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El primer día que fue Ignacio al bufete de la calle de los Madrazo fue recibido con extrañeza, pero cuando dijo que era hermano de Marián la cosa cambió. Además al otro día apareció José Antonio en una rápida visita, y les dijo a Garcerán y Sarrión:

—Ignacio es de los nuestros, a ver cómo me lo tratáis.

Y le trataron muy bien, y para comenzar le dieron a leer, entre otros, el expediente del pleito de su padre contra la Administración pública, pues suponían que le haría ilusión intervenir en un asunto familiar.

Ignacio se pasó una semana desconcertado, perdido en un piélago de papeles, sin notar para nada que se hubiera hecho de Falange, y llegó a temerse que podía quedar reducido a la condición de pasante de un bufete singular en el que entraban clientes a los que Garcerán trataba con mucha deferencia, porque era un buen abogado y los ingresos que producía el despacho eran muy importantes para la causa; pero también entraban jóvenes, generalmente bien vestidos, otros con pinta de obreros, y algunos levantaban el brazo y saludaban con un ¡arriba España! Y uno de estos, un hombre maduro, Mariano, le dijo:

—Yo soy tu jefe de centuria. Ya hablaremos. Todavía estamos organizándonos.

Ese día no le dijo más porque todos los que entraban en el despacho andaban siempre muy apurados. Sin duda, el crear un partido político de la nada era un trabajo ingente, y había noches que las pasaban sin dormir.

Elena, la mecanógrafa y recepcionista, decía que daría su vida por José Antonio, y fue quien le explicó a Ignacio en qué consistía un jefe de centuria. Tendría algo más de treinta años y, sin ser guapa, resultaba atractiva, por lo bien distribuidas que tenía las formas de su cuerpo, la simpatía que emanaba de su rostro y la disposición que mostraba para atender a toda clase de encargos. Era capaz de hablar por teléfono sin dejar de escribir a máquina y, si era preciso, atender una visita. Sus jefes la animaban: «No sé lo que sería de nosotros sin ti, Elena». Ella, cosa inusual en aquellos tiempos en una mujer, era mal hablada y les contestaba que sin ella se irían al carajo, y cuando se enfadaba con ellos les reprochaba que la hubieran tomado por el c… de la Bernarda.

A Ignacio le cogió cariño desde el principio porque le veía muy guapito e inocente y, además, despertaba su curiosidad el que fuera hermano de Marián, por quien era evidente que el jefe mostraba algún interés, y cuyos encuentros no eran tan clandestinos, porque el jefe siempre iba acompañado y los acompañantes no eran, en ocasiones, suficientemente discretos.

—Te pareces mucho a tu hermana —le dijo al poco de conocerle—, pero tu hermana es mucho más guapa. Pero tú en hombre tampoco estás mal. ¿Tienes novia?

Esa desenvoltura a la hora de expresarse desconcertó a Ignacio, que llegó a pensar si aquella mujer no se le estaría insinuando, lo cual no dejaba de halagarle ya que estaba pasando por una fase de indefinición sentimental; le gustaban casi todas las mujeres, pero no se atrevía a abordar a ninguna. A lo más, a veces se acordaba de Alicia, la chica que conoció en el Paseo de Coches del parque del Retiro el día que su hermana estrenó el Ford T.

Elena había mecanografiado los estatutos fundacionales de la Falange, en los que se especificaba que los afiliados se distribuirían en unidades jerárquicas articuladas en escuadras, falanges y centurias, siendo el jefe de centuria el encargado de organizar los otros dos estamentos.

—De este Mariano, que es el que te corresponde, no sé qué decirte —le explicó Elena—. Al jefe no le queda más remedio que confiar en los que están dispuestos a seguirle, pero yo no sé si este Mariano me convence mucho. Ha estado en la Legión. Tú ve con cuidado.

«¿Con cuidado de qué?», le preguntó Ignacio, y la única aclaración que le hizo la mecanógrafa fue que no todos en la Falange eran del mismo parecer, y Mariano le parecía de los lanzados. «¿Y eso era malo?», insistió el joven. «Depende», fue la única respuesta que recibió.

La respuesta la obtuvo a los dos días cuando le llegó la orden de trasladarse a la calle de Leganitos, donde funcionaba provisionalmente un local del partido, en el que junto a otros afiliados recientes, en su mayoría estudiantes, recibió instrucción básica sobre la Falange. El que la impartía era un joven con gafas, muy pálido, pero que recitaba el ideario falangista con aire de iluminado. Y a alguno que se atrevió a preguntar le replicó que allí no iban a preguntar y perder el tiempo, sino a aprender.

Al término de aquella primera sesión apareció Mariano, quien se dirigió a los reunidos preguntándoles si tenían experiencia en el empleo de armas. Se miraron unos a otros un tanto sorprendidos, porque no se esperaban aquella pregunta, y por fin dos levantaron la mano. Uno de ellos, Ignacio.

—A ver, ¿qué clase de armas manejáis? —les preguntó Mariano.

El otro respondió que escopeta de caza.

—Está bien, pero aquí no vamos a cazar perdices. ¿Y tú? —se dirigió a Ignacio, quien sin dudar contestó.

—Yo sé manejar una pistola.

Eso ya le pareció mejor, y a los demás les dijo que tenían que espabilar, que bien claro había dejado el jefe en su discurso del teatro de la Comedia que había llegado el momento de usar la dialéctica de los puños y las pistolas.

Al otro día quedaron citados a las afueras de Madrid, en un punto apartado del barrio de Vallecas, para practicar instrucción en campo abierto, en un huerto que había cedido para ese fin un simpatizante del partido. Ignacio apareció en el Ford T de su hermana, que ya le había enseñado Vicente a conducirlo. Mariano se admiró y le animó:

—Eso está muy bien, Ignacio, ese coche nos puede servir en alguna ocasión.

—Bueno —le aclaró el joven—, es de mi hermana.

—¿Pero tu hermana no es del partido?

—Creo que no. Además, no sé si las mujeres pueden serlo.

—Bien, eso de que las mujeres puedan ser del partido no está todavía claro, pero todo se andará.

Esperaron más de un cuarto de hora a que llegara todo el grupo, que no llegó a completarse porque faltaron varios de los que habían asistido a la teórica. Mariano hizo un comentario despectivo sobre los que se habían rajado porque les faltaban cojones, pero que cuanto antes se sacudieran las ramas podridas del árbol, mejor.

Entraron en el huerto, que era muy amplio, aunque se veía descarnado porque el invierno estaba a las puertas, y, a pesar de ser un día muy frío, Mariano dispuso que se desprendieran de ropa y se quedaran en camisa, porque de allí en adelante solo una camisa sería el uniforme de la Falange y convenía ir acostumbrándose. Ignacio echó la cuenta de los que habían perseverado ante el primer embate y resultaron quince.

Mariano había sido sargento en la Legión y tenía en mucho la eficacia de la instrucción en orden cerrado, de la que les dio unas clases, reprendiéndoles las torpezas que cometían, pero en plan bastante simpático y gastándoles bromas referidas, por regla general, a deficiencias de la masa testicular. Les recordó que eran una milicia y que tenían que aprender a desfilar marcialmente.

Terminada la instrucción en orden cerrado, sin mucho éxito, dijo:

—Ahora vamos a acometer un tema más serio.

Y con cierta prosopopeya abrió una cartera negra, bastante usada, de la que sacó dos pistolas, y aclaró:

—Del nueve largo parabellum, solo para hombres. Las usábamos en la Legión, con eso está dicho todo.

Consideraba la Legión el culmen de la masculinidad, se sentía muy orgulloso de haber pertenecido a ella y contaba anécdotas con cierta gracia, aunque solían ser más bien tremendas.

Una de las pistolas la desmontó en sus partes principales, explicándoles que no bastaba con saber manejarlas, sino que había que cuidar todas sus partes, como si fuera nuestra querida.

A continuación puso un blanco en una de las tapias del huerto y tomando una de las pistolas hizo una exhibición de puntería, acertando en la diana con dos disparos de tres.

—No está mal, pero lo puedo hacer mejor. Ahora tú, Ignacio, vamos a ver si es verdad que sabes manejar un arma.

Ignacio la tomó, la sopesó con aire profesional y comentó:

—La que yo he usado es más pequeña, creo que era una star del seis.

—Ya te dicho que esta era una pistola de hombres. Te tendrás que acostumbrar a ella.

Ignacio se puso en posición, no acertó en la diana, pero se aproximó bastante, y Mariano condescendió.

—Bastante bien para ser el primer día.

A continuación lo intentó el cazador, con no demasiada fortuna, y con el resto de la escuadra tuvo que desistir, porque bastantes de ellos dieron muestras de no encontrarse a gusto en aquel ambiente bélico. Uno se atrevió a decir que no se habían inscrito en la Falange para pegar tiros.

Mariano evaluó la situación y, cautamente, determinó dar por terminada la sesión por aquel día. Se despidieron a la salida del huerto y cada uno volvió a Madrid por sus propios medios, excepto Mariano, que le rogó a Ignacio que le llevara en su coche.

Durante el viaje le comentó.

—Me parece que el único que va a servir para esto vas a ser tú. Te voy a proponer a los mandos como jefe de una falange.

La chulería de Mariano y su permanente alarde de virilidad le hacían gracia a Ignacio. Y el que le brindara pasar de la condición de modesto escuadrista a la de jefe de una falange, con mando sobre veinticinco escuadristas, le produjo cierta satisfacción, aunque le objetó que no sabía si serviría para eso, a lo que Mariano le replicó:

—El que sirvas o no, no lo tienes que determinar tú, sino los jefes.

Al llegar a la Gran Vía aparcaron en la puerta de un bar que conocía Mariano, donde tiraban la cerveza como en ningún otro lugar, y se tomaron varias cañas con unas cigalas, al tiempo que se hacían confidencias, e Ignacio, no lo podía remediar, se reía con las salidas de su jefe de centuria, chulescas pero bien traídas.

Cuando al otro día entró en el bufete, Elena le preguntó cómo le había ido en sus primeras sesiones en el partido e Ignacio se lo contó con todo detalle y presumió de que había sido el único que manejó con relativo acierto la pistola, momento en el que la mecanógrafa torció el gesto y comentó:

—Ese tío se cree que sigue en la Legión.

El asunto trascendió ya que Elena se lo comentó a Garcerán, y este al mismo José Antonio, que aquel día se dio una vuelta por el bufete, lo que era excepcional ya que acababa de ser elegido diputado a Cortés por Cádiz, provincia en la que tenían mucha raigambre los Primo de Rivera, y entre la toma de posesión y sus intervenciones parlamentarias, amén de los mítines que tenía que dar en su nueva demarcación, andaba en extremo atareado, pero entre viaje y viaje procuraba pasarse por el despacho, porque pensaba que eso de la política se podía acabar cualquier día y él tendría que seguir ganándose la vida como abogado.

Garcerán se lo comentó advirtiéndole que a Mariano había que atarle corto, porque la Falange no era una banda de pistoleros, y que algunos se habían tomado lo de la dialéctica de los puños y las pistolas demasiado al pie de la letra. Todavía no se había producido ninguna víctima en las filas falangistas y José Antonio estaba en fase de considerar la violencia como remedio extremo contra el tirano, de acuerdo con la doctrina de santo Tomás de Aquino, aunque no contra los adversarios políticos, a los que se podía golpear con los puños —él lo hizo en varias ocasiones defendiendo la memoria de su padre, y durante su actividad parlamentaria llegó a agredir a dos diputados por ese motivo—, pero se reservaba el uso de las pistolas solo para el asalto al Estado, cuando este se convertía en tiránico, amenazando a la unidad de España.

Hizo venir a su presencia a Ignacio y delante de otros miembros del despacho le preguntó con tono severo:

—¿Por qué dijiste que sabías manejar una pistola?

Ignacio, que no estaba acostumbrado a ver a José Antonio de ese talante, se quedó perplejo, un poco atemorizado, y lo único que se le ocurrió fue contestarle:

—Es que la sé manejar; una vez maté un conejo.

La salida le hizo gracia a José Antonio, que también era cazador, y le replicó festivo:

—Sería con una escopeta.

No, le aclaró el joven, fue con una pistola que le había prestado el chófer de su padre, pero admitió modestamente que el conejo estaba parado a la entrada de su madriguera. A José Antonio le hizo reír la explicación, admitió que de todos modos no era fácil acertar a un conejo con esa arma y terminó diciéndole que se olvidara de la pistola, que no había entrado en la Falange para eso, aunque concluyó:

—Si algún día, Dios no lo quiera, llega el momento de tener que usar las armas, ya te avisaré.

A continuación le tomó por el hombro, le apartó un poco y le preguntó por su hermana.

—Salúdale de mi parte y dile que si no la llamo es porque estoy muy ocupado. Apenas paro en Madrid, siempre de un lado para otro, pero me acuerdo de ella.

Este recado se lo dio con un disimulo solo relativo, porque algunos lo oyeron aunque hicieron como que no lo oían.

El que José Antonio se sintiera en falta con su hermana a Ignacio le pareció una buena noticia. ¿Acabaría Marián siendo la novia de aquel hombre tan por encima de los demás? Cuando le transmitió el recado a su hermana, esta le dijo:

—Pues si le ves, dile que sigo esperando su llamada.

No tuvo ocasión de transmitirle ese mensaje porque durante bastantes meses apenas vio a José Antonio. Fue una época de gran intensidad en su vida, porque siguió alternando su quehacer en el bufete con su condición de jefe de falange, encargado de impartir teóricas a los nuevos afiliados, que se sucedían cada día, ya que cuando se produjo la sublevación militar en el 1936 se calcula que el número de ellos ascendía a veinticinco mil, cifra insignificante en comparación con el poderío que llegaron a alcanzar a partir de esa fecha, y que a los encargados de instruirlos les daba mucho trabajo. Le dieron esa misión por su condición de abogado, conocedor de los estatutos de la Falange y de los discursos que pronunciaba el jefe, bien en el Parlamento o en las provincias, todos los cuales llegaban al bufete de los Madrazo y él, con la ayuda de Elena, se ocupaba de clasificarlos e imprimirlos en ciclostil.

Marián, muy desprendida, le permitía servirse de su Ford T para los desplazamientos que tenía que hacer continuamente y se quejaba de que se había quedado sin coche. La realidad era que no lo necesitaba mucho, pues su vida se limitaba al barrio de Salamanca, en el que vivían, y además Ignacio la consolaba diciéndole que la cesión era para una buena causa. Sobre esto último ella tenía sus dudas, ya que por culpa de aquella buena causa se había quedado sin el que podía haber sido su pretendiente.

Mariano recibió una severa advertencia de los mandos sobre la instrucción armada, pero no por eso perdió su condición de jefe de centuria y, cosa curiosa, comenzó a sentir cierta admiración, o respeto, por Ignacio, a quien veía cada vez más impuesto en el ideario de la Falange, a diferencia de él, que se había quedado en los conceptos más elementales del discurso del teatro de la Comedia. A José Antonio le admiraba por su gallardía y porque en más de una ocasión había demostrado tener un par de cojones, pero se perdía en sus disquisiciones sobre la unidad de destino en lo universal. Como tenía un claro sentido de la jerarquía militar, le confesó en más de una ocasión a su amigo:

—Si a mí el jefe me dice que se acabó lo de practicar con armas, como si me lo hubiera dicho Dios. Pero yo no me separo de mi pistola, ni para Dios. —Acostumbraba a citar mucho a Dios—. Mira. —Se abría la chaqueta y le mostraba la sobaquera en la que guardaba la parabellum del nueve largo.

Este tipo de conversación era frecuente, ya que se veían casi a diario, no tanto por razón del servicio sino por la afición que le había tomado Mariano, que a la caída de la tarde le iba a buscar, bien a Leganitos o a los Madrazo, para irse a tomar unas cervezas, en ocasiones a merenderos a las afueras de Madrid, sirviéndose del Ford T en el que le encantaba montarse al exlegionario. Siempre bebían cerveza, hasta que Mariano decía que ya estaba bien por hoy, porque en ningún caso quería excederse, ya que despreciaba a los borrachos o a los que no sabían beber.

Uno de esos días le llevó a un prostíbulo que había en la calle del Desengaño, a espaldas de la Gran Vía. Fue de las veces que habían bebido casi hasta el límite e Ignacio, un poco mareado, se dejó conducir sin saber muy bien adónde iban, hasta que se encontró en un salón con señoritas ligeras de ropa. Cuando tomó conciencia de dónde estaban se le disiparon en parte los vapores y preguntó:

—¿Adónde me has traído?

—Bien claro está, ¿o es que eres marica?

—A mí esto no me parece propio de nuestro estilo.

Y comenzó una discusión bastante confusa en la que Ignacio le hacía consideraciones sobre el espíritu castrense de la Falange, a lo que el otro le replicaba que tanto o más castrense era el espíritu de la Legión y no por eso dejaban los legionarios de frecuentar los prostíbulos. Por fin, como para terminar la discusión, Ignacio le espetó:

—Pues yo no me imagino a José Antonio en un lugar como este.

—¿El «jefe»? —Se echó a reír Mariano—. Ese no necesita irse de putas. Tiene a su disposición todas las mujeres que quiera.

Después de decirlo, aclaró, como para no ofender.

—Oye, que no estoy pensando en tu hermana. Me refiero a otra clase de mujeres.

Ignacio le advirtió que aunque fuera su jefe de centuria había estado a punto de partirle la cara. «Y yo te hubiera pegado un tiro», le replicó el otro.

Ese día cada uno se fue por su lado y estuvieron tres días sin verse, pero al cuarto apareció Mariano en Leganitos con aire contrito y le pidió disculpas por si le había ofendido con lo de su hermana.

—Ya sé que no pretendías ofenderme, pero me molestó que citaras a mi hermana en aquel antro.

«¿Antro? —se escandalizó Mariano—. ¡Si es uno de los prostíbulos más caros de Madrid!». Lo dijo tan serio que a Ignacio le dio la risa y le rogó que dejaran el tema, que estaba todo olvidado, pero Mariano no era del mismo parecer e intentó informarse sobre la vida sexual de su amigo, aunque este se negó a darle explicaciones alegando que pertenecía a su intimidad. ¿Y no le podía desvelar algo de esa intimidad?

—Pues mi intimidad es que me encantan las mujeres guapas, por ejemplo, las artistas de cine, pero como son inalcanzables procuro no pensar en ellas.

—Oye —insistió Mariano—, pero a Elena bien al alcance que la tienes, y la verdad es que está muy buena.

Esta salida desconcertó a Ignacio, y hasta se puso un poco colorado ya que Elena le resultaba muy atractiva, sentía una extraña apetencia hacia ella, pero…

—Oye, ¡no pretenderás que me enrede con una camarada!

—¿Y por qué no? ¿Qué tiene de malo?

—Vamos a dejar una cosa clara, Mariano, ¿quieres que sigamos siendo amigos? Pues de sexo no me interesa hablar contigo, ni con nadie. Bueno, lo hablo solo con mi confesor.

—¿Pero tú te confiesas? —se admiró Mariano.

—Sí. ¿Pasa algo?

—O sea, que va a tener razón el jefe cuando dice que los falangistas debemos ser mitad monjes, mitad soldados. Aunque yo lo entiendo como que somos dos mitades, y yo pertenezco a la de los soldados.

Eran de las salidas que a Ignacio le hacían gracia, aunque procuraba disimularlo para que el otro no se creciese.

Cuando Ignacio llevaba un año en el partido, ya se había convertido en un veterano, al que incluso los mandos pensaron en hacer jefe territorial. En la Falange iba todo muy deprisa porque el jefe se daba cuenta de que no quedaba más remedio que hacer la revolución para terminar con la corrupción reinante, que estaba alcanzando cotas inadmisibles, que podían terminar con la desmembración de España.

Pasaron semanas sin que Ignacio tuviera oportunidad de ver a José Antonio, hasta que en febrero de 1934 se produjo un hecho luctuoso que obligó al jefe a ponerse la toga de abogado: el asesinato del estudiante falangista Matías Montero a manos de un militante socialista, Francisco Tello. Matías Montero, estudiante de medicina, era uno de los organizadores del Sindicato Español Universitario, SEU, que estaba enfrentado a los de la FUE, federación izquierdista con mucho relieve en la universidad; además se dedicaba a vender FE, revista de la Falange Española.

La Falange siempre sostendría que no habían sido ellos los que habían iniciado la violencia que se desencadenó después, ya que la primera víctima fue uno de los suyos. Los más exaltados del partido pretendieron replicar de modo inmediato a aquel atentado, pero en aquella ocasión José Antonio prohibió cualquier tipo de represalia y dispuso que se actuara conforme a derecho, y como prueba de ello se volvió a vestir la toga de abogado para actuar como acusación privada contra el asesino, que había sido detenido. El alegato acusatorio se preparó en el bufete de los Madrazo y a Ignacio le cupo la satisfacción de tomar parte en esa preparación. En la víspera del día del juicio, que por el procedimiento de urgencia tuvo lugar el 19 de febrero de 1934, despachó en persona con José Antonio en su domicilio particular. Lo encontró agotado de dar mítines tras un largo viaje, pero, cuando se puso a examinar el expediente, según lo leía se animaba, y cuando terminó su rápida lectura le preguntó a Ignacio:

—¿Lo has hecho tú?

—He tomado parte —admitió modesto—, pero el trabajo principal ha sido de Sarrión.

—Pues habéis hecho un gran trabajo.

A continuación le pidió algunas aclaraciones, cuyas respuestas anotó en un cuadernillo azul, y cuando terminaron le dijo:

—Ya te puedes imaginar que con el trabajo que tengo es muy difícil que me pueda ocupar de mis asuntos personales. ¡Qué más quisiera yo que poder!

No le dijo cuáles eran esos asuntos personales, pero Ignacio no dudó de que se refería a su hermana. Y para colmo añadió:

—Ya sé que estás haciendo una gran labor en el partido, y se te agradece. Formar a los nuevos es lo más importante.

—No hago más que lo que debo, y más me gustaría hacer —le replicó emocionado Ignacio.

Era la primera vez que veía actuar a su jefe como abogado y asistió al juicio sentado en la primera fila, quedándose admirado de su profesionalidad. La muerte de Matías había conmocionado a José Antonio, pero disimulando sus emociones actuó con la frialdad de un fiscal, que se limita a exponer los hechos, como si la víctima fuera un extraño, para acabar demostrando que el asesino había actuado con alevosía, premeditación, nocturnidad y ensañamiento, porque no se había conformado con matarle de un disparo que le alcanzó el corazón, sino que gratuitamente le propinó otros tres más en el vientre, por lo que pedía para él la máxima pena, que fue la que consiguió, 23 años y tres meses, ya que en aquellos tiempos estaba abolida la pena de muerte.

A pesar de los muchos que se acercaron a felicitarle por su brillante actuación, José Antonio tuvo de nuevo unas palabras para agradecerle a Ignacio el trabajo que había hecho, y el joven no pudo evitar un ramalazo de orgullo porque el elogio lo hizo públicamente, delante de otros jefes del partido, quienes le dieron unas palmadas de complicidad y reconocimiento.