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Chaillot, Da Costa y Mora acudieron juntos al encuentro con el antiguo compañero de penal de Raymond Borniche.

Mientras se dirigían a su domicilio a bordo del Renault Dauphine azul del policía francés, repasaron entre los tres el historial delictivo de Borniche-Palacios hasta su confinamiento en la Isla del Diablo.

—Veamos —dijo Mora, examinando el contenido de una carpeta con el membrete de la policía gala—, en la década de los treinta rompió sus últimas vinculaciones con la causa anarquista, incluso con la corriente ilegalista.

—No necesitaba ya ninguna excusa para dedicarse a la vida criminal —observó Da Costa.

—Tenemos la certeza de que planeó los asesinatos de Gonzalo y Alfonso de Borbón.

—Los odiaba a muerte —corroboró Chaillot, al volante.

—Por aquel entonces —prosiguió Mora—, según indican las fuentes policiales, frecuentaba el café La Rata Muerta, en la plaza Pigalle. Palacios, ducho ya en el arte de matar, se ganaba la vida con lo que mejor sabía hacer: el asesinato. Alquiló sus servicios como sicario a hombres de negocios, políticos o reyezuelos del hampa deseosos de liquidar a cualquier rival.

—Por lo que aquí leo —dijo Da Costa, con el expediente ahora en sus manos—, tenía fama de actuar con un arrojo y una precisión deslumbrantes. Sus servicios cotizaban al alza. Fue detenido tras asesinar en el garaje de su apartamento, en el centro de París, al agregado de negocios de la Embajada soviética. Una llamada telefónica de un denunciante anónimo alertó a la policía antes de que Borniche pudiese abandonar el escenario del crimen. Nunca se supo quién la realizó. Fue condenado a cadena perpetua y trasladado al penal de la Isla del Diablo, en noviembre de 1938.

Los tres policías llegaron al lugar de la entrevista, un discreto apartamento situado en la parte más baja del barrio de Montmartre, recostado en una colina; se encontraba en la zona de las plazas Blanche y Pigalle, cerca del café que solía visitar Borniche años atrás y del célebre Moulin Rouge. Albert Herriot, como se llamaba el antiguo convicto, se había convertido en un escritor de cierto renombre en determinados círculos bohemios de la capital. Curiosamente, al contrario que otros artistas que huyeron espantados de aquel barrio cuando se hizo más concurrido, Herriot encontraba allí su inspiración, rodeado de locales de diversión y espectáculos, que sin duda debió de echar en falta durante su sórdido cautiverio en la Isla del Diablo.

—Buenos días, caballeros —saludó el escritor con una leve sonrisa, que dejó al descubierto una deteriorada dentadura con una sola paleta en el centro.

Su rostro macilento era una tela de araña de finas arrugas, que mostraba las huellas de enfermedades infecciosas y parasitarias a las que milagrosamente había sobrevivido. Tenía menos de cincuenta años, pero las penalidades sufridas durante su encierro le habían pasado factura. Era un hombre menudo y calvo, con unas gafas redondas sobre un caballete casi rectilíneo, y llevaba puesta una camisa blanca y un pantalón grisáceo cuyos pliegues cubrían ligeramente sus zapatos de gamuza azul.

Se quejaba a menudo de algún dolor localizado sobre todo en los huesos y en las articulaciones, que, a juzgar por la terrible humedad padecida en sus años de cautiverio, debían ser ya casi de cristal.

—Díganos, monsieur Herriot: ¿qué trabajo tiene usted ahora entre manos? —preguntó Chaillot, sentado junto a Da Costa y Mora en un cómodo tresillo en tono ocre.

—Estoy corrigiendo las pruebas de un libro sobre la historia del sistema penal francés —repuso el aludido, desde un sofá del mismo color.

—Vaya, ¿aún le quedan ganas de escribir sobre ese tema?

Era evidente que Herriot, por su gesto circunspecto, reservaba las ironías para la literatura. Apercibido de ello, Da Costa buscó un vericueto para indagar sobre su historial académico.

—¿Dónde estudió, señor Herriot?

—Me licencié en Literatura en la Sorbona.

—¿Y encontró trabajo fácilmente?

—Desde joven publicaba ya en revistas literarias y escribía artículos políticos en diarios de izquierdas.

—Sabemos que se afilió a la Sección Francesa de la Internacional Obrera —indicó Mora, que se defendía muy bien en francés.

—Mi propia militancia obrera me llevó a acudir en 1935 a una manifestación contra el activismo de las ligas de extrema derecha. En los choques posteriores se produjeron graves incidentes con miembros de Action Nationale. Hubo incluso varios muertos, y a mí me acusaron de matar de un disparo a uno de mis rivales políticos.

—¿Lo mató usted de verdad? —inquirió Da Costa.

—No, pero eso ahora da igual.

—Tal vez para su conciencia, no.

—Soy inocente, si realmente le interesa conocer la verdad. Desde luego, al juez que me condenó a veinte años de prisión le importó un bledo que lo fuese. Simplemente me envió al infierno, creyéndose para ello el Juez Supremo.

—Île du Diable —pronunció Chaillot—, un penal tristemente conocido por su brutalidad, a once kilómetros de la costa de la Guayana francesa, en la más pequeña de las tres Islas de la Salvación. Casi el noventa y cinco por ciento de su territorio está cubierto por una densa selva amazónica surcada…

—Mire usted —le interrumpió el escritor—, por mí puede ahorrarse las descripciones. La orografía me la trae floja. Solo puedo asegurarle que de los más de ochenta mil prisioneros confinados allí a lo largo de los años, la mayoría de ellos nunca volvieron a ser vistos. Desaparecieron de la faz de la tierra, como fantasmas encadenados. Las condiciones sanitarias brillaban allí por su ausencia y el maltrato diario al que nos sometían era atroz. El penal albergaba a todo tipo de prisioneros, desde asesinos a criminales políticos. La única forma de escapar de allí era a bordo de un bote, y luego debía superarse una selva impenetrable, por lo que muy pocos convictos lograron huir. Algunos como yo tuvimos la inmensa suerte de que el penal se clausurase en 1946 y pudimos regresar a Francia.

—Pero Raymond Borniche o Michel Palacios, como quiera llamarse, logró escapar de allí él solito —recordó Mora.

—Le conocí precisamente después de uno de sus muchos intentos de fuga. En realidad todo el mundo le apodaba Tarántula. Era una persona muy poco comunicativa, que apenas hablaba de su pasado. Pero después de casi un año de confinamiento en solitario, incluso un hombre como él tuvo ganas de intercambiar algunas palabras conmigo.

—Y usted aprovechó para enterarse de cosas…

—Me contó que, a las pocas semanas de llegar, intentó escapar por primera vez con otro preso. Robaron una balsa con intención de llegar hasta Surinam. Durante la travesía fueron atacados por los tiburones, que estuvieron a un tris de voltear la barca. Pero fueron capturados y enviados de vuelta a la colonia penal.

—¿Le contó Borniche algún otro intento de fuga?

—Hubo otro poco después del primero. Esa vez robó una canoa junto con otros nueve hombres. La canoa zozobró luego en el río Maroni, ya en la parte del Surinam, y tuvieron que refugiarse en la jungla. Durante el viaje, tres de los hombres fueron asesinados en circunstancias nunca aclaradas. Finalmente fueron entregados por una tribu local de indios a las autoridades holandesas, que los devolvieron a su vez a las francesas.

—Supongo que el castigo, después de haber intentado escapar, sería durísimo.

—Tuvo que soportar continuas palizas, aislado por completo de sus compañeros. Hasta que un día, harto de que el guardián se cebase con él, le arrebató su porra reglamentaria y no paró de golpearle con ella en la cabeza hasta ver esparcidos sus sesos por el suelo. Tarántula fue trasladado de isla en isla, en condiciones cada vez más penosas.

El relato de Albert Herriot resultaba escalofriante, incluso para los mismos policías que habían contemplado hacía poco el cadáver salvajemente torturado del cirujano Ludovic Dubois; aunque Da Costa y Mora, a diferencia de Chaillot, lo hubiesen hecho solo en macabras fotografías.

—Veo que Borniche tiene más vidas que un gato —comentó Da Costa, admirado.

—Su resistencia era sobrehumana. Sufrió desnutrición severa, lo que le produjo secuelas de por vida. Para empezar, una osteoporosis de caballo, como la mía, con todo el sufrimiento que ello conlleva: incluso recostado en la cama, llegaban a crujirte los huesos desde los pies hasta la cabeza; y luego anemia, intestino corto, debilidad muscular con calambres recurrentes, fuertes dolores de cabeza, problemas de erección… Pero en su caso, perdió además todos los dientes. Profundas cicatrices surcaban su maltrecha espalda, pues le azotaban con látigos de cuero mojado. Jamás se quejó mientras era torturado, nunca emitió un solo gemido ni pronunció una mísera palabra.

—Después de todo, ningún demonio tuvo tanto empeño como él en salir de aquel infierno —observó Mora.

—Tras su tercer intento, fue castigado varios meses con pena de aislamiento en la isla de Saint-Joseph, tétricamente apodada por los convictos como «la devoradora de hombres», donde era casi imposible sobrevivir.

—Pero él lo consiguió…

—Tuvo suerte, porque su encierro allí se produjo días antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Tras el estallido de la guerra, el castigo por intento de fuga fue elevado a la pena de muerte por considerarse que además existían cargos de traición. De hecho, entonces se creía que si alguien trataba de escapar era para unirse al enemigo.

—Y al volver de su aislamiento fue cuando usted le conoció, ¿no es así?

—Efectivamente. Poco a poco me di cuenta de que aquel hombre estaba hecho de una pasta muy distinta de la de cualquier ser humano. A Tarántula le impulsaba un sentimiento de venganza hacia la persona que, según él, le había delatado, el mismo que le había encargado el asesinato del diplomático bolchevique. Por encima de todo quería huir para volver a Europa y ajustar cuentas con él a su modo.

—¿Sabe usted cómo logró huir finalmente de la Isla del Diablo?

—En junio de 1940, Palacios, Borniche o Tarántula, lo mismo da, se hizo a la mar con otro preso llamado Jacques en un barco que habían fabricado en secreto. Tarántula convenció a su compañero para que huyese con él de la isla. El mismo día llegaron a Trinidad, donde las autoridades británicas decidieron no entregarles a los franceses. Y continuaron el viaje. Después de pasar dieciséis días y noches flotando a la deriva, Tarántula alcanzó tierra en una playa de Colombia.

—¿Borniche solo? ¿Y su compañero…?

—De su compañero Jacques no se volvió a saber nada. Se rumoreó que Borniche se lo llevó premeditadamente para asesinarle y utilizar su cuerpo como alimento durante la larga travesía que le esperaba por mar.

—¿Quiere decir que Borniche era un caníbal?

—No estoy seguro de que se merendase a su compañero, pero si lo hizo fue seguramente para sobrevivir. Él adujo que Jacques se hundió en las fangosas arenas movedizas de una ciénaga.

—¿Y qué iba a decir, si en realidad se lo había ventilado tras hacerle picadillo?

—Después de que los nativos le robasen la ropa, Tarántula llegó al poblado minero de Santa María, donde un general del ejército colombiano le alimentó, al mismo tiempo que se lo notificaba al cónsul francés y le encerraba en la prisión militar. A la espera de ser deportado, se ganó la simpatía de un periodista local, que con ayuda de uno de los carceleros le ayudó a escapar, a condición de que le narrase su terrible odisea para publicar luego la exclusiva en su periódico.

Albert Herriot aludía al diario El Espectador, el más antiguo de Colombia, fundado en 1887. Debía el nombre de su cabecera a la gran admiración que su creador, el empresario local Fidel Cano Gutiérrez, profesaba al escritor Victor Hugo, quien colaboraba en Francia en un diario con la misma denominación. Herriot conservaba un ejemplar del periódico donde se incluía el reportaje sobre la increíble huida de Raymond Borniche.

—¿Qué hizo después? —preguntó ahora Da Costa, relevando a Mora, que seguía el relato de Albert Herriot con mayor atención incluso que cualquiera de las aventuras de Julio Verne, su escritor favorito.

—Tarántula escapó hacia el norte, robando varias canoas de los nativos en su huida, y llegó hasta Panamá, donde pasó varias semanas reponiéndose con la tribu de los indios Kuna. Y de allí se supone que se las arregló para tomar un barco de regreso a Europa. Aunque otros aseguran que se ahogó y que su cadáver sirvió de pasto a los tiburones.

—¿Y usted qué cree?

—Soy escritor. Creo que las leyendas no pueden morir.

—Una última curiosidad, monsieur Herriot: ¿por qué a Borniche le apodaban Tarántula? —concluyó Chaillot.

—Porque tenía un bicho como ese en su celda y disfrutaba alimentándolo con insectos vivos. También por la similitud en su proceder: la tarántula, al igual que Borniche, iba tejiendo con suma paciencia una gran red mientras se ganaba la confianza de sus presas; luego las atrapaba, inyectándoles su veneno, para devorarlas lentamente.

El principal sospechoso de la muerte de Dafne era Philippe, el chico con el que salía la infortunada joven desde hacía pocas semanas.

Había sido la propia Mafalda, todavía sin reponerse del tremendo golpe, la que avisó directamente al comisario Leblanc, quien, como buen amigo de su padre, dispuso que se la interrogase en su domicilio familiar. Mafalda conocía al comisario desde niña. Más de una vez, él la había colocado sobre sus rodillas para jugar cariñosamente con ella. Siempre que iba a casa, Leblanc se encerraba luego con su padre en el salón para charlar de sus cosas.

El comisario acudió ahora allí acompañado de Da Costa, Chaillot y Mora.

—¿Sabe usted, señorita, por qué Philippe no estuvo en el entierro de su amiga Dafne? —preguntó el teniente portugués.

—Ni idea.

—¿Considera que tenía algo que ocultar? —añadió Mora.

—Tampoco lo sé.

—¿Le cree capaz de haber matado a Dafne? —inquirió Chaillot.

Mafalda se mostraba algo aturdida ante la catarata de preguntas que no sabía muy bien cómo contestar.

—Calma, Mafalda, tómate el tiempo que necesites para responder —dijo Leblanc en tono conciliador.

—La verdad es que apenas conozco a Philippe —alegó ella—. Nos vimos solo en dos ocasiones en las que salimos a tomar copas y a escuchar algo de jazz. De modo que no sabría decirles cómo es él en realidad. Únicamente sé que Dafne se encaprichó con Philippe. Le atraía mucho su aire existencialista.

—¿Quién pudo querer asesinarla? —indagó Da Costa.

—Cualquiera sabe. Pero tal vez la confundieran conmigo.

—¿Cómo dice, señorita?

—Verá usted, yo le propuse a Dafne hacerme pasar por ella para que el preceptor del príncipe Juan Carlos no pudiera reconocerme, mientras estaba con él en Zaragoza. A Juanito le habían prohibido escribirme, llegando incluso a retirarle mi retrato de su escritorio. Al parecer, Franco se oponía a nuestra relación. Tras dos semanas sin recibir carta suya, me llegó por fin una a través de un amigo suyo de la Academia. Al abrir el sobre, supe que era Juanito quien me escribía. Me explicaba todo lo sucedido, citándome para vernos en Zaragoza. Me aconsejó que cambiase de aspecto por las razones que ya le he indicado. Así que le dije a Dafne que me teñiría el pelo de negro y me lo cortaría como ella; le pareció una idea muy divertida y, para sorprender a Philippe, ella decidió adoptar a su vez mi aspecto.

Tras la entrevista, la policía se preguntó si la muerte de Dafne podía estar relacionada con Cornelius. ¿Era factible, como había sugerido Mafalda, que el criminal hubiese tratado de asesinar a Dafne creyendo que era en realidad su amiga?

Localizaron a Philippe en su casa. Tras enterarse de la muerte violenta de Dafne, el joven no se había atrevido a dar la cara. Se lo contó a su hermana Anastase, quien le aconsejó declarar antes de que le detuviesen. Pero Philippe, tras prometerle a su hermana que él no había tenido nada que ver en el feo asunto, pensó que tal vez no lo relacionasen con él. Y se equivocó.

Philippe fue detenido finalmente y trasladado a la comisaría, donde Chaillot, Da Costa y Mora se encargaron de interrogarle.

—Sabemos que usted había quedado en verse con Dafne aquella noche —dijo el primero.

—Pero, esa misma tarde, mi hermana me dio el recado telefónico de que Dafne no podría venir y de que en su lugar acudiría Mafalda porque tenía algo interesante que contarme. No le di importancia, la verdad.

—¿Dónde estuvo usted?

—Me fui solo al cine.

—¿Solo?

—¿Le parece extraño?

—No es muy habitual.

—Decidí que, si no podía salir aquella noche con Dafne, me aburriría menos en el cine que en mi casa.

—¿Y qué película vio?

Bob le Flambeur

—De Jean Pierre Melville… No está mal —celebró Chaillot.

—¿Conserva la entrada? —preguntó ahora Mora.

—Es posible… Sí, aquí la tiene —dijo tras sacarla del bolsillo de su abrigo.

—De todas maneras, aún tuvo tiempo de quedar más tarde con ella.

—Después del cine me fui a tomar copas con varios amigos a uno de mis sitios habituales.

—¿Qué sitio?

—El Deux Magots, en Saint-Germain-des-Près.

—¿Y se olvidó de su cita con Mafalda?

—Completamente.

—De modo que no le comentó a nadie que había quedado con ella.

—No recuerdo haberlo hecho. Tomé varias copas. Aunque, ahora que me lo pregunta, tal vez se lo dijese a Alain, que apareció poco después por el local. Como él estaba muy interesado en Mafalda, puede que le comentase algo. Creo recordar también que Alain se marchó enseguida. La verdad es que no había pensado en todo eso hasta ahora.

Esta vez le tocó preguntar a Da costa:

—¿Qué puede decirnos sobre Alain?

—Le conozc desde hace poco tiempo; ni siquiera sé cómo se apellida. Aunque una vez estuve en su piso.

—¿Dónde vive?

—No lo recuerdo.

—Tranquilo —le dijo Da Costa, viéndole alterado.

—Lo siento.

—¿Qué más puede decirnos de ese chico?

—Es algo extraño y reservado a veces, pero compartimos intereses: la música, el cine, tendencias políticas radicales, la estética existencialista…

—¿Estudia en la universidad?

—No, y creo que tampoco trabaja. Aunque asistía a unos seminarios de una fundación; a veces me hablaba de ello.

—¿Cómo se llama la fundación?

—Solidarité Universelle.

—Muy conocida en París.

—Creo que asistía a unas clases de política, un estudio sobre las nuevas tendencias ideológicas o algo así.

Philippe recordó finalmente la dirección de Alain, donde los policías comprobaron que no había ni un alma, en vista de lo cual se dirigieron a la Fundación Solidarité Universelle.