CAPÍTULO 4
El origen de la humanidad
Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo.
ARTHUR C. CLARK, 2001. Una odisea espacial.
Relojes moleculares
Según los estudios de los biólogos moleculares, nuestro linaje se separó de la línea de los chimpancés hace entre 4,5 y 7 m.a.; es decir, aproximadamente en la misma época en la que, según hemos visto en el capítulo anterior, el progresivo descenso de los niveles de dióxido de carbono atmosférico empezaba a hacer sentir sus efectos sobre los ecosistemas africanos. Esta coincidencia hace muy tentadora la hipótesis de un origen de los homínidos directamente ligado al cambio ecológico y la expansión de los medios abiertos, a los que se habrían adaptado desde el principio. Sin embargo, como luego veremos, hoy parece que los más antiguos representantes de nuestro grupo, los primeros homínidos, eran tan habitantes del bosque húmedo como lo son en la actualidad los chimpancés, y que la progresiva adaptación a medios más secos y menos densamente arbolados se produjo más tarde.
En todo caso, los biólogos moleculares han calculado ese intervalo entre hace 4,5 y 7 m.a. por medio de sus relojes moleculares. El fundamento de estos relojes biológicos consiste en que la diferencia genética entre dos especies, como la nuestra y los chimpancés, debería estar en función del tiempo transcurrido desde que se produjo la separación de una y otra línea. En otras palabras, la divergencia genética aumenta con el tiempo, algo que también pasa con la diferencia morfológica entre dos estirpes que se van alejando la una de la otra, siguiendo diferentes caminos evolutivos.
Pero esta afirmación de que la diferencia genética está en función del tiempo de divergencia es válida sólo si se escogen para el análisis los genes adecuados. Estos genes que sirven para los relojes moleculares son los llamados genes «neutros», que no son favorables ni perjudiciales y por tanto sobre ellos no opera la selección natural. En los genes neutros se van acumulando las mutaciones que se producen espontáneamente a un ritmo constante, sin que sean eliminadas ni favorecidas, como copos de nieve que caen.
En cambio, los genes que la selección sí detecta, los que «no» son neutros, pueden modificarse a ritmos diferentes e inconstantes en función de la intensidad de la presión de selección que se ejerza sobre ellos. Dicho de otro modo, si determinado gen (técnicamente, sería más propio decir alelo) es muy beneficioso para el que lo tiene, es seguro que se esparcirá con rapidez por toda la población. Si en cambio es desfavorable, su frecuencia en la población bajará rápidamente porque tiene en contra a la selección natural, un poderoso enemigo. Además, lo que hoy es beneficioso puede no serlo mañana, o no serlo en otra especie, por lo que estos genes no neutros no sirven para medir el tiempo en la evolución. Buscando un ejemplo de la vida práctica, la potencia y capacidad de los ordenadores personales, que están sometidas a la presión de la selección del mercado, aumentan muy deprisa, y no a una tasa constante. Es un reloj demasiado acelerado.
Pero para calcular el ritmo de cambio de los genes neutros, la llamada tasa de mutación, hay que recurrir de nuevo a los fósiles, midiendo la distancia genética entre dos especies de las que se conoce, por los fósiles, cuánto tiempo llevan separándose sus líneas. Por ejemplo, para el problema de cuánto tiempo hace que se separaron las líneas humana y de los chimpancés, se puede utilizar la pareja de especies humanos/orangutanes. Medir la distancia genética entre ellas es lo más fácil, aunque como no vale cualquier gen los cálculos varían en función de cuáles se elijan. Averiguar cuándo se separó la línea de los orangutanes es harina de otro costal. A veces se utiliza la cifra de 13 m.a., que se corresponde con los primeros fósiles atribuidos al Sivapithecus, que a su vez marcarían el comienzo de la evolución de los orangutanes.
Es decir, que para que el «reloj molecular» funcione es necesario que se cumplan muchas cosas: genes que la selección natural no «ve» y que nosotros sí conocemos, ritmos constantes de mutación y un buen marco paleontológico de referencia. Demasiadas cosas, pero así y todo ese intervalo de 4,5 a 7 m.a. de antigüedad para la separación humanos/chimpancés también es aceptable, como veremos enseguida, a los ojos de los paleontólogos.
Los primeros homínidos fósiles
Antes de seguir adelante conviene, para evitar confusiones con otros autores, detenerse un momento aquí y hacer una precisión terminológica. Algunos paleoantropólogos utilizan el término homínido en un sentido muy amplio para referirse a humanos, chimpancés, gorilas y los parientes fósiles de todo el grupo. Nosotros preferimos dar a la palabra homínido el uso más tradicional que incluye sólo a los seres humanos actuales y a todos los fósiles de nuestra propia línea evolutiva, es decir, posteriores a la separación de la línea de los chimpancés. Otros autores definen a los homínidos como los primates bípedos. Sin embargo, aunque es cierto que todas las especies con postura erguida entran dentro de nuestra definición de homínido, veremos a continuación que no sabemos aún con seguridad si los primeros homínidos ya caminaban de pie. Todos los bípedos son homínidos, pero puede que no todos los homínidos fueran bípedos.
Un fragmento de mandíbula con una muela procedente de Lothagam (Kenia), con una edad geológica superior a 5,1 m.a. podría pertenecer a un homínido, aunque debido a lo poco que se conserva es difícil pronunciarse. Otros fósiles de los que tampoco puede decirse mucho son el fragmento de mandíbula de Tabarin y el fragmento de húmero proximal (o superior) de Chemeron, ambos de Kenia, datados en unos 4,5 m.a.
Aparte de estos restos aislados e inciertos, el conjunto más antiguo de fósiles de homínidos ha sido localizado a partir de 1992 por el equipo que dirigen Tim White, Gen Suwa y Berhane Asfaw en la región del curso medio del río Awash, en el País de los Afar, Etiopía. Estos fósiles del Awash Medio sólo han sido publicados en parte, aunque para ellos White y sus colegas ya han creado un nuevo género y especie: el Ardipithecus ramidus (los vocablos ardi y ramid proceden de la lengua afar y significan, respectivamente, «suelo» y «raíz», mientras que pithecus significa «mono» en griego). Lo que ha sido dado a conocer de estos fósiles es que se trata de formas muy primitivas de homínidos, con una antigüedad en torno a 4,4 m.a. De hecho, muestran rasgos tan primitivos, en particular en su dentición, que se intuye que no pueden estar muy lejos de la división entre las líneas de chimpancés y humanos. Por eso una edad entre 4,5 y 7 m.a. para ese momento parece aceptable, y si tuviéramos que apostar lo haríamos por una fecha más próxima a 4,5 m.a. que a 7 m.a. En todo caso, es probable que no pase mucho tiempo antes de que tengamos la respuesta definitiva.
También parece que el Ardipithecus ramidus habitaba un medio forestal. A esta última conclusión se llega, en primer lugar, por el tipo de mamíferos de vida ligada al bosque con los que aparecen los homínidos fósiles. Son especialmente abundantes los monos del tipo de los colobos y los antílopes tragelafinos, el grupo de los kudus, sitatungas y otros antílopes de cuernos en espiral. En segundo lugar, los dientes del Ardipithecus ramidus presentan un esmalte fino, como el de los chimpancés, que se alimentan de frutos, hojas, tallos tiernos, brotes y otros productos vegetales blandos. Sin embargo, los dientes de homínidos fósiles posteriores en el tiempo al Ardipithecus ramidus tienen una gruesa capa de esmalte, que los protege del desgaste producido por una dieta vegetal con productos duros del tipo de raíces, tubérculos, granos, nueces, etcétera. Así pues, parece ser que los primeros antepasados del hombre, los primeros homínidos, eran unos primates que habitaban la selva y se alimentaban de manera no muy diferente a como lo hacen hoy los chimpancés. Pero dejemos el análisis detenido de la alimentación de los homínidos para un capítulo posterior.
A partir de algunos aspectos de la base del cráneo en restos bastante fragmentarios, White y sus colegas han sugerido que estos primeros homínidos eran bípedos y caminaban como nosotros, pero todavía falta demostrarlo con la evidencia de los huesos de la cadera y de las piernas, que se sabe que han sido encontrados en las últimas campañas de excavación.
Cambio de hábitat
Un equipo keniano dirigido por Meave Leakey (esposa del famoso descubridor de fósiles Richard Leakey del que hablaremos luego), ha encontrado en Kanapoi y Allia Bay, a un lado y otro del lago Turkana (Kenia), fósiles de homínidos en torno a los 4 m.a. de antigüedad (de 3,9 a 4,2 m.a.), creando con ellos una especie bautizada en 1995 como Australopithecus anamensis (el término anam significa «lago» en lengua turkana, por lo que el nombre de esta especie puede traducirse como «australopiteco del lago»). Esta vez se trata de unos homínidos también muy primitivos, a juzgar por un maxilar y una mandíbula rescatados, pero que presentan esmaltes gruesos en los molares. La asociación de fósiles de la que forman parte sugiere un ambiente forestal abierto, o una sabana más o menos arbolada y con cursos de agua. Hay también colobos y antílopes de cuernos en espiral, pero están asociados a otras especies más propias de medios abiertos, como los gerbillos, un tipo de ratones de estepas áridas.
Se ha encontrado, entre otros restos de homínidos, una tibia cuya morfología mueve a sus descubridores a afirmar que estos primates eran bípedos. Asistimos por primera vez, hace unos 4 m.a., a la aparición de unos homínidos que han empezado a cambiar de manera significativa su modo de vida, su ambiente y su alimento, y que incluso se mueven de una forma totalmente nueva. Si en la explotación de las sabanas y formaciones herbáceas los homínidos no somos los únicos primates, la postura erguida es, en cambio, una novedad absoluta.
El siguiente millón de años (en números redondos) corresponde a una especie también esteafricana, denominada Australopithecus afarensis (que puede traducirse por «australopiteco del País de los Afar»). La mayor parte de sus fósiles se han encontrado en el área de Hadar, tramo final del río Awash (en el País de los Afar, Etiopía), y en Laetoli (Tanzania).
Los fósiles de Laetoli, entre los que se encuentra una mandíbula que es el ejemplar tipo (u holotipo) de la especie (siglada como L.H. 4), se datan en 3,5 m.a. y los de Hadar entre 3 y 3,4 m.a. En esta última región, el equipo dirigido por Donald Johanson ha descubierto numerosos restos desde 1972, lo que hace que del Australopithecus afarensis se tenga un registro fósil razonablemente completo, que incluye desde el cráneo de un macho (A.L. 444-2), descubierto por Yoel Rak en 1992 (figura 4.1), hasta gran parte del esqueleto de una hembra (A.L. 288-1), mundialmente conocida por Lucy tal como fue apodada por Johanson cuando la descubrió en 1974.

FIGURA 4.1. Macho de Australopithecus afarensis.
Del yacimiento de Maka, situado en el curso medio del río Awash y con una antigüedad de 3,4 m.a., procede un conjunto de fósiles que incluye la mandíbula más completa conocida de esta especie. También han sido atribuidos al Australopithecus afarensis algunos dientes con algo más de 4 m.a. de edad que se han encontrado en Fejej, en el sur de Etiopía, y un fragmento de hueso frontal procedente de Belohdelie en el Awash Medio, con una antigüedad próxima a 3,9 m.a. Sin embargo, la asignación de estos fósiles al Australopithecus afarensis está sujeta a revisión y podrían, dada su cronología, pertenecer al Australopithecus anamensis.
A lo largo de los 400.000 años de historia geológica registrados en Hadar se han detectado alternancias paleoecológicas, a juzgar por las asociaciones de vertebrados de los yacimientos. El Australopithecus afarensis parece haber vivido tanto en un bosque más bien seco, como en un paisaje de sabana fresca con bosques-galería a lo largo de los cursos fluviales. Es decir, ni en una selva húmeda ni en una estepa árida, sino en un hábitat intermedio.
Uno de los problemas fundamentales de la paleontología es el de agrupar los fósiles en especies, ya que por desgracia los restos no aparecen etiquetados en los yacimientos y corresponde al paleontólogo la tarea de encontrar su lugar en la evolución.
Ocurre con frecuencia que especies vivientes próximas pueden llegar a ser morfológicamente muy parecidas, o diferenciarse sólo en caracteres externos como por ejemplo en el color, el pelaje, el comportamiento u otras características que, aunque sean muy llamativas, no se reflejan en el esqueleto, que es lo que fosiliza. A este respecto, Ian Tattersall ha señalado que muchas especies de primates actuales no serían reconocidas como diferentes de otras si sólo se mirase su esqueleto y que, en consecuencia, podemos estar subestimando gravemente el número de especies fósiles, porque puede ocurrir que agrupemos dentro de la misma especie fósil dos especies que en vida eran muy diferentes en sus caracteres externos, aunque tuvieran igual o muy parecido el esqueleto.
Por el contrario, una única especie puede presentar mucha variación cuando hay grandes diferencias entre machos y hembras. Esta diferenciación entre los sexos se denomina «dimorfismo sexual», y puede ser de tamaño, de forma, o de ambas cosas a la vez. El paleontólogo podría ahora cometer el error de asignar a especies diferentes fósiles que tan sólo representan sexos distintos de la misma especie.
En resumen, con frecuencia hay grandes discusiones entre los especialistas por estos problemas. El Australopithecus afarensis no podía ser una excepción y cuando la especie fue creada en 1978 por Donald Johanson, Tim White e Yves Coppens hubo investigadores que no aceptaron que todos los fósiles de Hadar y Laetoli se agruparan en una sola especie, aunque fuera muy variable, con un gran dimorfismo sexual. Muchos paleoantropólogos veían en el mismo conjunto de fósiles dos especies en lugar de una sola, aunque no se pusieran de acuerdo en el reparto de los diferentes fósiles por especies. Antes hemos mencionado el cráneo A.L. 444-2, que tiene un gran tamaño y podría ser un macho de la misma especie que Lucy, un individuo pequeño que tal vez fuera una hembra. La alternativa es que se trate de dos especies diferentes. Hemos escogido a propósito este ejemplo porque, como muchas veces ocurre en paleontología, se comparan dos partes no homologas del esqueleto: de A.L. 444-2 no se conserva el esqueleto del cuerpo (o esqueleto postcraneal), mientras que de Lucy se ha recuperado sólo una parte pequeña del cráneo. Además, Lucy tiene una antigüedad de 3,2 m.a. y A.L. 444-2 es unos doscientos mil años más moderno.
Algunos especialistas encontraban diferencias significativas en el esqueleto postcraneal, que les llevaban a reconocer en Hadar y Laetoli una especie plenamente bípeda y relacionada directamente con nosotros y otra especie, no antecesora nuestra, que combinaría la capacidad para caminar de forma bípeda con la de trepar a los árboles. Por último, ¡ha habido quienes han llegado a suponer que las hembras eran más ligeras y trepadoras y los machos más pesados y bípedos!
Un argumento muy convincente a favor de la unidad del Australopithecus afarensis se basa en los fósiles de la localidad A.L. 333 de Hadar. Aquí se han encontrado numerosos restos de homínidos de hace 3,2 m.a., prácticamente sin mezcla con huesos de otros animales. Estos homínidos fósiles corresponden a por lo menos trece individuos de diferentes edades, que pudieron haber muerto juntos en alguna catástrofe natural del tipo de una riada. Es muy posible que formaran parte del mismo grupo y por tanto de la misma especie de homínido. De hecho, a este puñado de fósiles se lo conoce de manera coloquial como la «primera familia».
Si en la muestra del yacimiento A.L. 333 se encontraran sólo individuos grandes, o pequeños, o de una morfología determinada, podría entonces pensarse que dentro del Australopithecus afarensis se habían incluido, de forma artificial, fósiles de varias especies. Si por el contrario, dentro de la muestra de A.L. 333 se encontraran todos los tamaños y morfotipos de Hadar y Laetoli, entonces estaríamos seguros de que el Australopithecus afarensis era una especie real y no un cajón de sastre. Pues bien, la variación dentro de la muestra A.L. 333 es muy grande, tanta como la que le suponían sus creadores a la especie Australopithecus afarensis.
East Side Story
Hemos discutido ya lo que se sabe acerca de cuándo aparecimos los homínidos, y ahora falta comentar dónde ocurrió tal cosa, cuál fue nuestra cuna. Como hemos visto en líneas precedentes, los fósiles de los primeros homínidos se han encontrado en el este de África. Es importante matizar que estos fósiles han sido hallados a lo largo del Great Rift Valley, una enorme fractura en expansión de la corteza terrestre que se extiende desde Mozambique, a través de Malawi, por la región de los Grandes Lagos, el País de los Afar en Etiopía, el mar Rojo y llega hasta el mar Muerto, entre Israel y Jordania.
La distribución geográfica de los primeros fósiles de homínidos hace pensar en un origen esteafricano de nuestro grupo, lo que Yves Coppens denomina la «East Side Story». A lo largo del Mioceno, un gran cinturón de selva tropical se extendería desde el Golfo de Guinea hasta el océano Índico. La gran fractura de escala continental que constituye el Great Rift Valley, y los cambios en el relieve que supone este proceso tectónico, levantando grandes barreras montañosas y altas planicies, habrían ido separando desde finales del Mioceno los ecosistemas orientales, con ambientes cada vez más abiertos y habitados por homínidos, de los ecosistemas occidentales, forestales y húmedos y poblados por los antepasados de los chimpancés y gorilas.
Esta hipótesis tiene el valor añadido, que la hace muy atractiva, de que nuestro origen no constituiría un fenómeno singular. Simplemente formaríamos parte de un conjunto de especies animales y vegetales, una biota como se dice en biogeografía, que caracteriza toda una región y que está relacionada con la historia geológica y climática que ha sufrido. Ahora bien, aunque la hipótesis parece muy razonable, parte de la base de que los primeros homínidos se han originado en el este de África. Hasta la fecha, de allí provienen los fósiles más antiguos, pero Michel Brunet y sus colaboradores publicaron a finales de 1995 el hallazgo en el Chad, al norte de N’Djamena, de la porción anterior de una mandíbula de australopiteco y un premolar aislado, que se datan entre hace 3 y 3,5 m.a. basándose en la fauna acompañante. Los autores consideraron en un estudio posterior que se trata de una especie diferente del Australopithecus afarensis, a la que nombraron como Australopithecus bahrelghazali (el término bahrelghazali hace referencia a la región del Chad donde se encontraron los fósiles: Bahr el ghazal, que en árabe significa «río de las gacelas»).
Este descubrimiento sugiere una temprana expansión de los homínidos muy a poniente de su cuna esteafricana, si es que ésta estuvo realmente allí.
En los yacimientos africanos como los que hemos comentado hasta ahora, de ambiente sedimentario lacustre o fluvial (lagos o ríos), se suelen encontrar especies acuáticas, como tortugas, cocodrilos, peces o hipopótamos, que no nos ayudan a saber en qué ecosistemas vivían los homínidos. Más útiles son otros de hábitos no acuáticos o anfibios. No crea el lector que la cosa es muy sencilla, porque a una cuenca pueden llegar arrastrados por corrientes de agua restos de animales que vivieron y murieron en ambientes muy diferentes. En otras palabras, en el fondo de una cuenca se acumula de todo, lo que plantea muchos problemas a los paleontólogos, que intentan resolverlos fundamentalmente a base de sentido común. La aplicación del sentido común al estudio de la formación de los yacimientos constituye una disciplina paleontológica por sí misma, y muy importante, que se denomina tafonomía. Gracias a la tafonomía se puede establecer, por ejemplo, si un hueso ha sido transportado desde grandes distancias o si el animal murió cerca de donde se ha encontrado. Por fortuna, el estudio de las adaptaciones que presentan las especies fósiles o paleomorfología funcional también contribuye a determinar cuál era su lugar en el ecosistema (su nicho) y cómo era su ambiente.
Sobre este último aspecto volveremos en un capítulo posterior dedicado a la alimentación de los primeros homínidos, así que ahora vamos a detenernos un momento en los fósiles asociados al Australopithecus bahrelghazali. Michel Brunet se imagina a estos australopitecos viviendo en una variedad de medios que incluyen bosques galería, caracterizados por la presencia de potamóqueros (un tipo de jabalíes de río) en la asociación, sabanas arboladas con elefantes, y praderas de gramíneas donde pastarían los rinocerontes.
Las principales diferencias del fósil del Chad con el Australopithecus afarensis se encuentran en la cara interna de la sínfisis, o porción anterior de la mandíbula, que presenta una superficie bastante plana y vertical, sin los fuertes refuerzos transversales o toros (torus en latín) característicos de los demás australopitecos. En este aspecto, el Australopithecus bahrelghazali se aproxima a nuestro género, el género Homo. Sin embargo, todos los premolares tienen tres raíces, un rasgo primitivo. Para complicar más las cosas, la mandíbula del Australopithecus bahrelghazali muestra unos premolares ensanchados. Esta expansión de los premolares caracteriza, como luego veremos, a unos homínidos posteriores llamados parántropos.
Quizás esta combinación de rasgos no baste para considerar al fósil chadiano una especie diferente, pero, si lo fuera, nos encontraríamos en una situación nueva. Por primera vez en nuestra historia evolutiva dos especies de homínidos habrían coexistido, aunque lo hicieran en regiones distintas. Si bien la evolución humana se ha contado tradicionalmente como una sucesión lineal de especies, iremos viendo que el árbol de la evolución en general, y nuestro caso no es una excepción, tiene un aspecto muy ramificado, aun cuando a veces finalmente sólo una rama (la nuestra) llegue hasta la actualidad.
Datar los fósiles
El lector puede que se haya preguntado ya cómo se sabe la edad que tienen los fósiles de estos antiquísimos antepasados nuestros. El paleoantropólogo Yves Coppens antes citado, que es un gran conferenciante, se ve a menudo asaltado con esta pregunta, a la que recomienda contestar en los siguientes términos: confíen en nosotros, sabemos la edad de los fósiles; tenemos métodos para hacerlo, somos profesionales. Aun a riesgo de aburrir al lector, vamos a desoír el consejo de Yves Coppens y trataremos de comentar muy brevemente esta cuestión fundamental.
A causa de la intensidad de las fuerzas internas puestas en juego, la fracturación de la corteza terrestre se acompaña con frecuencia de la actividad de volcanes, que en sus erupciones pueden arrojar cenizas al aire. Los vientos y las corrientes de agua transportan las cenizas que por fin se depositan en lechos intercalados entre las capas de sedimentos que contienen los fósiles. Estas capas de cenizas volcánicas, o tobas, son muy útiles para la correlación entre yacimientos y para su datación. Incluso dos erupciones sucesivas procedentes del mismo volcán y separadas por poco tiempo tienen características distintas, que se han llamado las «huellas dactilares químicas». Por medio del análisis químico es posible comparar dos tobas volcánicas y ver si son la misma, aunque no se continúen físicamente en el campo a causa de la fracturación en bloques del terreno que caracteriza la geología de los valles de rift.
En los años ochenta se descubrió un método de datación de estas tobas basado en la fusión por un rayo láser de un único y pequeño cristal de un mineral del grupo de los feldespatos potásicos. Al fundir el cristal, el láser libera una cantidad determinada de gas argón, que se mide con un aparato llamado espectrómetro de masas. El isótopo Argón-40 procede de la desintegración de un isótopo radiactivo del potasio (el Potasio-4o) contenido en el mineral. Cuando éste se formó sólo había potasio y nada de argón. Como la desintegración se produce a un ritmo conocido y constante, la proporción final entre el potasio radiactivo y el argón nos da una edad muy fiable para la toba. En realidad, se utiliza una variante de esta técnica conocida como Argón-39/Argón-40.
Otro método que se emplea para la datación de rocas volcánicas es el de las trazas de fisión. La desintegración (fisión) del uranio radiactivo (Uranio-238) produce unas marcas (trazas) en los cristales de determinados minerales (como el zircón). La densidad de estas trazas depende de la cantidad de uranio en el mineral y del tiempo transcurrido desde la erupción volcánica en que se formó el mineral.
Los fósiles intercalados entre tobas próximas en las secuencias sedimentarias pueden datarse con una precisión inimaginable hace pocos años. Un caso afortunadísimo es el del Awash Medio, donde la mayoría de los fósiles del Ardipithecus ramidus proceden de sedimentos comprendidos, como en un sándwich geológico, entre dos tobas volcánicas, una por debajo y otra por encima. Ambas tobas tienen aproximadamente la misma antigüedad, 4,4 m.a., que es también la de los fósiles que se encuentran entre medias (ésta no es, por desgracia, la regla general y con frecuencia hay cientos de miles de años entre las tobas situadas en posición superior e inferior respecto a los fósiles).
Los métodos del Argón-39/Argón-4o y trazas de fisión se utilizan con materiales volcánicos, que, aunque frecuentes en el este de África, no se encuentran ni mucho menos en todos los yacimientos de homínidos. Otros métodos radiométricos utilizan diferentes isótopos radiactivos, como el Carbono-14 o las series de uranio. El método del Carbono-14 (el primero que se usó) se aplica sólo a materiales orgánicos, de origen animal o vegetal, y es muy fiable. Desgraciadamente, su alcance, incluso aplicando los últimos perfeccionamientos, no supera los 50.000 años.
Por otra parte, en las cuevas son frecuentes los espeleotemas (estalactitas y estalagmitas), que se forman continuamente por precipitación del carbonato cálcico disuelto en el agua. En los casos favorables en que los cristales de carbonato son lo bastante puros, los espeleotemas pueden datarse por la técnica de las series de uranio hasta un límite máximo cercano a los 350.000 años.
Pero en muchas ocasiones, ni siquiera se dispone de espeleotemas datables en los yacimientos. Para estos casos se han desarrollado unas técnicas relacionadas entre sí, llamadas resonancia de espín electrónico (ESR) y termoluminiscencia (TL). La técnica ESR se suele usar con esmalte de dientes de mamíferos, y la técnica de datación por TL se aplica a instrumentos de sílex quemados, y a una variedad de sedimentos expuestos a la luz solar. El fundamento de ambas técnicas consiste en que tanto un mineral, el sílex o pedernal por ejemplo, como un diente y un hueso funcionan como dosímetros naturales que acumulan la radiación recibida a lo largo del tiempo.
Otro método utilizado en la medida del tiempo geológico (la geocronología) es el paleomagnetismo. La Tierra funciona como un imán y crea un campo geomagnético a su alrededor, con dos polos (norte y sur). Este campo orienta la aguja de la brújula, que nos señala la posición del polo norte magnético, hoy en día próximo al Polo Norte geográfico. Pero también se orientan los minerales de hierro de la arcilla, como si fueran diminutas brújulas, cuando se decantan lentamente en un medio tranquilo, como por ejemplo un charco o un lago sin turbulencias.
Cada mucho tiempo, los polos magnéticos intercambian sus posiciones (el polo norte magnético se sitúa entonces cerca del Polo Sur geográfico). La situación de los polos en cada momento queda registrada en los minerales de la arcilla que forman las capas de los yacimientos. Estos cambios de polaridad magnética de la Tierra se han datado, permitiendo establecer una escala que contiene la secuencia de períodos alternantes con uno u otro tipo de polaridad. Cada uno de los grandes períodos se denomina cron. Un subcron es una unidad de tiempo menor y de polaridad contraria al cron dentro del cual se incluye; cuando son períodos aún más cortos se denominan excursiones. El paleomagnetismo no da una edad absoluta para un yacimiento, pero ayuda a establecerla junto con otros métodos.
Además de los métodos de datación expuestos, los propios fósiles de los animales asociados a los homínidos sirven para establecer su antigüedad relativa, porque la evolución de las especies hace que las faunas, incluidos los homínidos, cambien con el tiempo. De este modo se consiguen escalas biocronológicas que pueden asimismo calibrarse con las dataciones absolutas obtenidas por métodos físicos.
El Niño de Taung
El 28 de noviembre de 1924 fue un día grande en la historia de la paleoantropología. Ese día, Raymond Dart (1893-1988), un joven catedrático de Anatomía de la Universidad de Witwatersrand en Johanesburgo (Sudáfrica), recibió un paquete procedente de la cantera de Taung y dentro de él había un cráneo infantil en el que Dart reconoció a un muy remoto antepasado nuestro, para el que creó una nueva especie y un nuevo género: Australopithecus africanus (hemos esperado hasta aquí para comentar el significado del término australopithecus, compuesto de los vocablos pithecus, «mono», y austral, que significa «sur»). Este yacimiento fue destruido y no ha proporcionado más fósiles de homínidos, pero otras canteras llamadas Sterkfontein y Makapansgat han resultado muy «productivas» en fósiles de Australopithecus africanus.
Gracias al yacimiento de Sterkfontein tenemos un registro amplio de Australopithecus africanus (figura 4.2), incluyendo un cráneo muy completo y emblemático (hallado en 1947) que lleva la sigla Sts 5 y es conocido familiarmente como Mrs. Ples, «señora Ples» (Ples es una abreviatura de Plesianthropus, el género que se le dio, aunque luego se ha visto que no era distinto de Australopithecus). Otro cráneo importante es Sts 71 (también encontrado en 1947); en 1989 se ha recuperado uno muy completo (Stw 505), aparentemente de un macho de la especie, que aún no se ha publicado en detalle. Del esqueleto postcraneal también se han recuperado muchas piezas, siendo las más conocidas los esqueletos Sts 14 (de 1947) y el recientemente hallado Stw 431. En realidad, estas canteras sudafricanas de piedra caliza son cuevas rellenas de fósiles y sedimento muy endurecido, formando una durísima brecha que hace muy difícil la extracción de los fósiles.

FIGURA 4.2. Hembra de Australopithecus africanus.
En la región de Sudáfrica donde se han encontrado todos estos fósiles no hay niveles de cenizas volcánicas que permitan una datación de los fósiles por métodos radiométricos. Hay que recurrir a la evolución de los animales que acompañan a los homínidos. Por este método se ha establecido que la especie Australopithecus africanus vivió en Sudáfrica hace entre 3 y 2. m.a. El yacimiento de Makapansgat parece el más antiguo, y sus fósiles estarían cronológicamente muy cerca de los últimos fósiles del Australopithecus afarensis. Los homínidos de Sterkfontein pueden rondar los 2,5 m.a., siendo el Niño de Taung el más reciente representante de la especie. El tipo de medio ambiente del que proceden los australopitecos de Sterkfontein se interpreta como forestal, aunque no de tipo húmedo, sino más bien un bosque o matorral seco con espacios abiertos. Es decir, un mosaico de ecosistemas.
Señas de identidad
Los rasgos distintivos de nuestra especie son un cerebro muy desarrollado en volumen, una capacidad única para fabricar instrumentos variados en muy diversos materiales, un lenguaje articulado, una infancia prolongada, que supone un largo período de aprendizaje, y un modo de caminar bípedo (así como una sexualidad muy original de la que también nos ocuparemos). Las características de gran volumen cerebral, desarrollo lento y capacidad para utilizar o adaptar objetos naturales como instrumentos también se encuentran en nuestros más próximos parientes los chimpancés, gorilas y orangutanes. Por supuesto que en un grado muy inferior de desarrollo, pero comparativamente mayor que en los demás animales. Estos rasgos, más la capacidad para el lenguaje, pueden agruparse bajo la etiqueta de algo que entendemos de manera intuitiva, pero es imposible de definir o medir, y llamamos inteligencia o psiquismo. La locomoción es otra cosa, y desde Darwin la ciencia se pregunta si la expansión del psiquismo precedió a la postura erguida, si fue al revés, o si ambas evolucionaron a la vez. Que es lo mismo que preguntarse cuál fue el impulso inicial de nuestra historia evolutiva o, en otras palabras, qué nos hizo humanos.
La película 2001. Una odisea espacial, fruto de la imaginación de Stanley Kubrick y Arthur Clark, que tuvo mucha trascendencia a partir de su estreno en 1968, daba una contestación muy en línea con lo que se pensaba en algunos círculos científicos de la época. En las imágenes aparecen unos monos que pueden reconocerse como hominoideos. Su modo de andar no es bípedo, y su escenario es una sabana, se supone que africana, muy árida, más bien un desierto. Estos animales se refugian por la noche en cuevas por temor al leopardo, y se disputan un charco de agua con un grupo rival de monos. Es decir, que no presentan todavía ninguna de nuestras señas de identidad. De pronto se encuentran ante un monolito de origen extraterrestre, que tocan. Entonces surge la chispa que pone en marcha la evolución humana: se les ocurre una idea. Esta idea es la de utilizar el hueso de un animal como instrumento. ¿Para qué? Para matar, en una orgía de sangre, primero a un animal y luego a sus enemigos del grupo rival. En otras palabras, nuestros antepasados descubrieron la tecnología y se hicieron a la vez carnívoros y asesinos de sus congéneres.
La idea de que los primeros homínidos eran cazadores o, expresado más crudamente, «monos asesinos», fue desarrollada durante los años cincuenta por Dart. Para este autor, los australopitecos eran cazadores y caníbales, y, lo que es más importante, nosotros hemos heredado la pesada carga de esos violentos instintos, al tiempo que hemos perfeccionado sus armas. Porque los australopitecos, según Dart, no tenían instrumentos de piedra tallada, sino que se valían de armas hechas con huesos, dientes y cuernos de animales, una industria que este autor denominaba «osteo-donto-querática», en referencia a estos tres tipos de materiales. El instinto cazador y el gusto por la carne habrían llevado a los primeros homínidos a abandonar los árboles y fabricar sus primeras armas, afinando su inteligencia y favoreciendo además la adquisición de la postura erguida, seguramente más propia de un guerrero que el trote cuadrúpedo. Hagamos notar de paso que históricamente ha sido un tópico frecuente en las reflexiones sobre la evolución humana que la inteligencia se desarrolla al enfrentarse a nuevos desafíos, como la sabana primero y los climas fríos de Eurasia más tarde, mientras que se estanca entre los que optan por la «comodidad» de la selva y sus abundantes frutos, o por el cálido continente africano.
Aunque esta interpretación de Dart sobre nuestros orígenes no fue admitida por todo el mundo, tampoco estuvo solo. En un famoso libro titulado Man-apes or Ape-men. The Story of Discoveries in Africa (Hombres-mono o Monos-humanos. La historia de los descubrimientos en África), publicado en 1967, sir Wilfrid Le Gros Clark (1895-1971) consideraba que los australopitecos eran criaturas demasiado indefensas, con sus pequeños caninos, como para sobrevivir sin armas, fueran de piedra, hueso, cuerno o diente. Para Le Gros Clark, estos homínidos eran cazadores y carroñeros arrojados a un medio hostil; sin embargo, al ser bípedos disponían de sus manos para la manipulación de utensilios, que fue el estímulo para el desarrollo de la inteligencia. Sir Wilfrid Le Gros Clark era una gran autoridad en el terreno de la evolución humana, y la persona que, después de un viaje a Sudáfrica en 1947 para ver los fósiles originales, hizo cambiar la opinión adversa de la mayor parte de la comunidad científica sobre los australopitecos, que pasaron a ser admitidos como miembros primitivos de nuestra estirpe.
En resumidas cuentas, la hipótesis del cazador supone una forma algo sanguinaria de empezar la evolución humana, aunque es un comienzo después de todo. Pero ¿fue así como empezaron las cosas? ¿Somos «monos asesinos» y fabricantes de utensilios desde el principio, tal vez incluso antes de ser bípedos?
Para contestar a esta pregunta, en el siguiente capítulo nos ocuparemos de la locomoción de los australopitecos. Más adelante veremos otras formas de homínidos, los parántropos, y los primeros humanos, junto con los primeros utensilios de piedra, para después tratar los cambios evolutivos en la inteligencia, la alimentación, el crecimiento y la sociabilidad.

MAPA 1. Localización de los principales yacimientos con fósiles de Australopithecus y Ardipithecus.