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A raíz de este acontecimiento, José Antonio dictó una circular por la que se recordaba a todos los camaradas que ellos no eran una banda de mercenarios que se dedicaban a eliminar a sus adversarios, aclarando que, si en su discurso del teatro de la Comedia se había referido a la dialéctica de los puños y las pistolas, lo hizo pensando tan solo en la conquista del Estado y en la defensa de la patria, no para solucionar ajustes de cuentas.
Pero los mandos, sobre todo los de la región de Madrid, que era la más conflictiva, entendieron que había que prepararse por lo que pudiera ocurrir, y se comenzó a impartir formación militar a aquellos afiliados que se prestaran a recibirla. Uno de los asignados para esa misión fue Mariano, junto a algunos oficiales del Ejército que se habían incorporado a la Falange. Mariano solía destacar entre todos ellos por ser el que más experiencia tenía en el manejo de armas, no solo teórica, sino práctica, ya que en Marruecos había tomado parte en algaradas en las que tuvo que disparar contra seres humanos.
Uno de esos días fue a ver a su amigo y, como quien le da una buena noticia, le dijo:
—Mira lo que te he conseguido. —Y le mostró una pistola star del seis, y ante su cara de extrañeza continuó—: ¿No es la que decías que te gustaba a ti?
Ignacio la tomó, la sopesó y constató que era igual que la que usaba Vicente.
—Te la puedes quedar, o, mejor dicho, te la debes quedar porque vienen tiempos en que la puedes necesitar.
Y se la quedó, dándole las gracias a su amigo. Cuando sus ocupaciones se lo permitían se desplazaba al huerto de Vallecas para practicar con el arma. Mariano siempre se lo presentaba a los otros camaradas como un militante de la confianza del jefe, lo que no agradaba a Ignacio, que le reprendía: «¿Por qué dices esa tontería?». «¿Es que acaso no era verdad? ¿No había ayudado al jefe en el proceso de Matías Montero? Además, ¿no era amigo de su hermana?». «¡Y eso qué tiene que ver! —se sulfuraba Ignacio—. ¡Deja a mi hermana en paz!».
Ignacio procuraba pasar el mayor tiempo posible en el bufete de los Madrazo, porque se daba cuenta de que en la práctica del derecho podía estar su futuro, caso de que no salieran adelante los planes de José Antonio de convertir el Estado español en un Estado totalitario, cosa que le parecía difícil de conseguir. Se inscribió en el Colegio de Abogados, a sugerencia de Garcerán, y comenzó a llevar algunos de los asuntos del bufete, que estaba a rebosar de trabajo. Había días que apenas aparecía por su casa, con gran disgusto de don Antonio, a quien contrariaba ese plan de vida, hasta que tuvo la oportunidad de darle una gran satisfacción. Sarrión tenía buenas amistades en el Ministerio de Obras Públicas y consiguió, después de un breve proceso, que le pagaran lo que le debían al contratista. Cuidó de que en el proceso figurara como abogado Ignacio, de manera que la satisfacción de don Antonio fue doble: ganar el asunto, y gracias precisamente a la intervención de su hijo. Le pareció que el porvenir de Ignacio estaba asegurado en un bufete tan eficaz, y se resignó a que pasara tanto tiempo fuera de casa.
Su hermana procuraba no preguntarle, pero de vez en cuando no resistía la tentación de hacerlo: ¿había visto a José Antonio? Ignacio la consolaba diciéndole que era casi imposible ver al jefe, pero que las pocas veces que le veía solía tener una mención para ella, lo cual no siempre era cierto.
En diciembre de 1935 se le presentó la ocasión de pasar una tarde con José Antonio en un café madrileño, La Cueva del Orkompon, en el que se gestó un modesto himno para uso de la Falange, y que con los años se convertiría prácticamente en el himno de la nueva España. En aquel año los mítines se sucedían, y ya no solo era José Antonio quien los impartía, sino también otros mandos cualificados para ello, y los actos siempre terminaban con gritos de ¡arriba España!, lo cual resultaba un poco deslucido, hasta que uno de los poetas de la Falange, Dionisio Ridruejo, dijo que una revolución sin un himno que la avalase estaba condenada al fracaso, y ponía el ejemplo de la Revolución francesa, a cuyo éxito tanto contribuyó La Marsellesa.
José Antonio, convencido como estaba de que a los pueblos solo los movían los poetas, había procurado fomentar esa afición entre los afiliados llegando a tener un plantel de ellos, muchos de los cuales alcanzaron la fama, entre otros, Agustín de Foxá, Rafael Sánchez Mazas, José María Alfaro, Jacinto Miquelarena, Pedro Mourlane Michelena y Dionisio Ridruejo, y en ese mes de diciembre los mandó reunir para que confeccionasen el deseado himno con la ayuda de un músico guipuzcoano, Juan Tellería.
En la mañana del día señalado, Jacinto Miquelarena se presentó en los Madrazo y comentó:
—Esta tarde nos reunimos con el jefe en La Cueva del Orkompon para trabajar en un himno.
Lo dijo para presumir porque entre los hombres de acción del partido no se tomaba muy en serio a los poetas y en aquellos tiempos el recibir la más mínima atención de José Antonio era una distinción muy apreciada.
Ignacio, sin comentarlo con nadie, decidió presentarse en el café de modo discreto, manteniéndose a prudencial distancia de los que iban a trabajar, pero con la esperanza de ver a José Antonio aunque fuera de lejos. Consideraba que el solo hecho de verlo, de recibir los efluvios de su personalidad, le daba ánimos para seguir con su trabajo de formación de militantes.
El lugar en el que estaban reunidos era un reservado del café, que disponía de un piano ya que a veces servía de café de variedades. Estaba lleno de humo, porque todos los poetas eran fumadores empedernidos, y el jolgorio que emanaba del lugar llegaba hasta la calle. También se apreciaba que corrían los licores espirituosos con profusión, porque esa era otra de las aficiones de los vates. Ignacio pretendió asomarse disimuladamente, pero no lo consiguió porque en aquel momento se encontraba José Antonio de pie, en mangas de camisa, con tirantes, y el cuello de la camisa desabrochada, intentando moderar el entusiasmo de los artistas, cuyo ánimo se iba encendiendo según avanzaban en las estrofas del himno. Tan pronto vio a Ignacio, le dijo:
—¿Cómo tú por aquí? ¿También eres poeta?
Como se lo dijo con un aire divertido, Ignacio no se cortó demasiado y contestó:
—Me he enterado de la reunión y he venido por curiosidad, pero si estorbo me voy.
—No solo no estorbas, sino que nos viene muy oportuna tu presencia para que, como falangista de corazón que eres, opines sobre si lo que estamos haciendo vale para algo o no vale para nada.
Lo dijo como cortesía porque a los reunidos se les veía entusiasmados con lo que les iba saliendo e Ignacio pocas veces había visto al jefe tan feliz y contento. Les había sugerido que el himno debía ser alegre, esperanzador, como confiando en la victoria final, sin odios, pero sin olvidar que podía haber una guerra en la que no les importaría morir, ya que estaban convencidos de que seguirían haciendo guardia eterna en las estrellas, sin olvidar la referencia a las novias, que eran las que tenían que bordarles el yugo y las flechas en sus camisas azules.
Cara al sol con la camisa nueva / que tú bordaste en rojo ayer / me hallará la muerte si me lleva / y no te vuelvo a ver.
Juan Tellería presumía de donostiarra, pero en realidad había nacido en un pequeño pueblo de la provincia, Cegama, y se había educado musicalmente en San Sebastián, y más tarde en Francia y Alemania. A la sazón, era un excelente pianista y compositor, con un amplio repertorio de zarzuelas y sinfonías, y José Antonio se sentía muy orgulloso de él porque tenía en mucho que los artistas se afiliasen a la Falange. Tellería logró sobrevivir a la guerra civil que tuvo lugar pocos años después, y cuando falleció en 1948 se hizo enterrar en Aravaca, provincia de Madrid, en una fosa común en la que se suponía que estaban enterrados un grupo de falangistas asesinados al comienzo del conflicto.
Su obra más conocida era una sinfonía denominada Amanecer en Cegama y decidió sacrificar parte de ella, como motivo musical del Cara al sol, y cuando la tocó en aquella reunión, por unanimidad acordaron los poetas ajustarse a ese sugestivo motivo. Tellería, como era costumbre entre los músicos, lucía una melena que le llegaba casi hasta los hombros, y cuando tocaba el piano se desmelenaba y se ponía en trance, transmitiendo ese entusiasmo a los poetas, que le iban sugiriendo estrofas, a veces quitándose la palabra unos a otros. Él procuraba ajustarlas a los compases de la música y les decía si cabían o no cabían.
Formaré junto a mis compañeros / que hacen guardia sobre los luceros / impasible el ademán / y están presentes en nuestro afán. / Si te dicen que caí, me fui al puesto que tengo allí.
Esta estrofa fue muy discutida porque daba la impresión de que los falangistas estaban irremisiblemente destinados a hacer guardia entre los luceros, es decir, a morir, lo cual resultaba un poco pesimista, pero José Antonio decidió que de momento se quedaba así y que si se les ocurría algo mejor ya la cambiarían, porque aquello no dejaba de ser un ensayo. Pero nunca la cambiaron.
Volverán banderas victoriosas / al paso alegre de la paz / y traerán prendidas cinco rosas, / las flechas de mi haz. / Volverá a reír la primavera / que por cielo, tierra y mar se espera. / Arriba escuadras a vencer, / que en España empieza a amanecer.
Le costó mucho a Tellería cuadrar estas estrofas, pero todos le animaban a conseguirlo porque era fundamental ese canto final al triunfo, que en aquellos momentos de euforia no dudaban de que se había de producir.
Cada vez que una de las frases musicales quedaba redonda y Tellería la interpretaba al piano varias veces, para estar seguro de que quedaba bien, a Ignacio se le ponía un nudo en la garganta, y hasta se le nublaba la mente porque le habían invitado a participar en el consumo de bebidas, a lo que no estaba tan acostumbrado como los poetas. Sentía que estaba viviendo un momento histórico, sobre todo cuando el himno se dio por concluso y todos los reunidos puestos en pie, con aire marcial y dirigidos por Tellería, cantaron a pleno plumón el Cara al sol. A más de uno se le saltaron las lágrimas, y José Antonio, el más sereno dentro de su contento, les advirtió que no dejaba de ser una versión provisional, que había que someter a la consideración de otros camaradas para mejorarlo. Pero a pesar de que se tardaron dos meses en estrenarlo oficialmente, el 2 de febrero de 1936 en el cine Europa, de Madrid, no se cambió ni un ápice de aquella primera versión.
Se despidieron los reunidos en medio de grandes abrazos de fraternidad, felicitándose recíprocamente, y todos dándole las gracias a Tellería por el maravilloso trabajo que había hecho, quien les replicaba que el mérito era suyo, camaradas, que él tan solo era un modesto músico de pueblo.
Cuando quedaban ya unos pocos, José Antonio se dirigió a Ignacio, que estaba a punto de marcharse, y le dijo:
—Tu hermana toca el piano, ¿no?
Su hermana, como la mayoría de las jóvenes de la buena sociedad, había estudiado en un colegio de monjas, en el que se aprendía a tocar el piano, pero la pregunta desconcertó a Ignacio, que matizó:
—Bueno, ahora ya lo toca muy pocas veces.
—No importa, llévale una partitura y la letra y que nos dé su opinión. Nos interesa conocer cuantas más opiniones mejor. —Y se dirigió a Tellería—: Juan, saca alguna de esas partituras que has escrito.
El músico arrancó una hoja de un cuaderno que contenía el cifrado armónico de la melodía y dijo:
—Este está más o menos completo. Puede servir.
Ignacio conservó aquella partitura a lo largo de los años, y cuando se le presentaba la ocasión presumía de haber participado en la primera vez que se cantó el Cara al sol, lo cual no era cierto del todo ya que no se atrevió a incorporarse al grupo de sus creadores para cantarlo. Pero de lo que no quedaba duda es que conservaba la partitura original manuscrita por el propio Tellería.
Cuando apareció en su casa con la partitura, Marián comentó:
—Por lo menos se acuerda de que le conté que toco el piano. Déjamela ahí, mañana probaré.
Pero aquella misma noche, cuando ya estaban todos acostados, se pasó un largo rato al piano tanteando la melodía.
Al otro día le pidió ayuda a Ignacio para descifrar el texto de la letra, que no estaba claro, pues algunas partes se componían de garabatos escritos por unos y por otros, y al ver uno de ellos, Ignacio dijo:
—Esta es la letra del propio José Antonio, o sea, que no me lo pierdas.
Primero lo cantaron ellos dos solos y pronto se incorporó su hermano José María, que ya había cumplido los dieciocho años y, por fin, también lo hizo Tomasa. Se divirtieron mucho porque unas veces lo cantaban muy serios, poniéndose firmes y con el brazo en alto, como les sugería Ignacio que se debía cantar, y otras como un bailable con ritmo de foxtrot, que estaba muy de moda. El padre se encontraba en un viaje de negocios, lo cual les daba más libertad, ya que les hubiera resultado difícil explicarle ese entusiasmo por el himno de un partido, con el que cada día estaba menos de acuerdo, sobre todo desde que habían comenzado los actos de violencia entre falangistas y socialistas.
Después de un par de días de interpretarlo, Marián dictaminó: Dile a José Antonio que el himno está muy bien, y que yo no lo modificaría para nada.
—De acuerdo, se lo diré.
Pero nunca llegó a decírselo porque el jefe andaba metido en otros problemas de mayor envergadura, y le parecía ridículo explicarle que a su hermana le había gustado el himno.
José María, por su parte, le dijo que a él también le gustaría hacerse de Falange e Ignacio le explicó que era un poco joven todavía, y que cuando comenzara la carrera podía hacerse del SEU, organización juvenil y estudiantil de la Falange, aunque tardaría un poco, porque estaba preparándose para hacerse ingeniero de caminos, como su padre, y el ingreso llevaba unos años. Pero nunca llegó a hacerse del SEU.
El 10 de abril de 1934 el coche de José Antonio fue tiroteado, pero con poco fundamento, ya que los que lo intentaron lo hicieron desde una distancia en exceso prudencial, como para no arriesgarse demasiado, de suerte que solo se produjeron un par de impactos en el vehículo; los escoltas del jefe, según información de la prensa, se limitaron a repeler la agresión disparando al aire. Era a la sazón parlamentario por Cádiz y el incidente tuvo bastante repercusión en los medios de comunicación por ser la primera vez que se atentaba contra un diputado, con lo que no podían estar de acuerdo ni siquiera los parlamentarios que le eran contrarios.
En enero de 1936 sufrió un nuevo atentado, más grave porque los disparos rompieron las ventanillas de su coche, y le podía haber costado la vida, pero tuvo mucho menos relieve en la prensa porque la violencia ya se había generalizado y no era una novedad que no se respetase a las autoridades; además, José Antonio había dejado de ser parlamentario. A algunos incluso les pareció lógico ese atentado ya que se atribuía a los falangistas el asesinato del que había sido director general de Seguridad, Manuel Andrés Casús, y también el que hubieran atentado contra Jiménez de Asúa, ilustre jurista y catedrático de Derecho Penal de la Universidad Central. La Falange justificaba estas acciones como respuesta a otras cometidas, según ellos, por pistoleros contratados por el Frente Popular, y en este reguero de acusaciones recíprocas no se sabía quién llevaba razón, aunque buena parte del país, entre ellos don Antonio Acosta, sostenía que no la llevaba nadie y que por ese camino se iba al despeñadero, como así fue.
Poco antes de ese segundo atentado contra José Antonio se había producido un hecho en extremo luctuoso, ya que los sicarios del Frente Popular —siempre según versión de la Falange— habían asesinado al falangista Juan Cuéllar, y se decía que en ese atentado tomó parte una mujer, Juanita Rico, costurera de profesión y miembro de las Juventudes Socialistas, que para más inri se orinó sobre el cuerpo todavía con vida del falangista, de manera que no quedó más remedio que pagarles con la misma moneda y acabar con su vida de varios disparos, profanando a continuación su cadáver miccionando sobre ella.
En el atentado de enero de 1936 los escoltas de José Antonio no estuvieron a la altura de su misión, ya que en lugar de repeler la agresión se tumbaron en el coche y, cuando hicieron ademán de salir, pistola en mano, a los atacantes les había dado tiempo de huir.
El hecho de pertenecer a la escolta de José Antonio era una deferencia que se tenía hacia determinados afiliados, todos deseosos de defender la vida del jefe, sin considerar su experiencia en esas situaciones, y en ocasiones eran estudiantes sin apenas formación militar. Pero a raíz del segundo atentado los mandos determinaron que había que profesionalizar ese trabajo, al margen de atenciones personales, y el elegido fue Mariano, con ayuda de algunos oficiales jóvenes, excedentes de servicio por la ley Azaña. Y Mariano decidió incorporar al equipo a Ignacio Acosta, porque le placía hacer ese favor a su amigo, además de considerarlo un buen tirador.
—¿Te apetece ir de escolta de José Antonio de vez en cuando? —le preguntó.
Fingiendo indiferencia, contestó:
—Bueno, así me servirá para algo la pistola que me has regalado.
Mariano, en su nuevo trabajo, del que se sentía en extremo orgulloso, había adquirido una notable seriedad, y daba instrucciones muy severas a sus subordinados sobre cómo debían comportarse. Lo primero de todo era examinar el coche en el que fuera a montarse el jefe, de arriba abajo, no fuera a contener un explosivo; una vez dentro del vehículo no mirar a lo que sucedía en su interior, sino tener la mirada siempre fija en el exterior, con el arma al alcance de la mano, prestando especial atención a los coches o motocicletas que se acercaran demasiado, y en caso de duda tirar a matar. Y, sobre todo, no consentir que descendiera el jefe del coche antes de que lo hubieran hecho ellos, siempre vigilando la calle por si detectaban algo extraño.
El vehículo que usó durante aquellos meses José Antonio era un Cadillac, muy grande, para que en él cupieran tres escoltas, uno de ellos al volante, y además le solía acompañar algún mando con el que aprovechaba para despachar en los recorridos un poco largos.
La primera ocasión en la que seleccionó a Ignacio fue en un viaje a Segovia, donde tenía que pronunciar un mitin, y José Antonio no mostró demasiada extrañeza al verlo. Se limitó a decirle:
—¿Tú qué pasa? ¿Estás en todas partes? ¡Ah!, se me había olvidado que sabes disparar. Pero seguro que no hace falta, yo creo que los camaradas se han tomado demasiado en serio lo de mi protección.
Mariano, como de costumbre, se sentó en el asiento delantero junto al conductor, e Ignacio se acomodó en un trasportín del asiento trasero, en el que iba José Antonio con Manuel Hedilla, quien estaba llamado a ser su sucesor al mando de la Falange.
Mariano, a los escoltas que ocupaban ese lugar de privilegio, les advertía que tenían que ser sordos y mudos: no oír nada de lo que hablaran los jefes, y menos aún comentarlo con nadie.
Ignacio siempre recordaría ese viaje como singularmente incómodo, ya que entre el trasportín y el asiento principal acababan de instalar una pequeña mampara de cristal, lo que obligaba a su ocupante a ir en una postura muy forzada. Cuando estaban llegando a Segovia, fue Hedilla quien se lo advirtió a José Antonio.
—Esa mampara está muy mal colocada; ahí no puedes llevar al camarada.
Hedilla era un sujeto muy serio, apenas sonreía y, por supuesto, carecía del encanto personal de su jefe, pero era muy buen organizador, no solo para preparar una rebelión, como demostró el 18 de julio de 1936, sino también para los pequeños detalles de una convivencia como era llevar a un escolta retorcido en su asiento. Por eso le dijo a José Antonio:
—Si te parece bien que se siente aquí con nosotros, cabe.
Le pareció bien e Ignacio, pidiendo disculpas, un poco apurado, como si esa decisión la hubieran tomado por su culpa, pasó a sentarse en el asiento trasero. Luego Hedilla le dio instrucciones a Mariano sobre cómo tenían que instalar la mampara, ya que había sido trabajador metalúrgico y entendía de esa materia. Ignacio siempre agradeció ese detalle de Hedilla, y sufrió mucho cuando el general Franco le condenó nada menos que a dos penas de muerte, por traición a la patria, aunque acabó conmutándoselas. Eso sucedería bastantes años después, cuando José Antonio ya había fallecido y Hedilla era el jefe nacional de la Falange, lo cual no parece que entrara en los planes del dictador. Hedilla, que había participado activamente en el denominado Alzamiento nacional de los militares, una vez acaecido no le gustó el aire que le daban estos e, incluso, como buen cristiano que era —se había educado en los salesianos de Baracaldo, Vizcaya—, se atrevió a denunciar desde Radio Castilla, de Burgos, los asesinatos indiscriminados que se estaban cometiendo en el bando nacional, o sea, que no eran solo los rojos los que mataban sin ton ni son.
Después de los mítines José Antonio ya no pernoctaba en el lugar, sino que regresaba a Madrid, por muy tarde que fuera, pues el trabajo era agobiante, y nada más montarse en el coche, todavía con los nervios de la actuación, preguntaba a sus acompañantes siempre lo mismo: ¿había quedado claro lo que había querido decir? Y, todos, por regla general, le decían que sí, que muy claro. A continuación, vencido por el cansancio, se solía quedar dormido.
En este viaje de regreso Ignacio se había sentado lo más recogido posible en un rincón del asiento trasero, como para no estorbar a los jefes y al tiempo dar la sensación de que no oía lo que hablaban, aunque lo oía, y cuando José Antonio inclinó la cabeza sobre el respaldo para dar una cabezada, le dijo: «Cuéntame algo de tu hermana». Pero no le dio tiempo de hacerlo porque en el acto se quedó dormido. Luego todo esto se lo contaba magnificado a Marián, que le preguntaba: «¿Pero qué le has contado de mí?». «Pues lo que haces», le contestaba su hermano. «¡Pero si no estás nunca en casa! ¿Cómo sabes lo que hago?». Ignacio se daba cuenta de que era impensable que el jefe tuviera la cabeza para pensar en amoríos, volcado como estaba en una rebelión que ya nadie dudaba que se iba a producir, aunque sí se dudaba del papel que en ella le tocaría a la Falange; pero no por eso dejaba de darle consuelo a su hermana, para lo cual bastaba que le dijera que el jefe de vez en cuando le preguntaba por ella.
Durante un mes siguió sirviéndole de escolta, aunque no todos los días, y Marián se atrevió a preguntarle un día:
—¿Tú sabes si se ve con otra mujer?
Se lo dijo no pensando en una mujer de su estilo, sino de las otras, de esas que producían satisfacciones a los hombres, de índole pecaminosa.
A lo que Ignacio le replicó, enfadado:
—Ni lo sé ni aunque lo supiera te lo diría. ¿Tú sabes la responsabilidad que tengo en este trabajo? ¿Tú sabes que tengo prestado un juramento de discreción?
Esto del juramento de discreción le venía bien, no solo frente a la natural curiosidad de su hermana, sino también cuando iba por el bufete de los Madrazo, que hasta Garcerán le preguntaba qué es lo que habían hecho y adónde habían ido. E incluso Elena descaradamente le decía: «Cuéntame», a lo que Ignacio replicaba: «No hay nada que contar», aunque siempre acababa contando algo.
De todos modos este trabajo de escolta terminó el 14 de marzo de 1936, fecha en que José Antonio Primo de Rivera ingresó en la cárcel Modelo de Madrid para no volver a recuperar la libertad nunca más.
Las autoridades legalmente constituidas consideraban a José Antonio un peligro, porque lo que no obtenía en votos en las elecciones democráticas lo conseguía en la calle, con actos de presencia continuos, bien mediante mítines, en los que ya siempre se terminaba cantando el Cara al sol, o mediante concentraciones de falangistas vestidos de camisa azul, con el yugo y las flechas bordados en rojo en el bolsillo superior izquierdo, haciendo —según los mandos policiales— alardes de chulería y, lo que era más inquietante, respondiendo a cualquier provocación pistola en mano, cuando no eran ellos los que las provocaban, y hasta se decía que para este fin ya contaban con pistoleros profesionales, de suerte que los afiliados a Falange eran pocos pero parecían muchos.
Como de nada de esto pudieron acusarle, le denunciaron por tenencia ilícita de armas, lo cual provocó un ataque de furia en el acusado, quien ante el tribunal que le juzgó arguyó que cómo él, jefe de un partido político de acción, no iba a tener licencia de armas cuando en aquel país la tenían hasta los barrenderos; sí, le replicaron, pero la tenía caducada, y fue cuando José Antonio la emprendió a puñetazos con los más próximos, produciendo destrozos en la sala, lo que le permitió al magistrado instructor procesarle por amenazas al tribunal, de suerte que lo que podía haber merecido una pena leve por tenencia ilícita de armas se convirtió en grave por desacato a la justicia.