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Da Costa reconoció a la mujer que cantaba sobre el escenario. Al principio le pareció mentira que pudiese ser Amália Rodrigues en persona, a quien llamaban con toda justicia «la Reina del Fado»; la misma que había actuado con Imperio Argentina y conocido al torero Manolete antes de que este recibiese la cornada mortal al entrar a matar al miura Isleño.

Amália Rodrigues interpretaba en aquel instante Tudo isso é fado (Todo eso es el destino), estrenado con gran éxito el año anterior, mientras su marido Francisco da Cruz la acompañaba a la guitarra portuguesa de madera de abeto y doce cuerdas metálicas.

Almas vencidas

noches perdidas

Sombras bizarras

en la Mouraria

Canta un rufián

lloran las guitarras

amor, celos

cenizas y lumbre

dolor y pecado

Todo eso existe

Todo eso es triste

Todo eso es el destino.

—¿Le sirvo un Oporto blanco bien frío, señor? Como le ponga algún licor va a echar usted fuego por la boca, como un dragón… —dijo el camarero, advirtiendo que Da Costa no paraba de sudar como un chivo acodado en la barra, pero ignorando que tenía también un nudo en la boca del estómago porque había visto a la mujer a la que amaba y encima acababan de dispararle.

—¿Oporto…?

—Perdone que me entrometa, pero es usted policía, ¿verdad?

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, el sombrero y la gabardina…

—Sí, soy policía y ya sé que no debería beber alcohol estando de servicio.

—Tampoco le vendría mal tomarse una copita, hombre.

—Está bien, sírvamela.

—¿Busca a alguien?

—A un sujeto peligroso que vive a medio kilómetro de aquí.

—¿En una casa abandonada?

—Tiene toda la pinta.

—Barbosa.

—¿Se apellida así?

—Jorge Barbosa… o vaya usted a saber cómo se llama en realidad. Ese sujeto tiene atemorizado a medio Alfama. Bebe demasiado, por no decir otras cosas… Tenga mucho cuidado con él.

—Lo tendré.

Da Costa vio entrar en aquel instante al brigada Julio Mora y parpadear las luces del coche patrulla a través de las cristaleras.

—Cóbreme, por favor —dijo al camarero.

—No me debe nada. Solo le deseo que conserve intacto el pellejo.

—Gracias, amigo.

Da Costa se puso al volante del Chrysler verde con Mora a su lado, rumbo a la casa abandonada.

—No estarás herido, ¿verdad? —dijo el brigada.

—No, pero ese energúmeno por poco me mata con su rifle.

—A ese cabrón me lo cargo yo.

—Tranquilo, Mora. Vamos a necesitar nervios de acero para atraparle.

—¿Y la mujer?

—A ella le debo la vida. Si no fuera por sus gritos, ese granuja me habría dejado como un colador.

—Varios coches patrulla están ya de camino.

—Pues entonces no tenemos tiempo que perder.

—Tú dirás…

—Creo que lo mejor será rodear la casa por detrás y entrar por la planta baja, rompiendo una de las ventanas.

—De eso me encargo yo.

—Pero déjame entrar a mí primero, mientras tú me cubres por la espalda.

—Está bien —asintió Mora con cierta resignación.

—En cuanto estemos dentro, yo me ocupo del individuo y tú de ella.

—¿Y por qué no al revés?

—Es mejor así.

Da Costa aparentaba seguridad en sus decisiones, pero en realidad su cabeza bullía como una olla a presión a punto de estallar: ¿estaba Nicole implicada en el sucio asunto, e incluso había tenido algo que ver con la muerte del infante? ¿Por qué había gritado para que Barbosa no le disparase? ¿Ocultaba acaso un turbio pasado del que formaba parte la pequeña Paula, a la que había conocido casualmente? Ahora le interesaba que Mora la protegiese, para que no resultase herida durante el asalto a la casa y pudiese dar luego todas las explicaciones necesarias.

—¿Cuestión de escalafón? —repuso Mora.

—Tómatelo como quieras, pero creo que es lo más acertado.

—¿Acaso piensas que soy incapaz de echarle el guante a ese canalla?

—Yo no he dicho eso, Mora. Procura no ser tan suspicaz.

Da Costa aparcó el vehículo a unos cincuenta metros de la casa, detrás de un muro de piedra que impedía divisarlo desde allí.

La pareja de policías caminó pistola en mano, bordeando la parcela, hasta alcanzar la parte trasera del edificio de dos plantas con azotea. Solo había luces encendidas arriba, donde debían de estar los dormitorios. Era ya de noche.

—¿Preparado? —preguntó Da Costa.

Mora asintió con la cabeza. Colocó unos trapos gruesos alrededor de la ventana para amortiguar el ruido de los añicos de cristal al caer al suelo, y apoyó sobre la luna todo el peso de su cuerpo presionándola simultáneamente con el puño enguantado para evitar lastimarse. El vidrio cedió enseguida.

Da Costa irrumpió en el salón y, tras comprobar que no había nadie, indicó a su compañero que entrase. Arriba se oían voces enérgicas. Nicole parecía enzarzada en una fuerte discusión con el hombre. Da Costa empezó a subir por las escaleras en penumbra, con Mora pisándole los talones. De repente, el salón se iluminó como si alguien acabase de encender una bengala. Los agentes se miraron desconcertados, comprobando que las paredes de la casa estaban desconchadas, lo mismo que el techo, salpicado de goteras que habían estropeado la tarima sobre la que había amontonados periódicos, ropa vieja y hasta latas de hojalata vacías, posiblemente de comida.

—Serán imbéciles… —masculló Da Costa, reparando en que los destellos de luz provenían de los coches patrulla enviados allí.

El resplandor de los faros alertó a Barbosa, que huyó precipitadamente por la azotea. Da Costa y Nicole cruzaron una mirada fugaz. El teniente salió en persecución del fugitivo, mientras Mora se ocupaba de ella.

—¡Alto, policía! —gritó Da Costa desde el tejado, encañonando al individuo con su pistola.

Antes de que pudiese disparar, el hombre saltó con la agilidad de un felino hacia un árbol frondoso por el que consiguió deslizarse hasta el suelo. Asomado a la azotea, el teniente fue incapaz en cambio de saltar. El grave accidente sufrido en el trapecio le había dejado otra secuela, además de su visible cojera: un vértigo incontrolable. Mora lo vio todo, y pensó que su superior era un cobarde de los que morían muchas veces antes de morir. Pero él sí que saltó, logrando apresar finalmente al fugitivo tras una auténtica carrera de obstáculos.

—Ahora te vas a enterar —le amenazó, tras inmovilizarle con una llave marcial para ceñirle las esposas con el rostro a un palmo del suelo.

Nicole pasó la noche entera en el calabozo. A la mañana siguiente, Arcones y Da Costa se dispusieron a interrogarla. La mujer tampoco había podido pegar ojo la noche anterior, de modo que su aspecto distaba mucho de ser modélico. Estaba despeinada, sin pintar y con unas ojeras violáceas muy acentuadas. Para colmo, había tenido que salir apresuradamente de Villa Giralda con lo puesto: un vestido de franela gris y paletó a juego, con un pequeño sombrero también gris, como el bolso. Pero aquella mañana solo conservaba puesto el traje arrugado y el bolso; todo lo demás se lo había dejado olvidado en el caserón de Alfama.

Pese a todo, Nicole mantenía incólumes todos sus encantos naturales: morena azabache, grandes ojos verdiazules, y metro setenta y cinco de estatura. Un auténtico bombón de treinta años cumplidos que había despertado incluso la libido del veterano conductor del tranvía que le llevaba cada domingo al colegio de su hija.

—Antes de nada, señorita, ¿quiere explicarnos por qué no compareció ayer a su citación en esta comisaría? —inquirió Arcones con gesto severo.

—Verá, señor, pensé que mi hija estaba en peligro y acudí en su auxilio a casa de ese indeseable.

Da Costa callaba, pero su rostro reflejaba su mundo interior, agrietado por el primer movimiento sísmico.

—¿Jorge Barbosa?

—Sí.

—¿De qué conoce usted a ese pájaro? ¿No sabe acaso que ha estado ya en la cárcel por tráfico de estupefacientes y proxenetismo?

—Sí, pero él me amenazó con que si no iba a verle esa misma noche mataría a mi hija Paula, asegurándome que la tenía en su poder —dijo ella, aún temblorosa.

Da Costa dejaba que Arcones interrogase a Nicole; su jefe conocía ya por él la existencia de la niña y los pormenores de su visita al colegio. Pero ahora imploraba angustiado, en silencio, que Nicole no estuviese implicada en los hechos.

—Díganos qué razón tenía él para hacerle creer que había secuestrado a su hija en la escuela.

—Se enteró de que la policía iba a interrogar al personal de Villa Giralda al día siguiente y me telefoneó para que fuese de inmediato a Alfama. Temía que le delatase si comparecía en la comisaría; sobre todo, porque la última vez ya le advertí de que nunca más volvería a pagarle un solo escudo.

—O sea, que la chantajeaba…

—Sí.

Da Costa volvió a sentir un terremoto en su interior.

—Ahora entiendo por qué salía usted de madrugada de Villa Giralda tratando de que nadie la viese.

—¿Cómo sabe usted eso? —repuso ella, sorprendida.

—Gajes del oficio, señorita.

—Pues sí. Cada semana, a veces cada dos, quedaba con Barbosa cerca de Villa Giralda para entregarle una cantidad de dinero.

—¿Por qué?

—Verá usted…

El rostro de Nicole se nubló. Parecía que la invadían recuerdos desagradables.

—¿Qué trata de ocultar?

—Algo espantoso, señor. Sé que viviré siempre con esa maldición… —sentenció, agorera.

—Desembuche.

—Es una larga historia…

—Pues empiece a contarla ya de una vez.

—Verá, soy francesa; nací en la ciudad portuaria de Cherburgo, en la península de Contentin. En marzo de 1944, ninguna muchacha que se preciase hubiese consentido por nada del mundo salir de paseo con un oficial alemán. Yo vivía con mis padres, que eran pescadores; mi hermano René estaba en París. Entonces era frecuente que los oficiales alemanes se alojasen en casas particulares como la nuestra. Un día llegó un capitán médico bastante joven, con su asistente, un prusiano grandote que se pasaba leyendo novelas policíacas todo el tiempo que le dejaba libre la tarea de abrillantar sus botas y las de su superior. El capitán supo ganarse enseguida la confianza y simpatía de mi madre, aunque él no hablase una sola palabra de francés ni ella de alemán. Una tarde, el oficial sacó de su cartera el retrato de una dama de cierta edad y se lo mostró orgulloso a mi madre, diciéndole mientras se golpeaba fuertemente el pecho: «Mutter». Entendimos enseguida que se trataba de su madre. A continuación sacó de su cuarto un acordeón y tocó algunas canciones de Maurice Chevalier y de Tino Rossi que estaban de moda.

—Todo eso está muy bien, señorita, pero díganos adónde pretende llegar… —interrumpió Arcones, empezando a impacientarse.

—Solo quería decirle que aquel capitán me obligó a convertirme en su amante —aseguró con ojos de revancha.

Da Costa no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Solo la mirada y la voz quebrada de Nicole le convencieron de que decía la verdad.

—¿Y qué le hizo acceder a sus deseos?

—La vida de mi hermano, ¿le parece poco? —sollozó.

—Continúe…

—René era un joven inquieto que odiaba a los nazis, de modo que no tardó en unirse a la Resistencia. Una noche la Gestapo le detuvo en su casa de París y se lo llevó detenido a la Kommandantur, donde intentó arrancarle una confesión. Su único delito había sido ayudar a unos refugiados franceses a cruzar los Pirineos, camino de Argelia.

—La «Francia libre» de Charles de Gaulle… Siga, siga…

—El capitán me prometió que si yo accedía a mantener relaciones sexuales con él hablaría con el general Von Schlieben, al mando de la Wehrmacht en Cherburgo, para que liberasen a mi hermano.

—¿Qué influencia podía tener aquel militar sobre la Gestapo?

—El capitán me aseguró que el general conocía al coronel que dirigía la Gestapo en París. Pero era una burda mentira. Al pobre René acabaron fusilándolo. Reconozco que fue un ligero consuelo enterarme luego de que aquel miserable había muerto a finales de junio de 1944, durante el asalto final de los aliados a Cherburgo. Pero ahí no acabó la cosa…

—¿Qué más sucedió?

—Liberada Cherburgo, tuve que aguantar todavía las calumnias de las hijas del relojero, quienes, al no haber podido conseguir más que a dos sargentos alemanes casados e inaguantables en su casa, empezaron a chismorrear por envidia que yo había sido la puta de un capitán que me había fabricado un hijo.

—¿Paula…? —preguntó al fin Da Costa, conmovido.

—Paula, sí. La llevaba entonces en mis entrañas. Las víboras del relojero dijeron a los soldados norteamericanos que la criatura que esperaba era de un capitán alemán. Poco después, los tondeurs me raparon la cabeza para exhibirme como un trofeo junto con otras mujeres que habían sido también amantes de alemanes. Nos subieron a todas a un camión que recorrió el centro de Cherburgo. La multitud se burlaba de nosotras, gritando: «¡Ahí van las tondues, mirad qué feas son!». Luego nos hicieron bajar del camión para que desfilásemos al ritmo de un tambor, mientras unos individuos nos dibujaban esvásticas por toda la cara con lápiz de labios.

Da Costa rumiaba por dentro una mezcla de repugnancia y compasión. Pero también un enorme alivio al saber que Nicole era inocente.

—Tras pasar varias semanas —agregó ella— en un centro de internamiento de colaboracionistas, crucé la frontera española. Soñaba con llegar a Portugal para tomar un barco que me llevase hasta América, donde iniciar una nueva vida con mi hija. Pero me encontré en Lisboa sin dinero y no tuve al final más remedio que…

—Imagino lo que quiere decirnos, señorita. Puede ahorrarse las explicaciones —advirtió Arcones, indulgente.

—Gracias… Conocí, en efecto, a Barbosa, un chulo de la peor calaña. En cuanto Paula cumplió seis años, la metí interna en un colegio de monjas para apartarla del sórdido mundo en que vivía. Al final conseguí salir yo también de aquella horrible ratonera tras probar con otros oficios, hasta convertirme en profesora de francés. Hace seis meses, como sabe muy bien Eugenio Mosteiro, o José Alberto da Costa, mejor dicho, entré como institutriz de francés en Villa Giralda. Barbosa me amenazó desde entonces con descubrir mi pasado si no le daba dinero. Reconozco, después de todo, que mi vida no es muy edificante que digamos.

Eugenio Mosteiro regresó aquella mañana a Villa Giralda para despedirse de don Juan. La investigación del asesinato de su hijo pequeño requería ya su dedicación exclusiva. No le dijo por supuesto a don Juan la verdadera razón de su marcha, ni mucho menos quién era él realmente. Tras hacer las maletas, se instaló en un apartamento alquilado en el centro de Lisboa, cerca del cuartel general de la policía.

Por la tarde había quedado para hablar con Nicole en el discreto bar Apeadeiro, de Cascais. Ella le aguardaba sentada a la mesa con su vestido gris arrugado, pero a él le pareció que estaba tanto o más guapa que durante el interrogatorio. Notó que se había pintado los ojos y la boca, recogiéndose el pelo hacia atrás en un moño. La historia de aquella mujer le había impresionado y enternecido.

—Estarás agotada… —dijo.

—Lo estoy, pero no tengo más remedio que seguir adelante.

—¿Si puedo ayudarte en algo?

—He decidido dejar Villa Giralda. Comprenderás que no debo regresar allí habiendo ocultado mi pasado.

—¿Dónde piensas vivir?

Ella se encogió de hombros.

—Si quieres puedo pedirle a una antigua novia que te deje una habitación en su casa hasta que encuentres algo definitivo.

—Te lo agradezco de veras, Da Costa.

—Llámame Carlos Alberto.

—Como quieras, Carlos Alberto.

—¿Tienes idea de dónde trabajar?

—He pensado que tal vez las monjas del colegio puedan ayudarme.

—Si necesitas cualquier cosa, cuenta conmigo.

—Lo haré, Carlos Alberto, gracias.

Carlos Alberto da Costa había dejado de ser para siempre Eugenio Mosteiro, iniciando una nueva vida en la que probablemente fuese más bella la segunda que la primera juventud. Durante los últimos seis años se había hecho pasar por otra persona en Villa Giralda, renunciando incluso al consuelo de enamorarse de una mujer. Demasiado tiempo sacrificando su propia felicidad para ser distinto. Pensó que si fuera necesario privarse de algo en el futuro, lo haría ya solo por amor, siguiendo a Nicole incluso con su conciencia atada con las manos a la espalda. Después de todo, la vida era insoportable para quien no tenía cerca ningún entusiasmo, y ahora Nicole lo era para él.

Por primera vez en seis años, supo que su horizonte no era ya el mismo que el de otros hombres, aunque todos ellos viviesen bajo el mismo cielo. Por primera vez en seis años, Carlos Alberto da Costa había elegido el objetivo que debía dar sentido a su nueva vida, erigiéndose así en forjador de su propio destino.