CAPÍTULO 17
El sentido de la evolución
Hasta esta noche, pensabas que la vida era absurda. En lo sucesivo sabrás que es misteriosa.
ERIC-EMMANUEL SCHMITT, El visitante.
La moviola de la vida
Para explicar que no somos el resultado necesario de la evolución sino una mera circunstancia, Stephen Jay Gould afirma en su libro Vida maravillosa que si la cinta de la vida se rebobinara y se volviera a empezar otra vez desde el principio, el planeta Tierra estaría ahora poblado por una variedad completamente diferente de formas de vida, entre las que no nos encontraríamos nosotros.
Por supuesto que es imposible realizar tal experimento volviendo al principio de la vida. Aunque, en cierto modo, se ha llevado ya a cabo de manera natural. Los monos platirrinos, por ejemplo, no han evolucionado en América hacia formas de inteligencia comparable a la nuestra. Se ve que ellos no experimentaban ningún «impulso» que los empujara hacia el «progreso» o la «perfección» (lo mismo se podría decir de los marsupiales en Australia y otros casos similares de evolución en condiciones de aislamiento geográfico).
De todos modos podemos jugar al juego que propone Gould de otra manera. Si suponemos que la evolución se dirige o tiende de forma espontánea hacia formas de vida cada vez más «elevadas» o más complejas, esperaremos que el registro fósil refleje una Historia de la Vida en la que, en razón de su manifiesta superioridad, formas progresivamente más complejas se van imponiendo a las demás hasta la llegada del hombre.
Pero a la hora de realizar semejante análisis surge el problema de cómo medir la complejidad, para establecer así una escala que se pueda aplicar a las especies vivientes o a las fósiles, y poder decir: ésta es una especie de grado 3 o de grado 7 de complejidad (tal vez el lector piense que la nuestra será la única de grado 10). Reconozcamos que se trata de un problema de difícil solución.
George Gaylord Simpson, uno de los más grandes paleontólogos del siglo XX, publicó un libro muy influyente en 1949 titulado Meaning of Evolution (El significado de la evolución), en el que concluía que la evolución no tenía propósito. Entre otros temas, Simpson analizaba en un capítulo titulado «El progreso en la evolución» la cuestión de si se había producido en la Historia de la Vida un aumento de la complejidad. Para este sabio estaba claro que, respecto de las primeras formas de vida unicelulares (organismos de una sola célula), se produjo un aumento de la complejidad cuando aparecieron los organismos pluricelulares (constituidos por muchas células). Según Simpson, un segundo paso hacia una mayor complejidad se dio cuando surgieron los diferentes grandes tipos de seres pluricelulares (conocidos técnicamente como filum en singular y fila en plural); ahora bien, este progreso se habría producido en múltiples direcciones, y no en una sola línea privilegiada. A partir de este punto, resulta imposible comparar complejidades dentro de cada una de las líneas. Simpson, que era especialista en paleontología de vertebrados, escribía que hacía falta mucho valor para tratar de probar que un ser humano es más complejo que un ostracodermo (un tipo de vertebrados acuáticos con forma de pez que aparecieron hace más de 400 m.a.).
A todo esto todavía no hemos definido qué es la complejidad, tarea nada fácil (el lector también puede probar). Una manera moderna de hacerlo sería la de utilizar el concepto de complejidad que se aplica a los sistemas. Un sistema es un conjunto de elementos que interaccionan entre sí dando lugar a las propiedades del sistema, y cuantos más elementos distintos tenga más posibilidades diferentes de interacción existirán, con lo que el sistema será más rico en funciones, o más complejo en el sentido de menos previsible, menos rígido, más variable y más adaptable también.
Los organismos pluricelulares son sistemas autorregulados compuestos de células diferenciadas que forman tejidos y órganos; éstos a su vez se organizan en sistemas: respiratorio, digestivo, reproductor, excretor, circulatorio o nervioso. Esta idea de la complejidad de los sistemas puede aplicarse para comparar organismos de grupos muy diferentes, como los mamíferos con las esponjas o las medusas; estas últimas son claramente formas de organización mucho más simple que los mamíferos, con menos elementos diferenciados; podemos considerarlas sistemas biológicos relativamente poco complejos. Sin embargo, ¿quién se atrevería a comparar la complejidad de un murciélago con la de un león?
Incluso si se comparan los organismos por el número de genes que se expresan (es decir, que se traducen en proteínas), nos encontramos con que los protozoos tienen más que las bacterias, los invertebrados más que los protozoos, y los vertebrados más que los invertebrados; sin embargo, dentro de los vertebrados es imposible establecer categorías.
Éste de la complejidad es, pues, un auténtico nudo gordiano, y sólo hay una forma de deshacerlo: de un tajo. Podemos partir de la base de que la nuestra es, por definición, la especie más compleja de todas. Ahora bien, si se nos compara con el resto de los primates, o de los mamíferos, ¿dónde reside nuestra superior complejidad? Los humanos sólo podemos considerarnos más complejos en uno de nuestros sistemas, el sistema nervioso central, y tendrá que ser éste quien nos otorgue finalmente la victoria en la competición por el primer puesto en la escala de la complejidad. Según este razonamiento, que pone al hombre como medida de todas las cosas, queda claro que cuanto más próxima en la evolución esté una especie al Homo sapiens, cuanto más grande sea su parecido y su parentesco, mayor será su grado de complejidad. De este modo, los mamíferos serían los animales más complejos de la Historia de la Vida, y dentro de los mamíferos, los primates, y entre ellos, los gorilas y chimpancés, de los que sólo nos separa aproximadamente el 1% de nuestros genes.
No vamos a poner aquí en entredicho este sospechoso sistema de medir el grado de complejidad de los seres vivientes utilizando a nuestra especie como patrón. Sea, si así lo quiere el lector. Lo que se puede discutir es si esa supuesta mayor complejidad constituye una ventaja evolutiva que conduce hacia el triunfo (progresivo, lineal e inexorable) de los más complejos, que se impondrán siempre en la lucha por la existencia sobre los organismos más sencillos hasta el advenimiento del ser más complejo de todos, el ser humano. Veamos qué dice el registro fósil al respecto.
Los mamíferos son el grupo de vertebrados al que pertenecemos, y en consecuencia es considerado por unanimidad como el más «avanzado» de todos, muy por encima de anfibios, reptiles o aves. Por ello cabría pensar que desde que aparecimos los mamíferos nos impusimos a los demás vertebrados terrestres. Muchas personas tienen la vaga idea de que los mamíferos surgieron en un mundo dominado por los dinosaurios a los que finalmente consiguieron derrotar gracias a su superioridad.
Sin embargo, el registro fósil nos indica todo lo contrario. Los antepasados directos de los mamíferos, unos reptiles llamados terápsidos (tan parecidos ya a los verdaderos mamíferos posteriores que han sido llamados «reptiles mamiferoides»), eran los que dominaban los ecosistemas terrestres a comienzos del Mesozoico (la Era Secundaria). Normal, podría pensarse, eran superiores a los demás reptiles. Sin embargo, en un momento determinado, hace 200 m.a. en números redondos, los terápsidos empezaron a declinar y los ecosistemas terrestres vieron su gradual sustitución por los dinosaurios (más tarde, de un grupo de dinosaurios surgirían las aves, verdaderos «dinosaurios vivientes»).
Si el término «superior» puede ser aplicado en biología evolutiva a algún grupo, en este caso tendría que ser a los dinosaurios. Los terápsidos se extinguieron finalmente; y aunque algunos dieron lugar a los primeros mamíferos, éstos no sólo no se impusieron sobre los reptiles, sino que llevaron una existencia muy discreta durante el resto del Mesozoico (sin excepción, todos los mamíferos eran de pequeño tamaño). Hasta que el impacto de un meteorito, no la superioridad de los mamíferos, acabó con los dinosaurios hace 65 m.a. De no haber sido por ese meteorito «providencial», la evolución de los vertebrados terrestres habría sido sin duda muy diferente (algunos autores opinan que la extinción de los dinosaurios tal vez se debiera a los efectos en la atmósfera de una serie de grandes erupciones volcánicas; para el razonamiento que seguimos aquí lo importante es que los dinosaurios desaparecieron por una causa no biológica, y es irrelevante que ésta sea un meteorito, un fenómeno de volcanismo o cualquier otra catástrofe geológica).
Veamos ahora otro caso sacado de las páginas del registro fósil, esta vez todavía más próximo a nosotros. Como se ha comentado en este libro, dentro de los primates pertenecemos a un grupo, el de los hominoideos, que incluye una serie de especies, los antropomorfos, con los que compartimos muchos rasgos y, a decir verdad, muchos genes. De hecho, también son los primates que tienen un cerebro más desarrollado. Siendo éstos los mamíferos más parecidos a nosotros cabría esperar que su superioridad los hubiera llevado a imponerse al menos sobre los demás monos desde el mismo momento de su aparición. Recordemos que los hominoideos se originaron en África hace al menos 23 m.a. y, a partir del momento en que estos primates pudieron salir de África (hace unos 17 m.a.) para poblar también Europa y Asia, se convirtieron en el grupo de primates con más éxito evolutivo, diversificándose en un gran número de especies que habitaban el ancho cinturón de selvas que se extendía por gran parte del Viejo Mundo. Parece lógico, se trataba de los primates más inteligentes y su éxito anunciaba el glorioso futuro que le esperaba al ser humano.
Una vez más, el registro fósil nos dice todo lo contrario de lo que parece «lógico». Hace entre unos 8 y 7 m.a., los hominoideos dejaron de ser los «reyes de la creación». Un gran cambio ecológico hizo desaparecer su paraíso. Factores astronómicos, movimientos de masas continentales y levantamientos de cadenas montañosas modificaron el clima y la composición de la atmósfera, haciendo que su hábitat se deteriorara en gran parte de su otrora enorme extensión. El bosque dio paso a los ecosistemas más abiertos.
Pero no sólo el cambio en la vegetación redujo su espacio vital, sino que otros primates, los cercopitecoideos, se hicieron más numerosos y variados que ellos. En términos militares, los antropomorfos: se baten en retirada. En la actualidad han quedado reducidos a dos especies de chimpancés y al gorila en África, al orangután en Sumatra y Borneo, y los gibones en el sudeste del Asia continental e insular. No deja de ser significativo que sea el pequeño gibón, el hominoideo más alejado de los humanos, el más afortunado en diversidad y abundancia. Pese a la presión humana, aún sobreviven varios millones de gibones repartidos en nueve especies.
Pero hace unos 506 m.a., en algún lugar de África, posiblemente en su parte más oriental, empezó a diferenciarse un tipo particular de hominoideo: el primer homínido, nuestro más antiguo antepasado. Al principio no era apenas distinto de los antepasados de los actuales chimpancés y gorilas. Podría ser considerado como la versión africana oriental del mismo grupo. Más tarde, hace al menos 4 m.a., este tipo de hominoideo presentaba una característica singular, nunca antes vista. No, no era un hominoideo más inteligente que los demás. Era un hominoideo bípedo.
Andando el tiempo, los hominoideos bípedos se fueron adaptando a los ecosistemas cada vez más secos de gran parte de África. Para ello desarrollaron especializaciones en la dentición. Ya vimos en su momento que es difícil medir la inteligencia de las especies fósiles (e incluso de las vivientes), pero utilizando el índice de encefalización es probable que los organismos más encefalizados hace 3 m.a. fueran los delfines, no los homínidos.
Hace unos 2,5 m.a. los homínidos se habían diversificado en dos líneas evolutivas diferentes. Una de ellas, la de los parántropos, se especializó en un aparato masticador hipertrofiado. En la otra estaban los primeros representantes del género Homo, los primeros humanos, con un cerebro algo mayor. Sólo a partir de este momento, los homínidos son únicos entre los seres vivientes por su mayor complejidad cerebral. Estos humanos fabricaron los primeros instrumentos de piedra. Los parántropos se extinguieron después, y los humanos posteriores modificaron su estructura corporal, aumentaron su cerebro y perfeccionaron su tecnología. Pero ni siquiera desde que apareció la inteligencia en la biosfera la evolución humana ha seguido un camino único, una línea recta que conduce hasta nosotros. Por el contrario, hasta hace pocos miles de años han existido varias especies humanas inteligentes sobre la faz de la Tierra. El que ahora sólo exista la nuestra nos da una falsa perspectiva de que siempre ha sido así, de que nuestros antepasados se han sucedido unos a otros en una secuencia ordenada, en una escalera por la que hemos ido ascendiendo peldaño a peldaño.
En resumen, ni la historia evolutiva de los mamíferos, ni la de los hominoideos, refleja un patrón de aparición y progresivo dominio sobre las demás criaturas gracias a sus superiores características, especialmente su inteligencia. Por el contrario, el registro fósil nos muestra en ambos casos una historia de aparición y posterior diversificación, seguida de la casi completa extinción y resurgimiento final; en el caso de los mamíferos gracias a un acontecimiento favorable de origen extraplanetario (o a alguna catástrofe geológica), y en el caso de los hominoideos, resurgimiento sólo parcial y debido a la adaptación de una de sus formas, los homínidos, a un modo de vida completamente nuevo para los primates, la vida en los medios abiertos, sin que la complejidad cerebral tenga nada que ver en esta adaptación.
¿Qué quiere decir todo esto? Sencillamente, que si no hubiera sido por una serie de acontecimientos ajenos a la biología, como la llegada, a la Tierra de un meteorito, el levantamiento de cadenas montañosas, grandes movimientos de continentes y otros de menor escala, no estaríamos ahora aquí haciendo filosofía.
Dicho de otro modo, un biólogo extraterrestre habría predicho al comienzo del Mesozoico un gran éxito evolutivo para los «reptiles mamiferoides» y sus descendientes, y se habría equivocado (por cierto que en esta oportunidad la derrota de los reptiles mamiferoides se produjo sin necesidad de catástrofe alguna; los dinosaurios «jugaron limpio» y batieron a nuestros antepasados en pura competencia ecológica).
Otro biólogo alienígena que presenciara la vida en la Tierra algunos millones de años después habría pronosticado un gran futuro a los dinosaurios, y se habría equivocado también. Un tercer visitante habría dicho hace diez millones de años que los hominoideos reinarían para siempre en los bosques del Viejo Mundo, errando por completo.
Si la visita se hubiera producido hace seis millones de años el viajero del espacio estaría convencido de que la ruina de todo el grupo de los hominoideos era inminente. ¿Cómo habría podido saber el biólogo extraterrestre, que el cambio ecológico que tanto perjudicaba a los hominoideos iba a propiciar la aparición de un tipo de hominoideo bípedo que más adelante daría lugar a una especie, la nuestra, que poblaría el mundo y terminaría producendo, también ella, biólogos? Incluso hace tan sólo 60.000 años, cuando los neandertales se extendían por toda Europa, Asia central y Oriente Próximo, ¿quién podría haber pronosticado que los humanos modernos, nuestros antepasados, saldrían del continente africano y serían la causa de la extinción de los neandertales algunos miles de años después? Y ahora que empezamos a saber cómo han ocurrido las cosas en el pasado, ¿quién se atreverá a vaticinar el futuro de la biosfera?
Pero lo realmente trascendente no es la posibilidad de anticiparnos al futuro. Esto sólo es una curiosidad, una anécdota. Lo importante es que nuestra capacidad de predicción es la medida de nuestro conocimiento del funcionamiento del proceso evolutivo. ¿Pero en verdad este conocimiento depende sólo de nosotros? Si la evolución siguiera unas tendencias o trayectorias a lo largo del tiempo podríamos, prolongándolas hacia el futuro, predecirlo. Como la única tendencia que parece seguir la evolución es la de adaptarse de muchas maneras diferentes a las cambiantes circunstancias del medio, la pregunta de hacia dónde van las especies quedará necesariamente sin respuesta.
Esta imprevisibilidad de la evolución indica que nada está escrito de antemano, que todo es posible. Muestra que el grupo biológico más floreciente puede extinguirse a causa de cambios en el medio físico o por culpa de la competencia con otros grupos de organismos. Ninguna forma de vida puede considerarse superior a las demás, porque ninguna está a salvo de la hecatombe.
Ahora bien, que la evolución sea imprevisible, ¿quiere decir que está gobernada por el ciego azar, que no hay leyes, que todo es caos, que nada se puede explicar? ¿Es razonable admitir que el desorden (el no-orden) haya producido tanta maravilla biológica? ¿Puede el ruido dar lugar por casualidad a una sinfonía?
En el núcleo mismo de la evolución hay caos puro. La selección natural opera sobre las variantes genéticas que surgen sin relación alguna con las actividades de los organismos o sus necesidades. La mutación, generadora de variación, es un proceso estocástico (regido por el azar). Sin embargo, una vez que una variante se ha producido, que se conserve y difunda o que sea eliminada y desaparezca no depende de la casualidad; en la compleja interrelación que un organismo mantiene con los demás y con el medio físico, determinadas variantes confieren a sus portadores una capacidad mayor para sobrevivir y reproducirse, mientras que otras la reducen, y serán únicamente las primeras las llamadas a perpetuarse. La selección natural es un proceso determinístico.
Pero a más largo plazo, no a la escala individual de los organismos sino a la de las especies y los grupos de especies, ¿hay azar o hay leyes? Para la física tradicional, incluida la de Newton y las más modernas física cuántica y relativista, el conocimiento completo garantiza la certidumbre, y la imprevisibilidad es consecuencia únicamente de nuestra ignorancia. Sin embargo, la moderna teoría del caos predica que puede haber orden, es decir, leyes que podemos conocer, en el interior de un sistema dinámico, y que, sin embargo, su comportamiento futuro puede ser impredecible. Veamos cómo puede entenderse esta aparente paradoja.
Organización y caos
Hoy en día tememos que las actividades agrícolas, ganaderas o industriales de la humanidad puedan destruir el equilibrio ecológico, generalmente haciendo que desaparezcan especies, por muy bien adaptadas que estén. La introducción de animales, plantas u otros organismos de una región en otra (como los conejos en Australia) también puede tener efectos catastróficos para el equilibrio ecológico. Asimismo, nos preocupan los efectos en la biosfera del cambio climático inducido por la emisión de gases de efecto invernadero como el dióxido de carbono, y por la destrucción de la capa de ozono. Todos somos cada vez más conscientes de que los ecosistemas, siempre en frágil equilibrio, se componen de numerosas especies con una larga historia detrás.
Pero, de una manera natural, todas estas cosas que nos preocupan (con razón) han ocurrido muchas veces en el pasado. Los continentes y mares no han tenido siempre la distribución que tienen ahora, y las diferentes regiones donde se desarrolla la vida se han separado y puesto en contacto de muchas formas distintas, dando lugar a numerosos intercambios de especies en los que algunas han resultado favorecidas y otras perjudicadas. Los cambios climáticos han sido frecuentes en la Historia de la Vida y su impacto en los ecosistemas muy fuerte (no hay más que recordar la alternancia entre glaciaciones y períodos interglaciales como el que ahora vivimos, que no durará siempre); también la composición de la atmósfera ha variado.
Finalmente, aunque el medio físico permaneciera inmutable, la aparición por evolución de especies nuevas introduce un factor fundamental de inestabilidad en los ecosistemas, y hace que éstos siempre estén cambiando. Los organismos presentan adaptaciones, conseguidas a lo largo de su evolución, que tienen sentido sólo en relación con los nichos ecológicos que las especies ocupan. En una comunidad todas las poblaciones están relacionadas entre sí por intrincadas redes a través de las cuales fluye la energía y la materia. En el caso de un primate, por ejemplo, cualquier cambio en los vegetales de los que se alimenta o en los animales que consume, en los depredadores de los que es presa, en los competidores, o en sus parásitos, tendrá consecuencias imprevisibles para la supervivencia de la especie, que se verá obligada a evolucionar a su vez, adaptándose a las nuevas circunstancias.
En otras palabras, la biosfera es un macrosistema enormemente complejo, constituido por muchos elementos diferentes que se autoorganizan según una jerarquía de niveles (célula, tejido, órgano, sistema, individuo, grupo familiar, grupo social, población, comunidad, ecosistema), e interaccionan de muchas formas diferentes a todos los niveles. Este tipo de sistemas presenta grandes dificultades para identificar sus leyes básicas de funcionamiento, incluso cuando los elementos constituyentes son siempre los mismos. Sin embargo, y para complicar más las cosas, la evolución de las especies hace que la biosfera sea un macrosistema inestable, muy alejado del equilibrio, que no ha permanecido estático jamás, y cuya composición (las especies y por ende sus diversas interacciones) ha cambiado a lo largo del tiempo.
De todo esto se desprende que la evolución de las especies está sometida a la influencia de tal cantidad de factores que en la práctica su futuro es imprevisible. Esto no quiere decir que la evolución dependa del puro azar (en el sentido vulgar de caos incomprensible). Por el contrario, se puede entender, aunque eso sí a posteriori, como el tiempo meteorológico. En cierto modo se puede aplicar aquí el conocido ejemplo de la teoría del caos denominado «efecto mariposa»: el batir de las alas de una mariposa en Pekín puede hacer que llueva en Nueva York (y no digamos si el delicado movimiento de las alas del insecto se sustituye por un meteorito de varios kilómetros de diámetro viajando hacia la Tierra a toda velocidad).
¿Pero se trata sólo de una cuestión técnica? ¿Nuestra incertidumbre se debe sólo a la complejidad del problema? La teoría del caos llegaría más lejos, hasta afirmar que aunque conociéramos todos esos factores e interacciones al detalle, el futuro no se puede conocer, simplemente porque no está dado. Es el fin de las certidumbres, que son sustituidas por probabilidades.
Cuenta Konrad Lorenz en su libro Sobre la agresión: el pretendido mal, que Alfred Kühn terminó una conferencia citando estas palabras de Goethe: «La mayor dicha del hombre que piensa es haber explorado lo explorable y haber reverenciado tranquilamente lo inexplorable». Al momento estallaron los aplausos del público, y Kühn alzó su voz para exclamar: «No, señores. Tranquilamente no. Nunca tranquilamente». ¿Debemos nosotros dar por concluidas en este punto las investigaciones sobre la naturaleza de la evolución? ¿Está ya todo dicho?
Nosotros pensamos, por el contrario, que queda mucho trabajo por hacer. La física de Newton nos habla de trayectorias que pueden ser expresadas por medio de ecuaciones. Conocidas las condiciones iniciales, tales trayectorias son predecibles y reversibles, como un péndulo, ahora aquí y luego allí. En esas ecuaciones el tiempo no existe, es sólo una ilusión donde el futuro y el pasado se dan la mano. La física cuántica sólo sustituye las trayectorias por las funciones de onda, pero la simetría con respecto al tiempo no cambia. La evolución biológica por el contrario es un proceso irreversible, que se despliega en el tiempo, que nos sorprende a cada instante, que no sigue trayectorias (tendencias). ¿Cómo hacer conciliables a la física y la biología? Si la teoría del caos está en lo cierto, hay, como dice Ilya Prigogine (premio Nobel de Química de 1977) en su libro El fin de las certidumbres, una estrecha senda entre dos concepciones del mundo igualmente alienantes: la de un mundo determinista regido por leyes inmutables que no dejan ningún resquicio para la novedad (y donde la mayor de todas, la evolución, no sería posible), y la de «un mundo absurdo, sin causas, donde nada puede ser previsto ni descrito en términos generales», sometido al puro azar. Corresponde a los Darwin del presente o del futuro recorrer esa estrecha senda.