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Aquella noche le costó mucho conciliar el sueño porque las imágenes de lo sucedido en aquella mágica tarde se resistían a abandonarla. Además estaba la preocupación por su atrevimiento al brindarle viajar solos los dos en su vehículo.
Tomasa fue la primera que le advirtió que no era habitual que un hombre y una mujer viajaran solos en un coche, y consideró como un agravante el que ella le hubiera ofrecido el suyo.
—Me temo que, si tu padre se entera, no le gustará. Es muy antiguo para esas cosas.
—Pero no tiene por qué enterarse.
A pesar de todo, tomó sus precauciones. El jueves señalado apareció en el lugar de la cita, la calle Princesa, a la salida de Madrid, con su hermano de diecisiete años, José María. Se lo pidió como un favor muy especial, le dijo que nada más llegar a El Escorial les dejara solos pretextando que tenía un amigo allí, y que se fuera a visitar el monasterio, que valía la pena conocer. Además le dio cinco pesetas para que se tomara algo.
Esta vez José Antonio fue bastante puntual y cuando vio a José María, bien abrigado porque el otoño estaba avanzado, sentado muy formal en el «ahí te pudras», de primeras puso cara de extrañeza, para a continuación echarse a reír y decirle a Marián.
—¿Qué pasa? ¿Has venido con la «carabina»? ¿Te lo ha impuesto tu padre? Mi padre no dejaba salir a mis dos hermanas, Pilar y Carmen, sin la correspondiente dama de compañía, que era una señora francesa, con un poco de bigote, pero yo creo que los tiempos han cambiado algo, ¿no crees, Marián?
—Es que a mi hermano le apetecía mucho visitar el monasterio, que todavía no lo conoce y, además, tiene un amigo en El Escorial —mintió descaradamente.
José Antonio le escuchó la explicación con un aire divertido, sobre todo cuando Marián le tranquilizó: «Te aseguró que no nos estorbará», quedándose un poco azorada porque parecía que le estaba proponiendo hacer algo que no debía ser obstaculizado por extraños.
—No te preocupes, Marián, yo también vengo con «carabina», y dos a falta de una.
Y le mostró un coche negro en el que se sentaban dos camaradas, con el motor en marcha.
—A mí ya no me dejan desplazarme solo a ningún lado, lo siento. Pero no te preocupes, que esos se limitarán a seguirnos a distancia. Y me parece una crueldad que a tu pobre hermano lo lleves en el «ahí te pudras» con el frío que hace. Cabemos los tres dentro, aunque sea un poco estrechos.
Al montarse en el coche, José Antonio le dio una explicación:
—Si no nos citamos en tu casa o en el bufete, es porque no conviene que te vean conmigo; algunos me consideran un peligro, y no quiero que ese peligro te alcance a ti.
Durante el viaje hablaron de temas varios y José Antonio se tomó el trabajo de explicar al hermano las cosas que valía la pena conocer del monasterio, por el que sentía una gran admiración ya que lo consideraba símbolo de la grandeza de una España gloriosa, que algún día debería volver a ser lo que fue.
—Como no te va a dar tiempo de ver todo, te aconsejo que no dejes de visitar el Panteón de los Reyes. Es sobrecogedor.
Lo que no se imaginaba, viajando ese día en un modesto Ford T, en compañía de una encantadora joven, es que a los pocos años su cuerpo reposaría en ese mismo panteón en loor de multitudes. Como si fuera un rey.
Durante su estancia en El Escorial sucedió lo que era de prever. A José María le dejaron a las puertas del monasterio y ellos se dieron una vuelta por el pueblo, respirando un aire frío, estimulante, en un día luminoso, siempre seguidos a prudencial distancia por los camaradas; luego entraron a comer en un modesto figón, donde les sirvieron un cordero excelente, y después de almorzar subieron a la «silla de Felipe II», así denominada porque la tradición aseguraba que desde aquel emplazamiento privilegiado seguía las obras del monasterio el monarca que las impulsó; triscaron por las piedras que la rodeaban, en medio de risas, y ayudándole José Antonio a subirlas, hasta que vinieron a dar a un bosquecillo apartado en el que se besaron apasionadamente.
El día iba de caída, las tardes eran ya cortas, y José Antonio comentó con un aire melancólico:
—No me puedo imaginar que, con lo que me espera, esté haciendo esto.
—Pues yo menos todavía —dijo ella.
—¿Es la primera vez que te besan?
—Así, sí.
—O sea, que soy un hombre afortunado.
Habían salido del bosquecillo y se habían encaminado hacia la «silla», como para contemplar por última vez la hermosura crepuscular del monasterio en sombras, y José Antonio la tomó por los hombros atrayéndola hacia sí, y ella le advirtió pudorosa que les podían ver, refiriéndose a los camaradas que hacían guardia no lejos de ellos.
—Por esos ni te preocupes —la tranquilizó José Antonio, que volvió a besarla, pero esta vez en partes menos comprometidas.
Habían de pasar años y Marián nunca olvidaría aquella tarde en El Escorial, y en más de una ocasión fue a rezar a la tumba que habilitaron provisionalmente para el hombre que fuera su primer amor, en el mismo Panteón de los Reyes.
El 28 de octubre fue cuando Marián le rogó a su hermano Ignacio que al día siguiente la acompañara al teatro de la Comedia porque le daba vergüenza ir sola.
Después del viaje a El Escorial solo se había visto una vez con José Antonio, en El Sotanillo, apenas media hora porque estaban en vísperas inmediatas del gran día. Muy ocupado y algo nervioso porque ya empezaba a dudar de su capacidad para acometer la empresa en la que se había embarcado, le dijo a Marián que no hacía falta que fuera. Le aconsejó que en caso de asistir convenía que pasara lo más desapercibida posible, y que no pensaba saludarla; le insistió en que se temía que venían tiempos peligrosos y que su amistad no le convenía.
Por eso decidió ir acompañada de su hermano, en lugar de hacerlo con sus amigas que, sobre todo las primas y las hermanas de José Antonio, mostraban un gran entusiasmo por lo que no dudaban que iba a suceder, y daban muestras de exaltación e incluso pensaban manifestarse en el acto aplaudiendo a todo lo que dijera su primo y hermano. Los días previos al acontecimiento procuró verse poco con ellas para no tener que darles explicaciones sobre si pensaba ir o no.
Ignacio accedió a acompañar a su hermana sin ponerle pegas, pensando que se trataba de un acto político, pero en una línea cultural, o de ideas, como los que tenían lugar con frecuencia en el Ateneo de Madrid, y a los que él procuraba asistir, sobre todo cuando eran juristas los que hablaban. En esa ocasión se informó de que intervenía Alfonso García Valdecasas, que pese a su juventud era un abogado de prestigio a quien le apetecía escuchar.
El teatro de la Comedia estaba situado en la calle del Príncipe, muy céntrica, y se sorprendieron cuando vieron el dispositivo de seguridad que rodeaba el local con una segunda línea formada por guardias de asalto, como para evitar desórdenes, y una primera línea de miembros de la futura Falange encargados de controlar que no entraran en el local elementos que pudieran reventar el acto por ser contrarios a las ideas que en él se iban a exponer.
Marián mostró el pase que le había facilitado José Antonio, lo que les permitió entrar, y uno de los falangistas se ocupó de llevarles a una buena fila del patio de butacas.
—Aquí podéis ver todo muy bien, camaradas —les dijo.
Fue la primera vez que Ignacio se oyó llamar de una manera que a partir de ese día formaría parte habitual de su lenguaje. Según se iba llenando el local de gente enfervorizada, que según sus organizadores llegaron a ser tres mil, Marián se sentía sobrecogida y le comentaba a su hermano: «Yo no pensaba que era para tanto. No me lo imagino». Y su hermano le replicaba: «Yo tampoco. Creía que veníamos a otra cosa».
El acto comenzó una hora más tarde de lo previsto, en parte debido a la afluencia de público al que había que colocar de pie a lo largo de los pasillos y en parte a que algunos de los atrezistas, que pertenecían al partido socialista, se negaron a colaborar en el manejo de los telones y de los micrófonos, obligando a improvisar a miembros de la organización. Cuando comenzó la actuación el ambiente estaba muy caldeado, en ocasiones con abucheos por la tardanza, pero también con gritos de ¡arriba España!, a la sazón inusual en la mayoría de los ambientes políticos, pero que con los años se convertiría en obligado en todo el ámbito de la nación.
Una vez que se levantó el telón en medio de una salva de aplausos, el primero que actuó fue Alfonso García Valdecasas, muy medido, sereno y conservador, que se limitó a hacer una exégesis de los inconvenientes de la proliferación de partidos políticos que a nada bueno podían conducir. A continuación intervino Julio Ruiz de Alda, que como aviador era muy famoso ya que había acometido la hazaña de tomar parte en el primer vuelo transoceánico, en el Plus Ultra, entre Europa y América, pero que como orador resultó el más flojo de todos. Y por fin apareció José Antonio, vestido con un elegante traje azul y una corbata del mismo color, que había de ser el del uniforme de la Falange, y Marián le comentó a su hermano:
—Lleva el cuello de la camisa demasiado apretado y muy alto con ese imperdible que se pone. Así hablará peor.
Pero habló muy bien. Primero recabó la atención de la sala, recorriendo con su mirada todo el recinto, no solo el patio de butacas, sino también las plateas y pisos altos, y lo consiguió, ya que cesó el alboroto consecuencia de las anteriores actuaciones. Después de unos momentos de silencio parte del público prorrumpió en aplausos, y el orador los interrumpió alzando ambas manos. Sus primeras palabras fueron: «Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo».
Desde el primer momento Marián se dio cuenta de que aquel José Antonio poco tenía que ver con el que pocos días antes la ayudaba a triscar por las peñas que rodeaban la silla de Felipe II. Hablaba con un gran convencimiento, poniendo pasión en muchas de sus parrafadas, pasión que lograba transmitir al público que cada poco le interrumpía con aplausos. Resultaba un hombre fascinante. Comenzó por desmontar los argumentos de Jean-Jacques Rousseau, al que calificó de hombre nefasto por lo que había expuesto en su Contrato social, ya que según esas teorías el sufragio, o votación en las urnas, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, o si convenía que la patria permaneciera o era preferible que se suicidara. A continuación arremetió contra los políticos que tenían que dedicar el noventa por ciento de su tiempo a ganar las elecciones, en lugar de gobernar el país, eso cuando no se dedicaban a dormitar en los escaños del Congreso. Esto ya se lo había oído Marián, pero dicho en público sonaba con una solemnidad que despertaba el entusiasmo del público. Y en un momento en el que Marián se dirigió a su hermano para comentarle algo, le encontró como transido; no era de los que aplaudían, pero no se perdía palabra que saliera de la boca del orador, y su hermana tuvo la impresión de que tenía los ojos húmedos.
Lo que más le gustó fue cuando dijo que no era cierto que la religión fuera el opio del pueblo, como sostenían los socialistas, ni que la patria fuera un mito para explotar a los más desgraciados, e hizo una loa del espíritu religioso como clave de los mejores logros de la España católica, universal e imperial. En un momento cenital de su discurso, con un gesto que podía ser teatral, pero que en él resultó muy sincero, se echó mano a la corbata azul que llevaba para decir que los obreros les podían acusar de señoritos porque llevaban corbata, «¡sí!», clamó, «¡llevaban corbata!», pero quisiera que su voz llegara hasta el último rincón de los hogares obreros para que supieran que ellos venían para terminar con toda clase de privilegios. Y que todo eso venían a defenderlo alegremente, poéticamente, porque a los pueblos no los habían movido más que los poetas. En ese punto fue cuando Marián tuvo la certeza de que su hermano tenía los ojos llenos de lágrimas, al tiempo que se unía al aplauso de los demás. Lo que menos entendió fue que para conseguirlo fuera preciso un Estado totalitario —no conocía la expresión—, y tampoco le pareció muy oportuna la referencia a la dialéctica de los puños y las pistolas cuando se ofendía a la patria, pero el final, cuando afirmó que su sitio estaba al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo y en lo alto las estrellas, le pareció precioso.
Cuando terminó su intervención y se vio rodeado de entusiastas, que le felicitaban y pretendían abrazarle, muchos sin conseguirlo, Marián tuvo la premonición de que lo había perdido para siempre.
Cuando salieron del teatro se fueron andando hasta su casa y Marián cayó en la cuenta de que ella había estado atenta al discurso de José Antonio solo relativamente, quizá más pendiente del atractivo de su figura, de los gestos de sus manos, largas y afiladas, y de las veces que se echaba mano al cuello de la camisa; en cambio, su hermano, con una unción casi religiosa, le fue haciendo una glosa de cuanto había dicho, poniendo especial énfasis en alguna de sus partes, para terminar preguntándole:
—¿Tú conoces mucho a José Antonio?
—Sí, bastante; además en su bufete llevan ese pleito de papá, por eso lo conozco un poco más —mintió para disimular la extraña índole de sus relaciones.
—¿Tú me lo puedes presentar?
—Creo que sí. Supongo que ahora, después de este discurso, estará muy ocupado, pero podemos ir un día por su bufete.
—¿Qué día? —insistió Ignacio como si le fuera la vida en ello, lo cual le hizo gracia a su hermana, que, riendo, le dijo que tuviera un poco de paciencia.
Por la noche, durante la cena, le contaron a su padre el acto al que habían asistido y don Antonio no se alarmó demasiado por el entusiasmo del que daba muestras Ignacio. Admitió que José Antonio era un hombre muy atractivo, pero por lo que le contaba Ignacio, un soñador.
—¿Un soñador? —se escandalizó su hijo—. Tú no le has oído, papá. No he visto una persona con los pies más en la tierra. Todo lo que ha dicho son verdades como puños.
—¿También lo del Estado totalitario? —le objetó su padre.
Esto no lo habían entendido bien ninguno de los hermanos y su padre les explicó que el totalitarismo era una postura política que concentraba todo el poder del Estado en una persona, lo cual no era bueno, pero a Ignacio no le pareció mal si esa persona tenía la categoría de la que había dado muestras José Antonio.
—Me parece bien que tengas ilusiones —condescendió el padre—, eso es bueno a tu edad, pero no te hagas demasiadas. Y a ti, Marián, que estás muy callada, ¿qué te ha parecido?
—Que estaba muy guapo.
Y los tres se echaron a reír.
Cuatro días después, el 2 de noviembre, se fundaba Falange Española, e Ignacio fue de los primeros en inscribirse, por lo que ya de por vida ostentaría la condición de «camisa vieja», de la primera oleada, algo muy apreciado en los tiempos que se avecinaban, hasta el extremo de que quien años después accedió a la máxima jefatura del Estado, el general Franco, lo hizo vistiendo de camisa azul.
Marián tuvo sus dudas; pensó que si se inscribía tendría más oportunidades de seguir viendo a José Antonio, a quien daba por perdido, pero no del todo, sobre todo porque el 4 de noviembre tuvieron un nuevo encuentro, como todos, clandestino, fugaz pero intenso y, cosa curiosa, José Antonio quería saber el juicio que le había merecido su discurso del teatro de la Comedia, que ella alabó, pero advirtiéndole que a su modo de ver movía demasiado las manos, que de vez en cuando se las llevaba al cuello, como si le apretara el de la camisa, que ella creía que así ocurría.
—Puede que lleves razón —admitió José Antonio—, pero eso se va a acabar. Hemos acordado vestir un uniforme con una camisa y sin corbata, que es el que tengo que llevar cuando tenga que dar un mitin.
—¿Y de qué color va a ser la camisa?
—Azul.
—Me encanta el color azul. Es mi preferido. Mi hermano te quiere conocer.
—¿Qué edad tiene?
—Veintiún años, para cumplir veintidós.
—Estupendo, pasaos por el despacho.
Tardaron todavía unos días para que lo conociera Ignacio, porque José Antonio, entregado a dar mítines por España, fundamentalmente por Castilla, explicando lo de la fundación de la Falange, apenas aparecía por el despacho. Garcerán les recomendó que si querían hablar con él se fueran a uno de esos mítines, ya que después de pronunciarlo le solía quedar algún rato libre.
—Además —le dijo a Marián—, le encantará verte. Necesita un poco de distracción.
La mujer se sintió halagada con esta observación, aunque preocupada pensando qué clase de distracción creía Garcerán que podía proporcionarle ella.
En el Ford T se fueron los dos hermanos a Valladolid, plaza muy interesante porque en ella residía Onésimo Redondo, fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) que acabarían fundiéndose con la Falange. El acto tuvo lugar en una sala de cine, en un ambiente más distendido que el de Madrid, con menor afluencia de público, y en el que también actuó Onésimo, pero la estrella fue José Antonio.
Repitió en buena parte el discurso del teatro de la Comedia, pero poniendo énfasis en las características del público al que se dirigía, que logró que se pusiera en pie aplaudiendo cuando dijo cuánto había sufrido recorriendo aquellas tierras vallisoletanas, de gentes nobles, que vivían en una tierra aparentemente árida, pero que asombraba por la fecundidad que estallaba con el esplendor de los pámpanos y la mies de los trigos, gente torturada por miserables caciques, envenenada por predicaciones tortuosas, y que le recordaba lo que cantaba El Cid errando por los campos de Castilla, desterrado de Burgos, «¡Dios, qué buen vasallo si oviera buen señor!», pero un señor como el de san Francisco de Borja, un señor que no se nos muriera.
Hablaba con más tranquilidad que en Madrid, con el aplomo de quien está seguro de que lo que dice gusta, tomándose pausas para que la gente pudiera interrumpirle con sus aplausos, y en esas pausas recorría la sala con la vista, lo que le permitió distinguir a Marián sentada en una de las primeras filas, y hacerle un gesto de complicidad.
Al término de su intervención recibió también muchos abrazos, pero no tantos que no le permitieran hacer una señal a Marián para que se aproximara, y cuando lo hizo le dijo en un susurro: «Nos vemos en el hotel».
El hotel estaba situado en la calle del Conde Ansúrez, y era bastante modesto, de acuerdo con el espíritu castrense y austero del partido recién creado, pero cenaron muy bien, porque les invitó a cenar y, a pesar de sentarse a la mesa con Onésimo y otros organizadores del acto, les dedicó bastante atención; a Ignacio le temblaba la voz cada vez que se dirigía a él. Cuando le indicó su deseo de inscribirse en la Falange, José Antonio le miró muy fijo, luego le preguntó que si se lo había pensado bien, para por fin darle un abrazo y decirle que gente como él era la que precisaba el partido en sus primeros balbuceos. Esto sucedía en la barra del bar del hotel mientras tomaban una copa de vino español y, cuando se sentaron a cenar, José Antonio dijo al resto de los comensales: «El camarada Ignacio, desde este momento, es uno de los nuestros». Ignacio siempre presumiría de que él había sido recibido en la Falange por el propio José Antonio Primo de Rivera, sin necesidad de rellenar ningún formulario.
Durante la cena siguieron hablando de política. Marián no era la única mujer, ya que se encontraba Pilar, la hermana de José Antonio, que desde el primer momento había hecho promesa de dedicar toda su vida a la Falange, y la cumplió hasta que murió de avanzada edad. También se sentó con ellos Luisa María Aramburu, a la que Marián ya conocía, una de las mujeres encargadas de diseñar el uniforme que debían vestir todos los falangistas en los actos públicos, aunque luego, cuando pasados los años se hicieron con el poder, los había que no se lo quitaban ni para dormir.
José Antonio había hecho sentar a Marián a su derecha y a la izquierda a su hermana Pilar, y tanto a una como a otra, de vez en cuando, les tomaba la mano, y a Marián se la acariciaba con escaso disimulo, como si le importara poco lo que pudieran pensar los demás. Cuando terminaron de cenar se sentó a solas con ella en un sofá del hall del hotel y le dijo que estaba muy cansado y que no sabía cuánto tiempo podría aguantar así, a lo que la mujer le replicó que no había hecho más que empezar. Pero él le confesó que dudaba de sus condiciones de dirigente y le hizo una declaración sorprendente:
—¿Sabes cuánto sufro cuando veo esos brazos en alto que me saludan?
Se refería al saludo propio de los partidos fascistas europeos, que al principio llamaba la atención en España, pero que llegó un tiempo en el que hasta los obispos saludaban con el brazo en alto.
Eran las diez de la noche pasadas y a José Antonio le entró la preocupación de que tuvieran que retornar a Madrid a aquellas horas. ¿No se podían quedar a dormir? Marián le dijo que no había más remedio que marcharse porque su padre les estaba esperando. En aquella ocasión no hubo besos, pero al despedirse tuvo una atención muy especial con Ignacio: le dijo que si quería practicar en su incipiente condición de abogado podía ir por su bufete. Él hablaría con Garcerán.
El camino de regreso que les llevó cerca de tres horas, desiertas como estaban las carreteras en aquellos tiempos, lo hicieron en silencio, cada uno entregado a sus sueños.
El de Marián era lo que hubiera podido suceder caso de que se hubieran quedado a dormir en aquel hotel. No lo quería ni pensar, pero no dejaba de hacerlo, y le producía un ahogo que hasta le costaba respirar; su hermano se lo notó y le preguntó inquieto:
—¿Vas bien?
—Sí, solo un poco emocionada.
—No me extraña; José Antonio te tiene mucho aprecio. Yo creo que es algo más que amigo. ¿No seréis novios?
—¿Tú crees que ese hombre está para tener novia?
—Por ahora, no; solo está para cambiar a España de arriba abajo, pero con el tiempo quién sabe.
—Pues de momento yo tampoco lo sé.
Fue todo lo que hablaron durante el camino de regreso y, cuando ya estaban entrando en Madrid, Ignacio le pidió.
—No le digas nada a papá de que me he hecho de Falange.