Capítulo 29
«Prefiero los sueños sobre el futuro a las historias del pasado».
PATRICK HENRY
Lilly recibió una carta de su tío, lo que le sorprendió bastante y, hasta cierto punto, hasta la alarmó, ya que había recibido carta de ellos solo unos pocos días antes. Deseó fervientemente que sus tíos no tuvieran problemas de salud.
Mi querida Lillian:
Sé que llegamos al acuerdo de no hablar más acerca del asunto de tu madre, aunque creo que debo informarte, ya que he recibido información adicional. ¿Te acuerdas de la señora Browning, la mujer de la calle Fleet que alquiló una habitación a «Rosa»? Recordarás también que le dejé una tarjeta mía por si tenía más información. Debo confesarte que pensé que la tarjeta iría al fuego inmediatamente y que nunca volvería a tener noticias de ella. Pero, mira por dónde, ayer recibí una carta suya, si es que se le puede llamar «carta» a tales garabatos, ¡e incluso franqueada en origen!
Según he podido deducir de su nada fácil lectura, la señora Browning escribió a tu madre, o digamos a «Rosa», una carta de referencia, y alguien que, al parecer, tiene intención de contratarla, ha escrito recientemente a la señora Browning para verificar la adecuación de Rosa para el puesto. Supongo que, como a mí, te costará creerlo. ¿Rosamond trabajando de ama de llaves? De todas formas la pista está ahí, es reciente e igual quieres seguirla antes de que se enfríe. Por supuesto, no sé si «Rosa» consiguió finalmente el puesto, aunque yo creo que es factible, dado que, según ella misma, la señora Browning iba a escribir «una misiva de pesentación quimpresionaría a quienfuera». No obstante, podría ser que una carta tuya al administrador o al mayordomo sí lo confirmaría, o no. Para el caso de que quieras saberlo, he incluido la dirección al final de esta carta. Hazme saber si quieres que haga yo algo a este respecto.
Sinceramente tuyo,
Señor Jonathan Elliott
Lilly pasó el dedo por la postdata, en la que figuraba el nombre de la hacienda y la dirección. Estaba en Surrey, al sur de Londres. Una parte de ella ansiaba presentarse allí. Pero otra le indicaba que no era un buen momento: su padre no estaba recuperado del todo y ahora no se podía permitir cerrar la tienda ni un solo día. Pero, de todas maneras, no tardaría tanto en hacer el viaje. En dos días iría y vendría, no harían falta más.
El carruaje alquilado la llevó hasta el final del sendero accesible para un coche de caballos. Desde allí caminó y atravesó vallas con puertas cerradas con cancelas y un camino empinado y pavimentado. La hacienda estaba en pleno campo, más alejada de lo que había pensado.
Lilly agarró fuerte su ridículo, aun sabiendo que el sudor de las manos mancharía el suave tejido de satén, pero en esos momentos no le preocupaban ese tipo de cosas. Inspiró profundamente. Las náuseas que sentía eran debidas al largo día de viaje, o al menos eso se dijo: primero en diligencia y después en el viejo carricoche de alquiler. Se apretó la mano contra el estómago, esperando que con ese gesto lograra calmar los nervios. ¿Cómo reaccionaría su madre cuando la viera? ¿Qué sentiría al verse localizada, cuando estaba claro que no había hecho el más mínimo esfuerzo por volver a conectar con la familia que había dejado atrás? ¿Sería posible que hubiera dado por hecho que ya no querían tener nada que ver con ella? Si fuera así, lo más probable sería que a su madre, aunque no se sintiera inmensamente feliz por la visita, al menos sí le aliviara saber que su hija deseaba que estuviera bien.
Lilly se detuvo al pie de la gran escalera que llevaba a la entrada principal. Rezó para que Dios le concediera inteligencia y tranquilidad y para que las piernas le dejaran de temblar. Oyó unos sonidos, varias voces que terminaban en risas alegres. En cierto modo, los sonidos le resultaban familiares. Siguiendo un impulso, se volvió y rodeó la gran casa de campo. Las risas la guiaron como la campana de un barco guía entre la niebla.
En la zona trasera de la casa vio una gran valla de piedra que rodeaba un jardín. Al otro lado, un prado pequeño y cuidado con una mesita y varias sillas en las que estaban sentados dos niños, uno con el pelo dorado y la niña, unos años mayor, con rizos pelirrojos. Y allí, de pie entre ellos y sonriendo estaba su madre, cantando una canción infantil que los críos acompañaban dando palmas.
Tenía un aspecto muy joven y le pareció guapísima. Llevaba un vestido de paseo azul y blanco y el pelo, largo y oscuro, recogido en una coleta, muy a la moda. «¿Dónde está su sombrero?», se preguntó Lilly. «Fuera de casa siempre debería llevarlo». Lilly se reprendió a sí misma por una observación tan intrascendente en semejante momento. Mientras estaban jugando, su madre levantó la mirada y la vio, allí de pie. Desde luego, vio a alguien allí, aunque quizá no la reconociera. Dejó de cantar y su expresión se tornó seria, casi adusta.
Lilly respiró hondo, cerró los puños y caminó siguiendo el muro del jardín. ¿La reconocería, ahora que estaba mucho más cerca? Dejó de sujetar el bolso, que se balanceó sobre la muñeca, y apoyó ambas manos en la valla de piedra.
—¿Sí? —preguntó Rosamond Haswell en tono oficioso.
—Hola, madre —saludó Lilly en voz baja.
La miró de hito en hito.
—¿Quién es esta señora? —preguntó el niño pequeño con una voz adorable.
Por su parte, la niña agachó la cabeza, por lo que Lilly no pudo apreciar sus rasgos.
—Siéntate derecha, querida, y saluda a nuestra invitada —le dijo su madre a la niña. Pero la niña no le hizo caso. Era o muy tímida o muy maleducada.
Lilly tragó saliva y dijo lo primero que le vino a la cabeza.
—Pensaba que trabajabas de ama de llaves.
Su madre continuó observándola, de la cabeza a los pies, y de nuevo hacia arriba.
—Lo era. Pero la institutriz se puso enferma. —Se encogió de hombros—. Además, a mí me gustan los niños. Bueno, algunos niños…
Lilly sintió como si le hubieran golpeado en el pecho con una maza. La pequeña miró hacia arriba y resultó que su cara era absolutamente idéntica a la de Lilly a su edad. Frunció el ceño y le sacó la lengua.
Lilly se sentó en la cama, respirando con dificultad y sudando mientras el sueño se desvanecía. Sintiéndose enferma, se puso el vestido y se acercó a la puerta de Charlie. La entreabrió una rendija, pero de todos modos crujió. A la luz de la luna, que entraba a raudales por la ventana, vio que Charlie dormía profundamente, de lado y con las manos bajo una de las mejillas, con el pelo claro desplegado sobre la almohada y la frente.
Lilly entró de puntillas en la habitación y se inclinó al llegar a la cama. Muy suavemente, le retiró el pelo de la frente y de los ojos.
Necesitaba tocar algo físico, real.
Por la mañana, Lilly buscó el retrato en miniatura de su madre. Lo encontró en uno de los cajones de la cómoda del cuarto de estar, envuelto en papel marrón. Lo desenvolvió, sopló para quitarle el polvo y miró la hermosa cara, exactamente igual a la que tenía su madre en el sueño de la noche anterior. Lo habían pintado antes de la boda de sus padres, hacía más de veinte años. Lilly se preguntó cuánto habría cambiado. E intuyó que seguiría preguntándoselo.
Se guardó el pequeño retrato en el bolsillo del delantal. Quería tenerlo cerca. Actuaría en función de las noticias que le había hecho saber su tío. Para empezar, escribiría una carta; después, ya vería.
Una hora más tarde ya estaba en la tienda, inclinada sobre papeles y tarros, cuando llegó Francis para recoger las hierbas que quería el señor Shuttleworth. Las tenía ya preparadas, etiquetadas y listas para entregárselas.
—Excelente —dijo Francis—. ¿Están todas? —preguntó.
—¿Mmm? —Estaba distraída.
—Que si está todo lo que pidió el señor Shuttleworth…
—¡Ah! —Lo miró a él, y después el paquete—. Sí. —Miró las líneas que había escrito—. Francis, tú no conociste a mi madre, ¿verdad?
El joven enarcó las cejas, sin duda preguntándose por qué le hacía una pregunta cuya respuesta conocía perfectamente.
—No. Se marchó poco antes de que llegara yo.
Lilly asintió, golpeando con suavidad la pluma contra el borde del tintero.
—Recuerdo que me enseñaste un pequeño retrato suyo —dijo Francis—. Solías llevarlo contigo hasta que tu padre te dijo que lo guardaras.
Lilly volvió a asentir, preguntándose por qué había encontrado el retrato envuelto con papel y escondido en un cajón. Fuera del alcance de la vista.
—Recuerdo que me parecía muy guapa —continuó Francis—. Y que tú te parecías mucho a ella.
En silencio, sacó el retrato en miniatura del bolsillo del delantal y se lo acercó por encima del mostrador. Él se inclinó y se quedó mirándolo.
—Sí, os parecéis muchísimo.
Le contó lo de la gargantilla de su madre y el supuesto sobrenombre de «Rosa Wells». Mientras le hablaba, él la tomó de la mano y se la apretó, mirándola con expresión cálida y compasiva. En ese momento se abrió la puerta de la cocina-laboratorio y Francis dio un paso atrás. Al ver a su padre en el umbral, Lilly empujó el retrato para esconderlo bajo el papel de envolver.
—Buenos días, señor Haswell —saludó Francis—. Tiene mejor aspecto.
—Sí, me encuentro mejor. Al menos de momento. Dígame, señor Baylor, ¿qué tal le está yendo en el pueblo a nuestro nuevo médico? ¿El doctor Graves de Lilly?
Notó que Francis hacía una mueca de disgusto, frunciendo las cejas. Sintiéndose incómoda, protestó moderadamente.
—Padre…
Francis le echó una mirada rápida; después se dirigió a su padre.
—Bastante bien, supongo, aunque ya sabe usted cómo suelen ir estas cosas. Hay gente a la que le cuesta aceptar a los recién llegados.
Su padre asintió y se fijó en el paquete.
—¿Y esto qué es?
Temiéndose la respuesta de su padre, Lilly se adelantó a contestar.
—El señor Shuttleworth ha pedido algunas de las famosas hierbas medicinales de Haswell’s, padre. Supongo que eso le gustará.
—¿Le estás dando hierbas a nuestro competidor? —dijo, completamente incrédulo.
—Se las vendo, padre, se las vendo —dijo Lilly, dándose cuenta de que su padre había vuelto a volcar su irascibilidad en el rival—. Y con un buen beneficio. —Le echó una mirada a Francis, y el joven recogió el guante.
—Las cosas son como son, y la gente de Bedsley Priors y alrededores prefiere las hierbas de Haswell’s. Shuttleworth no tenía más remedio que pagar bien por ellas si quería ofrecerlas.
Aparentemente satisfecho, Charles Haswell asintió.
—Me parece lógico.
—Bueno, les deseo a ambos que pasen un buen día. —Con los labios apretados y gesto de resignación, Francis se inclinó levemente en dirección a Lilly y después al señor Haswell y se marchó.
Su padre inclinó la cabeza al ver el papel que había delante de ella.
—¿Otro pedido?
Ella dudó, pero se decidió enseguida.
—No. Es una carta. Para madre.
—¿Cómo? —preguntó con asombro.
—En realidad, a la hacienda donde creemos que está empleada.
—¿De qué estás hablando?
—Vamos, padre —dijo Lilly con suavidad—. Vamos a sentarnos y se lo explicaré.
Se sentaron en la sala de curas y Lilly le explicó el hallazgo de la gargantilla y lo que había averiguado en Londres sobre la desaparición de su madre en sus visitas. Poca cosa, en realidad. Con el ánimo de que no sufriera más, no incluyó los detalles sobre el primer amor de su madre.
—¿Por qué se marchó? —preguntó en voz baja—. ¿Lo sabe?
Su padre suspiró con fuerza.
—Yo pensaba que era feliz, al menos al principio. —Pensativo, se quedó mirando la ventana de la sala de curas—. Cuando naciste tú, pensé que todo iba a ir bien. Estaba encantada contigo. —Se removió en la silla—. Pero yo pensaba que estaba arrepentida de haberse casado conmigo. Sabía que echaba de menos Londres y creo que se preguntaba cómo le habría ido de haberse quedado allí, con quién se habría casado, etcétera.
Ella le apretó la mano.
—Tú eres el mejor hombre que he conocido… en Londres y en todas partes.
Soltó una risa seca.
—¿Los Elliott te han llevado a «todas partes»? —Negó con la cabeza—. No, querida, no. Me temo que soy un hombre con muchísimos defectos. Incluso muchos más de los que conocía tu madre…
Dejó que sus palabras se perdieran y se inclinó hacia ella.
—Te prevengo sobre esta búsqueda que has emprendido, Lilly. Puede que no te guste lo que encuentres.