V
En Norteamérica, las dimisiones políticas aducen como motivo convencional, no una enfermedad —según se usa entre nosotros—, sino business activity: la necesidad de vacar a negocios personales. Aquí y allí se trata con frecuencia de una mentira; pero es curioso que se elige una mentira de sesgo inverso. Aquí el no poder hacer nada, allí el tener demasiado que hacer.
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El ideólogo, se dice, no es bueno para la lucha política. Es cierto. ¿Cómo va a luchar con otros el que vive en lucha consigo mismo? Los hombres que pelean con los demás son los fanáticos, es decir, los que están en paz consigo mismo. ¿Cómo va a tener humor de disputar con los demás el que a toda hora lo hace consigo? Quien sabe que la íntima disputa es el ser auténtico del hombre no puede sentir un gran empeño en convencer a nadie de nada. Sólo el fanático, el que no es para sí hombre, el petrefacto humano, es persuasivo, luchador, proselita. Es decir, los que no han pensado nada por sí son los que se afanan en convencer a los demás de muchas cosas.
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Dos clases de épocas: aquellas en que las luchas que llenan su historia se traban por si han de mandar unos u otros, y aquellas en que se lucha para que no mande nadie. El último siglo perteneció a esta segunda clase, y fue de segunda clase también el sentimiento que lo movía.
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La antropogeografía estudia la manera cómo la tierra ha influido en la vida humana, en el desarrollo de la historia. Así, por ejemplo: Los Alpes han sido una pantalla que impidió a Roma operar directamente sobre Germania; tuvo que hacerlo —dos veces: con los emperadores y con los papas— tomando la vuelta de Francia, como un río que al hallar en su curso un obstáculo lo rectifica y busca el valle próximo. Pero el valle era delicioso, riente, ubérrimo; era Francia. El Emperador se quedó en Galia, y el Papa, en Aviñón.
Rätzel escribe: «Lathan ha llamado zone of conquest el cinturón terráqueo comprendido entre el Elba y el Amur, donde viven los germanos, sármatas, ugros, turcos, mongoles y manchúes, pueblos que hieren con espada de dos filos; hacia el Polo encuentran los miserables y débiles; hacia el Ecuador, los ricos y enervados».
«Los monzones, soplando, han hecho ellos solos la décima parte de la historia».
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¿La solución al problema de la moneda? Los judíos, en el siglo I después de Cristo, bajo influjos gnósticos y cabalísticos ponían un ángel o genio al frente de pueblos, instituciones, seres morales; no faltaba un «ángel de las contribuciones indirectas». No les ha ido mal. (Comptes-rendus de l’Académie, 1868, pág. 109, citado en Renan: L’Antéchrist, 363, nota primera).
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Un día, en un baño, coincidieron Diógenes el Cínico y Arístipo el elegante. Este, al salir, se puso la túnica harapienta de Diógenes; pero Diógenes no quiso en modo alguno salir a la calle con el traje purpúreo de Arístipo.
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Va siendo urgente conseguir que el teatro vuelva a ser algo vivo, fuerte, perturbador de los corazones inertes; un salto de agua al servicio de la higiene moral, una ducha, un ejercicio, un combate.
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El hispanismo tradicional que infuso en la sangre llevan los pueblos de Centro y Sudamérica es, sin duda, una potencialidad aprovechable para nuestro influjo sobre ellos. Pero por sí sola no nos sirve de nada, porque con más vigor que su hispanismo sienten aquellos pueblos la necesidad de recibir elementos —ideas y utensilios— con que afirmarse en la vida actual. Para que su potencialidad de hispanismo se convirtiese en actualidad sería menester que nosotros fuésemos ante ellos, no españoles, sino actuales.
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Las palabras que expresan cualidades de las cosas corporales reaparecen en la sabiduría del lenguaje vulgar metafóricamente empleadas para designar caracteres y figuras de almas. Se habla del magnánimo y el pusilánime, de almas hondas y Superficiales, ligeras, ásperas, suaves, fuertes y flojas, agriadas y dulces. Hay almas opacas y transparentes. Las hay abiertas y cerradas, ambas cosas en doble sentido: hay quien vive cerrado hacia afuera, pero abierto a su propio interior, a sus emociones y emanación de ideas. Hay, en cambio, quien está cerrado hacia adentro y no se deja penetrar por sus propios sentimientos, sino que se hermetiza y obtura frente a ellos. Esto es lo que suele llamarse alma dura o seca.
Para quien sabe que toda metáfora expresa una efectiva identidad y no sólo eso que vagamente se llama analogía[182] se abre un campo vastísimo de estudios que se propongan determinar la estructura real de las almas correspondientes a cada uno de esos nombres metafóricos. ¿Cómo está hecha, cómo funciona, un alma magnánima, y cómo la pusilánime? ¿En qué consiste la textura de un alma cuyas manifestaciones habituales nos parecen ásperas o dulces?
La precisión en las calificaciones espaciales del ser íntimo llega a detalles sorprendentes; se habla de almas romas y esquinadas, de almas bajas, retorcidas, etc., etc. No es nada fantástico sostener que en un sentido real, y no como suele entenderse lo metafórico, es decir, como irreal, cada alma tiene una figura, un volumen, un perfil (por ejemplo, hay almas con protuberancias).
Hay, sin duda, almas bonitas y almas feas. Pero ¿cuál es la anatomía de un alma bonita? ¿Qué composición y modo de funcionar tiene un alma bonita de mujer? ¿Y el alma bella del hombre? Sabido es que toda una generación romántica, siguiendo a Schiller, vivió obsesionada por la idea de la schöne Seele, del alma bella. Es un hecho que la mujer siente a veces ante el alma de un hombre una impresión en lo esencial exactamente igual a la que siente un hombre ante una mujer físicamente bonita. Se encuentra sobrecogida, víctima del mismo «encanto», charme o como se le quiera llamar. ¿Por qué no se ha intentado definir en términos estrictos de psicología la consistencia del alma bonita masculina? Ello nos descubriría tal vez el secreto de lo que la mujer llama «hombre interesante».
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La psique masculina, en general, tiene una estructura menos solidaria y compacta que la femenina, o, dicho de otro modo, el hombre suele estar formado por varias provincias íntimas que apenas se Comunican entre sí. Su vida política, por ejemplo, no tiene conexión alguna dentro de él mismo con su vida sentimental o profesional. El alma femenina está más reunida consigo mismo, y por eso, aunque en general su volumen es menor que el del alma varonil —de aquí la mayor rareza de la magnanimidad en la mujer y la mayor frecuencia de la pusilanimidad—, su sensibilidad es más profunda y vigorosa. La mujer está a la vez en todas las regiones de sí misma, y su modo de reaccionar es casi siempre total.
Esta diferente estructura explica la facilidad con que el hombre pierde el equilibrio interno. Es más: se habitúa de tal modo al desequilibrio, que acaba por sentir fruición en él y busca el riesgo, el peligro, y se lanza a la loca empresa. En la mujer hay una excesiva propensión a lo contrario: no sabe vivir en desequilibrio y sucumbe cuando lo padece.
Este que podíamos llamar «instinto de la conservación del equilibrio» es un maravilloso complemento a la inquietud varonil, y permite que en las horas de desesperación, de atropellamiento, el hombre encuentre en la mujer reposo como en una tierra firme. Pero ese instinto padece también aberraciones y, exagerándose a sí mismo, engendra formas patológicas. Lleva, por ejemplo, a la incapacidad de salir de sí mismo, anquilosa a la persona en lo que ya es y desde siempre fue. De aquí, por ejemplo, la falta de curiosidad vital en la mujer española, prototipo del irrompible equilibrio. Se dice que es curiosa. Pero esa su curiosidad no es la vital, sino todo lo contrario. El prurito de conocer los chismes que corren sobre las personas de la sociedad que uno ya conoce no lleva a nada vitalmente nuevo, no amplía nuestro horizonte con formas, modos y excitaciones de vida distintos del repertorio en que estábamos de antemano inscritos. Al contrario, es signo de que no queremos salir más allá de él, que estamos decididos a recluirnos en lo mismo y de siempre. No hay nada más curioso que el aldeano, precisamente porque está resuelto a no salir jamás de su aldea. La curiosidad de la portera sólo se ocupa de los vecinos de la casa. En rigor, no es curiosidad, porque no se busca más que saber en detalle lo que ya se sabe en general. Es nimiedad, miopía, que quiere decir óptica de ratón.
La otra curiosidad es la que incita a ensanchar el horizonte, a abandonar nuestro cómodo e inerte repertorio habitual, compuesto de hombres y mujeres que de sobra conocemos. No es ni primaria ni exclusivamente intelectual, mero afán de ver otras cosas, sino en verdad vital, porque con ella intentamos situamos enteros en otra vida, brincar con todo nuestro ser más allá de la línea anquilosada que constituía nuestro horizonte.
Esta sensibilidad para el «más allá» es, en efecto, un resorte de brinco que unos seres tienen y otros no. Supone dos cosas: una, fe en la vida al esperar que la porción ignorada de ella es mayor y mejor que la ya sabida; otra, fuerza creciente en la persona, porque el horizonte no se amplía nunca o casi nunca por sí mismo, sino que lo ensanchamos empujándolo con los codos de nuestra alma, que para ello necesita dilatarse, rebosar hoy su volumen de ayer.
Esta falta de radical curiosidad produce en la mujer española una especie de inercia vital y le proporciona una existencia sin intensidad. Por eso no exige a cada hora que venga lo más llena posible, no se esfuerza en dar a cada día su posible plenitud. De aquí esa falta de vibración que distingue la «vida social» española de todas las demás. Las gentes se reúnen sin curiosidad los unos por los otros, sin exigencias mutuas, sin propósitos dinámicos. Las horas pasan por delante de estos seres como naves vacías que nadie se atreve a fletar osadamente hacia rutas aventuradas.
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Cuenta Carlyle que el duque de Orleáns, abuelo de Felipe Igualdad, era un maniático y no creía en la existencia de la muerte, ni podía tolerar que se la mentase en su presencia. Un día se le escapa a un secretario la frase «Le feu roi d’Espagne…» «Feu roi, monsieur?», interrumpe indignado. Y el secretario: «Monseigneur, c’est un titre qu’ils prennent».
1930