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Don Antonio Acosta, nada más producirse la caída del cuartel de la Montaña y la consiguiente desaparición de Ignacio, comenzó a sentir una gran inquietud por la suerte de su hijo y cuando montó en cólera su hijo José María terminó por confesarle que estaba casi seguro de que Ignacio se encontraba en ese cuartel, para a continuación hacerle una declaración asombrosa:

—Y por mi gusto, padre, yo también hubiera ido con él, pero Ignacio no me dejó.

Don Antonio se derrumbó y se le escaparon unos sollozos, porque él era un republicano convencido y no comprendía aquella locura fascista que les había entrado a sus hijos y hasta le reprochó a su hija haber sido la primera en conocer a aquel encantador de serpientes que había resultado ser José Antonio Primo de Rivera. La hija, también en medio de llantos, se defendía diciendo que ella no tenía ninguna culpa, aunque en el fondo no estaba muy convencida de no tenerla.

Vicente, el chófer, había dejado de ser un anarquista libertario y pacífico, porque ya no estaban los tiempos para beneficencias, y se había encuadrado en un batallón de su organización, la FAI, cuyo distintivo era un gorro cuartelero rojo y negro, pero seguía siendo una buena persona, y cuando fue requerido por don Antonio, pese a que ya no le prestaba servicio, se puso a sus órdenes y se comprometió a averiguar lo que hubiera ocurrido con Ignacio, y al otro día volvió con lo que podía interpretarse como una buena noticia: no aparecía entre los muertos en el cuartel de la Montaña. Tenía información de que eran muchos los falangistas que habían intentado, sin éxito, entrar en el cuartel e Ignacio podía haber sido uno de ellos.

—¿No puede estar detenido? —le preguntó angustiado el padre.

—No es probable, don Antonio, solo han detenido a los altos oficiales. Lo normal es que Ignacio, que es muy listo, se haya escapado y a saber si no se encontrará ya a salvo en el otro lado.

El otro lado estaba en el alto de Somosierra, hacia donde se dirigía desde Valladolid una columna compuesta por falangistas y requetés. El Ford T no se encontraba en el garaje, o sea, que seguro que Ignacio se había servido de él para huir.

Lo que no le contó Vicente era que su columna se encaminaba hacia ese punto estratégico con intención de detener ese avance fascista, en el que podía encontrarse Ignacio; por fortuna la partida de su columna se demoró una semana, lo que le permitió salvar la vida, por lo menos, de Marián, porque la familia Acosta padeció una de las primeras sacas, que se harían famosas en los primeros meses del Madrid «rojo», y que no era infrecuente que terminaran con lo que llamaban el «paseo», siniestra expresión que hacía referencia al fusilamiento a renglón seguido de haber sido apresados en sus domicilios.

Los encargados de esta misión se integraban en una denominada Milicia de Vigilancia de Retaguardia, o MIVR, cuyos integrantes acabaron teniendo fama de facinerosos por los excesos que cometieron, a tal extremo que cuando el gobierno de la República, pasados los primeros meses de pánico por el imparable avance fascista, pudo recobrar la cordura, disolvió esas milicias e incluso procesó a algunos de los que las componían.

Los MIVR se presentaron en el domicilio de Goya bien entrada la noche, como era su costumbre, con la orden de detener a Marián Acosta, acusada de connivencia con José Antonio Primo de Rivera y, por ende, de colaboración con la rebelión armada que se estaba enseñoreando de todo el país, y de la que el citado Primo de Rivera era uno de los más significados cabecillas.

Esa noche del mes de julio era en extremo cálida y don Antonio, que fue quien les abrió la puerta en pijama, no supo qué replicar a tan impensado mandato, hasta que apareció Tomasa, también en camisón, que se atrevió a gritarles:

—¡A mi señorita no os la lleváis!

—¿Cómo señorita? —le gritó a su vez el que encabezaba la partida—. ¿Tú no sabes que ya no hay señoritos ni señoritas? ¡A ver si tú vas a ser tan facha como ella y te vamos a llevar detenida!

Pero Tomasa, sin amedrentarse, les amenazó con que ella tenía un novio guardia civil, con mucho mando en Madrid, y que se cuidasen bien de tocarle un pelo.

La despreciaron por considerarla una desgraciada al servicio del capitalismo, pero detuvieron a Marián, quien cubierta con un ligera bata de encaje presenciaba la escena temblando como una hoja. Lo único que suplicó fue que le permitieran vestirse, y mientras se vestía los milicianos se pusieron a registrar el piso y fue cuando encontraron abundante propaganda falangista, incluidas camisas azules y emblemas de yugos y flechas, que curiosamente no pertenecían a Ignacio, sino a su hermano pequeño, el que no era de Falange, pero que estaba deseando serlo, y a tal fin se proveía de todo lo que representaba al partido. Entonces fue cuando los del MIVR decidieron llevarse también al padre y al hijo para que aclarasen la procedencia de todo aquel material, momento en que don Antonio recobró la serenidad y dijo:

—Está bien, se aclarará lo que sea preciso, porque yo soy una persona de orden, adicta al gobierno de la República, y no tengo nada que ocultar —y a continuación se dirigió a Tomasa, que, presa de un ataque de histeria, seguía amenazando a los milicianos con el guardia civil, y le dijo—: No se preocupe usted, Tomasa, que todo esto se aclarará.

Esta declaración tan terminante hizo dudar a los del MIVR sobre la procedencia de detener a aquel señor, y Marián, que se consideraba responsable de aquel desaguisado, suplicó a su padre, con un sollozo entrecortado:

—Pero ¿tú por qué tienes que venir, papá? ¡Tú no tienes ninguna culpa!

El padre, sin embargo, ignorante del caos por el que estaba pasando la ciudad y pensando que seguían en tiempos de justicia, con abogados capaces de deshacer equívocos, la tranquilizó y le dijo que prefería ir con ellos. ¿Cómo iba a dejar solo en aquel trance a José Mari?

El primer problema se presentó cuando los detenidos —aunque era dudoso que don Antonio tuviera esa condición— bajaron a la calle en la que estaban dos coches aparcados, con siglas de la CNT y de la FAI adornando las puertas, y a Marián la subieron a uno y al padre y al hijo al otro, y cuando el padre protestó por esta separación el cabecilla le aclaró que no cabían todos en el mismo coche, y, como don Antonio insistiera en sus protestas, le dijeron:

—Usted elige, si quiere puede ir con su hija, o con su hijo, como prefiera, pero los tres no caben en el mismo coche.

Don Antonio miró a su hijo pequeño, que iba pálido y que no había pronunciado una sola palabra durante la detención, de la que se consideraba culpable por guardar material prohibido —camisas azules, emblemas—, y le pareció un niño indefenso que ni tan siquiera representaba los dieciocho años que acababa de cumplir. Pensó que le necesitaba más que su hija, mujer cumplida que sabría defenderse mejor en lo que seguía confiando que sería un trámite.

—Está bien —admitió—, arranquemos, pero no nos separemos mucho del otro coche.

A esta observación ni le contestaron.

En el coche en que conducían a Marián además del chófer iban dos milicianos, uno de ellos de edad madura que se quedó admirado de la belleza de aquella criatura, cuyo encanto resaltaba la pena reflejada en el rostro, y los ojos anegados de lágrimas, y la codició, pero como era padre de familia pensó que otros también la codiciarían con peores intenciones que él, por lo que decidió ponerla a salvo de ese peligro y le dijo a su compañero:

—Vamos a llevarla a la cárcel de Ventas. Allí estará más segura.

«¿Segura de qué?», se extrañó el otro. Si era la querida de Primo de Rivera pocas seguridades la esperaban.

—Pues si es la querida de Primo de Rivera, que la juzguen como tal, pero que no abusen de ella.

La cárcel de Ventas era de reciente construcción, 1931, y se había erigido a instancias de Victoria Kent, famosa feminista. Se la consideraba una prisión modelo y, por lo tanto, estaba atendida, todavía, por funcionarias cualificadas para conseguir la regeneración de las encarceladas. De allí a poco, como los presos fascistas superarían con mucho a las mujeres, se transformó en cárcel de hombres, pero en aquel mes de julio seguía siendo mayoritariamente de mujeres, y por eso el miliciano maduro la consideró preferible para aquella criatura, que a saber si le recordaba a alguna de sus hijas. El otro protestó alegando que las órdenes, como para todos los detenidos, era llevarla a un departamento de la Dirección General de Seguridad, ubicado en el edificio de Bellas Artes, que con el tiempo se convertiría en checa famosa, y allí se decidiría sobre su ulterior destino. Pero el miliciano maduro se mantuvo terne, sosteniendo que igualmente se podía decidir sobre su destino en las Ventas, y, como mandaba un poco más que el otro, allí se dirigieron. Lograron su ingreso, con cierta extrañeza por parte de la funcionaria encargada del registro de entrada, pero no excesiva porque eran noches en las que sucedían cosas muy singulares, tales como que recobraran la libertad no solo las presas políticas, lo cual era lógico, sino también las comunes acusadas de delitos muy graves, y en cambio entraban otras que se apreciaba que hasta entonces no habían tenido relación con la justicia, como aquella, cuya única culpa parecía ser haber tenido tratos amorosos con un destacado jefe de la rebelión.

Tomasa no esperó a que amaneciera, sino que en plena noche se puso a buscar desesperadamente a Vicente y logró dar con él en un acuartelamiento de la FAI, a la salida de la carretera de Burgos. Como era una moza galana, bien dotada de lo que atraía a los hombres, consiguió convencer a los centinelas, que al principio se resistían, para que despertasen a Vicente Martínez Aguado.

Vicente apareció medio dormido y pensó que venía en su busca por algo relacionado con Ignacio.

—¿Qué pasa ahora con Ignacio? —preguntó.

Con Ignacio no pasaba nada nuevo, le explicó la mujer, pero se habían llevado a don Antonio y a los chicos.

—¡Pero por qué van a detener a don Antonio! —se asombró el hombre.

Tomasa le aclaró que no creía que, propiamente, el señor fuera detenido, sino que más bien iba como compañía de los chicos, sobre todo de Marián, a la que acusaban de algo relacionado con José Antonio Primo de Rivera, y que era la que más cuidado requería porque ella había visto cómo la montaban sola en un coche con tres hombres, a saber con qué intenciones. Y añadió:

—Te advierto que uno de los coches, por lo menos, llevaba escritas en una de las puertas estas mismas letras: FAI.

Vicente solo pronunció una palabra.

—¡Cabrones!

Volvió a entrar en el acuartelamiento para salir montado en un automóvil negro, en compañía de dos compañeros, los tres con un su gorro negro y rojo, y un pañuelo al cuello con los mismos colores, más las cartucheras de cuero cruzándoles el pecho y los correspondientes fusiles máuser.

—Monta —le dijo a Tomasa—, vamos a ver si arreglamos esto.

Una vez dentro del coche, ya en marcha, Tomasa le preguntó:

—¿Tú te crees que la habrán violado?

Y con la confianza que había entre ellos se generó una discusión porque Vicente le respondió, de malos modos, que a ver si ella se creía que todos los hombres eran animales, a lo que Tomasa replicó que según su experiencia sí, y Vicente le espetó que sería porque a ella la había violado el guardia civil, momento en el que la mujer se echó a llorar, por lo que Vicente tardó un rato en disculparse.

Comenzaron a discurrir por dónde empezar las pesquisas, y uno de ellos se permitió comentar que a algunos de los que sacaban de sus domicilios los llevaban directamente al cementerio del Este, ya se sabía para qué, y Vicente le mandó callar, pero el otro, milagrosamente, estuvo más acertado y dijo que si era una mujer la podían haber llevado a la cárcel de mujeres de Ventas.

—No creo —discurrió Vicente— que la lleven allí antes de pasar por la Dirección General de Seguridad.

Pero el otro insistió:

—Como están las cosas puede pasar de todo. Ventas nos coge de paso, y además compañeros nuestros están de guardia de exteriores, porque en esa cárcel creo que han comenzado a meter hombres, que ya no caben en las otras.

Hasta el último momento Vicente se resistió a perder tiempo recalando en la cárcel de Ventas, pero al final, por fortuna, accedió.

A punto de amanecer, había cierto alboroto en torno al presidio, porque entraban unos presos y salían otros y, efectivamente, la guardia de exteriores estaba compuesta por milicianos, ante los que se identificaron con un «¡salud camaradas!», y les permitieron pasar al interior, a la zona que todavía era de mujeres, en la que seguía la funcionaria que pocas horas antes registrara a Marián Acosta. Y ahora se presentaban unos milicianos a llevársela, lo que le dio muy mala espina pues ya se corría la voz entre el personal de prisiones de que no era infrecuente que so pretexto de que venían a liberar a una prisionera, o prisionero, en realidad lo sacaban para ajusticiarlo. Por eso, aunque débilmente por miedo a los que tenían el poder de las armas, intentó oponerse a que se la llevaran, pero Vicente, intuyendo su recelo, le dijo:

—Queremos llevárnosla porque es inocente de lo que se la acusa, y yo respondo por ella, compañera.

—¿Usted la conoce?

—Mucho —dijo Vicente, y a punto estuvo de añadir que era su señorita y que él le había enseñado a conducir un coche.

A la funcionaria le pareció que era fácil comprobar ese extremo haciendo comparecer a la detenida ante su presunto libertador, como así hizo.

Apareció una Marián con la mirada perdida, obnubilada porque no acababa de entender bien lo que le estaba ocurriendo, aunque en el fondo, muy en el fondo de sus temores, se preguntaba con un atisbo de ilusión: «¿Estoy padeciendo todo esto por José Antonio, yo que siempre pensé que representaba muy poco para él?». Pero cuando vio a Vicente tan abigarrado, armado de la cabeza a los pies, no dudó ni por un momento que venía a librarla de aquella pesadilla que había durado solo horas, pero que a ella le parecieron años, y sin dudarlo se fue a él y se abalanzó a sus brazos, sollozando: «¡Vicente! ¡Vicente!, menos mal que has venido».

Como eran tiempos en los que no era habitual que personas de distinto sexo que no fueran familiares se abrazaran en público, la funcionaria, casi divertida, discurrió que a ver si iba a resultar que la presunta querida de José Antonio lo era de aquel militante de la FAI. Consintió, por supuesto, a que se la llevaran y, cuando Vicente le dijo que le gustaría llevarse consigo también el expediente, la mujer le dijo que todavía no se lo habían hecho, y que se podía ir tranquilo. Y se despidió de Marián diciéndole:

—Tal como se están poniendo las cosas, me alegro de que te vayas.

Tomasa les estaba esperando en el coche, encogida en un rincón, y cuando abrazó a Marián, ambas con lágrimas en los ojos, y le comentó lo que había rezado por ella a una Virgen de su pueblo, que era muy milagrosa, Vicente comentó despectivo:

—Pero ¿tú crees que eso sirve para algo?

—Pues en este caso bien claro está que ha servido, ¿o te vas a apuntar tú todo el mérito?

—Por supuesto que es suyo, Tomasa, no se lo discutas, te lo agradeceré toda la vida, Vicente —la interrumpió Marián, cogiendo su mano para besársela.

También intervino el que se le ocurrió la idea de ir a la cárcel de Ventas para decir:

—Yo, Vicente, tampoco creo mucho en esas cosas. En Dios creo muy poco, apenas nada, pero también en mi pueblo tenemos una Virgen que está claro que hace favores… Vamos a ver: ¿por qué se me ha ocurrido a mí decir lo de las Ventas, que no era de mucho fundamento? Pues igual la idea nos la han dado esas vírgenes, la de esta mujer y la mía.

—De acuerdo —cortó Vicente—, pues ahora a ver si esas vírgenes os dicen dónde hay que llevar a Marián, porque de momento, al menos, no conviene que vuelva a su casa. Aunque vamos a pasarnos a ver si tenemos noticias de don Antonio.

A Marián la llevaron a la casa de una hermana del guardia civil, viuda, que vivía en una casita de una planta en la Guindalera. Según Tomasa, todo lo que tenía su hermano de golfo lo tenía esta mujer de santa, porque era muy religiosa. Ella se llevaba mejor con la hermana, que se llamaba Eulalia, que con el guardia civil al que, pese a estar enamorada, cualquier día lo dejaba si no se aclaraba lo de si estaba casado o no. Eulalia era la primera que le aconsejaba que ese hombre, aunque fuera su hermano, al que quería mucho, no le convenía y que debía dejarlo.

Eulalia no se sorprendió de que aparecieran a tan temprana hora y, cuando Tomasa le contó lo que sucedía, se limitó a mirar a Marián para decir:

—¡Pobrecita! Pasa, pasa.

Volvieron por Goya, 38, y el portero de la casa, que ya estaba levantado, les dijo que se había enterado de lo sucedido esa noche ya que su vivienda estaba situada en un semisótano que daba a la calle y lo oyó todo. Vicente le reprochó:

—¡Y cómo no salió usted para ver si don Antonio le necesitaba para algo!

El hombre balbuceó que no se le ocurrió, ni imaginó qué clase de ayuda podía prestarle, ni que don Antonio, con tantas buenas relaciones como tenía, pudiera precisar de él.

—Si a mí no me preocupa el señor —corroboró Tomasa—, más me preocupa José Mari, aunque tampoco creo que le vayan a hacer nada a un chaval.

—¿Qué edad tiene ahora José Mari? —preguntó Vicente.

—Acaba de cumplir los dieciocho años.

—Pues ya no es tan chaval.

A pesar de todo, Vicente decidió que esa gestión no era tan urgente como la de Marián —que Tomasa insistía en que si no la habían violado era de milagro— y que al otro día se pondría a ella, pues ahora no le quedaba más remedio que volver al acuartelamiento, ya que tenía el mando de una sección que debía partir para Somosierra ese día sin falta.

Partió con intención de colocar a su sección en posición de defensa y pedir permiso al mando para retornar él a Madrid por un asunto urgente, pero nunca volvió porque cuando llegaron al alto se encontraron en pleno fragor del combate, ya que los facciosos habían avanzado más de lo previsto y emplazado ametralladoras, por lo menos dos, en una loma dominante desde la que ametrallaban a los leales, que, en su inexperiencia militar, no acertaban a cubrirse de aquella lluvia de fuego, y Vicente fue de los primeros en caer mortalmente herido.

Aunque pasaron días, semanas y aun meses sin saber lo que había sido de él, Marián nunca dudó de que algo muy grave le había tenido que ocurrir para que no volviera, conforme había prometido, para ocuparse del asunto de su padre y de su hermano. Y no les quedó más remedio que recurrir a Arsenio, el guardia civil de Tomasa, poco de fiar en cuestiones amorosas, pero más formal para otra clase de gestiones, dentro de sus posibilidades, que eran inferiores a las de un miliciano perteneciente a la Casa del Pueblo. En el denominado Alzamiento del 36, la Guardia Civil había adoptado una postura ambigua, ya que parte de sus miembros se decantaron por los sublevados y parte permanecieron fieles a la República, como hizo Arsenio, pero no por eso dejaban de ser mirados con desconfianza, por ejemplo, por los anarquistas a los que llevaban años combatiendo en tiempos de paz. Arsenio podía hacer gestiones informativas sobre la situación de los detenidos, pero no resolutivas, como hiciera Vicente en el caso de Marián.

Don Antonio y su hijo pequeño fueron conducidos al edificio de Bellas Artes, en el que ya se había constituido un organismo al que se le denominó «Comité Provincial de Investigación Pública» y que dentro del desorden de aquellos días fatídicos estaba bastante bien organizado para detectar a los que se consideraba enemigos del pueblo, entre los cuales se encontraba Antonio Acosta por su condición de empresario que pocos meses antes había procedido al despido de obreros sin causa suficientemente justificada, de suerte que quien entró en aquel organismo como valedor de su hijo pequeño, invocando su condición de adicto al gobierno de la República, se encontró detenido por su condición de empresario explotador de la clase obrera, conforme a las instrucciones que según parece procedían del corresponsal de prensa, Koltsov, quien de acuerdo con las pautas soviéticas estableció tres categorías de enemigos de la clase obrera, cuyo primer lugar lo encabezaban los militares, seguidos de los empresarios y de los profesionales liberales al servicio del capitalismo.

Ese Comité Provincial estaba presidido por un juez de carrera, pero sujeto a la autoridad de un comisario político que le decía lo que debía hacer, con lo que no siempre estaba de acuerdo el magistrado, y acabaron por deshacerse de él. Pero en aquellos primeros días de la revolución que hacían los militares para alzarse con el poder, y los comunistas para hacerse con el gobierno, fue este magistrado quien enjuició a don Antonio y a su hijo, y procuró hacerlo del modo más favorable para sus intereses, mandándoles a la cárcel Modelo, porque de seguir en aquella checa corrían el riesgo de ser sometidos a un juicio sumarísimo para ser fusilados a renglón seguido.

Esto no le cabía en la cabeza a don Antonio, quien arguyó ante su señoría su condición de republicano fiel al gobierno, etcétera, etcétera, y que podía demostrar que los obreros de los que prescindió, unos pocos en comparación con el total, estaban sujetos a contrato temporal, cuyo plazo había vencido, y que de tener alguna responsabilidad sería de orden civil, o laboral, nunca penal, y menos aún que mereciera la cárcel, razonamiento que agotó la paciencia del magistrado, quien le espetó:

—Usted, señor Acosta, está en el limbo y no se entera de nada. Suerte tendrá si consigo que acabe en la cárcel Modelo y no en una cuneta.

—Está bien —admitió don Antonio en un esfuerzo desesperado por salvar a su hijo—, estoy dispuesto a ir a la cárcel, aunque me parezca una injusticia, ¿pero mi hijo qué tiene que ver con todo esto?

—A su hijo, acusado de falangista, o de simpatizante con ese movimiento fascista, le conviene más que a usted estar en una cárcel atendida por funcionarios responsables. Y no abuse usted de mi paciencia.

Y así fue como todos los miembros varones de la familia Acosta vinieron a dar en la cárcel Modelo, en la que ya se encontraba Ignacio desde el anterior 20 de julio, aunque tardaron en encontrarse ya que estaban en distintas galerías, Ignacio incomunicado en una de ellas, en unión de los jefes que habían participado en la rebelión desde el cuartel de la Montaña, como si fuera uno de ellos, a pesar del modesto papel que le tocó jugar en el luctuoso acontecimiento.

Esta incomunicación le duró hasta el día 15 de agosto, fecha en la que juzgaron por delito de alta traición al general Fanjul, e Ignacio estaba resignado a correr la misma suerte que el general a cuyas órdenes se había puesto. Durante aquel mes Ignacio estaba resignado a casi todo, pues su moral se hallaba en extremo quebrantada por lo sucedido en el cuartel, en el que nada pudo hacer, y vio que otros, que habían hecho tan poco como él, murieron fusilados in situ por los asaltantes. Era la primera vez que veía la muerte cara a cara y en proporciones inimaginables para quien estaba convencido de que el alzamiento militar triunfaría en cuestión de horas para instaurar una paz benéfica y constructiva como predicaba con cálidas palabras José Antonio Primo de Rivera, de cuya suerte nada se sabía en aquellos primeros momentos, aunque se corría la leyenda de que había recuperado la libertad de su cárcel de Alicante y al frente de un ejército de falangistas se dirigía a Madrid para salvarles a todos ellos.

El general Fanjul, como deferencia a su condición de alto mando, disfrutaba de una celda para él solo, pero salía a pasear a uno de los patios de la cárcel en el que coincidía con Ignacio, y un día se dirigió a él ya que, según le habían informado, era abogado y suponía que bueno si trabajaba en el bufete de Primo de Rivera.

—A mí —le confió—, con arreglo al Código Militar, me han asignado un defensor que me merece muy poca confianza y que se muestra poco dispuesto a hacer algo por mí. ¿Usted qué opina?

—Mi general, yo tengo poca experiencia de la justicia militar, pero con arreglo al derecho penal común, bien se considere sedición del artículo 219, bien traición de los 142 y siguientes, la pena es la de reclusión mayor a muerte, o sea, que si nos condenan a muerte no se puede decir que han infringido las leyes vigentes, y perdone que le hable con esta sinceridad, mi general, pero si me pregunta usted como abogado no puedo decirle otra cosa.

La impresión de Ignacio fue que el general le preguntó por preguntar, pero que nunca dudó de lo que le aguardaba, entre otras razones porque aquel alzamiento había sido a vida o muerte, y bien claro lo había dejado por escrito su director, el general Mola, cuando dijo que no esperasen piedad los que no se unieran a ellos.

El aislamiento no impidió que Ramiro, el celador que facilitaba sus encuentros con José Antonio, viniera a visitarle para decirle que eso ya se lo temía, pues se imaginó que sería de los que estaban en el cuartel de la Montaña y que tenía suerte de haber salido con vida.

—De momento nada más —le dijo Ignacio con tono resignado—, ten en cuenta que estoy en el mismo barco que el general Fanjul.

—A ese le fusilan, seguro.

—¿Y a mí por qué no?

—Tú no eres el jefe de nada —trató de tranquilizarle Ramiro.

—Para ellos soy un jefazo de Falange, lo que casi es peor.

A eso no supo qué replicarle, y desde ese día venía a visitarle a diario y hasta hizo una gestión para localizar a su familia, sin éxito, pues fue a la calle Goya, 38, piso tercero, y nadie respondió a sus llamadas. El portero, receloso de las intenciones de aquel hombre, no se atrevió a decirle cómo se los habían llevado detenidos, y, cuando Ramiro le preguntó si es que se habían ido de viaje, dijo que creía que sí, pero que no sabía adónde, lo cual a Ignacio le pareció una buena noticia porque era señal de que se habían ido a San Sebastián, ciudad en la que acostumbraban a veranear.

—Espero que allí estén a salvo de esta locura —se animó Ignacio.

Ramiro coincidía en lo de la locura porque aquella cárcel ya no era lo que fue, pues cada día entraban nuevos detenidos, de suerte que las galerías estaban atestadas, con presos durmiendo por los suelos y con grandes dificultades para darles de comer a todos. Además, los detenidos, muchos de ellos militares de graduación, merecían un trato muy distinto del que acostumbraban a dar a los delincuentes comunes, a los que no pasaba nada si, de vez en cuando, los golpeaban por mal comportamiento, todo lo cual complicaba mucho el trabajo de los funcionarios, y de todo esto se quejaba a Ignacio, quien le respondía que ya le gustaría estar en su lugar.

Ramiro le facilitó el Código Penal con la intención de que preparase su defensa —aunque de paso le permitió informar con tanta precisión al general Fanjul—, y no dudó tras repasarlo de que le aguardaba la pena de muerte, pero se encontraba preso de una depresión tan profunda que la veía como una liberación. ¿Para qué seguir viviendo si todos sus ideales se habían derrumbado?

Todos no, le animaba Ramiro, llegaban noticias de que José Antonio Primo de Rivera estaba vivo, aunque seguía preso en la cárcel de Alicante porque esa ciudad era de las que había permanecido fiel al gobierno de la República. También le informaba de que el ejército que se había alzado en África seguía avanzando por la parte sur de la Península sin encontrar demasiada oposición, y como siguieran así podía ser que a no mucho tardar se encontraran a las puertas de Madrid, o sea, que el alzamiento no había sido un fracaso, ni mucho menos, como se decía en los medios gubernamentales. Ignacio se alegraba con estas noticias, pero la alegría le duraba poco y volvía a caer en la depresión que le hacía anhelar la muerte. Hasta que el 15 de agosto juzgaron al general Fanjul y el 17 le fusilaron de madrugada en el patio de la cárcel, para que todos los presos fueran testigos de tan ejemplar castigo. Ramiro vino para decirle:

—Si no te han juzgado ya, es que no te consideran un jefazo. Además, te vamos a trasladar a una galería común, donde puede que te encuentres menos cómodo que aquí, pero más seguro. Serás uno más.

—¿Uno más de qué? A mí todavía no me han comunicado de qué se me acusa, ni de qué debo defenderme.

—A ver cómo te crees que están los demás. Detenidos pendientes de una causa que a saber cuándo se la instruirán.

En la galería común en la que predominaban los militares, y bastantes falangistas, Ignacio comenzó a recuperar las ganas de vivir. Los militares daban por seguro que el ejército de África, a cuyo frente estaba un joven general, de notable prestigio, Francisco Franco, seguiría avanzando imparable hasta hacerse con la capital de España, y con ella se consolidaría el triunfo del alzamiento, de todo lo cual ellos sacarían provecho, pues se les había ofrecido servir al ejército de la República y se habían negado, y por eso habían sido encarcelados. Los falangistas, por su parte, no dudaban de que la liberación de José Antonio tendría lugar en breve, para ponerse no solo al frente del ejército, sino de toda la nación, con arreglo al programa de la Falange. Aunque otros creían que ya estaba libre y en marcha hacia Madrid.

En ese ambiente de optimismo y con la tranquilidad de saber a su familia en San Sebastián, Ignacio se fue sosegando, procurando apartar de su mente las matanzas del cuartel de la Montaña.