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Hay cosas que uno debe apresurarse a contar antes de que nadie le pregunte.

Cuando, después de mucho torturar el párrafo, Luys Forest lo dio finalmente por bueno, advirtió que no llevaba agenda ni bolígrafo. Prosiguió su paseo por la playa cojeando levemente, golpeando conchas con el bastón, tras el perro ansioso que husmeaba corrupciones. En la concavidad vertiginosa de las olas que avanzaban hasta desplomarse, giraban algas muertas y el último reflejo del poniente.

Dejó atrás el Sanatorio Marítimo, ruinoso y abandonado, y se internó en los pálidos mosaicos de una urbanización fantasma, una vasta obra paralizada.

Se diluían en su mente el estruendo del mar y el párrafo obsesivo. Después de todo, pensó, es un poco confuso. Sentía crecer aquel sentimiento espectral de su vida que le aquejaba desde hacía algún tiempo, la irrealidad del entorno y la provisionalidad de las cosas, incluida la curiosidad que su retorno había despertado en el pueblo, y que removía una memoria amarga, fermentada retrospectivamente por el rumor y la maledicencia. Llevaba cuatro meses trabajando en la versión definitiva de su autobiografía, el segundo borrador de seiscientos folios —una orgía desenfrenada de tachaduras y serpenteantes enmiendas—, y parecía haberse propuesto vivir de manera que el mundo no pudiera hablar de él ni alcanzarle: no recibía visitas ni correspondencia ni cultivaba forma alguna de contacto con el pueblo, a excepción de su diario paseo por la playa, al atardecer, precedido siempre por su perro y su memoria de arena.

Más allá de las dunas erizadas de rastrojos, cerca de la orilla, vio a un joven con boina que fumaba echado entre dos maltrechas maletas, la cabeza recostada en un macuto gris. Frente a él, una muchacha de piel blanca, se adentraba despacio en el mar, pero no se hundía; emergía remontando un banco de arena. Los brazos en jarras, de espaldas, agitó el pelo castaño escarolado y se quedó parada, el agua repentinamente encalmada y silenciosa alrededor de sus corvas de nieve. Volvió la cabeza hacia su amigo y señaló el horizonte con el brazo extendido: Ibiza.

Forest reanudaba su caminata, la vista fija en la contera del bastón, pero algo, el chillido o la forma borrosa de un pájaro volando —era esa hora del crepúsculo en la que es difícil precisar si ciertas cosas se ven o se oyen—, atrajo de nuevo su atención sobre la chica, sobre las alas color miel desplegadas en sus nalgas, un triángulo dorado que la última luz del ocaso, replegándose, ahora encendía.

Una hora después, de vuelta a casa y cuando abría la puerta vidriera, frente a la playa, se paró a observar a la misma joven que avanzaba muy decidida hasta él desde el muro del paseo, descalza, con las alpargatas y la pequeña portátil de escribir en una mano, arrastrando con la otra una pesada maleta adornada con calcomanías y pegatinas. Era clara y esbelta, de largos ojos grises en medio de una perversa constelación de pecas. No la reconoció hasta tenerla muy cerca y oír su voz enredada en humo, sujeta a un susurro soñoliento, casi inaudible. Más allá de la exótica alarma que de pronto captó en la sucia falda agitanada y en la blusa gris, que flotaba sobre sus pechos como una tela de araña, en los collares de pipas de girasol y en el sudor lívido de sus hombros, una transpiración indigente, fue la sugestión familiar de los pómulos y de los párpados estatuarios, descolgados en su helada frialdad de mármol, y también los remansos de oscuridad de la boca gruesa, lo que finalmente le permitieron identificar a su sobrina Mariana, hija única de su cuñada Mariana Monteys.

—Hola, tío. ¿No me reconoces…?

—Ahora sí.

—Éste es Elmyr. ¿Podemos pasar?

En medio de la sofisticada ornamenta que lucía, algunos atributos (la cinta negra en el cuello, la cadenita de oro en el tobillo) alertaron su sangre. Consciente de la insinuación burlona que ella intercambió con su joven acompañante de la boina, un tipo delgado y taciturno, con el macuto en bandolera y varias cámaras fotográficas colgadas al cuello, y cuyas manos se entretenían ahora en tironear un descosido de la bragueta, Forest acogió a su sobrina con un afecto expectante y apenas si atendió —observaba las manos del fotógrafo, pequeñas y pálidas pero extrañamente autoritarias— los enrevesados motivos que aducía para justificar su visita, ciertamente inesperada. Intuyendo una vulgar aventura erótica de la muchacha, abrevió la recepción, le asignó el cuarto de huéspedes en la planta baja y libertad absoluta para todo —incluyendo, aunque no explícitamente, el hospedaje de su silencioso amigo— excepto para interrumpir su trabajo en su estudio del primer piso.

—Espero no causarte molestias, tío.

—Yo también lo espero. ¿De quién fue la idea?

—De mamá. ¿No ha llamado avisando que venía?

—No.

—Yo estaba en Ibiza…

—Luego hablaremos, sobrina. Ahora tengo algunas cosas que hacer.

Vio al fotógrafo mirándose por encima del hombro en la luna del armario, a hurtadillas, receloso: un joven atractivo que sin embargo, pensó, no está en buenas relaciones con su cuerpo.

Al salir de la habitación, en la puerta, se volvió hacia su sobrina.

—Antes que se me olvide… Sería conveniente que no te exhibieras por ahí en paños menores. Aquí cerca hay una tienda, cómprate un bañador. Me hago cargo que vienes de Ibiza y que allí puedes prescindir de eso. Y comprendo que es mejor unas bragas que nada, pero aún así en esta playa resulta chocante.

Mariana se había quedado mirándole, en un gesto entre divertido y asombrado. Cuando fue a decir algo, su tío dio media vuelta y salió.

En el fondo, a Forest no le contrariaba del todo la llegada de su sobrina. Aunque lo desmintiera su imagen pública, sobre todo aquí y en los últimos cuatro meses, nunca había cultivado esa soledad implacable y voluntariosa que suele atribuirse al escritor, y sabía que no se alterarían ni su intimidad ni su plan de trabajo, ya que vivía prácticamente en la planta alta y sólo bajaba de vez en cuando a la cocina en busca de hielo, de un bocado o del frugal almuerzo que la vieja Tecla —cuando él no se lo hacía subir al estudio, cosa que ocurría con frecuencia— le dejaba preparado en una bandeja.

Y de todos modos la discreción de su sobrina superó todas sus previsiones. Cualquiera que fuese el convencional motivo de su visita (creía haber entendido que una entrevista, o un reportaje gráfico) era evidente que no tenía prisa. En los tres días siguientes sólo la vio un par de veces, la primera tumbada en el jardín a la sombra del pino y a una distancia de su amigo erizada de reproches (Forest acababa de oírles discutir violentamente, y ahora el fotógrafo soportaba el sol sentado en el césped, amohinado, dibujando en un gran cuaderno) y la segunda al cruzarse con ella saliendo de la cocina, esta vez con los ojos de plata rodeados de un cerco rojizo que obedecía quizá a la falta de sueño, al llanto, o a las dos cosas.

Una tarde que había extraviado la pipa y se asomó a la pequeña terraza sobre el jardín, sorprendió a la pareja entregada a juegos más estimulantes y apropiados. Su sobrina estaba sentada en una rama baja del pino, con las piernas colgando junto al cabo deshilachado de la cuerda, ya podrida, que había pertenecido a un viejo columpio; bajo ella, de pie, su amigo le suplicaba algo con los brazos abiertos. Mariana se dejó resbalar agarrada a la cuerda y se colgó en el aire, agitando las piernas y la falda de gitana loca, pero antes de que pudiera saltar al suelo él metió subrepticiamente la cabeza entre sus muslos y arremetió a fondo ayudándose con lo que parecían exactos e inmisericordes mordiscos, a juzgar por los gritos de ella, que terminó por rodearle el cuello con las piernas y soltar la cuerda. Rodaron los dos sobre la hierba, quedando Mariana de espaldas, espatarrada y con la falda en la cara. Forest llegó a temer que sus gemidos fuesen oídos desde Segur o San Salvador.

Sería esa misma noche, durante otro encuentro casual en la ya caótica cocina —ella preparaba un té y su tío entró a vaciar una papelera rebosante de estrujados folios mecanografiados—, cuando la muchacha se ofreció para pasarle en limpio algunos capítulos.

—Así me entretengo en algo —dijo—. Y de paso me entero de tu emocionante pasado, me servirá para el reportaje…

Añadió que sería una forma de corresponder de algún modo a su hospitalidad. Forest observó que llevaba un collar de perro alrededor del cuello. Tuvo en ese momento la sensación de empezar a ser cómplice de algo, de un desorden convenido a espaldas suyas, inevitable. Había ya constatado la pereza literalmente estrepitosa de su sobrina —no depositaba la taza o el azucarero en el mármol de la cocina: lo dejaba realmente caer de las manos— y ahora, oyendo cómo se explicaba, advertía su irremediable propensión al enredo. Redactora ocasional y nada entusiasta en la revista gráfica que dirigía su madre —uno de esos satinados semanarios que él nunca se había dignado tocar—, le exponía a su tío el desganado propósito de hacerle una serie de entrevistas para un reportaje que, según dijo, ya había cobrado hacía meses y ahora mamá le reclamaba con urgencia, fotos incluidas. Pero esa urgencia no era en el fondo más que una estratagema de su madre, precisó, para sacarla de Ibiza y de una apacible existencia medio comunal que la buena señora suponía el origen y la causa de las terribles depresiones de su hija, de su incurable insomnio y de su poca ambición profesional: nadie, en realidad, esperaba con impaciencia un sesudo reportaje sobre la vida y la obra de Luys Forest, añadió la muchacha.

—En eso, por lo menos —dijo tristemente su tío—, tienes razón. En cuanto a mí, hablar de mí mismo es lo que más me aburre en este mundo.

A través de la ventana vio al fotógrafo en el jardín. Disparaba flechitas de colores al tronco del pino con una pistola de aire comprimido, la espalda muy arqueada hacia atrás, el brazo extendido y la mejilla pegada al hombro.

—Sin embargo —dijo Mariana soplando en la taza de té—, eso es lo que haces ahora. Escribes tu autobiografía, ¿no?

—Pero no hablo de cómo soy ni cómo fui, sino de cómo hubiese querido ser. —Sonrió con cierta timidez, como si hubiese dicho una impertinencia senil—. ¿Puede interesarle a alguien lo que haga o deje de hacer un viejo como yo?

—De viejo nada, tío, estás muy bien… —Mariana vaciló un momento, luego añadió—: Lo que pasa es que a mí me repatea este encargo de mamá, cualquier trabajo, vaya. Pero me gustaría ayudarte en tus memorias, eso sí.

—Primero obedece a tu madre.

Pensaba cumplir el dichoso encargo, dijo ella, pero no corría ninguna prisa, puesto que el único problema que verdaderamente preocupaba a mamá se había resuelto: la hija descarriada ya estaba sana y salva lejos de la isla-fumadero. Esta playa de Calafell era un vertedero de mierda, de coches y de adiposos zaragozanos jugando a la petanca, pero bueno, mejor esto que nada. En cualquier caso, ella ya tenía decidido no volver a bañarse en este asqueroso mar dominguero. Nunca le gustó nadar ni tomar el sol.