13

—Pasa, hombre, no te quedes ahí parado.

—¿Seguro…?

—Que sí. Estoy sola.

—Pensé que no querías volver a verme. Has llegado a preocuparme, jovencita.

—¿De veras, tío?

—Oye, no veo nada.

Se subió las gafas a la frente y entró. Tuvo la sensación, que habría de agudizarse en sucesivas visitas nocturnas, de meterse en una trampa.

—Deberías ventilar esta cueva.

Distinguió, entre jirones de humo que flotaban inmóviles, la alertada cabeza de Mao sentado en medio de la cama, en una rígida actitud de posesión y salvaguarda sobre el desorden habitual del cuarto. Tras él, envuelta en una sombra más densa, brillaba la pálida frente de Mariana bajo la boina. Pero Forest aún no alcanzaba a ver la soñolencia irónica de los párpados, aquella gracia perversa.

—En la mesa —dijo Mariana— tienes los textos de las fotos. Por cierto, quisiera ver ese álbum familiar.

—Mañana.

—También he pasado en limpio un confuso proyecto de capítulo dedicado al señorito Tey.

—Te traigo más trabajo sobre el personaje…

—Me lo temía. He visto que se trataba de una primera versión, así que me he permitido algunas sugerencias entre paréntesis.

—Se agradece la colaboración, pero estas malignas acotaciones no resuelven mis eternos problemas de tono.

—Pues yo en tu lugar las dejaría. Son…

—Mariana.

—… son el complemento naturalista que hacía falta. Pero siéntate. Retrocedamos a aquel extraño fin de semana con Tey y su excitante bulto en el pantalón.

—Mariana. ¿De veras te encuentras bien?

—Me he sentido fatal, a morir. Te he odiado, tío.

—Lo comprendo. Y lo siento…

—Ya pasó todo. Sigamos, reverenda madre.

—No, espera. Apaga el magnetófono y hablemos un poco de ti. —Le zumbaban los oídos. El olor a incienso del cuarto le cosquilleaba la nariz—. Lamento muy en serio haber herido tus sentimientos, hija, yo no sabía, no podía suponer…

Mariana soltó un gruñido:

—En mi trato frecuente con los llamados hombres de letras, vengo observando una constante muy desagradable. Hostia, todos os esforzáis en profundizar en el conocimiento de los sentimientos humanos, pero el respeto y la comprensión entre modos de pensar o sentir diferentes no es una de vuestras cualidades más comunes.

—Espero que no estés tramando ninguna venganza feminista contra este viejo imbécil.

Ahora, habituados ya sus ojos a la penumbra, empezó a distinguir los hombros desnudos y la cinta en el cuello.

—Pues mira, ya que lo dices —masculló Mariana—, había pensado ponerme una gillette en el coño para el día que te decidas a penetrarme. Pero creo que haré algo menos incómodo y más divertido.

—Qué.

—Ya te irás enterando, tío. Venga, estamos gastando cinta para nada. ¿Dónde quedamos, en este apasionante folletón de enredos matrimoniales y políticos?

—Primero enciende la luz.

—No estoy presentable.

—Por el amor de Dios, quítate esa maldita boina de la cabeza.

—Entonces no llevaría nada encima, y tú me riñes.

—Mentira. Sabes que en esta casa puedes hacer lo que te venga en gana…

—Algunas noches no duermo sola, si es eso lo que quieres saber. Cuidado que enciendo la luz.

El otro único adorno, además de la boina y la cinta, eran los lentos párpados violeta, pintados en el mejor estilo vampírico. Pero no fue eso lo que llamó su atención.

—¡Pero criatura, ¿qué te has hecho?!

—Nada que no se cure con unos toques de violeta de genciana. Estaba amuermada y me quemé los pechos con el cigarrillo. Nada nuevo. Mis depresiones. Acércame esta botellita y el algodón, ¿quieres…?

—Habría que llamar al médico.

—¿Me das unos toques? Me gustaría que me quedaran enigmáticas cicatrices, como las de tus memorias… Aquí también, más abajo.

—Quieta, déjame hacer.

—Me escuece. Mira este pezón, mira cómo se está poniendo ¡Ijjjjjj…! Me haces cosquillas, tiíto. Un poco más, por favor.

—Tu madre me matará si se entera. Insisto en que debería verte un médico.

—Tonterías. Estoy perfectamente, y con ganas de trabajar. Ya vale, gracias.

—No sé cómo puedes trabajar en medio de este desbarajuste. ¿Hoy no ha venido Tecla a limpiar…? ¡Mao, baja de la cama! ¡Fuera de aquí! No deberías consentirlo, tienes la cama llena de pelos.

—Déjale. Está cambiando de vestido y eso le pone triste, pobrecillo. Está como tú.

—Hum.

—Dame un cigarrillo de los tuyos, de los que producen cáncer de pulmón, y siéntate aquí, más cerca. ¿Por dónde íbamos? A propósito, tío, ¿te has interesado alguna vez por las relaciones droga-literatura?

—La literatura es mi droga, no me hace falta otra.

—Yo creo que el porro te iría al pelo en tu rollo literario: verías más cosas, percibirías otra dimensión, otra realidad.

—Lo que me faltaba. Aterrador.

—Bien, dejemos eso por ahora. ¿Qué miras? Dame esta camiseta, me la pondré si crees que así te sentirás mejor.

—No abuses, sobrina, no pretendas reírte de un viejo indefenso.

Mariana lanzó una rápida ojeada al regazo de su tío, que en ese momento cruzaba las piernas con un gesto menos relajado y displicente de lo que él pensaba.

—No estás tan viejo ni tan indefenso, a juzgar por la prisa que te das en ajustar los faldones del batín sobre tu afamada Parabellum. Y hablando de pistolas, que tanto abundan en tus novelescas memorias, ¿qué has hecho con la tuya?

—Estás de broma. O muy colocada.

—¿Vas a negar que estás empalmado, tío?

—No me pasa eso hace siglos.

—Bien. ¿Qué fue de tu vieja Astra?

—Me deshice de ella hace muchos años. A ver… Sí, en el 44, cuando fui expedientado por un tribunal de depuración.

—Vaya, no sabía que fuiste expedientado.

—A raíz de las gestiones que había hecho dos años antes para sacar a mi padre de la cárcel, y sobre todo para saber quién le torturó, alguien decidió que yo era un individuo desafecto a la causa.

—Te felicito. Volveremos al asunto más adelante. Veamos. Tey fue atropellado por un coche que se dio a la fuga, una noche, al cruzar contigo la Vía Augusta.

—Sí. Delante de mi casa.

—Al hablar de eso, ¿por qué insinúas que Tey murió en tu lugar?

—Fue una historia algo confusa. Aparentemente, el pobre Chema murió por no querer ver el disco rojo, por negarse a la evidencia… Pero yo siempre he pensado que querían atropellarme a mí.

—¿Por qué? ¿Crees que tiene algo que ver el atropello con la perdigonada en el jardín?

—Estoy seguro. Además, yo reconocí la furgoneta azul, me había seguido más de una vez…

—Pero ¿no fue un coche lo que mató a Tey? ¿Un seiscientos?

—Era una furgoneta de reparto —mintió Forest— muy destartalada, con un faro roto y vaho en los cristales… Por alguna razón, quizá porque tenía el almacén cerca, solía aparcar en la esquina de casa. Y además yo había recibido anónimos.

—¿Qué decían?

—Que debía morir como un cerdo.

—Por qué.

Fue en este momento, mientras pensaba la respuesta, cuando sintió de nuevo el amenazador augurio, la conciencia vaga de que estaba quizá proyectando hacia el futuro las piezas sueltas del rompecabezas que el azar había de armar un día… Mao saltó de la cama con un amasijo de algodón en la boca y salió del cuarto.

—Digamos —gruñó al fin— por algo malo que pude haber hecho una vez.

—Qué poético.

—Aunque te cueste creerlo, también tenía enemigos entre los camaradas. Ya te he dicho que fui expedientado.

—Uff, cómo rasca esta camiseta. Sigue, sigue. ¿Te importa que me suba el borde por encima del pecho, así? Qué alivio. Fíjate en este pezón, qué raro está con los toques, ¿no?

—Conste que me someto a tus torturas porque sé que trabajar te hace bien.

—Gracias, ex combatiente. ¿No quieres un whisky? Hoy me gustaría hablar de tus aventuras amorosas.

—Hoy no sabes lo que quieres, sobrina. Será mejor que suba a acostarme.

—Tus ligues, va.

—Carecen totalmente de interés.

El perro, con una oreja colgando y la otra enhiesta, apareció de nuevo llevando otro objeto en la boca. Metía el rabo entre las piernas y ensayaba disimulados virajes buscando un escondrijo donde poder desmenuzar a placer su presa, que ahora Forest intentaba identificar. Casi lo había conseguido —¿un paquete de cigarrillos, una caja de aspirinas?— cuando Mao se escurrió nuevamente de la habitación.

—Tío, en tus ojos azules veo pasar mujeres vestidas de lamé y con altos tacones —entonó Mariana—. Cuenta, va. Estoy segura que eres un escritor que supo portarse en la cama.

—¿Por qué me supones semejante habilidad, deslenguada?

—Eres algo patizambo. Siempre, desde niña, he relacionado las piernas torcidas de los hombres con el vigor sexual.

—Teoría divertida, pero improbable.

—No discutas conmigo. Hostia, ahora que me acuerdo… Tengo que comprar anfetaminas. ¿No es amigo tuyo el farmacéutico?

Forest no contestó. Notaba las patillas de las gafas apretando su cráneo, excitando algún nervio que transmitía coletazos a su mente. Una urgencia engatillada en el subconsciente (ir en busca de Mao, que estaría en algún rincón de la casa destrozando con los dientes algo que él precisaba identificar en seguida) fue liberada inesperadamente por su sobrina:

—¿Me haces el favor de traerme más algodón? Tu perro me lo acaba de robar. Hay un paquete en la rinconera del comedor.

Le sorprendió echado detrás del diván y de un manotazo le hizo soltar la presa. Antes de verlo, ya sabía que no era algodón, aspirinas ni tabaco. Parecía una caja de inyectables, era rectangular, de aspecto envejecido, y en la tapa se leía Novurit en letras verdes. Estaba vacía.

Dejando resbalar las gafas sobre la nariz —pero no eran las gafas para ver de cerca— leyó de nuevo el rótulo y controló un escalofrío que le subía por la espalda. Fue hasta la rinconera y revisó el estante de las medicinas. Todas eran modernas. Cogió un puñado de algodón y regresó al dormitorio de Mariana.

—¿Qué clase de inyecciones te pones ahora —dijo tirando la caja sobre la cama— además de fumar hierbajos?

Con los ojos calmos y una mueca vampírica, ella siguió la trayectoria de aquello hasta su regazo.

—Yo no me pincho, tío, eso no. Dame mi algodón.

—Pues una broma de las tuyas, supongo. No comprendo cómo te puede divertir… Qué te propones.

—Pero bueno, qué manía —Mariana descifraba algo en el reverso de la caja—. ¿Quieres tomarte la molestia de leer la fecha? Tres del once del cuarenta y cinco. Serían inyecciones de la tía, tú mismo te has referido a ellas en varios pasajes que he pasado a máquina…

Forest no había leído la fecha, pero sabía que era un diurético que tomaba Sole. No apartaba los ojos de la muchacha, pero no pudo captar en su expresión, ni en sus palabras ni en su actitud, la menor señal de ironía o de secreta complacencia ante su desconcierto. Entonces desvió los ojos hacia un lado y sintió la inexplicable necesidad de corregir mentalmente la imaginaria inclinación del retrato (que ya no estaba colgado allí) de su cuñada pintado por Tey, que siempre estuvo torcido en la pared, junto al armario de luna.

Notó la mirada fija y llena de curiosidad de Mariana, su sonrisa dulce y el diabólico juego de sus muslos bajo la sábana.

—Oye, estás como pasmado. ¿Te encuentras mal…? ¿No quieres repetir los toques, para animarte un poco?

—Me voy a la cama. —Dio media vuelta—. Y tú deberías ir a tomar el fresco con tu pandilla de L’Espineta. Buenas noches.

—Bésame, tío, y perdona las molestias.

—¿Cómo dices?

—Que antes de irte beses a tu pobre sobrina con cicatrices en los pechos. ¿O me tienes miedo?

Forest sonrió, finalmente, al asociar de nuevo a la muchacha (que desde luego jugaba a encarnar alguna revancha) con la aparición del viejo específico, que seguramente habría pertenecido a su padre en los meses anteriores a su muerte: era lo lógico. Consiguió, por lo demás, postergar la respuesta hasta ver otra vez enhiestos los maltrados pezones violeta:

—Está bien. —Se inclinó sobre ella, sin tocarla—. ¿Así?

—Hum. Aburrido.