13
La rueda de interrogatorios al personal de Villa Giralda era un paso necesario en la Operación Giralda, coordinada conjuntamente por las policías portuguesa y española. Pero de su trascendencia solo eran conscientes quienes seguían moviendo en la sombra los hilos de la trama policial.
Don Juan se opuso a que los interrogatorios se celebrasen en su propia residencia, pero accedió finalmente a efectuarlos en comisaría, como era habitual, advertido una vez más por Nicolás Franco de que el asunto se llevaría con el máximo sigilo. Se trataba, según explicó el embajador, de un procedimiento rutinario para atar posibles cabos sueltos en un caso claro de homicidio involuntario.
El brigada Julio Mora, de la Comisaría General de Investigación Criminal de Madrid, llegó aquella misma mañana a Lisboa para participar en los interrogatorios junto con Herminio Arcones y su ayudante, el sargento Mauro Gomes. Era vital que nadie en Villa Giralda supiese todavía que Eugenio Mosteiro era un oficial de policía, para lo cual se acordó hacerle presenciar las entrevistas a través del cristal-espejo camuflado en un rincón de la sala.
El agente Julio Mora pertenecía a la tercera promoción de la Escuela General de Policía, inaugurada en 1941, el mismo año en que se alistó en la División Azul con dieciocho años para combatir a los comunistas soviéticos en el frente de Leningrado, donde resultó herido mientras establecía la cabeza de puente al este del río Voljov, tras lo cual fue condecorado con la Cruz de Hierro por su acreditado valor.
Contaba ahora treinta y tres años, diez menos que Da Costa, además de ser un experto tirador, un maestro del camuflaje y un consumado rastreador, todo lo cual había demostrado con creces al conquistar por sorpresa peligrosas posiciones del enemigo en el frente soviético. Dominaba, en suma, las técnicas de ocultación, orientación, observación, identificación y designación de objetivos, así como las de inflitración.
Julio Mora había nacido en el pueblo abulense de Sotillo de la Adrada, enclavado en el valle del Tiétar, en marzo de 1923.
En enero de 1941 llegó a Madrid para estudiar Derecho, porque su padre tenía negocios y podía pagarle los estudios. Pero, una vez en la facultad, Mora se incorporó a un grupo de teatro, que era lo que de verdad le apasionaba. Eso, y perseguir a las chicas. En la universidad tomó contacto también con los responsables del Sindicato Español Universitario (SEU), que le convencieron para alistarse en la División Azul; sus ideales falangistas y su afán de aventura hicieron el resto. Combatió en sus filas durante dos años, resultando herido y repatriado a España. Entonces tuvo la oportunidad de entrar en la policía, recomendado por un capitán que le había conocido en Rusia. Ahora estaba casado y era padre de un niño de cinco años.
No era un hombre que infundiese respeto o temor por su elevada estatura. Medía apenas un metro setenta, pero sus músculos eran como el acero, y sus puños, como mínimo de hierro. Tenía el cabello oscuro y ondulado, y la piel morena con leves reflejos oliváceos. Su mirada negra era propensa a los desafíos, igual que su andar decidido. En sus ojos brillaba la llama de su alma pendenciera; una visión acostumbrada a los retos futuros.
—¿Sabemos ya algo de Nicole Houlés? —preguntó extrañado Arcones al reparar en que, pese a estar citada a las diez, seguía sin dar señales de vida a las diez y media.
—Nada absolutamente —dijo Da Costa.
—¿Te sucede algo?
—He dormido mal esta noche. Eso es todo.
Da Costa intentaba disimular la verdadera razón de su inquietud: la inexplicable tardanza de Nicole.
—Pues telefonea ahora mismo a Villa Giralda y averigua qué sucede —ordenó el capitán.
Entretanto, Rosario, el ama de llaves, seguía respondiendo algo nerviosa a las preguntas del brigada Julio Mora y del sargento Mauro Gomes.
El jefe Arcones regresó a la sala y retomó la iniciativa.
—Decía usted que oyó un fuerte disparo…
—Sí, me asusté mucho. Llegué a pensar que había estallado una olla en la cocina.
—Pero, si no me equivoco, la cocina está abajo, en la primera planta, y el disparo se produjo arriba.
—Así es.
—La detonación debió desconcertarla entonces.
—Creí, efectivamente, que el tiro procedía de abajo, pero vi enseguida al señor subir corriendo las escaleras hacia la segunda planta, donde jugaban los príncipes.
—¿Y se puede saber qué hizo usted?
—Intenté tranquilizar a la señora, que no paraba de gritar como si hubiese estallado la bomba atómica.
—¿Subieron juntas las dos?
—Sí, pero solo al cabo de un rato, cuando llegó ya el doctor Loureiro.
—¿Por qué?
—Eugenio Mosteiro indicó desde arriba que no subiese nadie.
—Está bien.
Arcones volvió a salir para hablar con Da Costa.
—No hay noticias de Nicole en Villa Giralda —informó este.
Una mezcla de angustia e incredulidad nublaba la mente de Da Costa, a quien de repente le asaltó una duda tormentosa: ¿era posible que la mujer de la que estaba enamorado fuese la asesina de un niño y hubiese decidido huir? Rechazó con todas sus fuerzas aquella descabellada idea.
—¿Por qué agitas la cabeza de ese modo? —preguntó Arcones.
—Me duele.
—¿Nadie sabe dónde está ella?
—No.
—¿Ha huido?
—Al parecer no ha dormido allí; la doncella he encontrado esta mañana su cama sin deshacer.
—Pues hay que encontrarla como sea. Ponte de acuerdo con Gomes para montar el dispositivo de búsqueda, y avisa a otras patrullas de la zona. Habrá que hacer un registro en Villa Giralda.
—Ahora mismo —dijo, haciendo ademán de marcharse él también.
—¿Adónde vas? Ni se te ocurra aparecer tú por allí, pues de lo contrario sospecharían que eres policía.
—¿Y qué importa ya?
—¿Estás loco? ¿Quieres echar a perder toda la operación?
—Tienes razón, perdona.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Nada. Ya te he dicho que no he dormido bien.
—Voy a decirle a Gomes que salga de la sala para que vaya con Antunes a Villa Giralda, mientras Mora y yo proseguimos con los interrogatorios a ver si averiguamos algo más. Tú mantenme informado de todo. Y haz el favor de descansar esta noche.
En la misma silla de madera y mimbre que ocupaba hacía un instante el ama de llaves había sentada ahora una mujer menuda y pelirroja, de unos veinticuatro años, que había penetrado insegura y trémula en la sala. Nada más sentarse, una invisible descarga de mil voltios pareció sellarla al asiento como si estuviese en la misma silla eléctrica. Arcones consideró natural su elevada excitación, dado que era la primera vez que la joven acudía a una comisaría de policía para declarar como testigo en un caso que solo la policía calificaba de asesinato. Era Luisa, la segunda doncella.
—Veamos, señorita, ¿quiere usted relajarse?
—Lo siento, señor, pero estoy muy nerviosa.
—Solo le haré unas preguntas sencillas. La primera: ¿vio algo extraño aquella tarde en Villa Giralda?
—¿Extraño…?
—Sí, algo que llamase especialmente su atención.
—Bueno, aquella tarde no, pero unos días antes tal vez sí.
—Dígame qué…
—Vi a don Juanito jugar con don Alfonsito.
—¿Y qué tiene eso de raro?
—Bueno, jugaban con una pistola, escondidos entre los setos del jardín, aprovechando que los señores atendían a sus invitados durante una recepción.
—¿Y qué hizo usted?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—No me atreví a contárselo a nadie.
—Pero una persona responsable lo hubiese hecho. Y de haber cumplido usted con su obligación, probablemente no estaríamos ahora aquí interrogándola sobre la muerte del infante.
—Tiene usted razón. Perdóneme… —imploró, sollozando.
—No soy yo quien debe perdonarle por algo que ya no tiene remedio. Responda ahora: ¿observó alguna otra cosa extraña en Villa Giralda?
Luisa frunció el entrecejo antes de contestar:
—Tal vez le interese saber también que vi a una de las institutrices salir una madrugada de Villa Giralda.
—¿A qué hora?
—Alrededor de la una.
—¿Quién era?
—Nicole Houlés.
—¿La profesora de francés?
—Sí, ¿la conoce?
—Está citada también a declarar.
—Buena chica, pero un poco rara, la verdad.
—¿Por qué?
—Habla muy poco, y a veces parece algo triste.
—¿Regresó esa misma madrugada?
—Supongo que sí, porque al día siguiente volví a verla desayunando en la cocina.
—¿Era la primera vez que se ausentaba sin avisar?
—No. Recuerdo que las pasadas Navidades también lo hizo. Fue la misma noche en que el príncipe regresó de su travesía a las islas Berlenga. Al sentir de madrugada pasos por las escaleras, me asomé al pasillo y la vi salir de nuevo por la puerta principal y cerrarla sin hacer ruido.
—Gracias, señorita.
—¿Ya hemos terminado?
—Solo de momento.
Le tocó el turno a continuación al mayordomo de Villa Giralda, Alfredo Newman, un hombre que jamás pronunciaba una palabra más alta que otra. Era tan diplomático con las mujeres que, sabiendo que el único secreto que solían guardar era el de los años que tenían, solo se acordaba de su cumpleaños pero nunca de su edad. Llevaba una chaqueta beige de solapas estrechas con un pañuelo en el bolsillo superior, y en la mano un sombrero hongo semiesférico de fieltro con el ala redonda. Caminaba erguido, como si en lugar del mayordomo fuese el verdadero amo.
—Veamos, señor Newman, ¿fue usted quien puso la llave en la cerradura del secreter para que la cogiesen los infantes? —inquirió Arcones.
—Eso de ninguna manera —dijo él sin levantar la voz.
—Si no fue usted, ¿quién la colocó allí?
—No tengo ni idea.
—¿Tampoco sospecha de nadie?
—Pues no.
—¿Quién podía tener interés en asesinar al infante?
—¿Asesinar, dice? Que yo sepa, ha sido un accidente.
—¿Por qué está tan seguro?
—Bueno, se explica todo muy claramente en el comunicado de la Secretaría de los condes de Barcelona.
—¿Qué está tan claro para usted?
—Que la pistola la manejaba Su Alteza don Alfonso y que se le disparó accidentalmente.
—¿Recuerda que hace ocho años intentaron matar al príncipe?
—Algo oí comentar en su día.
—¿A quién?
—Al señor, creo.
—¿Cree…?
—Estoy seguro.
—Entonces no le extrañaría que alguien quisiese matarle ahora también.
—Pero el que ha muerto ha sido su hermano pequeño, y tras un desgraciado accidente.
—¿Qué hizo cuando sonó el disparo?
—No lo oí.
—¿Está sordo acaso?
—Estaba en el jardín.
—¿Y qué hacía en el jardín casi de noche? ¿No me diga que podando los rosales…?
—Salí un momento para respirar un poco de aire fresco.
—Oiga, con semejante coartada alguien que robase un simple mendrugo de pan estaría ya en la cárcel.
—¿Adónde pretende llegar?
—Quiero que me diga por qué estaba solo en el jardín. Porque estaba solo, ¿verdad?
—Sí que lo estaba, y ya le he dicho por qué decidí salir.
—¿No vio entonces a don Juan regresar a Villa Giralda antes de lo previsto y subir corriendo las escaleras?
—Le vi entrar, pero le digo que no oí el disparo.
—Pero si él lo oyó al abrir la puerta, usted debió oírlo también.
—Le digo que no; yo estaba a unos veinte metros de la entrada y le insisto en que no lo oí.
—Supongo que al menos entraría en algún momento en la casa… ¿o permaneció como si tal cosa en el jardín?
—Entré al ver a la doncella Angélica salir a mi encuentro. Solo entonces supe lo que acababa de suceder.
—Basta por hoy.
—¿Quiere decir que aún no ha terminado conmigo?
—Es posible que vuelva a interrogarle.
A mediodía, el sargento Gomes y el cabo Antunes procedieron a registrar la habitación de Nicole en Villa Giralda. Durante casi una hora buscaron afanosamente alguna pista que les condujese hasta el paradero de la profesora de francés. Removieron los cajones de su cómoda y de la mesilla de noche, abrieron el armario para registrar uno a uno sus vestidos y abrigos, bajaron del altillo una maleta de piel de vaca que luego comprobaron que estaba vacía, lo mismo que una bolsa de viaje, rebuscaron entre las cajas de zapatos e incluso dentro del neceser de aseo… La institutriz conservaba todas sus cosas en orden, como si no hubiese tenido intención alguna de escapar.
—Mira esto —dijo al fin Antunes, entregando a su jefe un billete alargado.
—Es del tranvía —comprobó Gomes—. ¿Dónde estaba?
—En este bolso de piel.
—Lleva fecha de ayer, domingo. «Origen: Estoril; destino: São João» —leyó en voz alta—. Un trayecto corto.
—Aguarda un momento: aquí hay otro igual —añadió el cabo, sacando el nuevo billete del bolsillo interior de un abrigo—. Es el mismo recorrido y corresponde justo al domingo anterior.
—Hummm. Resulta extraño. ¿Qué hacía esa mujer en São João en dos días festivos consecutivos? Debemos informar enseguida al teniente Da Costa.
Da Costa hizo aquella tarde la misma ruta que Nicole el día anterior.
Durante el recorrido, preso de la tensión y de la nostalgia, recordó la primera vez que la vio en Villa Giralda, y se dijo: «¡Qué rostro más bonito!». Al día siguiente volvió a contemplarla con ojos desorbitados descendiendo tan lentamente por las escaleras que casi parecía que no se estuviese moviendo. Su refinado talle y sus piernas bien torneadas se mecían en un suave balanceo desafiando la ley de la gravedad. Al tercer día pensó ya en ella; al cuarto se habituó a pensar en ella. Y al cabo de seis meses se convenció de que aquella mujer había sido creada solo para él. Estaba seguro de que de esta manera solía decidirse el destino de los hombres y se despertaban amores mortales.
Antes de llegar a su destino, mostró al conductor del tranvía una fotografía de Nicole.
—Lo siento, señor, pero no la conozco —se disculpó el chófer.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Pero ella realizó ayer este mismo recorrido.
—Debió de hacerlo con mi compañero Antonio, pues yo libro los fines de semana.
—¿Dónde puedo encontrarle?
—Supongo que en el bar de la estación.
—Gracias, amigo.
Antonio reconoció poco después a Nicole nada más ver su retrato.
—Es imposible olvidar una cara tan bonita… —Suspiró como un viejo verde sentado a la barra, sorbiendo un moscatel de Setúbal.
—Sí que lo es —ratificó Da Costa, melancólico.
—Todos los domingos ella se sube en Estoril para ir a São João —indicó el conductor sin apartar sus ojos brillantes de la fotografía.
—¿Y qué la lleva hasta allí?
—Alguna vez la he visto entrar en el colegio Amor de Deus, justo enfrente de la última parada.
—¿En domingo?
—Es posible que conozca a alguna monja allí.
De camino a la Escola das Religiosas do Amor de Deus, perteneciente a la congregación fundada por el sacerdote español Jerónimo Usera en Toro (Zamora), Da Costa albergó la esperanza de encontrar allí alguna pista que le condujese hasta la sospechosa en que se había convertido Nicole tras su inexplicable desaparición. ¿Qué poderosa razón le había impedido acudir al interrogatorio policial? ¿Estaría en un grave aprieto, necesitada de su imperiosa ayuda? El agente se apeó del tranvía en la última parada, sufriendo en silencio. Divisó al otro lado de los raíles el edificio del colegio dependiente de la feligresía de São João de Estoril y, en última instancia, del Ayuntamiento de Cascais.
Cruzó la avenida y se detuvo ante una verja exterior de hierro forjado, cuyo timbre pulsó enseguida. Una monja le invitó a entrar amablemente, recorriendo junto a él los cuidados jardines, con unos columpios y una hermosa fuente de angelitos de piedra desde donde se percibía el intenso rumor del mar embravecido.
Pasaron finalmente a una salita, junto a la entrada, desde cuyas vidrieras empañadas se divisaba al fondo la playa de la Poza con sus olas rugientes.
—Usted dirá, señor agente —señaló sor Teresa, la madre superiora.
Da Costa había telefoneado previamente al colegio solicitando una cita urgente con ella.
—Busco a esta mujer —repuso él, enseñándole su fotografía.
—La conozco… —asintió la religiosa.
—¿La conoce?
—Sí. Es Nicole Houlés, la madre de Paula.
—¿Paula…? Pero ¿Nicole tiene una hija?
—Verá, es una larga historia que ahora no voy a contarle.
—Entiendo… ¿Sabe dónde puedo encontrar a Nicole?
—Me consta que vive en Villa Giralda, la residencia de los condes de Barcelona.
—¿Y no conoce alguna otra dirección suya anterior?
—Acompáñeme, por favor. Veré si puedo ayudarle.
Salieron al vestíbulo. Unos metros más allá, la madre superiora abrió un portón que daba acceso a una gran sala con una pequeña capilla al fondo.
—Lo llamamos el «Salón de Acogida», porque los nuevos alumnos hacen aquí sus primeros contactos con los más veteranos. También juegan en este lugar los niños cuando llueve demasiado y el patio se inunda —explicó sor Teresa.
—¡Madre Superiora! —exclamó una niña rubia con dos coletas, que acababa de irrumpir en el salón. Aparentaba unos once años.
—¿Quién es esta personita? —preguntó Da Costa.
—Paula, saluda al señor.
La niña se acercó al policía y le besó en la mejilla.
—Eres muy guapa, Paula, como tu madre… —dejó escapar Da Costa.
—¿La conoce, señor?
—Sí.
—Bueno, ya puedes regresar con tus compañeras —indicó la directora.
La niña salió corriendo en dirección al patio.
—Usted espéreme aquí un momento —dijo al policía.
Poco después, la monja volvió con una ficha en la que constaba una dirección.
—Anote usted, si es tan amable: Rua São João da Praça número 102, en el barrio de Alfama. Es el domicilio que Nicole nos facilitó antes de trasladarse a Villa Giralda.
Da Costa vio el cielo abierto. Acostumbrado al tranvía, volvió a cogerlo para regresar al centro de Lisboa. Mientras recorría las estaciones, decidió que subiría también al tranvía 28 —«el eléctrico», como lo llamaban— en la Rua da Conceição, para dirigirse directamente hasta Alfama, donde debía apearse en la Rua de São Tomé, pegada al imponente Mirador das Portas do Sol.
Conforme el vagón serpenteaba como una boa gigante por las callejuelas de Alfama, Da Costa tuvo la sensación de que las fachadas de las casas se encogían hasta el punto de poder rozarlas con las puntas de los dedos asomados por la ventanilla. El mirador era un privilegiado balcón cenital instalado en lo más alto de una colina desde la que Da Costa pudo contemplar poco después los enjambres de casas del barrio más antiguo de Lisboa; un inmenso arrabal de origen medieval que ofrecía una extraordinaria panorámica del estuario del Tajo, la inmensa desembocadura que bañaba el borde de la ciudad.
Alfama sabía a fado.
Pero, por desgracia, la hermosa vista colina abajo nada tenía que ver con el desolador panorama a la altura de su mirada: un descampado salpicado de charcos de barro y basuras, escombros, algún mueble desvencijado, cascos de botella, suelas de zapatos extraviadas y hasta hojas de afeitar oxidadas. Un auténtico estercolero convertido en paraíso de borrachos, vagabundos y drogadictos. Da Costa sabía que aquella zona era muy peligrosa. Algunos asesinos se pudrían en las cárceles tras ser detenidos en reyertas registradas en aquellos cenagales. El agente avanzó cautelosamente hacia las dos únicas casas que había alrededor, consciente de que su sombrero Fedora podía delatarle. Caminaba balaceándose ligeramente con la mano derecha sobre el pecho, acariciando el arma reglamentaria oculta tras la americana, que a punto estuvo de desenfundar cuando un gato callejero se le cruzó como una flecha delante de sus narices y desapareció tras unas ruinas. Fue entonces cuando oyó los gritos desgarradores de una mujer asomada a la ventana, que miraba hacia arriba: «¡Te has vuelto loco! ¡No le dispares…!».
Era Nicole, la mujer a la que él amaba. Mascando el peligro y la angustia, el policía empuñó esta vez la pistola, pero el individuo apostado en la azotea fue más rápido que él con su rifle de repetición. Echado cuerpo a tierra, mientras el francotirador le rociaba con sus balas, Da Costa venció su primer impulso de salvar a Nicole como fuera; pensó en lo que haría un buen policía en su caso: pedir refuerzos. La vida de Nicole era demasiado preciosa para arriesgarla con un asalto incierto. Sabía de sobra que el factor sorpresa resultaba crucial en cualquier operación de ese tipo. Ignoraba también si el delincuente tendría cómplices dentro de la casa. ¿Quién podía asegurarle además que aquel indeseable, viéndose acorralado, no dispararía finalmente sobre Nicole?
Aguardó a que el agresor vaciase el cargador para reincorporarse súbitamente del fango y echar a correr en busca de ayuda. No había tiempo que perder. Debía llegar cuanto antes al local de fados que había visto mientras subía en el tranvía, a unos quinientos metros de allí. Poco después, penetró resoplando en el establecimiento situado en una calleja sin salida, tras unos muros medievales. El vino y el licor de cerezas, la dulce Ginjinha, corrían sin cesar por la barra y las mesas mientras una cantante escenificaba con pasión un bello fado.
Da Costa levantó el auricular del teléfono, y escuchó al otro lado la voz de Arcones, a quien dijo telegráficamente:
—Necesito refuerzos de inmediato. Acaban de dispararme, pero estoy bien. Creo que ya sé dónde está Nicole…