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Había encontrado el pueblo muy cambiado, incluso la playa, cuya arena ya no llegaba hasta el portal de la casa como cuando ella era una niña y veraneaba aquí con su madre. Entonces sus primos solían saltar intrépidamente del balcón a la arena, descalzos, no existía el paseo con farolas ni el muro de contención, y de algún modo el aliento salobre del mar se mezclaba libremente con el de los portales abiertos.
Pero la vieja casa de los Forest seguía igual, tan puesta y sin embargo diríase que abandonada, rumorosa como una caracola entre los nuevos y altos bloques de apartamentos. Era una antigua casa de pescadores, apenas reformada y menos en la fachada, de dos plantas pero ya sin tabiques en la inferior, con un comedor que en realidad era la prolongación de la entrada y una galería encristalada al fondo; una casa acondicionada para el veraneo, no muy espaciosa pero profunda, con vigas y postigos de pino pintados de un azul tierno, gruesas paredes de piedra y adobe, encaladas, y azulejos, recovecos y un descuidado jardín trasero que Mariana recordaba surcado de senderos arenosos, hoy borrados.
Si todo esto constituye una historia, probablemente empezó a mediados de junio de 1976, una noche que Mariana Monteys escribió a una amiga que estudiaba en Londres. Cumpliendo severos ritos del insomnio, se extendió mucho en la carta y al cabo la dejaría sin terminar.
Mariana era de esas personas que cultivan las emociones pasajeras, y de las cuales no sabes si son irresponsables de ser felices o si son felices de ser irresponsables.
Calafell, 18-6-76
Querida Flora:
Esto es una lata, creo que estoy perdiendo la facultad de vivir sensaciones estrictamente físicas. Desde que llegué aquí, hace un par de semanas, me hallo en una especie de expectación insomne. No es que esté superando la depre habitual, que siempre se me eriza junto al mar, o que nuestro pequeño Elmyr haya renunciado a sus coqueteos con la muerte. Sencillamente, estoy ayudando a mi tío a pasar a máquina sus enrevesadas confesiones.
Comenzaré por hablarte del señor de la casa, el hombre de mi vida cuando yo tenía quince años, bueno, ya sabes. El tiempo ha pasado, pero el ilustre historiador luce bien con sus 60 años, un poco más ciego de lo que pretende hacer creer a todo el mundo, y desde luego más cínico y cuentista (pero no menos guapo, querida, lo siento) que en sus mejores años de cronista oficial de la victoria, entonces tan admirado y consagrado y tan azul, y que el diablo se lleve esa música. Quiero decirte que me ha causado cierta pena. Percibo en él esa perpleja reverencia por el pasado que suelen transpirar los hombres a su edad, cuando ya saben de algún modo la forma en que han de ser derrotados… Tú conoces mi debilidad enfermiza por ese farsante. Algo en él me repele profundamente y al mismo tiempo me atrae con fuerza. Tal vez sólo obtendré un magreo de viejo chocho, pero ya me conformaría. Justo enfrente de mi escritorio hay una ventana con buganvillas rojas.
¿Crees que aún puede hallarse afectado por el descalabro conyugal que sufrió? Sabrás que tía Sole le abandonó definitivamente hace cinco años, después de varios intentos que frustró mi bondadosa madre. Parece que estaba harta de sus neuras azules y de sus sórdidas aventuras eróticas. Al morir la tía, hace cuatro meses, en Madrid, donde vivía desde que se separaron, él se encontraba en Roma dando unas conferencias (en realidad, según mi madre, rindiendo su periódica visita a cierta dama muy lírica que conoció aquí en el Instituto Italiano de Cultura, hace unos años). Sus hijos, ya casados, con los que mantiene pésimas relaciones, no pudieron localizarle o no quisieron, y cuando regresó, dos semanas después del entierro, rehuyó ver a nadie y se vino a Calafell a encerrarse con sus memorias. Tiene una fabulosa casa en el Ampurdán y un gran piso en Barcelona, pero le ha dado el ramalazo nostálgico y aquí está, en una ruinosa casita que perteneció a sus padres. Este verano tampoco habrá invitados ni vendrán mis primos, que no le ocultan su pitorreo altisonante, muy de la familia, así que estamos solos, puesto que el mago Elmyr prefiere hacer su vida y no siempre se queda a dormir. Pero me siento desconcertada. ¿Qué me hizo suponer que hallaría en este hombre y en esta casa un medio eficaz para proteger a nuestro Elmyrito e impedir su juego suicida, o al menos aplazarlo…?
No te engañe el tono de sensatez de esta carta, será influencia del estilo litúrgico de mi ilustre anfitrión. En realidad, sigo siendo la gata peligrosa de nuestras noches isleñas, la misma cabecita loca que ronroneaba recostada en tus pechos hermosos, Florita, sigo siendo incapaz de dormir sola por temor a no despertar, y lo que es peor, incapaz de no hacerle daño a alguien. He dejado de beber, pero de noche me enrollo mal y me temo que mi lengua no es menos funesta… Sin embargo, he de contarte algo.
En la madrugada del martes pasado tuve otro altercado con Elmyr. Lo de siempre: el expreso nocturno. ¿Qué sentirá ante ese estruendo de acero y luces hundiéndose en la noche? Y esas piedras puntiagudas que se te clavan en la espalda y en el culo… Aterrada, esta vez me negué a complacer su manía, y se enfadó. Discutimos delante de la casa de mi tío. Elmyr sacó de pronto su dichosa pistola de aire comprimido, te acordarás de ella, la compramos en Tánger el verano pasado, y remató su cómica pataleta disparando una flecha que se clavó en la pared y se desprendió con un trocito del revocado ensartado en la punta. Dos días después, la vieja que viene a limpiar la casa me confió un curioso chisme sobre mi tío, de los muchos que al parecer circulan por aquí, y que se refiere a un emblema pintado con alquitrán por el propio Luys Forest en la fachada, en 1939. Al parecer, una tormentosa noche de octubre de aquel año, cuando un electricista de Comarruga andaba borracho con unos amigos y tuvo la mala ocurrencia de pararse a mear en esa pared, apoyando la mano en el emblema pintado, mi tío lo tomó como una ofensa y le agujereó la mano de un balazo. Y encima, dice Tecla, le denunció. Hace ya muchos años que el emblema se borró de la pared, me explicó la vieja, añadiendo que el impacto de la bala aún puede verse, y me lo quiso mostrar.
Tengo mis propios métodos para interpretar a Tecla, y me eché a reír al pensar en Elmyr y en su desinteresada aportación al chismorreo popular mediante su inocente flechita. No quise desmentirla, y me olvidé del asunto. Pero resulta que ayer, mientras pasaba a máquina un denso capítulo del insigne memorialista, casi ilegible por las correcciones, tropiezo con esta lírica nota escrita al margen del folio (lo tengo a mano) y con la tinta aún fresca:
«Mi gusto inmoderado por los largos paseos a pie en esta playa, a pesar de un corazón sobresaltado y una cojera que entonces no era tan leve —aunque sin duda más elegante—, data de un par de años antes de casarme. En los primeros días de octubre del 39, una noche desapacible y sin luceros en que regresaba a casa, solo, vislumbré sobre el negro mar enfurecido, por encima del lejano tumulto, de su estruendo y sus brocados de espuma, la primera señal de la duda salvífica que había de hacer nido en mi conciencia: pensé, por vez primera, en la posibilidad de “desengancharme” y en cómo decírselo a Soledad sin causarle un disgusto de muerte. La indecisión o el orgullo, combinados con unas copas de más que llevaba dentro esa noche, redujeron finalmente aquellos buenos deseos en un simple desahogo privado y por cierto temerario, por lo ruidoso: entré en casa, empuñé mi pistola Astra, volví a salir, y dejándome llevar por un impulso irreflexivo, clavé una bala justo entre las flechas segunda y tercera del entrañable emblema (la araña, lo llamaban los niños del pueblo) estampado en la fachada. Recuerdo y transcribo los detalles porque esta remota ceremonia privada, banal y ciertamente ridícula, persiste en mí bajo el polvo y las telarañas que habían de sepultar años después tantos ideales, y porque fue la primera de una larga serie de crisis. No lo cuento para justificarme; pero si alguien me hubiese visto y denunciado aquella noche, mi vida habría sido distinta. En todo caso, ahí sigue el testimonio de una juvenil ridiculez, de una premonitoria aunque inútil rebeldía: todavía hoy puede verse la cicatriz en la pared…».
Y bien, querida, ¿qué pensar de todo eso? ¿A qué viene ese trasvase de la memoria, ese furor de anticipación y protagonismo? ¡Tanto plomo y tanta flecha sólo porque su corazón herido y drogadito viera contrariada su ilusión de ver correr trenes…! No, muñeca, no estoy pasada esta noche, a no ser que los Ducados ya vengan preparados. Pero sí que estoy confusa. ¿Será verdad que existe otra vida exterior con la que ni yo ni Elmyr tenemos ya contacto y en la que cuentan todavía las cicatrices y los impactos? Naturalmente, me fastidian estos rompecabezas, ya tengo el chino para entretenerme, así que al final me fumo o sencillamente pienso en otra cosa.
Pero a veces, Florita, cuando menos lo espero, deambulando por esta casa que invade silenciosamente la arena y el salitre, mientras el solitario memorialista rumia laberintos arriba en su madriguera, tengo la sensación de toparme con una fina tela de araña que se enreda en mi cara…