Principio 52
—¿Te gusta lo que ha dicho?
—Me ha encantado. Habla muy bien.
—¿Y vas a hacer lo que ha propuesto?
—Perdón… ¿estaba proponiendo algo?
Excepto cuando describimos sin más intención que la simple y llana transcripción de experiencias o criterios, siempre que expresamos tratamos de convencer, que es la manera pacífica de conseguir. Unas veces lo hacemos por interés, otras por simple orgullo o autoafirmación. La tinta oral muchas veces se gasta para dejar constancia de algo que nos interesa.
En determinados individuos se da la absurda circunstancia de que, cuando quieren convencer de algo a otros, su ego puede más que su interés. Quieren seducir con la forma, evidenciar conocimientos y conocidos, deslumbrar con anécdotas vividas y experiencias convividas. El eje de su argumentación es el brillo de su expresión, en lugar de la profundidad de su intención.
Olvidan que todo aquello que los demás no entienden, asumen o integran en sus necesidades o intereses, puede entretener e incluso ser admirado, pero no se acepta porque no encaja con los intereses ni las necesidades de los otros.
Sólo hay comprensión cuando existe conexión.
En mis largos años de publicista, en distintas épocas tuve la fortuna de contar con dos maravillosos soportes humanos que me sirvieron mil veces más que costosos análisis de comprensión hechos por pseudosesudos investigadores. Una era la entrañable señora María; el otro, mi amigo Mario Núñez.
Cuando creía que ya tenía el eje de una línea de comunicación para una marca (su mensaje básico, su eslogan y una línea visual), se la comentaba. La señora María era la asistenta de mi casa; Mario Núñez, un mensajero de mi agencia, un ser humano divertido, profundo e inmensamente digno, que con los años se convirtió en un buen especialista audiovisual.
La vida de ambos era llanamente dura: nóminas pequeñas, trabajo rasposo, estudios mínimos… y un olfato de conejo despierto y aterrizado que olía la realidad antes de que aconteciera.
Ellos eran mis primeros clientes. Si lo que les explicaba lo entendían, les gustaba y, SOBRE TODO, les convencía, había línea de campaña. Siempre y sin excepción debía ser al primer intento: jamás cupo un «espera un momento, que te lo voy a volver a explicar». Pero si tras mi sintética explicación, como cuando se cuenta un chiste, encogían la nariz, me miraban con preocupación y me decían… «Eso no lo entiendo», su dictamen era determinante: había que volver a empezar.