18

—Una verdadera filigrana.

—¿Qué…?

—Sácate los tapones del oído, tío, no seas pelma.

—Ya.

—Decía que es cosa fina, esa historia de cuernos y de sangre en la bañera…

—Quién iba a decirlo de la tía, ¿verdad?

—Pse. Ocurre en las mejores familias. Pero hoy hablaremos de tus negocios. No hemos tocado todavía este tema.

Golpeó la almohada con los puños y la acomodó en su espalda. Llevaba el albornoz color crema, se había duchado y, por una vez, no olía a nada, ni siquiera a jabón. Florecían en su cara las maliciosas pecas. A la vera del magnetófono, con las rodillas alzadas, jugaba con un collar naranja de abalorios entre los dedos.

—Cuenta. ¿Cómo se inició tu fulgurante escalada en el sindicalismo vertical?

—Hum.

—Vamos, vamos. ¿Es verdad que todavía hoy estás en nómina, cobrando setenta mil pelas en calidad de indisponible?

—Ni un céntimo desde que dimití en el sesenta y siete.

—Hablemos de tu cargo en la Sociedad.

—Entré en ella a petición de la familia. El primo Ramón estaba muy enfermo y cubrí su vacante en el consejo.

—Fuiste gerente durante una pila de años.

—Eso es mentira. La gerencia la llevaba el tío Enrique, los Monteys de Pamplona, esos borrachos… Fui consejero delegado.

—Bueno. Pero no negarás que contigo la empresa empezó a disfrutar de unas facilidades oficiales prácticamente ilimitadas. Tú sabías muy bien por qué te auparon todos a esa poltrona.

—Lo sabía muy bien.

—¿Y cuántos chollos más, tiíto? La familia era riquísima: una empresa de perfumería y cosmética, fundada por el abuelo, inmobiliarias, no se qué del corcho, la papelera…

—De todo se ocupaban los Monteys, no este ineficiente Forest.

—¿Y tu famosa mala conciencia?

—Bien, gracias.

Mariana suspiró.

—A la mierda con este rollo. Supongo que en tus ultramemorias le dedicarás al tema un extenso capítulo. A mí no me interesa mucho. Sólo una cosa: tarde o temprano, y quizá presionado por el señorito Tey, tu Pepito Grillo azul, intentarías renunciar también a esos enchufes.

Forest reflexionaba. Mariana sonrió levemente y añadió:

—Realmente eres un encanto, tío. Con las palizas que te pegas a la máquina, devanándote los sesos, y luego encima tienes que venir aquí para someterte a mis puñeteras preguntitas. Te quiero, hostia.

—Me distrae.

—Será eso.

—¿Por qué ese tonillo de coña?

—Por nada. ¿Quieres echarte en la cama? Estarás más descansado.

—No cabemos.

—Sí, mira. Apartamos un poco a Vanesa… Así, ¿ves?

—La vamos a despertar.

—Está muy enrollada. ¿Te importa que se quede a dormir?

—Yo no quiero saber nada. Pero tápala un poco…

—¿O prefieres que traiga a chicos? En realidad, hay días que me da lo mismo. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, de cuando te roía la mala conciencia.

—Quise desligarme de la Sociedad en abril del 53. —Incorporándose en la cama, Forest apoyó esta poco meditada mentira en un codo y en un recuerdo real—: Una noche que llovía torrencialmente, estando aquí con Germán y con tu madre, expuse mi intención por segunda vez… Germán Barrachina era el abogado de la Sociedad.

—Lo sé. Sigue.

—Era el único que lo sabía, y desde luego no lo aprobaba. Entre otras cosas, mi decisión comprometía sus intereses. Por cierto, en esa época tu madre ya estaba muy enamorada de él…

—Espera. Háblame de mi papi, aquel abogaducho.

—Era enormemente simpático. Y un genio de la intriga. Cuando le conocí ya mangoneaba mucho en la gerencia. Había ganado un enrevesado pleito de patentes que se cobró en acciones de la Sociedad. Así empezó. Tey le odiaba. Era ese tipo de navarro pequeño que no parecía pequeño: de hombros apasionados, pelo de cepillo y gran dentadura caballar. Tenía sentido del humor, lo cual es un tesoro en épocas de adversidad y de ignominia.

—¿De adversidad? Me consta que ganó y dio a ganar montones de dinero a los Monteys.

—Me refiero a lo que tuvo que soportar de tu madre y a lo bien que se portó con ella, cuando Tey la abandonó y empezó a beber. Mari estaba imposible, y de no ser por Germán se habría destruido.

Al otro lado de Mariana se oían leves gemidos, la voz gutural del mal sueño, movimientos espasmódicos de brazos y piernas.

—Creo que deberías despertarla —dijo Forest—. ¿Qué habéis estado haciendo?

—Tranquilo, no pasa nada.

—Eres una insensata. ¿Sabes cómo acabarás, sobrina…?

—Sé cómo acabarás tú. Cirrótico. —Acarició la frente de su amiga bañada en sudor y, sin mirar a su tío, tranquilamente, añadió—: Volvamos a esa noche de lluvia. ¿Qué pasó?

—Se presentaron sin avisar. Yo estaba encendiendo el fuego de la chimenea, se abrió la puerta y tu madre apareció empapada y borracha, con los zapatos en la mano, hermosísima…

—Mamá siempre te gustó.

—Ocurrió algo divertido: yo había venido a Calafell solo, aquel fin de semana, con ánimo de trabajar, pero no estaba solo en aquel momento…

—Por fin: una fulana.

—No te hagas ilusiones. Pero sí, había alguien durmiendo en esta cama, aquí mismo. —Quiso palmear el lecho pero encontró la rodilla de su sobrina, o de la durmiente, o quizá era la suya propia—. Por supuesto, Mari y Germán, que aún no estaban casados, no podían imaginar que yo había traído a una prostituta a esta casa, no era ése mi estilo.

—Desternillante asunto. ¿Quién era ella?

Forest advirtió la pesadez de sus párpados y la excitación, el ritmo casi maníaco de sus dedos sobando el collar naranja de abalorios. Concibió de manera subliminal el posible nuevo trenzado de realidad y deseo, pero de momento tal posibilidad se le escapaba.

—Olvidé su nombre. De todos modos, lo que a mí me interesaba era hablar con tu padre del asunto de mi retirada de la Sociedad… Y no fue posible. Nada más llegar, él y Mari se pelearon, eran muy frecuentes sus peleas en esa época. Germán perdió esta vez la paciencia y se marchó de repente a Barcelona, dejándola sola. Tu madre siguió bebiendo durante horas y me contó sus penas. Yo acabé tan borracho como ella, olvidado por completo de la fulana que me esperaba aquí, y sin haber resuelto mi problema.

—Pero hablarías de ello con mi papi al día siguiente, o al otro, supongo.

Forest meditaba, buscando una salida.

—Claro. Pero entretanto había ocurrido algo.

—Cuenta.

—¿Por qué no esperas hasta mañana y lo lees? Hago una versión nueva. Cuando escribí la primera tu tía aún vivía y yo no quería hablar de aquella mujerzuela que recogí por ahí… Ahora que Sole ha muerto, ya no me importa.

Se levantó para servirse dos dedos de whisky, los restos de la botella. En la pared interior del vaso había dos hojas de menta cruzadas en forma de equis. Ya no importa nada, susurró para sí mismo. Ciertamente, esta segunda versión del oscuro episodio no comportaba en principio la menor alteración de la verdad, ninguna alquimia del deseo mediante la cual una cosa podía convertirse en otra; pero ahora, de pronto, una antigua visión de su cuñada perteneciente a aquella noche y largamente acariciada todavía hoy, durante sus voluptuosidades de viejo insomne y esclerótico (el furor y la seda de unos pechos mojados, la soledad propicia junto al fuego, la borrachera, las excitantes confidencias y la lluvia acogedora), se interponía exigiendo alterar de algún modo el curso de los acontecimientos.

—Pero creo —añadió Forest ganando tiempo, al volver a la cama— que mi pequeña aventura con una furcia te ofrecería más alicientes, sobrina. Podemos hablar de eso, si quieres.

—¿Por qué dormía cuando llegaron ellos? ¿Ya te la habías tirado?

—No. Me la encontré en un bar de Sitges, no la había visto en mi vida… Pero me acabas de sugerir algo. La convertiré en una antigua conocida, aquella pizpireta de Lali Vera, de los Coros y Danzas.

—Me parece una putada, pobre chica.

—Es otra licencia poética. Creo que siempre deseé ver a Lali convertida en una furcia. ¿Te extrañan estas combinaciones? Son correctivos a la realidad. A fin de cuentas, ése es el trabajo del novelista.

—Mariana encendió un pitillo y se aflojó el albornoz.

—¿Mi madre se enteró, llegó a verla?

—Tu madre pasó la noche aquí. Se acostó tardísimo y muy borracha y a mí me dejó en un estado aún más lamentable, vamos, que me levanté dando bandazos…

—¿Te ocurre algo, tío?

Forest dejó resbalar las gafas en su frente y fijó la vista en el vacío, como si leyera en él.

—Estaba pensando… ¿Dónde durmió tu madre? Arriba, supongo. Y aquí en esta cama había una fulana esperándome. ¿Te imaginas por un momento que yo me equivocara de habitación, al ir a acostarme? ¿Qué consecuencias habría tenido eso…?

Mariana, envuelta en su perfumada nube, miraba a su tío con sorna.

—Ojo, tío, tu alcohol convoca remiendos, tu fraseo combina refritos del azar.

—No sé. La memoria es frágil, a mi edad.

—Anímate. ¿Quieres otro trago? Hay una botella sin abrir en la repisa de la ventana… Trae.

—Estoy tan bien ahora.

Mariana le quitó el vaso de la mano y saltó del lecho, ajustándose el albornoz. Había arrimado el escritorio a la ventana y una luz espectral bañaba la máquina de escribir.

—¿Cómo era mamá con treinta y cinco años, en su época dorada de desenfreno y abortos?

—Guapísima. Guardo de ella una imagen obsesiva.

—A ver, suéltala.

Al inclinarse por encima de la mesa para alcanzar la botella, las nalgas, moldeadas por el ceñido albornoz, emergieron en la penumbra. Al volverse, mientras vertía el whisky en el vaso, resbaló el cordón sobre sus caderas.

—Es algo personal, hija.

La aparición de unos centímetros de piel le devolvió la lluvia en los cristales. Ahora, el muslo de Mariana parecía emerger de un pasado construido por el azar, alterado luego por la necesidad, reconstruido finalmente por el deseo. Ella, en vez de pasarle el vaso, se quedó de pie ante él, mirándole con una sonrisa picara. Forest fue consciente, por alguna oscura razón de la sangre, de que su cuerpo no volvería jamás a poseer tanta gracia como en ese momento —al adelantar un poco la pierna en reposo y beber un sorbo del vaso— y el proceso de fusión se repitió: veía de nuevo a la puta, ya con identidad (el perfil de halcón y la coquetería rapaz de Lali Vera, definitivamente seleccionada y elegida), al pie de la escalera, con los cabellos mojados después de ducharse, el cordón del albornoz flojo, rogándole un sitio en su cama porque la tormenta le daba miedo. Mezclándose con esa visión, la puerta del armario de luna, en el rincón más oscuro, giraba sola, chirriando… La voz de Mariana le hizo volver en sí.

—Toma —le dio el vaso, saltó sobre el lecho con el pitillo en la boca y un ronroneo gatuno, se deslizó entre su tío y su amiga y se sentó espatarrada—. Esa querida imagen de mamá, por favor.

—Te va a decepcionar. La veo descalza y con los cabellos chorreando agua, al pie de la escalera, con rasguños en las rodillas, ajustando a su cuerpo un albornoz blanco manchado de vino y de ceniza.

Otras visiones, sin duda menos gratas, ocupaban la conciencia nublada de la amiga de Mariana, que ahora emitía gemidos entrecortados y manoteaba el aire. No es nada, dijo Mariana, yo me encargo, y cogió las manos de la chica y las llevó cariñosamente a sus mejillas. Forest pudo ver que era muy joven, y su cuerpo agitándose en la sombra, la tensión muscular alrededor del ombligo y los espasmos de su voz estimularon de algún modo aquel soterrado deseo que seguía operando en él como reinstaurador de vivencias perdidas, no consumadas.

—Y recuerdo que esa noche —dijo— tu madre y yo estuvimos a punto de cometer un serio disparate. Ella ni se acordará, claro… Pero me voy, sobrina —añadió incorporándose—. Tus inocentes amiguitas me causan verdadero terror.

—Aguarda un momento. ¿De qué disparate hablas? ¿Insinúas que de verdad te equivocaste de cuarto, al ir a acostarte?

—Para el caso es lo mismo. Alguien lo creyó así, y eso me obligó una vez más a cambiar mis planes…

—¿Quién lo creyó?

Ya en la puerta, Forest se volvió.

—Germán Barrachina. Tu padre. Pero de eso hablaremos mañana.