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Palmeras mecidas por la brisa tropical, especies indígenas de robles y arbustos con racimos de flores de hasta seis pétalos, mandrágoras americanas, anonas coloradas, flores silvestres y orquídeas en especial… Vegetación lujuriante en un día luminoso y alegre.
Inaugurada en 1938, la Overseas Highway —Autopista de ultramar— serpenteaba a través de 42 puentes que unían los principales cayos, un exótico archipiélago al sur del estado de Florida formado por 1.700 islas, que se adentraba en el golfo de México.
Los arrecifes de coral y los manglares de Florida constituían el hábitat ideal para millares de peces, crustáceos, mamíferos y criaturas del mar. Las aguas de color turquesa que rodeaban la autopista eran perfectas para la pesca deportiva y el submarinismo, razón por la cual los americanos la denominaban road to paradise (carretera al paraíso). Pero aquella ruta conducía también a un interminable infierno localizado en uno de los mayores páramos subtropicales del mundo, con más de 6.000 kilómetros cuadrados de extensión. Conocido por Everglades, podía traducirse como las «ciénagas eternas».
Sus célebres pantanos constituían un ecosistema único que albergaba la mayor concentración de caimanes del mundo. Pero no fue uno de esos temibles depredadores del humedal lo que despertó sobresaltado y sudoroso a don Juan de Borbón aquella madrugada en Villa Giralda, sino un bulto que flotaba en las aguas oscuras y pestilentes de la ciénaga.
Mientras terminaba de arreglarse, asistido por Eugenio Mosteiro, don Juan seguía contemplando despierto aquel horrible cuerpo humano sin cabeza, como si presintiese que algo malo iba a ocurrirle a él o a los suyos…
Federico, el mayordomo de tía Giannina, llevó a Mafalda al baile de máscaras en el Ford GT. La fiesta se celebraba aquella Nochevieja en la Quinta Anjinho de los Orleáns. Tras abandonar los suburbios de Lisboa y pasar frente al imponente palacio de Queluz, residencia oficial de los miembros de la Casa de Braganza, el vehículo se internó en la campiña portuguesa. Al llegar a Sintra, dejó a la izquierda el bello pueblo de São Pedro, deteniéndose finalmente frente a una gran mansión blanca con un encanto especial debido a su antigüedad.
En el hall de entrada se exhibían varios retratos de Winterhalter, pintor de la corte del rey Luis Felipe de Francia, así como la efigie caricaturesca de la princesa Palatina, obra de Rigaud, junto a la elegante duquesa de Orleáns, esposa de Felipe Igualdad, pintada por madame Vigée-Lebrun.
Había un velador con un mosaico descubierto en Pompeya y montado sobre una armadura de bronce con cabeza de águila para la reina María Carolina de Nápoles. El comedor constituía el centro de la planta baja, donde sobresalía una altísima vitrina repleta de porcelanas antiguas con las armas del duque de Aumale.
Mafalda llevaba puesta una máscara de gato en papel maché, decorada en tonos terrosos. Como italiana que era, adoraba los carnavales venecianos, igual que Juanito. Nada más llegar, salió a recibirla uno de los Orleáns disfrazado del Pierrot arquetípico de la Comedia del Arte.
—Buenas noches, gatita —saludó a través del agujero de la boca, que le daba un aspecto trágico.
—Buenas noches —correspondió ella, paseando la mirada a su alrededor en busca de la única razón que la había conducido hasta allí: Juanito.
—¿Tomas champán? —ofreció una chica con antifaz de Colombina decorado con plumas.
—Muchas gracias —asintió Mafalda.
A su lado estaba Arlequín, de quien Colombina era amante en la ficción, vestido con el inconfundible traje de rombos de colores y el gorro de bufón.
—Dame a mí otra copa —dijo el falso Arlequín, arrimando la mano a la bandeja.
—¡Cuidado! Es ya la cuarta que te tomas —advirtió otro invitado caracterizado del usurero y tacaño Pantalone, de máscara rojiza con ceño fruncido y nariz aguileña.
Enseguida se sumó al grupo Polichinela con su traje blanco y una gran napia encarnada, como la de un beodo.
—¡Vaya, una gatita… qué ricura! —exclamó.
Mafalda creyó ver a Juanito cruzar por el fondo del salón, oculto tras un disfraz de Mattaccino, el vividor por excelencia de la Comedia del Arte, tocado con sombrero de plumas. Pero el pesado Polichinela no le daba tregua.
—¿Sabes que soy tan romántico y soñador como el personaje que encarno esta noche, minina? —dijo, insinuándose.
—¿No me digas? —repuso ella, consciente de su fuerte melopea.
—Si tú quieres, gatita mía, yo me convierto en tu felino.
La aparición de Maná Arnoso, escondido bajo el bigotudo doctor Balanzone, con sus lentes resbalándole por la nariz, resultó providencial.
—¿Qué haces aquí todavía? —preguntó a Mafalda.
—¿Y Juanito?
—Pensaba que estabas ya con él arriba. Me ha dicho que te esperaba en el saloncito rosa.
—¿El saloncito rosa…?
—Subiendo por la escalera, la última puerta al fondo del pasillo —le indicó.
Resoplando como un estertor, Mafalda llegó por fin al lugar de la misteriosa cita. La puerta estaba cerrada. Una mezcla de intriga y emoción taladraba en aquel instante cada una de sus vísceras. ¿Qué tipo de gloria la aguardaba al otro lado del tablero macizo de cedro? Enseguida lo abrió…
—¡…!
—¿Gabriela…? —masculló Juanito, sintiéndose confundido al ver que la persona asomada a la puerta llevaba puesta la misma careta de gato que la chica a la que acababa de besar apasionadamente en el diván tapizado en palo de rosa.
La muchacha que yacía junto al príncipe había sido pillada in fraganti con un bustier de tul y ballenas de discreto relleno en el escote con sólidos ganchos tipo corsé.
—¡Bastardo! —escupió Mafalda, despojada del antifaz.
—Escucha… —tartamudeó él.
—¡Eres un cerdo bastardo! —insistió ella fuera de sí, golpeándole dos veces seguidas en la frente con la punta de la máscara, que fue a caer al suelo junto a la de la otra chica.
Era Gabriela de Saboya, convertida en estatua de sal.
—¡Y tú, zorra…! ¿Se puede saber qué haces aquí con él? —bramó.
—¡Aquí no hay más zorra que tú! —saltó Gabriela, como una fiera herida, tras colocarse la parte superior del vestido.
Mafalda se abalanzó sobre ella para propinarle un bolsazo en el hombro.
—¡Ay…! ¡Estás loca! —gimió ella de rabia y dolor.
—¡Mafalda! ¡Déjala en paz de una vez! —intervino Juanito, azorado, con un arañazo sobre la ceja derecha por el que brotaban unas gotas de sangre.
—¡A ti sí que voy a dejarte yo en paz! Y para siempre, cabrón. No quiero volver a verte mientras viva.
—No sabes lo que dices.
—Tú sí que ignoras con quién estás jugando, canalla.
Sus ojos iluminados parecían tubos de neón enfocados ahora, airosos y desafiantes, en los otros invitados que formaban ya un corro expectante en el umbral del pasillo, atraídos por la violenta bronca.
—Escuchadme bien todos —exhortó Mafalda.
—Cuidado con lo que dices; no sea que te arrepientas toda la vida —advirtió Juanito.
—¿Todavía te atreves a amenazarme, miserable?
—Es solo un consejo.
—Pues no acepto consejos de bastardos como tú.
—Oye, niñata, bastarda serás tú.
—¿Queréis dejar ya de insultaros? —imploró Gabriela.
Pero el triángulo se había transformado ya en un disputado cuadrilátero.
—Algún día sabrás lo de la carta…
—¿Qué carta? —repuso Juanito, altanero.
—La prueba de que eres un bastardo.
—No te consiento que digas más eso.
—¿Vas a pegarme acaso por ello?
—Ahórrate las sandeces.
—¿No será que las verdades ofenden?
—¡Mafalda!
Juanito reprimía cada vez peor su furia.
—Deberías empezar por saber quién soy yo realmente.
—¿Una princesita?
—¿Cómo lo sabes?
—Acabo de enterarme.
—¡Sabed todos que me llamo Mafalda Cornaro!
—¿Y…?
—Desciendo de toda una reina de Chipre y Armenia.
—Vaya, ¿no me digas? Y yo sin saberlo.
—Mi antepasada Caterina Cornaro pertenecía a una de las familias más ricas e influyentes de la República de Venecia en el siglo XV, y acabó casándose con Giacomo II de Lusignan, rey de Chipre y Armenia. ¿Os enteráis todos?
—¿Pretendes tú acaso darme a mí lecciones de estirpe regia, presumiendo de una simple reina consorte? Tiene gracia, Mafalda. —Sonrió cínicamente Juanito.
—¡Majadero!
Mientras regresaba a casa de tía Giannina, apoyada en el reposacabezas trasero del Ford GT, Mafalda Cornaro se sintió la mujer más deshonrada e infeliz del mundo. Pensó que habiendo revelado su gran secreto, el amor por Juanito, había perdido su libertad; y se convenció de que la vida era en tecnicolor, pero la realidad solo en blanco y negro.
Al verla salir corriendo cabizbaja y desarreglada por la puerta principal, Federico se apresuró a abrirle la portezuela, presintiendo que algo terrible acababa de suceder en el interior de la casa. Pero guardó respetuoso silencio. Durante todo el viaje de vuelta no cruzaron una sola palabra. El mayordomo atisbaba solo de vez en cuando el semblante desencajado de la joven a través del espejo retrovisor, viendo rodar algunas lágrimas por él. Pensó que siempre era tarde cuando se lloraba. Eran gotas de dolor, pero sobre todo de ira, odio y rencor. ¡Cómo hubiese deseado ella tener la sangre fría suficiente para ser capaz de revelarle a Juanito, delante de Gabriela y de sus amigotes, el terrible secreto que conocía gracias a su profesor de Historia en La Sorbona de París…!
Una carta exhumada por Ferdinand Corbel, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea, probaba que Juanito era en última instancia un bastardo. Mafalda trataba ahora de consolarse a sí misma imaginando la cara que habría puesto el príncipe si ella, venciendo su nerviosismo y desconcierto iniciales, hubiese contado lo que sabía para humillarle en público. La mujer, como el elefante, nunca olvidaba, y menos una afrenta como aquella.
El profesor guardaba en una caja fuerte la copia de esa comprometedora carta custodiada inexplicablemente, al cabo de más de un siglo, en el Archivo del Ministerio de Justicia de España.
Era un documento rubricado por fray Juan de Almaraz, el confesor de la reina María Luisa de Parma, esposa del rey Carlos IV.
«La muy pécora —recordó entonces Mafalda— había confesado al clérigo en su mismo lecho de muerte, autorizándole a revelarlo tras su fallecimiento, que ninguno de sus catorce hijos lo era del monarca».
O sea que, si lo que afirmaba Almaraz por escrito era cierto, y no había razón alguna para pensar que un sacerdote probo como él cometiese perjurio en un asunto tan delicado, Juanito podía considerarse tan bastardo como Fernando VII. La dinastía de los Borbones de España había quedado así extinguida desde aquel preciso instante.
El historiador había explicado a su alumna que el primer Borbón bastardo no era ya entonces el rey Alfonso XII, hijo del capitán de ingenieros valenciano Enrique Puigmoltó y Mayans, sino el mismísimo Fernando VII, quien, naturalmente, no se resignó a cruzarse de brazos ante aquella bomba de relojería que podía explotar en cualquier momento si Almaraz abría la boca o alguien sacaba a relucir el maldito documento.
Convencido de que hasta para un rey como él no existía enemigo débil, ni chispa que no pudiese causar un incendio, urdió enseguida un plan para llevar al sacerdote a España por la fuerza, pues este residía en Roma desde el fallecimiento de la reina María Luisa, en enero de 1819. Una noche, en plena Via Condotti, Almaraz fue secuestrado mientras dormía en su habitación; poco después, se le embarcó en la fragata Manzanares, anclada en Civitavecchia, que arribó finalmente al puerto de Barcelona, donde se hallaba Fernando VII con motivo de la sublevación de Cataluña, en 1827.
Nada más desembarcar, el responsable de la expedición, José Pérez Navarro, oficial de la Secretaría de Marina, comunicó a Fernando VII que la víctima se hallaba a buen recaudo en la bodega del barco, añadiendo que poco le había faltado para morirse de miedo durante la travesía. Radiante de satisfacción, el monarca distinguió al captor con el nombramiento de capitán del puerto de La Habana, ordenándole que confinase de por vida a fray Juan de Almaraz en el castillo de Peñíscola, en Castellón.
Aquella asombrosa historia recordaba a Mafalda la del conde de Montecristo, persuadida así de que, con los Borbones, la realidad superaba con creces a la ficción, aunque esta llevase el sello inconfundible de todo un príncipe de las letras como Alejandro Dumas.
¿Cómo terminaba la rocambolesca historia? El gobernador de Peñíscola quedó horrorizado en febrero de 1834 al abrir la mazmorra y contemplar, instantes después, a un anciano de largos y enmarañados cabellos y barba blanca crecida hasta la cintura que se le arrojó sollozando a sus pies. Aquel espectro viviente dijo ser el fraile Juan de Almaraz, incapaz ya casi de articular palabra tras siete interminables años de silencio e incomunicación.
Muerto Fernando VII, su esposa María Cristina, la reina gobernadora, otorgó finalmente el perdón al clérigo, a quien jamás había condenado un tribunal por delito alguno, sino tan solo en virtud de sentencia dictada y ejecutada por el poder absoluto de un rey. Desde la tumba, nada podía hacer ya el rey felón para ocultar el escándalo que a punto había estado de provocar Mafalda con tal de vengarse del hombre a quien ahora repudiaba.