I
TIERRA DRAMÁTICA, TIERRA APACIBLE
CUANDO se hace el viaje de Madrid a Hendaya por la carretera de Burgos, averigua el viajero, con enojosa sorpresa, que hasta Miranda de Ebro, en cerca de trescientos cincuenta kilómetros de ruta, no hay un solo lugar apacible. Legua tras legua persiste el paisaje en su actitud de doloroso dramatismo, sin un instante de fatiga o de hastío. La tierra desnuda deja ver la contracción apasionada con que sus músculos cretáceos o triásicos se esfuerzan por levantar la gleba grisienta o roja para luego derrumbarse en una convulsión de cárcavas que las aguas de las tormentas arañan cruelmente. De cuando en cuando, esta guerra arquitectónica del terruño exasperado, este formidable y perpetuo combate que el suelo mueve no se sabe a quién, adquiere frenética culminación en la dentellada que la cima de una serrezuela da de paso al cielo azul. Pajizos y ralos los trigales penden agarrados a las laderas, las sabinas hechas de nervios se estremecen al viento, algún destacamento de chopos monta su guardia en el regazo del valle, y sobre el blanco reverberante del camino real desliza sus sombras silenciosas la gente corvina que vuela errabunda, augural y rapaz.
En estos días de julio, sobre estos campos de fuego, supremo lujo fuera una sombra suficiente. Pero el viajero halla, sólo la sombra parda y poco tupida que un olmo polvoriento retiene bajo sí, mísero ahorro de un avaro de aldea. Jadeando, se tienden sobre ella el hombre y el can; si aquél es imaginativo se complace en recordar el árbol que la leyenda árabe describe, de cuyo pie partía al galope un escuadrón de caballeros para tardar seis horas en salir de su sombra.
De Madrid a Miranda de Ebro, todo es dramático, nada es apacible. En cambio, de Hendaya a París todo es apacible y nada es dramático.
Francia es, ante todo, Francia la bien labrada. Verdor dondequiera, llanura blanda, a lo sumo voluptuosa ondulación. No hay un palmo de tierra que no sonría satisfecho y donde no aparezca la huella de un exquisito cuidado. De trecho en trecho, los boscajes húmedos, sonando al viento, y la capota de pizarras pulidas que cubre el chateau. Por todas partes los caminos bruñidos van y vienen, esos caminitos perfectos, únicos, que se alargan como caricias morosas sobre el cuerpo de Francia, todo él botánicamente vestido, sin dejar ver por roto alguno su carne cálida o lívida.
Siempre que al atravesar en rápido viaje Francia y España queda nuestra retina saturada de ambos paisajes, entran éstos en colisión, despertando en nosotros el eterno conflicto geográfico. ¿Cómo es posible que pueblos asentados sobre glebas de tan opuesto semblante pretendan gozar de un mismo nivel histórico? Para el ánimo español la comparación es desastrosa. El contraste entre las calidades de una y otra tierra es tal que no parece dejar resquicio a la esperanza. ¿Qué pueden hacer los hombres cispirenaicos para llenar el abismo de esa diferencia geográfica e igualar la suerte de ambos territorios? ¿No es el más ineluctable destino aquel que nos llega impuesto por el trozo de planeta que habitamos?
II
«¡HELION, MELION, TETRAGRÁMMATON!»
El efecto deprimente es todavía mayor cuando, al paso que una y otra campiña se desenvuelven ante los ojos, llevamos entre las manos el reciente libro de nuestro geógrafo Dantín sobre las Regiones naturales de España. La mayor porción de nuestra Península es designada por Dantín con el nombre de «España árida». El nombre es terrible, pero acaso lo es más todavía la realidad. «No hay en toda Europa —escribe— país que ofrezca tan enormes extensiones áridas y subdesérticas —ocupadas por estepas áridas (estepas de esparto) y estepas salinas del tipo de las africanas y asiáticas del cinturón árido subtropical— como la Península Ibérica en concordancia con su clima». «Somos en Europa el único país donde la porción árida representa más del 80 por 100 del territorio».
Sabido es que la humedad de una región se determina, no por la cantidad absoluta de agua que recibe, sino por la proporción entre la que recibe y la que devuelve por vía de evaporación. Pues bien; en Castilla la evaporación es cuatro veces mayor que la lluvia. Si traducimos esta cifra al lenguaje intuitivo, resulta la grotesca imagen de un país donde va más agua de la tierra a la nube que viene de la nube a la tierra; esto es, que en Castilla llueve de abajo arriba.
¿Cómo podrán extrañar la sequedad, la salinidad de las almas españolas? «El animal o la planta —dice Dantín— parecen reflejar la fisonomía de la región, al punto de aparecer totalmente concertados con su paisaje. Cada elemento regional parece haber dejado en la especie algún claro testimonio: el clima, su librea, el relieve, sus costumbres, etc., estampándose en él, marcándole con su estigma como el esclavo señalado por su dueño para reconocerlo y subordinarlo en todo momento».
La geografía nos produce tal congoja, padecemos un instante de tan absoluta depresión que el músculo se dispone a aflojarse, abandonando toda presa vital. La aridez climatológica de la Península, que decanta en sus paisajes tan insólita y exasperada belleza, es, por lo visto, una fatalidad inexorable sobrepuesta a nuestra historia. Al menos desde hace un siglo apenas hay idea más popular, más obvia, que tan cómodamente se encaje en las mentes al uso como ésta de la influencia soberana del «medio» sobre el hombre. Obstinadas varias generaciones sucesivas en hacer de la historia una física, aspiraron a buscar las causas de los hechos humanos y creyeron encontrarla fuera del hombre, en el contorno físico, en el estado geológico y el clima ambiente. Taine, personaje sin genio, pero exacto receptor de los tópicos de su época, popularizó la idea del milieu, que ya había servido a Buckle para explicar la inspiración metafísica de los indos por el enorme consumo que hacen de arroz.
Sin embargo, en un ensayo de ensayo sobre la historia de España, publicado por mí hace unos meses, no se mienta siquiera el factor geográfico. Algunos lectores me han mostrado por ello su extrañeza. Pío Baroja, de cuyo espíritu agudo no logramos nunca desalojar cierto materialismo contraído en la mocedad, echaba de menos en mi decoración histórica las usuales estadísticas sobre suelo y clima.
Es que, a mi juicio, la interpretación geográfica de la historia, según ha sido empleada, carece de valor científico. Es una de tantas ideas lanzadas por el siglo XVIII (no se olvide que ésta viene de Montesquieu), y que, a pesar de no cumplir la promesa intelectual que nos hicieron, se han instalado en los espíritus como dogmas íntimos. A primera vista nada más plausible, en efecto, que admitir una estricta correlación de causa y efecto entre los climas y las formas de la vida humana. Nuestro intelecto se siente siempre atraído por parejas simetrías esquemáticas. Pero es el caso que a estas fechas no ha logrado nadie establecer ley alguna que permita derivar de un clima determinado una determinada institución política, un estilo artístico, una ideología. Se han visto florecer en un mismo clima las culturas más diferentes, y viceversa, una misma cultura atravesar climas distintos sin sufrir variaciones esenciales en su estilo.
Ha acontecido lo propio que con la psicología fisiológica. Un momento pareció lo más obvio buscar en las modificaciones corporales la causa de los fenómenos psíquicos. Se crean laboratorios, revistas, cátedras, congresos de psicofisiología. Una legión de convencidos proclama la nueva fe, combate a los remisos, jura su confesión. Sin embargo, el secreto de la naturaleza se resiste a tal entusiasmo. Ni un solo fenómeno psíquico resulta explicado fisiológicamente. Llegó a elaborarse una minuciosa topografía del cerebro donde se localizaron las funciones psíquicas. Pronto se desvaneció la ilusión. Quedó sólo como reducto de los psicofisiólogos el centro del lenguaje. Ahora resulta que, aun extirpado o dañado, puede el hombre volver a hablar. No obstante, la idea de explicar lo psíquico por lo somático sigue satisfaciendo al vulgo.
Se olvida que las ideas tienen dos caras y dos valores o eficiencias distintas. Por una de sus caras la idea pretende ser espejo de la realidad; cuando esta pretensión se confirma decimos que es verdadera. La verdad es el valor o eficiencia objetivos de la idea. Mas por su otra cara la idea se prende al sujeto, al hombre que la piensa: cuando coincide con su temple íntimo, con su carácter y deseos aunque no sea verdadera, aunque carezca de valor objetivo, posee una eficiencia subjetiva, dando satisfacción intelectual al espíritu. Yo opondría a la verdad, o valor objetivo de la idea, su vitalidad o valor subjetivo.
Para la mayor parte de las gentes esa delicadísima y como superflua función de las ideas que consiste en su verdad, es rigorosamente desconocida. Las ideas ejercen, dentro de su economía vital, tan sólo una misión orgánica, no menos maravillosa que la otra. Son órganos de vida que el organismo —individuo, pueblo, época— sabe plasmarse para afrontar la existencia. No encajan tal vez en la realidad, pero encajan en la subjetividad, y producen en ella efectos automáticos. Así, rodando por Castilla y por Francia, las ideas de clima, medio, situación geográfica, apenas nombradas, efectúan inmediatamente en nosotros la calma intelectual. Creemos habernos explicado la desventura española; creemos haberla entendido. Se trata de un efecto análogo al que en las edades primitivas se atribuía a los vocablos mágicos. Nadie comprendía el mecanismo con que el conjuro operaba sus cósmicas intervenciones; pero al escucharlo, las almas se aquietaban, tenían en él fe viva. Nuestro siglo, que aspira a la ciencia, no es menos mágico; sólo que ahora la magia no produce efectos cósmicos, sino íntimos. Las ideas científicas actúan sobre las almas, no científica, sino mágicamente.
Y así será siempre. A fines del siglo XVIII, el sublime conde Cagliostro conquistó Europa entera desnudando su daga, trazando con su punta ingeniosa el círculo mágico y dando al viento estos soberanos vocablos: ¡Helion, Melion, Tetragrámmaton!
«Medio», «clima», «factor geográfico» son cosa muy parecida a ese vocabulario omnipotente del astuto napolitano.
Así yo, para dominar esta depresión que la geografía me proporciona, opongo a un conjuro otro conjuro, y mientras el sudexpreso resbala por las landas, ricas en pinos, repito fervorosamente: ¡Helion, Melion, Tetragrámmaton! Y es ello tan eficaz, que hasta las ruedas del vagón, martilleando sobre los carriles, murmuran: ¡Helion, Melion, Tetragrámmaton! ¡Helion, Melion, Tetragrámmaton!
III
HISTORIA Y GEOGRAFIA
No, la aridez climatológica de la Península no justifica la historia de España. Las condiciones geográficas son una fatalidad sólo en el sentido clásico del fata ducunt, non trahunt; la fatalidad dirige, no arrastra. Tal vez no quepa expresar mejor el género de influencia que el contorno físico, el «medio», tiene sobre el animal, y especialmente sobre el hombre. La tierra influye en el hombre, pero ¿de qué manera? Es el hombre, como todo organismo vital, un ser reactivo. Esto quiere decir que la modificación producida en él por cualquier hecho externo no es nunca un efecto que sigue a una causa. El «medio» no es causa de nuestros actos, sino sólo un excitante; nuestros actos no son efecto del «medio», sino que son libre respuesta, reacción autónoma.
Afortunadamente, se van convenciendo los biólogos de que la idea de causa y efecto es inaplicable a los fenómenos vitales, y, en su lugar, es forzoso hacer uso de esta otra pareja de conceptos: excitación y reacción. La diferencia entre una y otra categoría es bien clara. No se puede hablar de efecto sino cuando un fenómeno reproduce en nueva forma lo que ya había en otro, que es la causa. Causa aequat effectum. El impulso que pone en movimiento una bola de billar efectúa después del choque el movimiento de otra bola, a la cual pasa aquel impulso. No se ha visto nunca que la segunda bola de billar se mueva con más brío que la primera. En cambio, basta el movimiento de una mano en el aire para que un escuadrón de Caballería se lance al galope. La reacción vital es un efecto constantemente desproporcionado a su causa; por tanto, no es un efecto.
Fue, pues, un error buscar las «causas» de los hechos históricos, que son, en definitiva, hechos biológicos. En rigor, la única causa que actúa en la vida de un hombre, de un pueblo, de una época, es ese hombre, ese pueblo, esa época. Dicho de otra manera: la realidad histórica es autónoma, se causa a sí misma. En comparación con la influencia que los españoles hemos tenido sobre nosotros mismos, el influjo del clima es estrictamente desdeñable.
Fata ducunt, non trabunt. La tierra influye en el hombre, pero el hombre es un ser reactivo, cuya reacción puede transformar la tierra en torno. La sequía del terruño actúa sobre él, ante todo, produciéndole sed y modorra. Si el hombre es fuerte, sabrá reaccionar, poblando el yermo de hontanares e imponiéndose una vigorosa disciplina deportiva que venza la ignavia muscular. De modo que donde mejor se nota la influencia de la tierra en el hombre es en la influencia del hombre sobre la tierra.
Hay, ciertamente, lugares en el planeta que no son ecuménicos. La vida en ellos es imposible; mas, por lo mismo, no influyen en la vida. Allí donde la vida resulte mínimamente posible, el ser orgánico reacciona sobre el medio y lo transforma en la medida de su potencia vital.
Por eso, cuando el tren ha dejado atrás Burdeos, y corre entre los viñedos sonrientes, ha cesado dentro de mí la depresión mágica que un instante me produjera el materialismo geográfico.
El paisaje no determina casualmente, inexorablemente, los destinos históricos. La geografía no arrastra la historia: solamente la incita. La tierra árida que nos rodea no es una fatalidad sobre nosotros, sino un problema ante nosotros. Cada pueblo se encontró con el suyo planteado por el territorio a que llegara, y lo resolvió a su manera, irnos, bien, otros, mal. El resultado de esa solución son los paisajes actuales.
Es preciso, pues, invertir los términos. El dato geográfico es muy importante para la historia, pero en sentido opuesto al que Taine le daba. No es aprovechable como causa que explica el carácter de un pueblo, sino, al revés, como síntoma y símbolo de este carácter. Cada raza lleva en su alma primitiva un ideal de paisaje que se esfuerza por realizar dentro del marco geográfico del contorno. Castilla es tan terriblemente árida porque es árido el hombre castellano. Nuestra raza ha aceptado la sequía ambiente por sentirla afín con la estepa interior de su alma.
Como en el individuo es el dato que arroja más profundas revelaciones cuál sea la mujer que elige, pocas cosas declaran más sutilmente la condición de un pueblo como el paisaje que acepta.
Se me dirá que, a veces, el cariz geográfico es tan adverso a los deseos de una raza, que todas las reacciones de ésta para transformarlo resultarían vanas. Ciertamente; pero entonces se produce en la historia el curioso fenómeno de la emigración, que significa precisamente la inaceptación de un paisaje y el afán peregrino hacia una campiña soñada, hacia una «tierra de promisión» que toda raza fuerte se promete a sí misma.
El árido dramatismo de la gleba castellana, la insistente apacibilidad de los campos franceses son el más-amplio comentario psicológico, la plástica proyección de dos almas étnicas que sienten la vida de opuesta manera.
IV
AMOR A LA VIDA
DESDÉN A LA VIDA
Árbol, mies, senda, alquería, todo en el paisaje francés manifiesta mi exceso de solicitud, complacencia morosa, caricia prolongada. No se contente, el francés con que las cosas en torno estén bien, sino que subraya esta su perfección, la paladea y la soba un poco. Existe una rigorosa correspondencia entre estos campos y el resto de la existencia francesa. El estilo de su agricultura es el mismo que el de su literatura, de su sociabilidad, de su cocina, de su política.
Tal coincidencia no debe parecer fortuita. Como en el árbol todo es expansión de una semilla hincada en tierra, en el hombre todo es ramificación de una sensación o sentimiento radical ante la vida[121]. Este sentimiento vital es, en el francés, de amor a la existencia, amor de fruición y regodeo. En el castellano, por el contrario, todo emerge de un fondo saturado de desdén a la vida. Ambas notas fundamentales sirven de punto de partida a dos grandes melodías históricas, cuyo estilo es antagónico y que suenan en forte o en piano dentro del hogar tradicional, en las aristas del edificio, sobre el lienzo del pintor, en la asamblea política, bajo el rumor del verso, a lo largo del paisaje.
El campo de Castilla no es sólo árido, desértico, áspero; hay en él, además, la huella del abandono. Es un campo desdeñado. La campiña de Francia no es sólo húmeda, grasa, blanda; es una gleba retocada, acariciada, gozada.
Siente el castellano una secreta vergüenza, cuando se sorprende complaciéndose en algo. Para el francés, opuestamente, vivir es gozarse en vivir. Pero adviértase que gozar no significa una actitud meramente pasiva: goce es una actividad enérgica, merced a la cual volvemos sobre lo espontáneo, lo atendemos, palpamos, degustamos. Este gesto de degustación —el chasquido de la lengua sobre el paladar— no falta nunca en los actos franceses, y es precisamente lo que irrita ante ellos al buen castellano. El hombre placentero, voluptuoso, satisfecho, le parece petulante y amanerado. Para quien desdeña la vida detenerse a degustarla es una falta de seriedad y de hombría. Es curioso que nuestro pueblo ha medido siempre los grados de hombría en los individuos, no tanto por lo que éstos son capaces de hacer, sino por lo que son capaces de dejar de hacer, de sufrir, de renunciar. Casi le enoja el triunfo, porque en él suele comenzar la orgía. Por eso nuestra literatura se acostumbró a preferir los héroes en derrota. El primer poema hispanolatino, La Farsalia, de Lucano, canta a un vencido, y nuestro libro simbólico, el Quijote, es la triste epopeya de los lomos apaleados, donde la vida se define como naufragio irremisible y esencial derrota. Parejo origen tiene el extraño fenómeno de que en España las masas populares quedan remisas y suspicaces ante todo hombre público que traiga ademán triunfante, creador y gozador. Por el contrario, sienten enigmático entusiasmo hacia personajes cuya virtud consiste en simples renuncias. La popularidad de Pi y Margall, hombre excelente, pero de dotes escasísimas, se nutría de los ridículos desplantes ascéticos a que solía entregarse. Como si el vivir miserablemente, el no cobrar o cobrar mal su trabajo fuesen garantía alguna de la honorabilidad y talento políticos.
A primera vista parece simpático en nuestro pueblo este desamor a los potentes y este fervor hacia los renunciadores. Mas después de analizarlo y, sobre todo, de advertir que es típico en las razas débiles el odio a los temperamentos creadores y la veneración por los «santones», empieza a perder atractivo. El «santón» es un héroe cuya heroicidad, puramente negativa, consiste en renunciar a vivir. El ser debilitado, cuando se pone a escoger normas de heroísmo, suele preferir ésta, porque, a la postre, halaga su flojera. Siempre es más fácil dejar de hacer que hacer. Por esta razón resultan en España popularísimos los programas de abandono, en lo público como en lo privado.
La historia de Francia es la historia más bonita porque es la historia de un pueblo que se divierte viviendo. Toda ella avanza en allegretto; es el tempo racial que se impone a los individuos, por muy melancólicos que sean. La tristeza horrible, la amargura de demente, de mánico, que brotaba en el alma de Pascal, no tuvo más remedio que aceptar el compás jovial de la expresión francesa. Sus Pensées piruetean, y en las Cartas provinciales la más adusta teología combate jocundamente.
Goce de vivir, desdén de vivir; estos dos modos últimos y opuestos de sentir la existencia palpitan en los paisajes de dos naciones tan próximas, y a la vez tan distantes, como Francia y España. Mientras el Renacimiento francés culmina en la figura de Pantagruel, que es, ante todo, un glotón, el Renacimiento español se complace con la imagen de un pícaro, que es, ante todo, un famélico. En nuestra literatura picaresca hay, como en el paisaje castellano, una servil adulación al hambre.
V
DESTINOS ÉTNICOS
La historia toda de Francia parece, pues, brotar, como de una simiente, de cierta actitud elemental de afición a la vida. La castellana, por el contrario, sabe toda ella a desdén hacia la vida. Esta diferencia de tonalidad biológica entre ambos pueblos sólo se hace patente cuando se los compara uno con otro; mas si confrontamos la manera castellana de sentir la existencia con la de otras razas lejanas, los indos, por ejemplo, cambiará totalmente de cariz. Siente el indo la vida como un incesante afán de fuga ultraterrena; para atender a las cosas de este mundo necesita violentarse, corrigiendo por un doloroso esfuerzo de la voluntad la ruta espontánea de su alma, que gravita por si misma hacia un trasmundo místico. El desdén del hombre bengali por los asuntos planetarios es de tal modo intenso que, emparejado con él, nuestro sobrio gesto despectivo ante las delicias terrenales parecerá más bien un melindre que oculta la plena aceptación de aquéllas. No se debe olvidar que las razas occidentales, tomadas en conjunto, se caracterizan frente a la humanidad del Oriente por un rasgo común de entusiasmo vital El europeo es, siempre, hombre de este mundo; de aquí su temperamento imperialista y práctico, de aquí su escasa capacidad religiosa.
Nuestra noción de los caracteres étnicos es, pues, forzosamente relativa, y varía según las comparaciones a que la sometamos, como el ala de la gaviota, que es blanca bajo el rayo del sol y se oscurece al resbalar sobre el vellón de la nube.
Dentro de los límites de España aparece el desdén castellano rodeado de voluptuosidades por todas partes. Hay la voluptuosidad de Levante festival, decorativa; hay la voluptuosidad cantábrica de la comilona y el hogar confortable; hay la voluptuosidad andaluza de la postura, el perfume y el aire blando; hay la voluptuosidad gallega y lusitana, que es un gozar del dolor, un embriagarse con las lágrimas, una complacencia querulante en la propia tristeza al son del «fado», un delicioso morirse disuelto en la melancolía atlántica. En medio de esta varia delicia, Castilla, recluida en su desierto, toma el aire de un enjuto San Antonio asediado por una periferia de tentaciones.
Pero esta diferente tintura, que se derrama sobre el carácter de un pueblo según las comparaciones a que le sometamos, procede de nuestras necesidades intelectuales. La relatividad está en nuestra noción, no en el carácter étnico, que es siempre idéntico a sí mismo y perfectamente determinado.
Podremos vacilar al definir la divergencia entre nuestro temperamento y el francés; pero la sentimos inequívocamente. Se trata de dos tipos vitales, irreductibles el uno al otro. Es completamente falso que, como Cánovas decía, sean los franceses españoles con dinero. No es la mayor riqueza, ni siquiera el superior saber o el mayor talento, lo que diferencia ambos pueblos. Una España más rica que la actual, más sabia o más inteligente, se diferenciaría probablemente aún más de la raza vecina. Y es que el principio diferencial radica en estratos mucho más elementales de la vida que economía, ciencia, intelecto. Tan elemental, tan primitivo es, que casi resulta inefable.
Es una contingencia, que en vez de silenciada debiera cuidadosamente ser atendida, la de que muchos españoles, y entre ellos no pocos de los mejores, sienten su vida aniquilada por el mero hecho de verse forzados a habitar en España. Casi todo lo que en nuestro país se hace, sus usos y maneras, sus ideas y sus productos, les parece erróneo, sin valor o irritante. Sienten el ambiente castizo como una atmósfera opresora, que les angustia y que estrangula todas sus posibilidades de existencia. En cambio, estiman altamente las cosas y modos de Francia o Inglaterra, hasta el punto de pensar que si pudiesen radicalmente trasladar a esos países su vida, quedaría ésta por completo lograda. No seré yo quien censure, sin más ni más, a las personas que sinceramente y no por tópico sienten así. Pero aunque no las censure, me permito hacerles notar que están en un error. Transfiriendo su vida a Francia o Inglaterra serían no menos infelices; sólo que su infelicidad cambiaría de signo y tenor. Porque no basta que ciertas formas de vida nos parezcan estimables para que podamos vivir en ellas; es menester que además sean el auténtico fruto de nuestra más íntima sensibilidad, de nuestras exigencias orgánicas más profundas. El español trasladado a Francia habrá eludido el roce con nuestra áspera atmósfera celtíbera, y en consecuencia sentirá menos molestias; pero no por eso vivirá más. Al contrario, pronto comenzará a advertir que se le paralizan todas las mejores actividades vitales. Irá y vendrá, fantasma de sí mismo, al través del suave ambiente extranjero, sin tomar en nada parte, desplazando de acá para allá una personalidad tullida y como ausente, mero espectador sin emociones, pupila exánime de cuanto en su derredor pasa. Todo lo que hay de incitante y excitante en el tránsito por un país extraño desaparece cuando a él trasladamos el eje y la raíz de nuestra vida. Los antiguos tenían fina percepción de esa parálisis íntima en que cae el transplantado, y por eso era para ellos una pena de rango parejo a la muerte la del destierro. No por la nostalgia de la patria les era horrendo el exilio, sino por la irremediable inactividad a que los condenaba. El desterrado siente su vida como suspendida: exul umbra, el desterrado es una sombra, decían los romanos. No puede intervenir ni en la política, ni en el dinamismo social, ni en las esperanzas, ni en los entusiasmos del país ajeno. Y no tanto porque los indígenas se lo impidan cuanto porque todo lo que en derredor acontece le es vitalmente heterogéneo, no repercute dentro de él, no le apasiona ni le duele ni enciende. Tal vez distraído por las mayores facilidades externas que el medio le ofrece, no advierte que su existencia ha degenerado en un sordo y espectral deslizamiento por la quinta dimensión.
Todos hemos observado en los que viven fuera de su raza un peculiar entontecimiento y bobería. Nada enérgico, robusto, creador queda en ellos. Las potencias vitales se les han envaguecido, y en el secreto fondo de sí mismos sienten su persona radical e irremisiblemente humillada.
Aun en el caso aludido de desestimar las maneras españolas y apreciar altamente las francesas o inglesas, no es, pues, solución el traslado definitivo a esos países. El error proviene de creer que la vida es una operación receptiva, un transitar por entre las cosas, un pasivo sufrir y gozar lo que de fuera nos viene. Pensando así, no carece de lógica suponer que si nos colocamos en un medio donde lo externo valga más que en el nativo, nuestra existencia será mejor. Mas, como digo, hay error en el punto de partida. La vida no es recepción de lo que pasa fuera; antes por el contrario, consiste en pura actuación; vivir es intervenir; por lo tanto, un proceso de dentro afuera, en que invadimos el contorno con actos, obras, costumbres, maneras, producciones según el estilo originario que está prescrito en nuestra sensibilidad.
El ensayo, aunque sólo sea imaginario, de transmigración al país extraño que más estimamos nos sirve precisamente para tomar contacto con ese inefable principio diferencial, con ese esquema de melodía orgánica que constituye el carácter de cada pueblo. Porque si juzgamos inaceptables las formas concretas en que se ha desarrollado la vida española por lo toscas y torpes, y, en cambio, consideramos plausible el tipo de existencia francés o inglés, parece que nuestro ánimo podría hacerse solidario de éstos sin resto ni nostalgia. Sin embargo, no es así. Basta que haciendo una especie de experimento mental nos imaginemos convertidos en franceses o ingleses para que, no obstante nuestra estimación, nos demos cuenta de que con ello renunciamos a ciertas calidades espléndidas que en potencia posee el módulo español. Entonces vislumbramos, más allá de lo que España ha sido y es efectivamente, un núcleo originario de tendencias vitales, que desarrolladas con mejor acierto producirían un tipo de existencia estimabilísimo. Frente a la España real que ha sido, que es, hay muchas Españas posibles, todas ellas brote diversamente orientado de un mismo germen, estilo o temperamento. Queramos o no, cualquiera que sea nuestra desestimación de la España real, estamos ligados en nuestras profundidades orgánicas a ese fondo de tendencias étnicas, imperativo biológico que rige inexorable nuestro destino. Si queremos vivir, tenemos que vivir a la manera española; pero la manera española es múltiple. Hasta ahora se ha usado una; tal vez la peor. No veo que haya inconveniente en ensayar otra.
Toda esta «dulce Francia», que a ambos lados de mí se escapa por las ventanillas del tren —la tierra grasa, blanda, verdecida; los boscajes, trémulos bajo el viento; las villas placenteras, y las costumbres, y la política, y las ciencias, y las artes—, me parece más valiosa que España. Sobre esto no sorprendo en mí la menor vacilación. Otra cosa me avergonzaría; es de tal modo evidente esa superioridad, que desconocerla o escatimarle el asenso me parecería un acto fraudulento. Porque cada objeto en el mundo tiene junto a su forma y contenido un valor que le es propio, y consecuentemente un rango en la jerarquía de las estimaciones. Negarse a reconocerlo es hurtar al objeto algo que es suyo, y no puede hacerse sin vileza. Lo siento mucho, pero yo no puedo fundar mi patriotismo en una deshonestidad.
Tampoco me sería esto necesario. Porque cuanto más claramente veo y con mayor vigor subrayo las gracias y virtudes de Francia, es mayor la evidencia con que siento ser otros mis destinos. En la íntima polarización de mi organismo encuentro un sistema de apetitos y de afanes que discrepa hondamente del que ha creado los encantos de Francia. Mis potencias vitales irradian hacia otros cuadrantes de posible existencia.
En el último siglo se ha querido ocultar este hecho, grandioso y terrible a la par, de que los pueblos son radicalmente diversos, que en ellos la vida histórica se diversifica como la somática en las especies zoológicas. Cierto vago internacionalismo ha pretendido ligeramente nivelar con un conjuro caprichoso e inválido la diferencia entre las naciones, e impulsado por lunáticas inspiraciones, ha urdido una pseudocultura en que se fingía ignorarlas.
Y, sin embargo, se trata de un hecho absoluto, irreductible, ante el cual historia y política no pueden hacer más que tomarlo según se presenta: espontáneo, irracional y misterioso. Más aún: en la historia y la política la existencia de esos estilos vitales diferentes que son los pueblos es el punto de partida para toda ulterior meditación.
Hasta no hace mucho, cuando a las islas Seethland, solitarias, remotas de toda otra tierra habitada, llegaba algún barco, los insulares se veían atacados por una violenta epidemia de tos convulsiva y estornudos. La aproximación de una raza extraña sacudía eléctricamente las raíces orgánicas de aquel pueblo. Valga esto como imagen simbólica de la heterogeneidad insuperable que yace en el seno de los destinos étnicos.
VI
BABEL, BALBUCIR, BÁRBARO
Tal vez siempre se ha sentido que los pueblos son modos de existir radicalmente distintos. Pero aunque siempre se ha sentido esto, no se ha sabido casi nunca. Como en tantos otros asuntos por un lado iba la evidencia de la impresión inmediata; por otro, los conceptos, teorías e interpretaciones. Las ideas dominantes en la edad moderna han tendido a nublar la claridad con que los pueblos se sentían diferentes. Había un extraño apresuramiento en demostrar que lo humano es uniforme.
Sin embargo, aquí y allá, en fugitivos instantes, se vislumbró que la heterogeneidad de los grupos étnicos es más honda de lo que solía pensarse.
En la Filosofía de la Mitología, obra de su vejez, se pregunta Schelling: ¿Cómo nacieron los pueblos? ¿Cómo de la humanidad homogénea primitiva salió la muchedumbre de pueblos diversos que la historia ha encontrado siempre esparcidos sobre la tierra? No basta atribuirla a la separación material que, tal vez, el crecimiento del núcleo humano aborigen hizo forzosa. De esta manera sólo llegamos a una segmentación en tribus aisladas, no a una formación de pueblos distintos. Tampoco basta referirse a una diferencia originaria de razas, si por razas se entiende meramente diferencias del tipo corporal. El pueblo indo se compone de razas diversas, diversidad que se mantiene intacta, o poco menos, dando lugar a la organización en castas. Sin embargo, los indos son un pueblo en el sentido más poderoso de la palabra. Por la misma razón, es inútil buscar el origen de la variedad étnica en influencias externas, clima, forma geográfica, catástrofes telúricas. Causas externas sólo pueden explicar variaciones también externas, y los pueblos son diferencias íntimas, espirituales.
La causa de la diversificación tuvo, pues, qué ser espiritual. Es verdaderamente extraño —dice Schelling— que una cosa tan obvia no se haya advertido al punto. Porque no cabe pensar en pueblos diferentes sin lenguajes diferentes, y el lenguaje es, por cierto, algo espiritual. «Si entre las diferencias externas —y a ellas pertenece el idioma por una de sus caras—, es el lenguaje lo que más íntimamente diferencia a los pueblos, hasta el punto de que sólo aquellos pueblos que hablan distinto idioma son en realidad distintos, no se puede separar la génesis de las lenguas de la génesis de los pueblos». Y es curioso notar que, en efecto, la Biblia pone en relación lo uno con lo otro. Durante la edificación de la torre de Babel, la humanidad, hasta entonces una, se disgrega, y se da como causa inmediata de ello la confusión de las lenguas. Nacen, pues, los pueblos al mismo tiempo que los idiomas. «Pero una confusión de las lenguas no es comprensible sin suponer un acontecimiento íntimo, una profunda conmoción de la conciencia. De suerte que si ordenamos los sucesos en su serie natural, lo primero fue necesariamente lo más interno, la alteración de la conciencia; lo segundo, ya más exterior, la involuntaria confusión de las lenguas; lo postrero, en fin, la disociación del género humano en masas distintas no sólo espacial, sino íntima y espiritualmente, esto es, en pueblos».
«Pero una afección de la conciencia que trae consigo, por lo pronto, una confusión de las lenguas, no podía ser superficial, sino atacar al principio mismo y fundamento de aquélla». Lo escindido, lo roto, fue, pues, aquella raíz espiritual que mantenía uniforme y una a la humanidad, a pesar de su división externa en tribus y estirpes. Esa raíz, ese principio, que tal imperio ejercía sobre la conciencia humana, hasta el punto de no dejar en ella espacio para nada antitético y distinto, no podía ser más que la idea infinita de un Dios, de un Dios solo y único. Y la catástrofe espiritual que en un cierto momento quebró el bloque de la humanidad en una muchedumbre de pueblos, sólo pudo consistir en la escisión de esa idea teológica. La fe única en un Dios señero se rompió en una pluralidad de pensamientos distintos sobre Dios, es decir, en dioses diferentes; cada trozo de humanidad se sintió sobrecogido por la duda hacia aquella divinidad unitaria, y presa de una nueva fe en un Dios esencialmente parcial, particular, sublime esquirla teológica de la primitiva cantera infracta. Y abrazado a Él, a ese Dios que no era el de todos, sino el suyo frente a los de los otros, fue sintiendo aversión e incomprensión hacia los demás trozos de humanidad. «No un acicate externo, sino la íntima inquietud, la angustia incoercible de no ser ya la humanidad íntegra, sino sólo una parte de ella, empujó a cada grupo de tierra en tierra, de costa en costa, hasta sentirse bien solo consigo mismo, lejos de todos los extraños, en el lugar para él adecuado y previsto».
Los constructores de Babel habían dicho: «Vamos; edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo, y hagámonos un nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra». Schelling hace notar que este temor, esta angustia de verse desparramados y disyuntos es anterior a la confusión de las lenguas y revela en la sospecha de la crisis futura la previa germinación en los espíritus de un íntimo disenso.
Ello es que las crisis religiosas han tenido siempre una misteriosa correspondencia con anomalías del lenguaje. En las épocas de fervor místico suele acompañar a los momentos de exaltación el llamado «don de lenguas». Los fieles se entienden, cualquiera que sea el idioma que hablen. Por eso llama Schelling al Pentecostés una Babel inversa.
«Cada pueblo —prosigue el filósofo romántico— existe como tal sólo desde el momento que ha decidido y fijado su mitología», a la cual se ajustan dócilmente las formas del idioma. La incapacidad de entenderse es el síntoma auténtico en que los hombres perciben su diferencia étnica. No se entienden porque hablan idiomas diversos; pero hablan idiomas diversos porque piensan de manera distinta. «Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra». Esto leemos en el Génesis.
Schelling se niega a aceptar la etimología científica de Babel. Bab-Bel, que quiere decir «puerta de Dios». En su opinión, Babel es una contracción de Bab-Bel, vocablo onomatopéyico, que imita el efecto producido en nosotros por el rumor de una lengua que no entendemos. Se trataría, pues, de la misma raíz que formó en Grecia la palabra «bárbaro», en latín la palabra balbuties, en francés babil, en español «balbucir», dicciones todas que aluden a un hablar ininteligible. Así Ovidio:
Barbarus bic ego sum, quia non intelligor ulli (soy aquí un bárbaro, porque no me entiende nadie).
Esta teoría de Schelling puede servir como ejemplo luminoso de lo que fue el pensamiento romántico, donde siempre anduvo mezclada genial agudeza con ingeniosa arbitrariedad. Si se eliminan las fantasías etimológicas y la interpretación del texto mosaico con la hipótesis de la humanidad homogénea, queda una profunda intuición de la heterogeneidad vital, que en la historia de los pueblos aparece constante. No son las condiciones externas ni el hallarse en un estadio distinto de la evolución humana —que caprichosamente se supone única— lo que diferencia a los pueblos, sino una diversa orientación radical del espíritu. Ciertamente, cada pueblo es una mitología diferente, un repertorio exclusivo de maneras intelectuales y afectivas.
Y las ruedas del tren en que viajo continúan diciendo: ¡Helion, Melion, Tetragrámmaton!…