AZORÍN: PRIMORES DE LO VULGAR
A LA SEÑORA ELENA
SANSINENA DE ELIZALDE
Dama argentina de alma exquisita y
nobilísima, honor de un pueblo que es
capaz de suscitar virtudes tales.
Que estas páginas conduzcan allende
el mar mi admiración respetuosa.
Madrid, 1917.
I
ESTÁ decidido mi viaje a la Argentina[44], y quiero despedirme de esta España nuestra tan agria, tan paralitica, tan inerte —hundiéndome de nuevo en El Escorial. Es un día de junio, claro como una niñez. La luz pura y esencial liberta a todo de su gravamen, y el monasterio granítico y la sierra berroqueña parecen flotar ingrávidos en el éter luminoso.
Unos oscuros aviones, borrachos de luz, pasan como saetillas gritadoras en tanto pienso: ¿qué será la Argentina? ¡El Río de la Plata, el Paraná, el Chaco, Tucumán, la Pampa, Buenos Aires! ¡Rumor de nombres fraternales! Sobre todo la Pampa… ¿Qué será la Pampa? Poco más o menos ya sé lo que es geográficamente; pero ¿qué será la Pampa sentimentalmente? A los treinta años el corazón de un hombre melancólico se desinteresa por la geografía, y si es sincero consigo mismo, advierte que, ante todo, le preocupan las cosas como entidades sentimentales. ¡La Pampa, Buenos Aires! Del fondo del ánimo toman su vuelo bandadas de esperanzas confusas, que van rectas a clavarse en un horizonte infinito, como estos aviones oscuros parecen clavetearse en lo azul. La vida de un español que ha pulido sus sensaciones es tan áspera, sórdida, miserable, que casi en él viven sólo esperanzas, esperanzas que no tienen donde alimentarse, esperanzas escuálidas y vagabundas, esperanzas desesperadas. Y cuando en la periferia del alma se abre un poro de claror, a él acuden en tropel las pobres esperanzas sedientas, y se ponen a beber afanosas en el rayo de luz. ¿Qué será la Pampa vista desde la cima sensitiva de mi corazón?
… Y en esto alguien llega y me da un libro. Es de Azorín. Se titula Un pueblecito.
Nada más opuesto a América que un libro de Azorín. La palabra América, repercutiendo en las cavidades de nuestra alma, suena a promesas de innovación, de futuro, de más allá. Para los que amamos la obra de Azorín, oír su nombre equivale, en cambio, a recibir una invitación para deslizar la mano una vez más sobre el lomo del pasado como sobre un terciopelo milenario.
En tanto, pues, que mi alma orienta su proa hacia América, que es el porvenir, meditemos un poco a este poeta del pasado. ¡Pasado, porvenir! Ya he dicho que para mí la vida no tiene sentido si no es como una aspiración de no renunciar a nada.
EMOCIONES TORNASOLADAS
—¡Un pueblecito! —casi no nos es necesario leer este libro: nos bastaría con el título. En él está todo Azorín.
Los que hayan tratado de antiguo las obras de este escritor no pueden leer tal título sin un peculiar enternecimiento. Un pueblecito… Es decir, algo minúsculo, sencillo, lindo, luminoso y lejano. ¡Qué encanto! Mas por lo mismo, algo débil, pobre, angosto, perdido, lamentable y pretérito. ¡Qué pena!
¿Habéis analizado alguna vez esta emoción que llamamos ternura? ¿Es alegre, es triste la ternura? ¿No parece más bien la ternura una semilla de sonrisa que da el fruto de una lágrima? En el enternecimiento sentimos angustia precisamente por aquello mismo que nos causa placer. Así, la inocencia nos encanta porque se compone de simplicidad, pureza, insuspicacia, nativa benevolencia, noble credulidad. Mas precisamente estas cualidades nos dan pena porque la persona dueña de ellas será víctima de los dobles, impuros, suspicaces, malévolos y escépticos que pueblan la sociedad. La inocencia no nos entusiasma, la inocencia no nos enoja, la inocencia nos enternece.
Si nos representamos la emoción como un volumen, yo diría que la ternura es por dentro placer y por fuera dolor.
Hay en el hombre muchas de estas emociones dobles, exquisitos sentimientos tornasolados. La nostalgia, por ejemplo: en ella echamos de menos algo que un día gozamos: es el dolor de hallarnos enajenados del paisaje patrio que abrigó cálidamente nuestra infancia y donde todo nos hacía mimosos guiños de nodriza; es el vacío afectivo que nos queda al vivir separados de aquella mujer tan bella y tan amada que oprimía nuestras pupilas con aquellas sus miradas tan largas, tan hondas, tan nuestras… Mas al echar de menos estas realidades encantadoras las traemos imaginariamente junto a nosotros, las revivimos, volvemos a notar sus perfecciones, sus delicadezas, sus delicias, y un sordo deleite va vertiéndose en nuestro espíritu. El gesto de desolación con que añoramos el tiempo feliz[45] concluye en un gesto de vago placer alucinado. Al revés que la ternura es la nostalgia hacia dentro, dolor, y hacia fuera, placer.
MAXIMUS IN MINIMIS
En Azorín no hay nada solemne, majestuoso, altisonante. Su arte se insinúa hasta aquel estrato profundo de nuestro ánimo donde habitan estas menudas emociones tornasoladas. No le interesan las grandes líneas que, mirada la trayectoria del hombre en sintética visión, se desarrollan serenas, simples y magníficas, como el perfil de una serranía. Es todo lo contrario de un «filósofo de la historia». Por una genial inversión de la perspectiva, lo minúsculo, lo atómico, ocupa el primer rango en su panorama, y lo grande, lo monumental, queda reducido a un breve ornamento.
Deja pasar Azorín ante su faz muda, inexpresiva, casi inerte, cuanto pretende representar primeros papeles en la escena de la vida: los grandes hombres, los magnos acontecimientos, las ruidosas pasiones. Todo esto resbala sobre su sensibilidad. De pronto notamos un breve temblor en sus labios prietos, una suave iluminación en su pupila; adelanta la mano, señala con el índice a un punto del paisaje humano. Seguimos la indicación y hallamos… esto: un pueblecito —un nombre desconocido u olvidado—, un detalle del cuadro famoso que solíamos desapercibir —una frase vivida que naufragaba en la prosa vana de un libro. Como con unas pinzas sujeta Azorín ese mínimo hecho humano, lo destaca en primer término sobre el fondo gigante de la vida y lo hace reverberar al sol.
Esta inversión de la perspectiva es, cuando menos transitoriamente, de clara utilidad. Obran sobre nosotros cien años de política y de pedagogía, que son dos disciplinas de insinceridad. El político para convencemos y el pedagogo para mejorarnos, nos habitúan a no percibir nuestra realidad íntima. Como nos han predicado tanto que debe preocuparnos más que nada el Progreso, la Humanidad y la Democracia, hemos llegado a creer de buena fe que, en efecto, son tales esquemáticos objetos lo que más nos importa sobre la Tierra. Pero esto es una ilusión que respecto a nosotros mismos padecemos. Como Heine escribía «no sabemos a menudo qué es lo que nos duele. Nos quejamos de un lado y es el otro quien sufre. ¡Señora, yo tengo dolor de muelas en el corazón!» Así es frecuente que ululemos por la Democracia cuando, en verdad, sentimos una ambición insatisfecha o una pena de amor.
Enferma de panlogismo, la filosofía de la historia nos presenta la vida humana como una evolución de ciertas ideas colosales y abstractas. Dadas sus intenciones particulares, es justo que proceda de tal modo esta ciencia alentadora. Pero no lo tomemos muy en serio; lo que ella nos muestra no es la vida, sino ciertas consecuencias de la vida, lo que en un determinado sentido —el orden de la justicia, de la verdad, de la tolerancia— va decantando la vida.
Sobre el área de la existencia resbala el vértice sanguinolento de nuestro corazón, y sus convulsiones le hacen martillear en la superficie vital, dejando en ella como un pespunte de momentáneas angustias y exultaciones. De la misma suerte, el aparato Morse va dejando en la cinta su huella de puntos y rayas, que luego interpreta el telegrafista dándoles un sentido racional. Pero toda interpretación es una suplantación, no es nunca el texto mismo. La filosofía de la historia da una interpretación racional de la vida mas el texto vital queda fuera de ella: el texto vital se compone de las dilataciones y contracciones de mi víscera cordial —es esta sensación de radical soledad que ahora resuena dentro de mí como un alarido en una infinita oquedad desierta, es aquella iluminación subitánea en que el mundo pareció flotar cuando entre los rumores de la fiesta la voz amada, la voz que era un hilo de plata, vertió en mi oído la esencia de una palabra…— La filosofía de la historia no se ocupa de nada de esto: pasa sobre mi corazón y sobre el tuyo, lector, y sobre tantos otros, imperturbable, como un elefante sobre las temblorosas margaritas del prado. ¡Ah! Y esta vida inmediata, estas emociones de cada uno son para cada uno lo primero en el universo. Quiera o no. Todo lo demás es secundario, y sólo es en tanto que se apoya en nuestro corazón y en él se articula.
Y, sin embargo, de nada nos ocupamos menos que de esa vida nuestra. ¿Qué hicimos de la alegría de ayer y de la amargura de esta mañana? Conforme fueron íbamos dejando morir, instante tras instante, nuestros vitales momentos. Cada individuo es como un ser múltiple que avanza dejando a cada paso, tendido sobre el polvo, un compañero interior. La divina alegría que danza, la tullida tristeza, la hora de plenitud y la hora en que todo es ausente… Allá queda, bajo la tolvanera del camino, todo nuestro existir: primero la rosa, luego el harapo…
Pero ¿muere, en efecto, ese íntimo ayer? Cuando llegamos a la madurez nuestro yo juvenil no ha expirado todavía: nada muere en el hombre mientras no muere el hombre entero. El yo pasado, lo que ayer sentimos y pensamos vivo perdura en una existencia subterránea del espíritu. Basta con que nos desentendamos de la urgente actualidad para que ascienda a flor de alma todo ese pasado nuestro y se ponga de nuevo a resonar. Con una palabra de bellos contornos etimológicos decimos que lo recordamos —esto es, que lo volvemos a pasar por el estuario de nuestro corazón—. Dante diría per il lago del cor. Recordar es volver la vista al yo pretérito y hallarlo aún vivo y vibrátil como un dardo que sigue en el aire su carrera cuando el brazo que lo lanzó ya descansa. Aquella dolencia de amor que dio una puñalada en nuestra mocedad renueva su dolor, bien que suave y espectral, siempre que nos viene a la memoria, y otras veces un aroma vagoroso, una vieja música errabunda, que la brisa empuja hasta nuestro oído, parece desalojar de la conciencia todo nuestro yo actual y sustituirlo por una época pasada de nosotros mismos, que torna a la existencia como un audaz resucitado.
Pienso que no debiera llamarse culto sino al hombre que ha tomado posesión de todo sí mismo. Cultura es fidelidad consigo mismo, una actitud de religioso respeto hacia nuestra propia y personal vida. Decía Goethe que no podía estimar a un hombre que no llevase un diario de sus jornadas. El detalle del diario puede abandonarse; pero reservemos la aguda verdad diamantina que envuelve esa frase. Un ser que desprecia su propia realidad no puede verdaderamente estimar nada ni haber en él nada verdad. Sus ideas, sus actos, sus palabras tendrán sólo una calidad ilusoria: no serán nunca lo que aparentan ser. No por su contenido son reales mi fe o mi duda, sino como trozos de mi vida personal. Un hombre que no cree en sí mismo no puede creer en Dios.
La norma de llevar un diario que Goethe nos propone es muy significativa. Equivale a la indicación de que no dejemos trasvolar nuestro ayer sin subrayarlo y que el mañana, saliéndonos al encuentro, nos halle prevenidos, bien dispuestos los odres para recibir lo que nos traiga. Dando de este modo frecuente reviviscencia a todo lo que fuimos y lo que aspiramos a ser, vivimos en actual y plenaria posesión de nuestra vida y la hacemos gravitar íntegra sobre cada hora transeúnte.
Yo creo que todo hombre superior ha tenido esta facultad de asistir a su propia existencia, de vivir un poco inclinado sobre su propia vida, en actitud a la vez de espectador exigente y de investigador alerta, pronto a corregir una desviación o desperfecto, presto al aplauso y al silbido. Y esto debe ser la vida de cada cual: a la vez un armonioso espectáculo y un valiente experimento.
Pero ¿no suena todo ello a inactualidad? Nada es tan ajeno a la conciencia superficial que hoy rige el mundo como estos afanes y cuidados propios a la cultura de la persona. En estos tiempos que cuentan con complicadas técnicas para todo, sólo se hace una cosa al buen tuntún: vivir. Así ha llegado la individualidad humana al más extremo rebajamiento —a la cultura democrática[46].
¿ANGUSTIA? ¿PROGRESO?
Azorín es todo lo contrario que un filósofo de la historia: es un sensitivo de la historia. Aquél se complace en ordenar, como en una procesión o cabalgata, las variaciones de la humana existencia, el siglo opulento y glorioso tras el humilde y sin destellos, los días Culminantes —Atenas de Pericles, Roma cesárea, Florencia, París— entreverados de las jornadas grises o acerbas, y todo ello movilizado, en ruta más o menos sinuosa, hacia un estado de perfección. De tal manera, la sucesión de las vidas humanas toma un semblante de Progreso.
¿Existe, en efecto, ese progreso? La progresión es siempre relativa a la meta que hayamos predeterminado. El progreso de la vida humana será real si las metas ideales a qué la referimos satisfacen plenamente. Si el ideal cuya aproximación mide y prueba nuestro avance es ficticio o insuficiente, no podemos decir que la vida humana progrese. En el orden de la velocidad en las comunicaciones es, evidentemente, el ferrocarril un progreso sobre la silla de postas y la diligencia. Pero es cuando menos discutible que la aceleración de los vehículos influya en la perfección esencial de los corazones que en ellos hacen ruta.
Tomad dos épocas de la historia —ilustre la una y sórdida, desdichada, la otra. Si usando de vuestra reflexión como de un estilete la hincáis bien en ellas, pronto habréis dejado atrás aquel haz en que ambas edades se diferenciaban tanto. La superficie de la una refulgía de armas gloriosas, de imperios vastos y magnificentes, de galas suntuarias y artísticas, de buena gracia en los modales y de esprit en las letras. La época humilde y enferma mostraba una superficie arrugada y contraída, llena de privaciones, de inelegancia, falta de esplendor: todo parece haber perdido su brillo, todo es ruina sorda y parda. Hincad más allá la atención, penetrad en el cuerpo de la vida hasta estratos más profundos y veréis disminuir la discrepancia. Habrá un momento en que el estilete parecerá punzar el centro misino cordial de una y otra edad: a vuestro oído llegará entonces una misma, idéntica quejumbre. El hombre de la época espléndida y el de la época desventurada sienten la misma desazón radical ante la existencia. ¿Quién se acuerda, al llegar a esta latitud de los valores vitales, quién se acuerda de la opulencia o la pobreza que había en la superficie? Si es la vida una angustia exhalada en un bostezo, ¿qué más me da bostezar a un cosmos organizado según Ptolomeo, que a un orbe obediente a Copérnico?
En esta operación de catar el sentimiento vital de las edades sorprendemos una vez y otra a Azorín. Su arte consiste en revivir esa sensibilidad básica del hombre a través de los tiempos.
Decía yo antes que debíamos retener nuestro pasado y fijar bien nuestra aspiración hacia mañana, para que uno y otra, convergiendo en nuestro presente, den a éste plenitud, triple dimensión, grosor, volumen. Cuantas más porciones de nosotros se hallen presentes en nuestro presente, mayor será su realidad. Una decisión tomada en el momento, sin consultar a nuestro yo de ayer y al de mañana, tendrá mucha menos densidad personal, será mucho menos nuestra decisión que la formada con la asistencia y colaboración del resto de nuestra vida[47].
Por esto conviene que cada cual se recuerde a sí mismo y recorra a menudo sus días pretéritos, reavivándolos, como un buen general la ondulante línea de sus ejércitos.
Pero si es necesario para afinar nuestra persona comparar lo que sentimos de la vida en esta hora urgente con lo que sentimos en otras lejanas, no lo es menos que comparemos el tono de nuestras emociones vitales con el que trasciende de las vidas ajenas, sobre todo antiguas. ¿Somos más felices, somos más tristes que los hombres de otra edad? ¿Camina el mundo hacia una cordial satisfacción o perdura idéntica la distancia entre los anhelos y las realizaciones?
Este va a ser el tema en la obra toda de Azorín; opuesta a la de Baroja en todo lo demás, tiene de común con ella esa lontananza gemebunda, ese contrapunto patético y latente que he llamado trémolo metafísico.
Se habrá notado que en las producciones mejor logradas de nuestro autor se parte siempre de un libro viejo, de un edificio antiguo, de un cuadro patinoso, de una persona fenecida. Diríase que tenemos en Azorín un temperamento de erudito o arqueólogo. Nada más erróneo, sin embargo. Libro, edificio, cuadro y persona no son para Aborto hechos definitivamente pasados, realidades de una hora irremediablemente transcurrida. Ni estudiarlos ni contarlos es la intención de Azorín, sino, en su más literal sentido, revivirlos.
Entre las líneas confusas y exánimes de tal página amarillenta hay una frase que conserva la impronta de un dolor, de una alegría sentida en un minuto fugaz por el escritor antepasado —reliquia delicada, volátil, evanescente, como la huella que en el limo primigenio dejó la pata de un ibis liviano. En esa frase, donde yace la momia de una emoción, inserta Aborto el nervio sensitivo de su alma —y, al punto, la emoción anquilosada se desentumece, despliega estremecida las viejas alillas yertas y convulsa vuelve a batir con sus plumas de antaño el aire nuestro vivo.
¡Extraña condición la del espíritu! No sólo nuestros sentimientos perviven cuando ha pasado su actualidad, de suerte que podemos tornar a vivirlos cuantas veces queramos, sin más que descender al lugar del tiempo en que acaecieron, sino que las emociones de otros hombres en otros tiempos pueden ser para nosotros espectáculo inmediato, tan inmediato y tan real como el paisaje que ahora existe ante nuestros ojos[48].
SINFRONISMO
En la feria de libros que se reúne por septiembre junto a las frondas otoñales del Jardín Botánico, halla Azorín un libro, publicado en 1791 por don Jacinto Bejarano, cura párroco de Arévalo. El autor es en la historia literaria un desconocido.
La lectura de la obra revela en este desconocido un temperamento de selección, un hombre delicado, fino, inteligente, sensual.
Don Jacinto Bejarano escribió su libro mientras servía la parroquia de Riofrío, en Ávila, un pueblecito, casi una aldea, donde la vida es ingrata, áspera, elemental, bárbara.
Esto nos sugiere Azorín en las primeras páginas de Un pueblecito, y en seguida venimos a la sospecha de que Azorín va a hacernos su autobiografía al hacernos la biografía de don Jacinto Bejarano, Porque, en efecto, es Algorín un «hombre delicado, fino, inteligente, sensual —sensual como Montaigne—», que atraviesa desconocido la vida española, tan «ingrata, áspera, elemental y bárbara». En una de las postreras páginas nuestra sospecha recibe plena confirmación. Azorín escribe: «¡Adiós, querido Bejarano Galavis! No creía encontrar aquí, en la aldea, un hombre tan culto y tan delicado. Siento, como si fueran míos, tus dolores». Como si fueran míos…, subraya Azorín.
En los libros de acústica suele verse dibujado el aparato de resonadores que Helmholtz ideó. Fórmalo una serie de esferas metálicas huecas, cada una de las cuales comunica con un mechero de gas. Los sonidos, según su varia calidad, hallan resonancia en una u otra de estas esferas, que al producirla envía un aliento a su llama adjunta, la cual vemos alargarse trémula, ondear, estremecerse, súbitamente dotada de más intensa combustión.
Algo parecido acontece en nosotros. Gira la vida en torno nuestro, presentando sucesivamente sus facetas innumerables. De pronto una de éstas envía a nuestro ser no sabemos bien qué reflejo alentador, y algo que, apenas sospechado, iba en nosotros, cobra repentina robustez. El germen de una idea, un sentimiento indeciso crecen en tal sazón rápidamente, hasta su completo desarrollo, afirmando e imponiendo su fisonomía dentro de nuestro ánimo.
Una lectura, una persona, un hecho sobrevenido prestan de súbito tal misteriosa corroboración a nuestras íntimas germinaciones. Dijérase que esa circunstancia exterior y esta posibilidad en mí latente poseyeran una previa, radical fraternidad y una misma calidad de sangre pulsara en ambas, de suerte que mutuamente potencian su energía sin modificar lo más mínimo el sentido, la curvatura en que coinciden.
Así en este libro la afinidad preexistente entre la vida del cura y la vida de nuestro escritor duplica la intensidad de cada una. Gracias a Azorín entendemos mejor la emoción vital del pobre Bejarano. Gracias a Bejarano entendemos mejor la amarga ironía que gime en el corazón de Azorín. Y éste mismo, al hallarse resonado en aquel otro hombre, ha oído más claramente sus voces interiores.
Es extraño, pero es innegable este robustecimiento que logra nuestra personalidad cuando se encuentra a sí misma en otra. No se diga que esto acontece sólo a los temperamentos poco originales. Es precisamente característico de todo innovador que al conquistar su nombre a los hombres aparezca acompañado, como de un arpegio arrancado a los siglos, de otros nombres a quien, su innovación dota de nueva actualidad. Así no podemos nombrar a Nietzsche sin que en el ámbito de la historia espiritual se produzcan resonancias y oigamos: Stendhal, Galliani, La Rochefoucauld, Montaigne, Tucídides, Píndaro, Heráclito… «Vivimos —decía este último— la muerte de otros y morimos la vida ajena». Repercutimos a otros y somos de ellos repercusión. Atraviesan el espacio corrientes de esencial afinidad, que pasan por los individuos elegidos, forzándoles a adoptar ante la tragedia de la vida una idéntica actitud.
Como hablamos de sincronismo o coincidencia de fecha entre hombres o circunstancias heterogéneas —advierte Goethe no sé dónde— debemos hablar de sinfronismo o coincidencia de sentido, de módulo, de estilo entre hombres o entre circunstancias desparramados por todos los tiempos[49].
Cuanto más fuerte sea una personalidad menos se cuidará del sincronismo, de coincidir con los hombres y los hechos de su época, y más denodadamente se internará por la selva de los siglos en busca de egregios sinfronismos.
Una dama, de rostro “armonioso y divino” —como dice la Antología del monje Planudio—, de alma iridiscente, me escribía a propósito de un libro que le había hecho yo leer:
«L’auteur dit tout haut des choses que je me répétais obscurément tout bas. Je lui sais gré d’avoir fait cela, comme d’une délivrance. “La crítica literaria —dites vous, (El Espectador, I)—, consiste en enseñar a leer los libros adaptando los ojos del lector a la intención del autor”. Rien de plus juste. Mais ce qui l’est moins… ce qui ne l’est même plus du tout c’est ma façon de lire. Je ne m’intéresse véritablement qu’aux livres qui peuvent… m’éclairer sur moi-même, qui poussent les cris que je porte en silence, qui fassent le geste que mon immobilité souffre, contient… dont elle est faite, pour ainsi dire».
A este párrafo respondería yo:
—Señora, la manera de leer que usted ejercita no es injusta e indebida. Fuera innecesario tranquilizar a usted sobre ello. En primer lugar, porque una mujer capaz de escribir y de pensar con tanta gentileza no se inquieta, de seguro, cuando comete una injusticia. En segundo lugar, porque es, en efecto, la única manera de leer que existe, y el resto es… erudición. La lectura, en su más noble forma, constituye un lujo espiritual: no es estudio, aprendizaje, adquisición de noticias útiles para la lucha social. Es un virtual aumento y dilatación que ofrecemos a nuestras germinaciones interiores; merced a ella conseguimos realizar lo que sólo como posibilidad latía en nosotros[50].
Pero ¿quién dice a usted que su corazón, tan raudo en su girar por la vida, no pasa desatento ante una página capaz de libertar, al modo de los héroes legendarios, alguno de esos lamentos prisioneros en el blanco silencio de su alma? El benéfico ministerio de la crítica literaria consiste simplemente en detener su corazón sobre esa página, señora, como a una abeja sobre un tulipán.
Bien sé, por lo demás, que es usted una intrépida cazadora de resonancias y afinidades —de sinfronismos—, y que, en todo parecida a Diana, atraviesa usted el mundo esbelta y rápida, azuzando los lebreles de sus sentimientos. Y a fin de que le conste mi admiración pido a usted permiso para plagiar su literatura, y decir que el libro de don Jacinto Bejarano, cura párroco de Riofrío, lanza el grito que Azorín conduce en silencio, y hace el gesto mismo de que sufre su inmovilidad.
EL GESTO Y EL GRITO
«El buen Bejarano Galavis —nos dice Azorín— vive en Riofrío sereno, tranquilo, sosegado; aquí pasa sus días, en este barranco de la sierra de Ávila. Mas ¿será cierto que nuestro autor logra sobreponerse a sus recuerdos? ¿No habrá en este hombre ecuánime y jovial ni un rápido gesto de tristeza en su paz, ni un segundo de desesperanza, ni un movimiento de taciturnidad febril y de desasosiego? En una hora dada, considerando su apartamiento del mundo y la solitaria esquividad de estas montañas, este hombre delicado, fino, inteligente, sensual —sensual como Montaigne—, ¿no tendrá un grito, un solo grito, revelador, por encima de su inalterable ecuanimidad, de lo más hondo de su espíritu?»
La mansedumbre del estilo que fluye por las páginas de Bejarano, como la templanza del arte de Azorín, revelan dos hombres superiores, «aristocráticos», incapaces de hacer con villana insistencia la ostentación de su amargura. Un hombre que insiste es un temperamento plebeyo —porque insistir es no saber triunfar ni renunciar. Los espíritus selectos tienen la clara intuición de que eternamente formarán una minoría —tolerada a veces, casi siempre aplastada por la muchedumbre inferior, jamás comprendida y nunca amada. Cuando la muchedumbre ha pulido un poco más sus apetitos y ha ampliado su percepción, la minoría excelente ha avanzado también en su propio perfeccionamiento. El abismo perdura siempre entre los menos y los más, y no será nunca allanado. Siempre habrá dos tablas contrapuestas de valoración: la de los mejores y la de los muchos —en moral, en costumbres, en gestos, en arte. Siempre habrá dos maneras irreductibles de pensar sobre la vida y sobre las cosas: la de los pocos inteligentes y la de los obtusos innumerables.
Mejor, pues, que quejarse corresponde a estos espíritus selectos aceptar de una vez para siempre la trágica condición de su propia vida. Jamás gozarán plenamente esa forma de placer que en toda abundancia experimenta el hombre trivial: el placer de ser llevado, sostenido por el ambiente público. El temperamento delicado y sutil suele tener algún momento de debilidad, en que desearía perder sus exquisitas cualidades, tomarse encallecido y torpe, para no sentir esa continua irritación que le produce cuanto la gente piensa a su alrededor, en la calle y en el Parlamento, en la Academia y en el periódico; para no padecer a toda hora esa sublevación del pulso que le causa la innoble conducta de los corazones circundantes. El hombre trivial tiene la ventaja de coincidir siempre con su derredor; a cada palabra suya parece aguardar en el aire un hueco recortado a la medida. Lo que piensa y dice es lo que los demás acaban de pensar y decir, o se disponen a pensar y decir.
Pero si esta distancia entre los mejores y los muchos ha existido siempre y nunca desaparecerá, caben dentro de ella sus más y sus menos.
Momentos en que es mínima, momentos en que es máxima. Yo dificulto que en parte ni tiempo alguno la incompatibilidad entre los mejores y los muchos haya sido más extensa que lo es en España durante estos años.
Hay quien dice que nuestra España sin Inquisición es más culta que aquella otra —vestida de negro, febril, cruel— gobernada por la Inquisición. Está bien que un político izquierdista piense así, y, mejor aún, que lo diga; con esa falsedad tal vez consigue que los espectros de los que ardieron en los autos de fe voten su candidatura en las próximas elecciones. Pero el que aspire a la verdad no puede afirmar tal cosa. Al contrario. En España es tradicional, inveterado, multisecular el odio al ejercicio intelectual. Pero en otra edad el odio era respetuoso, es decir, medroso: se odiaba al intelecto, pero se creía en él, en 6u poder vital, se le temía, era una realidad que urgía aniquilar, consumir, reducir a cenizas —la Inquisición.
Pasan unos siglos; aquel odio combustible ha conseguido de una parte hacer obsoleta la acción pensante; de otra, entumecer en el español la capacidad de ser influido por las ideas. Ya no es temible el intelecto. El odio puede quedar reducido al eco del odio, que es el desprecio —la España de 1916. En esta fecha en que escribo, sépanlo los investigadores del año 2000, la palabra más desprestigiada de cuantas suenan en la Península es la palabra «intelectual[51]».
Conviene que sepan estas cosas esos futuros críticos e historiadores para que estimen en lo que vale la obra de hombres como Azorín. Lo que pensamos, y mucho más lo que escribimos, es el ademán con que lo más íntimo de nuestra persona responde a lo circunstante, a lo que es para nosotros la vida en este lugar y día. Cuando gentes de fino oído histórico —dentro de un siglo, de dos siglos— perciban la ominosa, increíble abyección intelectual y moral de esta España de ahora, el gesto sobrio, tembloroso, humano, emocionado con que el arte de Aborto se eleva sobre tan ruin fondo, parecerá un milagro del espíritu.
Don Jacinto Bejarano vive en destierro de los salones, de las tertulias, del tráfico espiritual de Madrid. Sin embargo, sólo unas líneas dejan escapar el dolor de soledad y ahogo que debió acongojar su vida: «Por tales concurrencias —dice— suspiro y lloro, y por ellas anhelo, y al que las disfruta envidio». Y en otro lugar: «Protesto que si he dejado correr la pluma no ha sido con el fin de que se me juzgue capaz de ser autor público, sino con el de divertir, con esta ocasión, las penas del destierro y suspender por algunos instantes las lágrimas que me hace verter incesantemente mi desgraciado destino».
Más recatado aún, conténtase Azorín con referirnos la existencia de Bejarano, galvanizando su emoción vital. Luego, simplemente añade: «¡Amigo Bejarano, siento, como si fueran míos, tus dolores!»
Riofrío de Ávila, humilde aldea entre breñas, no es más hostil a la vida espiritual que este Madrid nuestro. En Azorín resuena la sobria quejumbre de Bejarano.
En medios aparentemente distintos sienten ambos la misma soledad. La España de los últimos siglos es, por lo visto, acremente hostil para la vida del espíritu. Casi una centuria ha transcurrido desde que Larra, en unas páginas egregias, que no podrán leer sin emoción sinfrónica las ocho o diez personas que en España se dedican hoy al puro afán literario, daba un grito de desesperación: «Escribir en Madrid es llorar…»
II
RUINA VIVA
Algo es una ruina cuando queda de ello sólo el esfuerzo vital necesario para que la muerte perpetúe su gesto destructor. En las ruinas, quien propiamente vive y pervive es la muerte[52].
Salvos algunos puntos de la periferia, la tierra española ofrece a quien la visita el espectáculo de un ademán moribundo que no ha acabado todavía. España es una vasta ruina tendida de mar a mar, entre la Maladeta y Calpe.
Acaso nada sorprende tanto al compatriota que transita las fronteras como hallar que en los países extraños suelen encontrarse todas las cosas en perfecto uso. Nota, al cruzar las campiñas, que los muros de los caseríos no están descascarillados; en las techumbres no faltan tejas ni crecen salvajes verduras; las puertas giran sobre sus goznes; las ventanas de cristales horros coinciden con las jambas. Es muy raro topar con algún edificio abandonado. En los trenes, en todos los aparatos del público servicio, las bisagras se deslizan con facilidad, los resortes se mueven con eficacia; no hay nada roto, y si algo hubiera, advertimos que fue de ayer, que aún no ha tomado el objeto el hábito de persistir así; por el contrario, demanda perentoriamente la compostura.
Entre nosotros, sobre todo por ahí, por los pueblos, apenas hay nada que ande en uso; todo se nos acerca sumisamente, como esas ancianas que un tiempo gozaron la abundancia y hoy han venido a menos. Nos parece escuchar por dondequiera voces humildes que nos dicen: ¡Yo fui un tejado rojo y regular! ¡Yo fui una pared de piedra pulida y sin senos de polvo; en primavera yo me embozaba en una yedra! ¡Yo fui una vez la torre altiva de esa parroquia! Hace un siglo tuve cierto día un estremecimiento y se me derrumbaron las ilusiones, quiero decir, el campanario: con estas tablas que me pusieron pretenden sostener mi quebradura. ¡Viajero, quienquiera que seas, si tienes corazón, concluye esto de vida que me queda, pues sirve sólo para alimentar mi atroz agonía!
Como con las cosas ocurre con las ideas aposentadas en las cabezas. Fueron ideas; hoy son ruinas de ideas. Las ideas que han perdido su capacidad de regir eficazmente los corazones, las ideas arruinadas, mohosas, anquilosadas, carcomidas, son los tópicos. El resto de vitalidad que queda a éstos los mantiene erguidos sobre el haz de nuestra alma como fantasmas bajo la luna, y si la realidad nos apremia mueven ellos sus brazos moribundos, pretendiendo espantarla —un gesto enfático, doloroso, inútil, evanescente.
Imagínese que el mundo entero sucumbiera y quedara sólo una conciencia y en ella el poder de recordar. El mundo sido volvería a desarrollarse una y otra vez, en todos sus detalles, como la película de un cinematógrafo, dentro de aquel escenario espiritual. Volvería todo; pero volvería exangüe, imaginario, espectral. Así nuestra patria.
Esto pensaba yo mientras tenía abierto entre las manos el libro de Azorín: Castilla. ¡Un libro triste! ¡Un libro bellísimo! ¡Qué rumor de melancolía se levanta de sus páginas y nos llega tamizado, trémulo como una música que suena tras de las frondas de un soto! La España de Azorín está compuesta de cosas rendidas que se inclinan hacia la muerte.
Mas ahora, con el libro entre las manos, estoy apoyado en el flanco inmortal, colosal, del Monasterio, nuestra gran piedra lírica. Esto es el Jardín de los Frailes, amplísimo rectángulo peraltado sobre el horizonte. En su extremo oriental se alza una torre, y como desde aquí no se ve el suelo próximo, parece la mole ciclópea flotar íntegra en el aire, y la esquina de la torre, pulida y tajante, es una inmensa proa hostil que avanza sobre la llanura hacia Madrid como para henchirla, para triturarla, para aniquilarla.
Mas dejemos para otra ocasión el comentario de este símbolo berroqueño, que, apostado en una vertiente del Guadarrama, parece recoger los restos de la energía peninsular, como el caudillo espontáneo asume los residuos del ejército vencido que se dispersaban desorientados. Yo espero que un día no lejano los españoles jóvenes harán su peregrinación de El Escorial, y junto al monumento se sentirán solicitados al heroísmo. Aún no debemos perder la esperanza de que haya gentes entre nosotros poseedoras de la voluntad de vivir y dispuestas a ligarse en un haz para dar una postrera embestida a un punto del porvenir, abrir en él un portillo y salvar así la continuidad de la raza.
Quería Sólo hacer cönstar la vacilación en que me ponen, de un lado, este lindo librito, que me convida a irme muriendo; de otro lado, este edificio, que enseña la única receta para vivir: el combate.
Suscitado tras de las páginas se levanta un mundo paralítico y moroso, pueblos que viven un éxtasis (campiñas inmovilizadas, charcos de agua que apenas ondula circuidos de olmos próceres con hojas que apenas tiemblan). Es una vida quieta e idéntica, como esta que llevan sobre las piedras verdinegras del jardín los sabios lagartos mirando la magnitud solar con finos ojuelos de abalorio que brillan. ¡Leed Castilla o Lecturas españolas, y sentiréis como una inercia cósmica!
Cuando Azorín dice «he estado», en lugar de «estuve»; «me he levantado», en lugar de «me levanté»; «he llamado», en lugar de «llamé», no procede de manera caprichosa. La vida activa, la vida que se mueve, se mueve hacia la muerte. El movimiento es un hijo del tiempo, un hijo que se alimenta de sangre paternal. El movimiento es la vida gastándose, es el disfraz de la muerte entrando astuta en la vida.
Y el arte de Azorín es un ensayo de salvar al mundo, al mundo inquieto que properante va hacia su propia destrucción. Azorín lo petrifica estéticamente. Quisiera suspender la vida del mundo en una de sus posturas, en la más insignificante, por siglos de siglos. Y esta quietud virtual es para Azorín la única forma de la inmortalidad. Moverse es llevar actos a conclusión, es preferir, fenecer, caminar al aniquilamiento: ¡Oh, si el mundo al soplo de un Dios quedara extático!
—«Espere usted aquí —me ha dicho la viejecita». Azorín no escribe «me dijo», porque entonces, ¡adiós esperar!, ¡adiós voz incierta de la viejecita!, ya no seríais, habríais consumido vuestra realidad fugitiva. Azorín quisiera esperar toda la eternidad en aquella sala, junto a aquel zaguán, y escuchar perdurablemente la voz humilde, solícita, incierta de la viejecita que está diciendo: «Espere usted aquí». El mundo que Azorín suscita con el rumor cristalino de sus palabras tiene un aroma de quietud patética y asombrada. La inactividad le salva de la corrupción como a los yogas de la India.
El arte es siempre una aspiración a divinizar las cosas, dotándolas de los atributos peculiares al Ser Supremo, y el primor del artista estriba en haber hallado un secreto o manera de divinización. Siendo atributo divino no transcurrir jamás, vivir sólo en presente, Azorín no llega a las cosas y las para, nuevo Josué del corazón de España.
LA INTUICIÓN RADICAL DE
«AZORÍN»
El arte no puede consistir nunca en copiar una realidad, si por realidad se entiende lo que se ve, se oye, se toca. Lo sensible es sólo el resultado de una complicada labor oculta. Lo visto, lo oído, tiene valor meramente por lo que en ello hay de alusión a ese fermentar secreto, a esa latente trayectoria de que lo sensible no es sino un estadio. La realidad no es sólo el arroyo que vemos correr, mas también el manantial subterráneo que no vemos y produce a aquél. Por eso, la realidad no puede copiarse, sino que se la sorprende mediante un acierto misterioso que hace al artista coincidir con ella, como el compás de la danza hace coincidir movimientos espontáneos e independientes. El caso de Flaubert, que mientras describe el envenenamiento de la Bovary experimenta en sí mismo los síntomas de la intoxicación, y el de Kierkegaard, que pensando en la avaricia vive una semana Convertido de verdad en avaro, son fenómenos extremos y burlescos de esta coincidencia.
Lo importante no es que el artista coincida con la realidad, sino que coincida su obra. Lo importante es que el lienzo o la página no nos presenten sólo la máscara de las cosas, su apariencia fugitiva, la mueca insulsa que nos hacen al pasar por delante de nosotros, sino que traigan, por decirlo así, escrita en la frente su genealogía, y de un golpe percibamos su fisonomía y su génesis.
Sólo conocemos bien lo que hemos visto nacer. Esta intimidad súbita en que la obra de arte nos pone con las cosas proviene de que nos hace asistir a su generación, de que nos las presenta en lo que llama Leibniz su status nascens. Tomadas así, a la hora de su nacimiento, son las cosas ingenuas y nos entregan sus secretos.
Mas para ello hay que apartarse un momento de las apariencias, que son innumerables, desconcertantes, contradictorias, y buscar más adentro la fuente única o las pocas fuentes, si aquélla no se encuentra, de donde nacen. Entonces veremos cómo se agrupan y organizan, cómo toman un aire de familia y dirigen profundas miradas a un mismo punto que fue su cuna.
Azorín no se ha dejado desorientar ante la muchedumbre de los fenómenos nacionales, sino que ha buscado su secreto general. No se ha limitado a mirarlos bien, uno por uno, en su peculiaridad, sino que ha tratado de descubrir su génesis común. Parte de una intuición inicial respecto a España, que lleva, por decirlo así, en su vientre las cosas todas de España.
Azorín ha visto este hecho radical, que los comprende a todos: España rio vive actualmente; la actualidad de España es la perduración del pasado. Aristóteles dice que la vida consiste en la mutación, en el cambio. Pues bien: España no cambia, no varía; nada nuevo comienza, nada viejo caduca por completo. España no se transforma, España se repite, repite lo de ayer hoy, lo de hoy mañana. Vivir aquí es volver a hacer lo mismo. Por eso dice Azorín que para él, contemplativo, vivir es ver volver. (Las Nubes).
De aquí toman origen casi todos los elementos de su arte. De aquí, por lo pronto, su propensión a poetizar sólo lo vulgar. Aparta de sí lo magnífico, lo trágico, lo genial, lo heroico, y busca en todas partes lo trivial y baladí, lo vulgar. ¿Qué es lo vulgar más que lo que se repite constantemente en todo lugar, en todo tiempo? ¿Qué es lo vulgar más que la costumbre; qué es la costumbre más que la repetición; qué es la repetición más que el pasado perdurando, insistiendo? ¿Qué es todo ello sino la forma inerte de la vida?
… Esto que voy pensando atrae sobre mí nuevas meditaciones. Pero suena en lo alto una campana. Son las once. El guarda me exige que abandone el jardín reverberante al sol. Es la hora en que los frailes descienden de sus celdas y proceden a pasear como hace un siglo, como hace dos siglos, como hace tres siglos.
Cierro el librito de Azorín, librito de amor y de dolor.
Es la poesía —me alejo meditando— puro ejercicio de amor o de dolor. Sólo una de estas dos emociones cardinales es bastante para transustanciar el mundo, para elevar la realidad a su poética potencia. Y aún cupiera hablar únicamente del amor; porque el dolor, el verdadero dolor, al fin y al cabo, ¿qué es más que ese mismo amor cuando huye herido, el dardo en el flanco, querulante y sangriento?
PRIMOR DE LA REPETICIÓN
La nubecilla poética en que nos llegan envueltos los personajes, las acciones, las cosas mentadas por Azorín, emana siempre de que, al presentársenos, nos dejan ver, como en una galería de espejos, repetida indefinidamente su fisonomía. Este placer estético de la mera repetición que aquí toma un contenido más sutil y complicado, es el mismo que creó las estelas orientales, donde una larguísima hilera de ángeles-toros multiplica la misma postura.
Ningún personaje de Azorín, ninguna acción, ningún objeto tienen valor por sí mismos. Sólo cobran interés cuando percibimos que cada uno de ellos es sólo el cabo de una serie ilimitada compuesta de elementos idénticos. No ser lo que son, sino meramente ser igual a otros cien y a otros mil, y a otros sin número, les presta poder sugestivo. El propio origen tiene la suave gracia de las alamedas; no nos importa cada árbol, sino el que, siendo muchos, parezcan uno mismo, repitiéndose en serie.
Cada uno de nosotros se cree una realidad incomparable donde ha venido a hacer crisis la Naturaleza. Por lo mismo, nos inquieta con poética inquietud el artista que, cual Azorín, nos revela la Naturaleza como una alfarera tradicional que de unos pocos moldes produce innumerables figuras equivalentes. Esos moldes vienen a ser aquellas misteriosas Madres que con religioso pavor bajó Fausto a mirar en el seno del mundo.
Para algunos biólogos contemporáneos la función mínima de la vida consiste en la capacidad de repetir. En un cuerpo mineral una impresión es tan nueva la segunda como la primera vez que se recibe. En un cuerpo vivo la impresión renovada encuentra aún vivaz su anterior influjo y traba con él una irrompible solidaridad, merced a la cual la impresión pasada se reconoce en la presente, y ésta atrae, resucita a aquélla. Así se forma el hábito, acumulación de modificaciones pretéritas que reviven en todo momento y operan sobre la actualidad. Así se forman las especies, repitiéndose en los hijos las formas orgánicas de los padres. Semon, que amplía excesivamente una idea de Hering, considera a la mneme, a la memoria, como la fuerza elemental de la vida. Según esto, engendrar un hijo vendría a ser un rememorar la propia existencia.
Tal vez no haya en esta teoría de Semon más que una metáfora errabunda que se ha deslizado dentro de la biología. Sin embargo, es curioso notar su coincidencia con la opinión poética de Azorín: «vivir es ver volver». Por lo menos, estéticamente vivo, emocional, es en su obra sólo aquello que ha existido ya una vez o muchas y va a existir otras tantas.
No se busque, pues, en este arte tema alguno de heroísmo. Lo heroico de todo héroe radica siempre en un esfuerzo sobrenatural para resistirse al hábito. La acción heroica es, en todo caso, una aspiración a innovar la vida, a enriquecerla con una nueva manera de obrar. Heroísmo es rompimiento con la tradición, con lo habitual, con la costumbre. El héroe no tiene costumbres; su vida entera es una invención incesante…
Al llegar aquí acuden tantos motivos ideológicos en torno al meditador de El Escorial, que no sabe bien dominarlos. Son gérmenes de ideas que vienen en confuso enjambre, como abejuelas temblorosas y doradas, a punzar la superficie del alma, urgiéndoles penetrarla para labrar dentro su dulce edificio. ¿Quién no ha conocido esta misma perplejidad? Sabe uno de cierto que ideas innumerables están ahí fuera, revolando en derredor; percibe uno sus pinchazos y distingue cuáles son de ésta y cuáles de aquélla; oye uno estremecerse el aire bajo sus alitas translúcidas. Pero no hay modo de aprehenderlas, de expresarlas… Es preciso hacer una pausa, dejar que se organicen por sí mismas y, dispuestas en buen orden, vayan entrando en el odrecillo del espíritu.
Aprovecho este instante de inacción para descansar la vista sobre la ancha espalda de la llanura. Cóbrenla los espacios vagamente amarillos de las dehesas entreverados de manchas oscuras que forman los chaparrales. En medio se abren dos como ojos suaves que miran quietos el firmamento, dos ojos dulces, serenos, de vaca o de mujer. Son las lagunas de la Granjilla que en otoño e invierno llenan de fiebres el paisaje.
POETA DE LA COSTUMBRE
La impresión espontánea que la vida me produce es contradictoria de la que produce a Azorín. Yo veo en la innovación, en la invención, el síntoma más puro de la vitalidad. En consecuencia, yo quisiera un arte de lo heroico donde todo fuera inventado; un arte dinámico y tumultuoso que desplazara la realidad. Creo, además, que este arte llega ya muy cerca. Algo había de él en Ibsen, en Stendhal y en Dostoievski. Algo también en el trágico alemán Hebbel, de quien puede profetizarse la próxima conquista de la moda. Mas en tanto, ¿cómo no aspirar el aroma de la rosa marchita que ahora se nos acerca?
Vicio repugnante de nuestra época es pretender que el mundo —la verdad, la virtud, el arte— coincida con nuestra limitación. Por muy grande que nuestro corazón sea, siempre será más vasto el horizonte. De aquí que la grandeza de ánimo, mejor que en pretender abarcar todo, consista en reducirnos a nuestro rincón y dejar que otras cosas innumerables se oreen junto a nosotros, crezcan y se satisfagan.
Nada tan placentero en este sentido como hallar unidos por la amistad dos poetas de musa contraria —Amorfa y Pío Baroja. Id al anochecer por la calle de Alcalá arriba y los descubriréis entre la muchedumbre vespertina practicando una simbiosis deambulatoria, como suelen en la estepa el elefante y la jirafa. Baroja ha escrito más de veinte volúmenes, que son otros tantos ensayos para tropezarse con un tema heroico. Sus personajes aspiran a no tener costumbres; por eso ha tenido que buscarlos entre gentes de malas costumbres, que existen al margen de la normalidad y viven cada día una catástrofe.
En cambio, Azorín nos dirá de cada cosa sus costumbres, y sólo sus costumbres: lo que hace o padece todos los días del año, monótonamente, acciones y pasiones que le son comunes con otras mil cosas. Si es una figura de pretensiones heroicas, Azorín cuidará de abatirla al plano vulgar, de integrarla en la democracia igualadora de la costumbre.
No puedo olvidar una lectura que le oí algunos años hace. Era una velada en memoria de Ganivet. Se recordará que Ganivet compuso su propia leyenda en la novela Los trabajos de Pío Cid. Pío Cid es Ganivet. Pío Cid quiere presentársenos ingenuamente como un semidiós solterón que ha descendido a una casa de huéspedes. Cada uno de sus actos opta a la genialidad. Ni se acuesta a la hora que los demás mortales, ni se casa como los demás, ni piensa, ni siente, ni sonríe como el resto de la especie. Pues bien: Azorín nos ofreció una semblanza de este heteróclito personaje. De ella recuerdo sólo un conjunto de rasgos como el siguiente: «Pío Cid llevaba una corbata traspillada». Azorín, siguiendo su propio instinto, había recogido en la novela romántica meramente las notas vulgares que hacían de Pío Cid un ser consuetudinario.
Yo también llevo una corbata traspillada, éste, aquél, cientos; toda una clase de hombres llevamos corbatas traspilladas. No es, pues, un rasgo individual, sino, al contrario, típico. Y, sin embargo, con él caracteriza Azorín a Pío Cid; con él trata de individualizarlo, de realizarlo. Los que escuchábamos creíamos entrar por vez primera en comercio visual con este personaje, mientras el Pío Cid de la novela romántica, con ser una novela fuerte, se esfumaba desdibujado e impreciso.
De análoga manera procede siempre Azorín. Obtiene el aire de realismo para sus figuras por medio de rasgos típicos, vulgares, comunes —en una palabra, generales. Lo concreto es en sus páginas siempre lo general. Por eso hallamos frecuentemente listas de nombres usaderos —don Antonio, don Juan, don Mateo…—, de entre los cuales podemos elegir cualquiera y referir a él cuanto Azorín nos dice. En Castilla va a describir con ayuda de Arriaza, de Tapia, una corrida de toros en un pueblo. «¿Qué pueblo es?» —se pregunta Amortît. Y responde: «Vaciamadrid, Jadraque, Getafe, Pinto, Córcoles». No es sólo indiferente cuál sea el pueblo de que se trata, sino que es esencial para la emoción perseguida por Azorín la existencia de muchos pueblos equivalentes, donde las corridas transcurren de la misma manera.
Hubo un tiempo en que irrumpieron la literatura unos ilotas de la república poética llamados «escritores de costumbres». Sus obras, útiles acaso un día para los historiadores, como hoy nos es útil Pausanias, carecen de valor estético. Aquellos hombres eran incapaces de conmover, y se acercaban sin lirismo a las cosas. Describían con método paciente y nulo los usos que veían, ocupándose de ellos como si por sí mismos pudieran éstos alcanzar interés poético[53]. El resultado era penosísimo. Porque las costumbres son en grado eminente lo baladí, lo sin valor, lo insignificante. Asentadas en los sótanos de nuestro organismo y de nuestra conciencia, representan en nuestra vida lo mismo que el nivel del mar en un paisaje montañoso. Nuestros ojos buscan las crestas de la serranía, las lomas redondas del collado, la línea ondulada y variante, y no nos interesa la consideración de que, al fin y al cabo, el nivel del mar forma parte de las montañas y las hace posibles. Del mismo modo los que habitan próximos a una catarata acaban por no oír su estruendo. La vida es brinco e innovación. La costumbre, en cambio, es la vida ya vivida, la vida gastada que se acumula bajo los pies de la vida enérgica y progresiva. Empleando un símil de Bergson, podría decirse que la costumbre es la ceniza de sí mismo que va encontrando el cohete conforme asciende; cenizas que ya caen exánimes, mientras él todavía aspira hacia el firmamento.
Es, pues, contradictorio querer hacer de las costumbres por sí mismas sujeto de poesía. Son, fatalmente, antipoéticas.
Pero en Azorín no hay un escritor de costumbres. Para él son éstas mero instrumento y material con que nos sugiere esa pavorosa fuerza negativa de la repetición, esa siniestra vacuidad, esa insistencia desoladora que constituye, según él, la base misma de la vida. Al través de las costumbres va a buscar la costumbre de quien se ha dicho que es fuerte como la muerte, el poder de la persistencia y la monotonía que, en su opinión, representa la última sustancia del mundo. Todo lo que es vuelve a ser eternamente —y sólo es verdaderamente, sólo tiene una profunda realidad lo que vuelve. Las diferencias, las innovaciones no son más que apariencia.
En Una ciudad y un balcón nos presenta tres momentos diversos de una misma campiña que a lo largo de los siglos contemplan tres hombres desde un balcón. Entre paréntesis, como cosa adyacente, se nos habla de las máximas variaciones históricas, el descubrimiento de América, la Revolución, el Socialismo. Sin embargo, estas variaciones son meras apariencias, temblores en la piel verde de un estanque, cuyas entrañas líquidas no se conmueven. Los paisajes cambian; los individuos que los miran, también; mas algo decisivo permanece idénticamente: el dolorido sentir, la melancolía del hombre ante el paisaje. Pase lo que pase, subsistirá en el universo el mismo volumen de melancolía.
Decía Schopenhauer que la misión de la Historia era mostrarnos cómo bajo variadas formas pasa siempre lo mismo: eadem sed aliter. Ocurre —añadía— lo que en la Commedia dell’Arte: los enredos de las piezas varían, pero los personajes son siempre los mismos. Al entrar en escena no se acuerdan de lo que en la pieza anterior les ha sobrevenido; pero siempre Arlequín se burla, Bartolo es burlado, Colombina es seducida y el Capitán golpea. Pues bien, en la vida, bajo gestos diferentes, se mueven en la escena vital los mismos personajes: hastío, dolor, desesperanza, melancolía…
Pero ¿qué es esto que llega sobre El Escorial? Esto que llega es la noche —una coloración entre azulada y bruna, que va vertiéndose como un licor en una copa dentro de este regazo de la sierra.
A poco se ha llenado hasta los bordes. Todo yace embebido en la patética tiniebla azulada. Arriba, las estrellas inician su titilación. Son puntos nerviosos que dan su rápido latido de dolor cuando les llega el rítmico golpe de sangre conducida por las inmensas arterias de la vida universal.
Azorín nos facilita la sensación de ciertos fenómenos cósmicos y elementales. Casi no podemos pedir más a un poeta.
«Il poeta —dice Pascoli en sus Pensieri e discorsi— debe saper dare all’anima le oscure sensazioni che le mancano e che abbondano alla scienza: come la coscienza di roteare insieme col piccolo globo opaco negli spazi silenziosi, nella infinita ombra costellata».
INTERMEDIO DE LAS SILUETAS
Cada hora trae su luz y cada luz —como un poeta— crea de nuevo las cosas todas a su manera. Gracias a esto, el mundo, que es ya tan rico en formas estáticas, aumenta indefinidamente su contenido. Así el Monasterio de El Escorial no es uno solo: salvo las del centro de la noche, tardas, inútiles horas inertes, cada hora somete nuestra gran piedra lírica a una nueva interpretación, la transfigura, produciéndose una muchedumbre de monasterios sucesivos que podemos acumular en nuestra sensibilidad. Eran en otro tiempo las horas danzarinas que, como dice el clásico, cogidas de la mano golpeaban la tierra con pie alterno. Ahora se han convertido a la literatura. Cada cual cultiva un género literario, y esta primera hora nocturna propende a la comedia.
Sabido es que el propósito esencial a la comedia consiste en mostrar cómo todo lo grande y heroico es falaz. La comedia es siempre, siempre parodia, burla de una tragedia, una tragedia que se vacía, que se deshincha. La musa cómica punza, como un insecto, el volumen de la tragedia: la materia interior se desvanece en el aire, y delante de nosotros queda sólo un mascarón. La comedia fabrica desilusiones.
Pues bien: esta primera hora nocturna convierte a las cosas en siluetas. ¡Cuán pocas resisten victoriosamente tal interpretación malévola!
Hay una cosa en todas las cosas que nos obliga, en definitiva, a respetarlas: esta cosa es su realidad. Simpaticemos con ello o no, cuando algo es real se afirma contra nosotros y no podemos aniquilarla. Desviamos de él acaso nuestra mirada, orientamos hacia otros objetos nuestro corazón: todo es inútil. Aquello por nosotros odiado o desdeñado persiste ahí, ocupa un lugar en ese mismo espacio donde habitan las cosas que nos son más gratas, convive con éstas en un trato dinámico y contribuye a su existencia de modo que si desapareciera, todo vendría a destrucción. Esta es la causa de su respetabilidad. Si por sí y ante sí, aislada, fuera real una cosa, cabría suprimirla a fuerza de desdén; pero la realidad no es más que el síntoma de que una cosa ejerce influjo sobre todas las demás y de ellas lo recibe, de que una cosa es necesaria para que el resto subsista. Porque los sapos silban al crepúsculo en sus hoyos, hilan las princesas en sus camarines.
La realidad es el poder que tienen las cosas de llenar el espacio, de afirmarse unas contra otras, y mutuamente imponerse un puesto determinado. Las cosas reales son cuerpos, es decir, algo impenetrable, que responde violentamente a toda agresión. Parece como si desde el centro de cada una naciera una fuerza que se dilata en el sentido de las tres dimensiones hasta encontrar la que llega del centro de otra cosa y venir con ella a un compromiso. Este compromiso se manifiesta en una delimitación de fronteras, en la línea o perfil de cada objeto que indica dónde la una cosa concluye y la otra comienza. Marca, por tanto, el perfil las pretensiones extremas de un cuerpo; la fuerza respetable y eficaz es justamente lo de dentro del perfil, la masa cúbica, la materia expansiva.
Esta consideración nos lleva a fijarnos en que sólo la materia, la masa cúbica interna justifica el perfil, como la fuerza íntima de una nación hace que sus fronteras no se conviertan en líneas irrisorias. En suma, la tercera dimensión es la característica de la realidad.
Mas a nuestros ojos llega la tercera dimensión, la materialidad de las cosas representada por el color. Cada color simboliza una materia, es decir, un determinado poder de expansión. Suprimid las modulaciones del color y habréis extirpado a los objetos su tercera dimensión y su materia; por decirlo así, las habréis vaciado de realidad. Quedará sólo el perfil como un ademán inválido.
Vamos así pensando conforme subimos de El Escorial de Abajo a El Escorial de Arriba. Es el instante en que la tarde cae subitáneamente rendida bajo el imperio nocturno. Los colores huyen. Sólo el cielo conserva un claror azulado y pende sobre el paisaje como un telón vertical. Sobre él destacan las casas convertidas en siluetas. El Monasterio, la enorme masa cúbica, toda ella piedra, es ahora una superficie oscura, como un cartón recortado. Podríamos enrollarlo cual si fuera un plano y llevárnoslo debajo del brazo. Su área es del mismo color que las casas más modestas en tomo suyo. No obstante, continúa erguido, y las torres, el cimborrio, las cruces, las bolas de los remates acusan, más que nunca, su perfil con deplorable jactancia. ¡Sobre todo las bolas; las ingentes esferas de piedra que esta tarde bruñía el sol, quebrando en aureola sus haces de oro, son ahora unos círculos que hacen ridículos equilibrios sobre sus cóndilos! Decididamente el Monasterio se transforma a prima noche en el Monasterio de la Triste Figura: perdida la gravitante energía de la materia berroqueña, tiembla sobre el cielo como un bastidor de teatro suburbano y desenvuelve su perfil en vanas gesticulaciones como tiradas de versos redundantes que recitara un actor sin ventura.
La hora laminadora, la hora de las siluetas lleva en sus alas la musa de Aristófanes y triunfa de nuestra gran piedra lírica, poniéndola en ridículo. No importa: su triunfo, todo triunfo humorístico, es fugaz. Mañana, la aurora naciente volverá al perfil su materia potente, y la tragedia se desarrollará de nuevo en la plenitud luminosa. Es destino de la comedia vivir sólo el momento en que hacen su volada los murciélagos y alimentarse de una fantasmagoría. Cuando hay buena luz vemos, si tenemos ojos, la realidad de las cosas, y entonces las respetamos.
LA HISTORIA, EDIFICIO
DE LAS HORMIGAS
—¿Quién edificó nuestro Monasterio?
—Felipe II.
—¿Felipe II? Imaginemos la escena.
Debieron ser días, semanas, meses de una fiebre entusiasta los en que este edificio fuese alzando. «Había en la sola iglesia —refiere el Padre Sigüenza— veinte grúas de a dos ruedas, unas altas, otras bajas y otras sobre éstas más altas, y sobre éstas, tablados y andamios que subían al cielo: éstos daban voces a aquéllos, los de abajo llamaban a los altos, los del medio a los unos y a los otros; de día, de noche, a la tarde, a la mañana, no se oía sino: guinda, amaina, vuelve, revuelve, torna, estira, para, tente, menea; bullía todo y crecía con aumento espantoso; parecía trabajaban no sólo para ganar de comer, como en otras obras, sino para dar remate y perfección a lo que tenían entre manos, en una amigable contentación y porfía, pretendiendo cada uno ir el primero, y junto con esto, ayudar al otro».
Sería de ver «la multitud de aserradores y carpinteros de tantas suertes y diferencias de obras: unas gruesas como andamios, grúas, etcétera; otros de puertas y ventanas, y otros más primos y delgadas manos, para cajones, sillas y estantes…»; «por otra parte, la variedad y diferencia de los albañiles»; luego los «otros maestros, más secretos y retirados, como eran muchos pintores y de gran primor en el arte, que llamaban ellos valientes; unos hacían dibujos y cartones y otros los ejecutaban; unos labraban al óleo tableros y lienzos; otros, al fresco, paredes y techo; otros, al temple; otros, iluminaban; otros, estofaban y doraban, y otros muchos, porque los juntemos con éstos, escribían libros de todas suertes, grandes y pequeños, y otros los encuadernaban». Prosigue largamente el Padre Sigüenza describiendo la gran colmena gremial que hervía en tomo al foso de la obra futura. Dentro de él iba cayendo un inmenso esfuerzo anónimo. Y ese esfuerzo de miles de hombres es lo que ahora tenemos delante en forma de gigante cubo granítico.
Esas frases del fraile jerónimo nos han recordado a Azorín; parecen desprendidas de alguno de sus libros. La sensibilidad para lo costumbrero que ya hemos comentado, tenía que llevarle forzosamente a poetizar el trabajo anónimo y tradicional de los gremios. Rara es la página en que no nos habla de los tundidores, perchadores, cardadores, pelaires… Los afanes de estos hombres son todo lo contrario que los afanes del escritor. Para éste, trabajar es inventar, innovar; para aquéllos es repetir el gesto que el padre hacía con el martillo sobre el yunque o con el raedor a lo largo de la corambre.
Consecuente con su estro, Azorín ve en la historia no grandes hazañas ni grandes hombres, sino un hormiguero solícito de criaturas anónimas que tejen incesantemente la textura de la vida social, como las células calladamente reconstruyen los tejidos orgánicos.
Siendo su tema España, también significa un delicado acierto esta atención a la actividad gremial. Los que han querido buscar en nuestra patria personajes poéticos de acusada individualidad han fracasado misérrimamente. El individualismo español es uno de tantos pensamientos ineptos como andan por ahí, formando una mitología peninsular, que tiene envenenadas las fuentes de nuestra existencia nacional.
Todavía vivimos las formas de la Edad Media, y de ellas la más profunda es la carencia de personalidad individual. La vida transcurre en variedades típicas, no individuales. Vive el comerciante, el catedrático, el diputado, el militar; pero es rarísimo el hombre que impone en nuestra sociedad su individual destino, que vive a su manera. La angostura de nuestro ambiente no permite rebasar los moldes de la vida gremial y normalizada.
Bien claro se ve aquí —aunque dejemos el asunto íntegro para otra coyuntura— cómo el poeta no se saca Ubérrimamente la obra de la cabeza, sino que tiene que arrancarla del corazón de las cosas. En mi entender, Pío Baroja goza de mayor potencialidad estética que Azorín y probablemente que el resto de los escritores españoles. No obstante, Baroja no ha acertado todavía, y es de temer que no acierte nunca. Porque se ha obstinado en encontrar en la realidad española figuras heroicas, individualidades cimarronas, fisonomías personalísimas. Y la raza, en tanto, pervive mansamente su vida típica, gremial, donde el barbero se diferencié del obispo, pero no un hombre de otro hombre.
Como en los cuerpos materiales, hay también en la historia un perfil y una masa expansiva: aquél está formado por las eminencias, por los grandes actos y los grandes hombres, los reyes, los capitanes. La historia a la antigua manera, se ocupaba sólo de éstos, como si ellos fueran la realidad social. La historia al gusto «moderno», ve en ellos simplemente los límites, la silueta de la masa anónima que, sometida a férreas condiciones económicas y morales, avanza empujada por su corazón lento.
Azorín, que no ha sabido formarse una ideología independiente, permanece fiel al credo del siglo XIX, y piensa la vida histórica como tejida por el menudo afán innumerable de humanas hormigas…
EL CASTICISMO Y LO CASTIZO
La misma distinción establecida entre poeta de lo costumbrero y escritor de costumbres tenemos que hacer entre escritor casticista y poeta de lo castizo. Me interesa esta distinción porque, llamando a Azorín poeta de lo castizo, quisiera conferirle un alto honor, y escritor casticista significa en mi léxico una forma del deshonor literario, quiero decir, una de las muchas maneras, de las infinitas maneras entre que un poeta puede elegir para no serlo.
No creo que en parte alguna se haya hecho, como en España, pesar sobre la inspiración artística el imperativo del casticismo. Yo no sé qué excesiva solicitud por mantener intacta la espiritualidad nacional ha suscitado en todas las épocas de nuestra historia literaria unos Viriatos críticos, medio almogávares, medio mandarines, los cuales amontonaban obras sobre obras en torno a la conciencia española, no tanto para que fueran leídas cuanto para formar con ellas una alta muralla al estilo de la existente en China. Es más que sospechosa esta obsesión de que vamos a perder nuestra peculiaridad. En la mujer histérica suele convertirse el afán mismo de perder la inocencia en una excesiva suspicacia e injustificada precaución.
Un yo poderoso no pierde tiempo en temores de ser absorbido por otro; antes al contrario, está seguro de ser él el absorbente. Dotado de fuerte apetito, acude dondequiera se halla alguna materia asimilable. De este modo aumenta sin cesar, se transforma y enriquece. Un profundo conocedor de Grecia llegaba recientemente a señalar como el resorte de aquella cultura la más original, la más intensa, la más personal hasta ahora sida, su enorme capacidad de asimilación. Y añade que Grecia sólo fue original, intensa y personal mientras tuvo sensibilidad para lo extranjero.
¿Qué diremos de un yo siempre medroso de que otro le suplante? Que es un yo meramente defensivo, una personalidad constituida por la simple negación de las demás, y, por lo mismo, más que ninguna necesitada de éstas. Lo menos que puede ser Fulano es no ser Zutano: si suprimimos éste, ¿qué nos queda de aquél?
La ininterrumpida tradición del imperativo casticista revela justamente que en el fondo de la conciencia española pervivían inquietud y descontento respecto a sí misma.
Tanto preocuparse de la propia personalidad equivale a reconocer que ésta no es suficiente, que no se basta a sí misma, cuando menos que necesita tutela. Pero el casticismo es el gesto fanfarrón que la debilidad hace para no ser conocida.
Casi podría decirse que la mitad de los libros españoles publicados en los últimos siglos está dedicada a demostrar que la otra mitad es admirable. No a analizar, potenciar y aquilatar ésta, sino a ensalzarla. Historia y crítica no han salido hasta hace poco del género panegírico.
Resulta que a otras razas, para tener su personalidad, bastábales con tenerla. Nuestra personalidad, en cambio, parece que no consiste en ser tenida, sino en ser demostrada.
¿Cuándo concluirá en España esta inocente manía panegírica? Miremos que el verdadero patriotismo nos exige acabar con ese ridículo espectáculo de un pueblo que dedica su existencia a demostrar científicamente que existe. ¡Provincianismo! ¡Aldeanismo!
Lo castizo, precisamente porque significa lo espontáneo, la profunda e inapreciable sustancia de una raza, no puede convertirse en una norma. Las normas son siempre abstracciones, rígidas fórmulas provisionales que no pueden aspirar a incluir las ilimitadas posibilidades del ser. ¡Por amor a la España de hoy y de mañana no se nos quiera reducir a la España de un siglo o de dos siglos que pasaron! La psicología de una raza ha de entenderse como una fluencia dinámica, siempre variable, jamás conclusa. ¿Quién diría a los ingleses contemporáneos de Shakespeare, todo exceso e incontinencia, que tiempo adelante hablan de enseñarnos el arte del self-control?
Yo bien sé que allá en secretas oficinas de mí mismo, en industriosos sótanos del corazón y de la médula es sometido cuanto a mí llega del universo a una deformación española. Yo bien sé que la libertad de mi pensamiento y de mis emociones, con la cual me parece cabalgar adonde mi albedrío solicita, es sólo virtual. El asta que va por el aire temblando de ímpetu acaso piense que se mueve a sí misma y que puede elegir en lo ancho del horizonte el blanco donde hincarse. Y, sin embargo, un brazo la tiró y unos ojos prefijaron su ruta parabólica. Esto soy yo, un asta hendiendo el viento que fue lanzada por el brazo secular de mi raza.
Cada uno de nosotros procede de un empellón originario que la casta le dio, y nuestra vida explica, desenvuelve, manifiesta la intención que nuestra raza tuvo al producirnos. Pero ni un hombre, ni un siglo, ni una época, agotan la vena de las intenciones étnicas. De aquí que carezca de sentido proyectar como una norma de lo venidero lo que un pueblo fue en el pasado. Creer que depende de nuestra voluntad ser o no castizos, es conceder demasiado poco al determinismo de la raza. Queramos o no, somos españoles, y huelga, por tanto, que encima de esto se nos impere que debemos serlo.
Un escritor casticista es, pues, un escritor que se atiene a las formas de poesía inventadas por otros artistas de su país; esto quiere decir que es un imitador, no un poeta. «La poesía —decía Valera— es todo aspiración y vaticinio». El que no se atreva a innovar, que no se atreva a escribir.
Nada menos casticista que Azorín. Difícil será encontrar en el panteón literario de nuestro país un escritor parecido. No él, su tema es lo castizo. He aquí su acierto y su mayor mérito.
Azorín se ha sumergido en el pasado español, sin ahogarse en él. Ha hecho de lo castizo su objeto, su materia, pero no su obra. La obra castiza o casticista reproduce la sensibilidad de una época pretérita y sólo podría interesar a los hombres de esa época. La obra de Azorín es actual; emplea los órganos sentimentales del ánima contemporánea para hacerla percibir, bajo la especie del presente, lo pasado.
Pero no, no está así bien expresada la sutil emoción que suelen despertar en nosotros los breves cuadros de Azorín. ¿Cómo decirla? No se trata de una restauración histórica, como no se trata —según ya indicamos— de una descripción de costumbres. La restauración histórica es siempre una ficción: en ella se cubren los hechos pasados de un barniz que les da esa brillantez aparente, propia de las cosas actuales. Además, en la restauración histórica lo que importa es el pasado y su aproximación a nosotros. Todo esto es externo, artificioso, superficial, en comparación con el arte de que hablo ahora.
En Azorín —veremos si así me explico— no es el pasado quien finge presencia y actualidad, sino el presente quien se sorprende a sí mismo como habiendo pasado ya, como siendo un haber sido.
De ordinario, sólo nos percatamos de lo que constituye nuestra conciencia superficial; cuanto más habituales, más viejas sean nuestras ideas y nuestras emociones, menos nos damos cuenta de ellas. Yacen sumidas en inercia psíquica, en hondo sopor, las capas más profundas de nuestro yo. No sabemos que este yo las contiene.
Mas he aquí que una palabra, una imagen certera hiere esas capas subyacentes y las despierta y hace entrar en actividad. Con asombro percibimos que todas aquellas cosas pasadas no han pasado en rigor, que son nuestro yo, este mismo yo de ahora.
El mito excelente de la transmigración de las almas sugiere algo análogo. Imagínese que fuera cierto y que súbitamente halláramos formando parte de nosotros aquellas vidas pasadas, que pudiéramos decir como Empédocles: «Yo he sido un muchacho, una doncella, un águila, un pez mudo en la mar».
Tal es la emoción de lo castizo por la cual nos sorprendemos repercutidos en el pasado, viéndonos a nosotros mismos flotar en los tiempos que fueron. El casticista ignora la modernidad: el poeta de lo castizo, como Azorín, hace que la modernidad sea reabsorbida por el pasado de donde salió.
Ahora bien, ésta es la única manera de justificar lo viejo. Con obligarnos a que nos traslademos a él no se consigue nada: por muy cerca que le lleguemos será siempre un pasado y nosotros un presente. Así no podemos intimar. Es menester que nos sintamos nosotros mismos pasado.
Algunas páginas de Azorín consiguen disolver nuestra conciencia actual en el ambiente secular de lo castizo como nuestra carne después de la muerte habrá de desvanecerse en la atmósfera.
SU MUSA
Hemos visto a Azorín insistiendo sobre aquel estrato de la vida en que ésta aparece como repetición, eco y resonancia. Nuestro hoy es la reiteración de nuestro ayer, y el presente el cauce nuevo donde se perpetúa la fluencia del pretérito. Mirando al trasluz la España actual, ve la vida española de antaño y de siempre que circula larvada por arterias de nuevo semblante. Es un hombre que, para contemplar el cielo, se inclina sobre el haz trémulo de un estanque a fin de hallar las nubes repetidas en su líquido fondo. Es un hombre que no se encuentra a sí mismo mientras no se encuentra en otro. Al oír el suspiro centenario de Jacinto Bejarano descubre en su pecho el mismo rumor de quejumbre, como en un pareado las sílabas finales del primer verso destacan y se perfilan cuando vuelven a sonar al fin del segundo.
¿Cuál será la musa de este poeta aficionado a ecos, melancólico auscultador de monotonías? No es la musa de la historia que, erudita y frígida, con fisonomía de institutriz, opera sobre el pasado a la manera que el disector sobre el cuerpo muerto. Será más bien un alma tejida puramente de nostalgias que, cuanto más avance, más se sienta gravitar sobre lo que dejó —por ejemplo, la mujer de Loth, que camina con el bello rostro de hebrea vuelto siempre hacia atrás.
SU FLOR
Yo no sé si es la violeta la flor que prefiere Azorín, pero ello cuadraría muy bien con su inclinación sentimental, con su genio estético. La menudencia corporal, la dulce sobriedad de su aroma, que se difunde como sin ruido en el ambiente, ocultando más bien que revelando el lugar donde brota, odoración humilde que parece aspirar al anónimo, hacen de aquella flor un símbolo para las cosas cuyo destino es pasar desapercibidas y hacer una jornada derecha desde la nada al olvido. Azorín es el caballero de las violas.
Busca sobre el haz del mundo lo humilde, lo olvidado y lo mínimo. Si lee La Celestina, terrible tragedia de cruentas pasiones humanas, destacará Azoren lo que todos dejamos inadvertido por hallarse en la primera línea del argumento del primer acto: que Calixto conoce a Melibea con ocasión de recoger un halcón díscolo, el cual volara sobre las tapias de la huerta donde la doncella busca esparcimiento. Y esto, que es de la obra un pretexto inesencial, va a convertirse para Azoren en gozne sobre que gira monótonamente la enorme rueda tragicómica de la vida. (Las nubes, en Castilla).
Si le ponéis ante Las Meninas de Velázquez, ¿en qué se fijará Azorín? ¿En el genial maestro, cuyos ojos vierten sobre la escena su miopía y su desdén? ¿En la linda princesita legendaria que se alza en medio del cuadro como un lirio vernal? ¿En la menina deliciosa —a quien de muchachos dirigíamos un amor irreal— que ofrece a su pueril señora un búcaro rojo? Nada de esto interesa a Azorín. Allá, en el fondo del cuadro, se abre una menuda puerta de cuarterones, donde el sol vuelca, en haz fulgurante, sus rayos. Una figura breve, negra y calva, se dispone a salir: de un momento a otro esperamos que la espléndida gloria solar absorba la apariencia tenebrosa de este humilde personaje. Se llama él don José Nieto. Podría llamarse don Juan o don Leandro o don Antonio. Azorín va a convertirlo en protagonista del lienzo famoso.
Maximus in minimis: he aquí el arte de Azorín.
Se me dirá que esta conversión de la perspectiva, en que lo menudo ocupa el primer plano de la atención, es característica de los artistas primitivos. Así es, en efecto: por ello y por otras muchas razones la obra de Autorin debe ser estudiada como un caso de regresión al gusto primitivo —del mismo género que la obra de ciertos pintores contemporáneos. Pero dejemos para mejor sazón ese estudio. Y hoy, al despedirnos por algún tiempo de nuestro Azorín, nos contentaremos con imaginarlo retratado por alguno de los cuatrocentistas, pulida e inmóvil la faz, con la mano de venas traslúcidas sobre él negro jubón, en el dedo anular una sortija de sándalo y entre el pulgar y el índice de la otra mano —minúscula, insinuante y mística— una violeta.
1917.