Notó que le temblaba el brazo del esfuerzo. Finalmente logró sentarse, recobró el aliento y procuró hacer acopio de la energía necesaria para levantarse.

A Lilly se le encogió el corazón al ver sus esfuerzos.

—No se preocupe, padre. Acuéstese. Yo me encargo.

Se volvió a tumbar en la cama dando un gemido.

—Puedes hacerlo, Lilly. Solo recuerda que…

—Lo recuerdo. Ahora descanse.

Volvió a bajar los escalones, repitiendo constantemente una petición al Altísimo: «Señor, ayúdame, ayúdame, ayúdame…».

Se quedó pasmada al ver una figura de pie en la cocina-laboratorio.

—¡Francis, vaya susto que me has dado!

—Perdóname. Espero que no te importe, pero…

—¡No, tranquilo! Estoy encantada de verte. ¿Podrías hacerme un favor?

—Mmm… desde luego. Lo que sea, si está en mi mano. —Sonrió con los ojos resplandecientes—. ¿Qué necesitas? ¿Que mate a un dragón? ¿Qué me bata en duelo con un villano? ¿Qué limpie alambiques?

Lo agarró por la muñeca y lo condujo a la sala de curas.

—Nada así de arduo, te lo aseguro.

—¿Entonces de qué se trata?

—Pues de hacer un agujerito.

Cenefa

—¿Quién es este? —preguntó la señora Hagar al verlos entrar.

—Le presento a Francis Baylor. Nuestro antiguo aprendiz. En estos momentos es oficial en…

—A su servicio, señora. —Francis se inclinó con mucha formalidad para saludar a la señora Hagar y le dirigió una sonrisa encantadora.

—¡Madre mía! —exclamó la mujer, llevándose la mano al pecho.

—Espero que no le importe que haya entrado. Puedo entender perfectamente que prefiera usted a la señorita Haswell…

La mujer agitó la mano inmediatamente, negando.

—¡Oh, no, de ninguna manera! No me importa que lo haga usted, joven, en absoluto.

—Es usted muy amable, señora Hagar. Bueno, para empezar, ¿está usted cómoda?

—Ni se lo imagina.

—Muy bien. ¿Hacemos un pequeño torniquete aquí con una venda, señorita Haswell?

Lilly le pasó inmediatamente la venda.

—Gracias. —Colocó la venda alrededor del carnoso brazo de la mujer y la ató por los extremos—. Firme, pero no demasiado apretada. ¿Está bien así, señora?

—En la gloria.

—Excelente. Ahora, vamos a echar un vistazo a sus venas. ¡Caramba! Nunca había visto unas venas tan magníficas. De verdad, señora Hagar, esto apenas nos va a costar nada de trabajo.

—¿De verdad? —preguntó la mujer, intentando echar un vistazo al brazo con cierto orgullo y un poco de vergüenza.

Francis escogió una vena y la aisló haciendo pinza con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. Después extendió la derecha hacia Lilly.

—Yo diría que debemos utilizar la lanceta gruesa, señorita Haswell. Es decir, el mejor instrumento para una vena tan extraordinaria.

La mujer se sonrojó.

Lilly se la pasó inmediatamente, incluida la preciosa caja de caparazón de tortuga en la que la guardaba.

—Gracias. Y aquí tenemos el cuenco de sangrado. Muy bien, señorita Haswell. Por favor, señora Hagar, infórmeme de inmediato si se marea o si se le va la cabeza.

—La verdad es que ya se me está medio yendo, joven, desde que está usted sujetándome la mano de esa forma.

Lilly lo miró a los ojos y no pudo reprimir una sonrisa.

—Me halaga usted, señora. Ahora, dígame dónde nació.

—En Stanton St. Bernard, pero no sé qué tiene eso que ver con la sangría.

—Pues nada en absoluto, señora. Mi única intención era distraerla para que no se preocupara por el corte.

—¡Vaya! Ni me he dado cuenta de que me lo ha hecho.

La sangre empezó a fluir como un pequeño torrente, sin estridencias, y a caer al receptáculo. Ni una gota escapó ni manchó el vestido. Lilly se quedó impresionada. No solo por su pericia, sino por la forma tan encantadora de tratar a la sencilla y ajada señora Hagar.

Cuando la sangre alcanzó el primer gradiente marcado por una línea en el cuenco de sangrado, Francis volvió a preguntar.

—¿Cómo se encuentra, señora Hagar?

—Pues flotando. Siento un hormigueo. Y todo se oscurece.

—Excelente. —Con movimientos hábiles y rápidos, colocó en la herida una venda elástica almohadillada y la apretó con el dedo pulgar, dejando libre la mano de la mujer—. Bien, apriete en la herida si puede, por favor.

—De acuerdo… —dijo con voz somnolienta.

Lilly le acercó el vendaje de lino y un trozo de cordel y Francis se lo colocó a la mujer con habilidad y muy deprisa.

—Ahora descanse aquí un ratito, señora Hagar, hasta que se reponga del todo.

La mujer asintió.

—Señor Baylor, ¿estará usted aquí la próxima vez que venga?

—Quizá, señora Hagar —respondió Francis, echándole una mirada fugaz a Lilly—. Pero si yo no estoy, la señorita Haswell o su padre sí que estarán. Y yo he aprendido de ellos todo lo que sé hacer.

Dejaron a la señora descansando y salieron de la sala de curas.

—Francis —dijo Lilly suavemente.

El joven se volvió.

—¿Cómo puedo agradecértelo?

—Pues con mucha facilidad, señorita Haswell —dijo con una enorme sonrisa, después de hacer como si pensara intensamente.

Ella inclinó la cabeza, interrogativa.

El muchacho siguió mirándola y, al cabo de un momento, negó suavemente con la cabeza y torció un poco los labios. Los ojos le brillaron con una mezcla de humor y anhelo.

Ella le devolvió la mirada, clavando los ojos en su labio inferior, y sintió un deseo repentino de besárselo. ¿De dónde había salido eso? Le dio gracias a Dios por que él no pudiera adivinar sus pensamientos.

«Solo estoy agradecida por lo que ha hecho», se dijo a sí misma, tratando de convencerse. ¡Si la tía Elliott desaprobaba su hipotético compromiso con un médico, se sentiría escandalizada de que a su sobrina le atrajera un ayudante de boticario!

En ese momento sonó el timbre de la puerta de entrada y Lilly dio un paso atrás para poner entre ellos la distancia adecuada.

Cenefa

A la mañana siguiente, Lilly entreabrió la puerta de la cocina de la cafetería y asomó la cabeza.

—¡Hola, Mary! —saludó.

—Pasa, Lill. Me temo que me has cazado literalmente con las manos en la masa.

Lilly se acercó a la mesa de trabajo.

—Me gustaría ayudarte, pero ya sé lo que piensas de mis habilidades culinarias.

—Sí, lo sabes. Tú y tus pesos y medidas aplicadas a nuestras recetas, como si fueran asquerosos medicamentos. ¡Buf! —Fingió un estremecimiento.

Lilly se sentó sonriendo y echó un vistazo al conjunto de ingredientes y tarros.

—¿Una tarta?

—Sí, y no una cualquiera, perdona. Una tarta de novia rica.

—¿Y quién es la novia rica, si puede saberse?

Mary echó una mirada a la puerta del establecimiento y se inclinó un poco más sobre la mesa, bajando la voz.

—Una tal señorita Cassandra Powell.

Lilly sintió una oleada de disgusto. Había disfrutado con las breves galanterías de Roderick Marlow. Sabía que jamás pediría su mano, pero no pudo evitar sentirse decepcionada con la noticia, ya que no le gustaba nada la señorita Powell.

—Bueno, no debería sorprenderme. El señor Marlow dejó caer que iban a casarse.

La señora Mimpurse, con la cara arrebolada, irrumpió en la cocina procedente del comedor.

—¡Muchachas, no os vais a creer de lo que acabo de enterarme! La preciosa señorita Powell se va a casar…

—Sí, madre. Precisamente se lo estaba contando a Lilly a propósito del encargo de la tarta.

—Pero habíamos hecho una deducción errónea, Mary. —La señora Mimpurse se acercó a ellas y les habló susurrando—. La señorita Powell se va a casar con uno de los Marlow. Pero no con Roderick, como pensábamos. Se casa con el propio sir Henry.

—¡No! —Mary se quedó boquiabierta después de la exclamación.

—¿Cómo es posible? —preguntó Lilly, asombrada—. Los vi juntos en Londres y, por supuesto, en la fiesta que dieron en la hacienda hace pocos días. Y cuando hablé con Roderick Marlow tuve casi la certeza de que se iba a casar con ella. —Lilly rememoró la conversación. Lo cierto era que esas no eran sus palabras exactas, pero lo que había dicho parecía de lo más claro.

—Puede que él sí quisiera hacerlo, pero que ella lo rechazara —sugirió Mary—. ¿Por qué ser simplemente la señora Marlow si puedes convertirte en lady Marlow?

—Pero sir Henry debe de rondar los sesenta —dijo Lilly—. Y no está muy bien de salud.

—De todas formas, es un hombre encantador —intervino Maude—. Siempre se portó con mucha amabilidad con la primera lady Marlow.

—Pobre Roderick —susurró Lilly.

—¿«Pobre Roderick»? —repitió Mary, sorprendida—. La verdad es que nunca me hubiera podido imaginar que esas dos palabras fueran a salir de tus labios, Lilly Haswell.

Lilly no hizo caso de la pulla.

—Me pregunto si esto le ha roto el corazón.

—¿Das por supuesto que tiene corazón?

—¡Pues claro que sí, Mary! —intervino la señora Mimpurse.

—Sí, aunque capaz de actuar con la frialdad más absoluta y con muchísima calidez.

—¿Cuánta calidez? —preguntó Mary, levantando una ceja.

Lilly notó que le empezaban a arder las mejillas.

—¿Cuándo es el gran día? —preguntó rápidamente.

—El jueves. —Madre e hija respondieron al unísono.

—Sí que es rica la novia —dijo Lilly moviendo la cabeza de un lado a otro—. O al menos lo va a ser dentro de dos días.

La señora Mimpurse volvió a la cafetería con una jarra de café recién hecho y Mary siguió trabajando: echó un líquido sobre el montículo de almendras que acababa de convertir en polvo.

—¿Qué es esto?

—Agua de azahar.

Mary dejó las almendras y empezó a batir claras de huevo.

Lilly paseó la mirada por la mesa de trabajo.

—¿Dónde tienes la receta?

—Por ahí, en alguna parte —respondió Mary encogiéndose de hombros—. Parte en trocitos esas cáscaras azucaradas, por favor.

—¿Cómo de grandes? —Lilly agarró una, la partió y le enseñó el trozo a Mary.

—Así está bien. Ten cuidado, no vayas a cortarte. El cuchillo está muy afilado.

—Sí, madre.

Mary dudó por un momento, mirándola con cierta precaución. Lilly hizo un gesto burlón, sorprendida al poder hacer un chiste como ese sin sentir añoranza.

—A los Marlow seguro que no les gustaría que hubiera restos de tu sangre en su tarta —dijo Mary, aliviada al ver que no se ponía triste.

—Seguro que no. ¿Qué más cosas va a recibir la novia rica?

—Pues dos kilos y medio de la mejor harina, otros dos de pasas de Corinto, kilo y medio de pan de azúcar, medio kilo de almendras dulces y doscientos cincuenta gramos de limón, naranja y piel de limón endulzada. Más dieciséis huevos, un chorro de vino dulce y otro de brandi, nuez moscada, macia y clavo, en cantidades a criterio de la cocinera. Y dos capas de almendra dulce, de paso.

—Muy completa, la verdad.

—Solo los ingredientes nos han costado diez libras.

Lilly abrió mucho los ojos de puro asombro y se metió en la boca un trozo de naranja.

—Bueno, ahora diez libras y dos peniques —dijo Mary, levantando las cejas otra vez.

—Ha sido solo un trocito. —Lilly se metió en la boca una pasa de Corinto—. Después de todo, un trocito no va a ninguna parte, ¿verdad?

—Pues son siete gramos, o una cucharilla de café, lo que prefieras. Pesar bien lleva su tiempo.

Lilly convirtió las medidas que le había dado Mary automáticamente y sin querer al sistema que utilizaban los boticarios.

—¿Y no necesitas la receta? —volvió a preguntar.

Su amiga se encogió de hombros.

—Pero supongo que no harás esta tarta muy a menudo, ¿verdad?

—Claro que no. La última vez que la hicimos fue para el bautizo del hijo de los Robbins. —Mary la miró de reojo—. Por supuesto, esa vez la llamamos «tarta de bautizo».

—¿Y cómo es que te acuerdas no solo de los ingredientes, sino de las proporciones y de la forma de prepararla?

—Me parece una pregunta extraña viniendo de ti —contestó.

—¡Vaya! Parece que compartimos esa capacidad —dijo Mary, riendo entre dientes.

—Es cierto. Pero lo que yo recuerdo no sirve para salvar la vida de nadie.

Sonriendo, Lilly agarró otra pasa y se la metió en la boca.

—Bueno, no estaría yo tan segura de eso.