NUEVAS CASAS ANTIGUAS

EN las calles de Madrid encontramos cada día mayor número de casas «madrileñas». Parejamente, Sevilla se está llenando hasta los bordes de «sevillanerías». Ahora vamos a preguntarnos si es éste un hecho reconfortante o desesperante. Para ello conviene descender a su raíz. La raíz está en la mente del propietario o del arquitecto que ha construido la nueva casa antigua.

¡La nueva casa antigua!… He aquí una expresión que yo no había buscado. Ha venido espontáneamente bajo la pluma como un can, a quien un gesto indeliberado de nuestra mano invita a tenderse a nuestros pies. Por mi gusto lo hubiese detenido hasta el fin del artículo, a fin de que el lector ignorase mi actitud ante el hecho que voy a analizar. Pero ya no hay remedio; esa expresión descubre a destiempo la escasa simpatía que siento, no hacía la casa «madrileña» o «sevillana», sino hacia el estado de espíritu, que lleva a construir en 1926 una casa del siglo XVII o XVIII.

Si analizamos el estado de espíritu que hace posible semejante performance, hallaremos estos ingredientes:

Primero, el deseo de hacer no sólo una casa, sino una casa con estilo. Este es el único componente laudable que hallo en la inspiración de estos constructores de ruinas y fabricantes de antigüedades. Hasta hace pocos años no se edificaba en Madrid más que puras casas, sórdidos habitáculos, donde no se hacía el menor sacrificio a la gracia posible de las formas. Tres generaciones de españoles han ejercitado la más resuelta voluntad de estilo. Si esta eliminación, de toda belleza hubiese obedecido a algún principio positivo —como en el cuáquero, que rehúsa todo servicio a la estética por parecerle inmoral—, la desnudez de las habitaciones se habría convertido, contra su propósito, en una nueva gracia inesperada, y hubiera sido, inevitablemente, un estilo. Es la belleza tan generosa sustancia que no exige de nosotros que la solicitemos deliberada y nominativamente; basta con que no seamos viles; es decir, que respetemos nuestra propia vida, dándole algún sentido sincero y disciplinado para que automáticamente y por añadidura quede estilizada, embellecida.

Estas casas nuevas del siglo XVII y XVIII, que ahora van repoblando Madrid, anuncian que la vida española empieza a cobrar sentido y a entrar en disciplina. Sus constructores hacen un sacrificio a la belleza noble; gesto libatorio en que derramamos algo de nuestros bienes en honra a un poder divino. Y la belleza, sin duda, tiene algo de divinidad. Por lo menos, estos dos atributos: es trascendente y es problemática.

Segundo. Una vez que el constructor ha sentido un apetito de estilo, el paso inmediato y lógico debía ser satisfacer aquél creando éste. En vez de ello, la sensibilidad del constructor resbala sobre el panorama del arte pretérito, donde se conservan los estilos ya hechos, y entre todos elige uno. A mí me parece que tal conducta implica una serie de errores radicales. Enumero algunos: a) Olvida que el arte es siempre creación y no elección entre lo ya creado. Es creación, no sólo por parte del artista productor, sino también del contemplador. Una estética torpe nos ha habituado a reservar el nombre de artista para el que produce la obra, como si el que la goza adecuadamente no tuviese también que serlo. Producción y recepción son en arte operaciones recíprocas, b) Sobre este olvido, la idea de que cabe elegir entre estilos como se elige un sombrero en la sombrerería supone un margen del albedrío estético incompatible con la dignidad y la esencia misma del arte. Aquí repercute el olvido antedicho. Si se tuviese en cuenta que «sentir» el arte es también un modo de creación, nadie atribuiría al gusto ese libertinaje de movimientos que expresa el dicho «de gustos no hay nada escrito». El estilo que crea cada época, y dentro de ella cada artista, no emerge de una elección, y mucho menos de una caprichosa elección. Es un fruto único, predeterminado e inevitable, que depende del ser mismo de la época y del individuo en ella inscrito. Consecuencia de esto es que: c) Cada época tiene que tener su estilo congénito, y nunca puede ser el suyo el de otra época. El hombre que posee auténtica sensibilidad estética repugna sentir como propio un estilo pretérito, lo mismo que repugna aceptar, sin ficción adoptiva, como propio un hijo de otro. La adopción es una paternidad irónica, deliberadamente metafórica. El que adopta es «como» un padre. Nuestra simpatía hacia algún estilo del pasado sólo puede ser irónica. La forma de esta ironía es muy varia. Por ejemplo, desde un estilo actual, preferimos aquellos del pretérito que tienen alguna acentuada semejanza con aquél. Pero a la vez notamos que tal semejanza es sumamente pardal y abstracta. El estilo antiguo, aun el más afín con el nuestro, contiene ingredientes inasimilables para la actualidad. Nuestra simpatía le dota, pues, sólo de una semipresencia, de una ficticia actualidad, que, en definitiva, le llega de nuestro arte contemporáneo, d) Mucha gente cree que esa imparcialidad ante los estilos, esa libertad de espíritu, que permite gozar de cualesquiera, es una virtud superior, cuando en verdad acusa una sensibilidad tosca que no percibe la radical diferencia existente entre ellos. Cuando más delicado y perfecto es un ser, menor es su libertad en la vida, mayor su sujeción a un destino y órbita determinados. El que sirve lo mismo para una cosa que para otra es que no sirve egregiamente para ninguna. Del mismo modo, el que cree gozar parejamente de estilos contrapuestos es que, en rigor, no percibe la fina estructura de ninguno.

La imparcialidad sólo empieza a tener sentido cuando situamos la obra en el pasado y nuestra contemplación se hace refleja, fría e histórica. Somos imparciales con los muertos: con los pintores de Altamira, con Giotto, con Tiziano, con Velázquez; pero no con Zuloaga o con Picasso.

Esta imparcialidad es otra forma de ironía. No se ha reparado suficientemente en la extensión que la ironía ocupa en nuestra vida, tal vez porque se tiene de aquélla una idea angosta. Ironizamos siempre que en nuestro trato con una cosa, sea del orden que sea, no la referimos ni enganchamos al núcleo decisivo de nuestra persona. El «yo» que entonces se relaciona con la cosa —para juzgarla, estimarla, amarla o reprobarla— no es el fondo definitivo, sostén último del resto de nuestra personalidad, sino un «yo» más o menos ficticio que ad hoc destacamos para que se las entienda con el objeto. Así, en la vida de sociedad solemos reprimir las intervenciones de nuestro «yo» auténtico, encargado de regir nuestras palabras y movimientos a un «yo» social, invención nuestra, que situamos en la propia periferia para que engrane mediante «convencionalismos» con el «yo» social de las otras personas que tratamos.

Pues bien; en la visión «histórica» de una obra de arte actúa también un «yo» ficticio, relativamente desapasionado, tibio y comprensivo.

Otra tercera forma de relación irónica con los estilos pretéritos es la que inspira nuestra afición a las «antigüedades». No ponemos —no «deberíamos» poner, si nos diésemos cuenta exacta de lo que pasa en nosotros—; no ponemos, digo, «en serio» un sillón Luis XV dentro de nuestra habitación. Lo tenemos allí como tenemos un perro peludo y monstruoso: a guisa de gracioso absurdo, de figura extraña, y precisamente por su perfecta inconexión con nuestra vida efectiva. La tienda de antigüedades representa un papel análogo al de la casa de fieras. Nuestra relación estética con el bargueño no es muy diferente en su última raíz de nuestra relación vital con la jirafa.

Una de las capacidades normales y necesarias del organismo viviente es la secreción —llamémoslo así— de ficciones, como el «yo» social, de que he hablado antes. Pero acaece que muchos hombres son absorbidos por esa porción ficticia de sí mismos. (Nada más frecuente que hallar personas completamente dominadas por el «convencionalismo» social). Así se explica que pueda «en serio» amueblarse un salón del siglo XX con muebles del siglo XVIII. La estimación irónica de aquel viejo estilo ocupa el lugar de una auténtica y directa estimación.

Tercero. Pero el constructor de casas «madrileñas» suele recibir su inspiración decisiva de un motivo que no es estético. Ha oído hablar de que existen estilos «nacionales» o de raza, y de que se «debe» guardar fidelidad a esa «tradición» castiza. En suma: desembocamos en el tema perdurable del «nacionalismo». Es éste asunto delicado, que conviene desarrollar aparte un día u otro.

En rigor, hoy no quería sino llegar, con algún sentido para el lector, a esta fórmula imperativa.

Al amueblar una habitación o construir un edificio es un deber vital, inspirado por la estimación hacia sí mismo, intentar la belleza, partiendo de las formas y necesidades actuales. Y es preferible equivocarse al servicio de este empeño que acertar en la trivial resolución de copiar un viejo estilo.

Nadie saldría a la calle —fuera de Carnestolendas— vestido con un traje a lo Felipe IV. Sería hacer de la propia vida y el propio ser una ruin mascarada. Pues ¿qué diferencia hay entre eso y vivir en una nueva casa antigua? La casa, como los nómadas árabes dicen de la tienda de campaña, es el traje de la familia.

1926.