CAPÍTULO SEGUNDO

LOS MUNDOS INTERIORES

I

La ridiculez del filósofo. — La «panne» del automóvil y la histórica. Otra vez «ideas y creencias».

SE trata de preparar las mentes contemporáneas para que llegue a hacerse claridad sobre lo que acaso constituye la raíz última de todas las actuales angustias y miserias, a saber: que tras varios siglos de continuada y ubérrima creación intelectual y, habiéndolo esperado todo de ella, empieza el hombre a no saber qué hacerse con las ideas. No se atreve, sin más ni más, a desentenderse radicalmente de ellas porque sigue creyendo, en el fondo, que es la función intelectiva algo maravilloso. Pero al mismo tiempo tiene, la impresión de que el papel y puesto que en la vieja humana corresponde a todo lo intelectual no son los que le fueron atribuidos en los tres últimos siglos. ¿Cuáles deben ser? Esto es lo que no sabe.

Cuando se están sufriendo en su inexorable inmediatez esas angustias y miserias del tiempo en que vivimos, decir que provienen, como de Su raíz, de cosa tan abstracta y perespíritual como la indicada, parece al pronto una ridiculez. Al confrontar con ella la faz terrible de lo que sufrimos —crisis económica, guerra y asesinatos, desazón, desesperanza—, no se descubre similitud alguna. A lo cual yo opondría sólo dos advertencias. Una: que no he visto nunca parecerse nada la raíz de la planta a su flor ni a su fruto. Probablemente, pues, es condición de toda causa no parecerse nada a su efecto. Creer lo contrario fue el error cometido por la interpretación mágica del mundo: similia similibus. La obra es ésta: hay ciertas ridiculeces que deben ser dichas, y para eso existe el filósofo. Al menos, Platón declara literalmente, del modo más formal y en la coyuntura más solemne, que el filósofo tiene una misión de ridiculez. (Véase el diálogo Parménides). No se crea que es cosa tan fácil cumplirla. Requiere una especie de coraje que ha solido faltar a los grandes guerreros y a los más atroces revolucionarios. Éstos y aquéllos han solido ser gente bastante vanidosa y se les encogía el ombligo cuando se trataba, simplemente, de quedar en ridículo. De aquí que convenga a la humanidad aprovechar el heroísmo peculiar de los filósofos.

No se puede vivir sin alguna instancia última cuya plena vigencia sintamos sobre nosotros. A ella referimos todas nuestras dudas y disputas como a un tribunal supremo. En los últimos siglos constituían esta sublime instancia las ideas, lo que solía llamarse la «razón». Ahora, esa fe en la razón vacila, se obnubila, y como ella soporta todo el resto de nuestra vida, resulta que no podemos vivir ni convivir. Porque acontece que no hay en el horizonte ninguna otra fe capaz de sustituirla. De aquí ese cariz de cosa desarraigada que ha tomado nuestra existencia y esa impresión de que caemos, caemos en un vacío sin fondo, y por mucho que agitemos los brazos no hallamos nada a que agarrarnos. Ahora bien, no es posible que una fe muera si no es porque otra fe ha nacido; por el mismo motivo que es imposible caer en la cuenta de un error sin encontrarse ipso facto sobre el suelo de una nueva verdad. Se trataría, pues, en nuestro caso de que la fe en la razón sufre una enfermedad, pero no de que ha muerto. Preparemos la convalecencia.

Recuerde el lector el pequeño drama que en su intimidad se disparaba cuando, viajando en automóvil, ignorante de su mecánica, se producía una panne. Primer acto: el hecho acontecido tiene, para los efectos del viaje, un carácter absoluto, porque el automóvil se ha parado, no un poco o a medias, sino por completo. Como desconoce las partes de que se compone el automóvil, es éste para él un todo indiviso. Si se estropea, quiere decirse que se estropea íntegramente. De aquí que al hecho absoluto de pararse el vehículo busque la mente profana una causa también absoluta y toda parné le parezca, por lo pronto, definitiva e irremediable. Desolación, gestos patéticos. «¡Tendremos que pasar aquí la noche!» Segundo acto: el mecánico se acerca con sorprendente serenidad al motor. Manipula con este o el otro tornillo. Vuelve a tomar el volante. El coche arranca victorioso, como renaciendo de sí mismo. Regocijo. Emoción de salvamento. Tercer acto: bajo el torrente de alegría que nos inunda fluye un hilito de emoción contraria: es un dejo como vergüenza. Nos parece que nuestra reacción primera y fatalista era absurda, irreflexiva, pueril. ¿Cómo no pensamos que una máquina es una articulación de muchas piezas y que el menor desajuste de una de éstas puede engendrar su detención? Caemos en la cuenta de que el hecho «absoluto» de pararse no tiene por fuerza una causa también absoluta, sino que basta, tal vez, una leve reforma para restablecer el mecanismo. Nos sentimos, en suma, avergonzados por nuestra falta de serenidad y llenos de respeto hacia el mecánico, hacia el hombre que sabe del asunto.

De la formidable parné que hoy padece la vida histórica nos hallamos hoy en el primer acto. Lo que hace más grave el caso es que, tratándose de asuntos colectivos y de la máquina pública, no es fácil que el mecánico pueda manipular con serenidad y eficacia los tornillos si no cuenta previamente con que los viajeros ponen en él su confianza y su respeto, si no creen que hay quien «entiende del asunto». Es decir, que el tercer acto tendría que anticiparse al segundo, y esto no es faena mollar. Además, el número de tornillos que fuera preciso ajustar es grande y de lugares muy diversos. ¡Bien! Que cada cual cumpla con su oficio sin presuntuosidad, sin gesticulación. Por eso yo estoy, súcubo bajo la panza del motor, apañando uno de sus rodamientos más secretos.

Retomemos a mi distinción entre creencias e ideas u ocurrencias. Creencias son todas aquellas cosas con que absolutamente contamos, aunque no pensemos en ellas. De puro estar seguros de que existen y de que son según creemos, no nos hacemos cuestión de ellas, sino que automáticamente nos comportamos teniéndolas en cuenta. Cuando caminamos por la calle no intentamos pasar al través de los edificios: evitamos automáticamente chocar con ellos sin necesidad de que en nuestra mente surja la idea expresa: «los muros son impenetrables». En todo momento, nuestra vida está montada sobre un repertorio enorme de creencias parejas. Pero hay cosas y situaciones ante las cuales nos encontramos sin creencia firme: nos encontramos en la duda de si son o no y de si son así o de otro modo. Entonces no tenemos más remedio que hacernos una idea, una opinión sobre ellas. Las ideas son, pues, las «cosas» que nosotros de manera consciente construimos, elaboramos, precisamente porque no creemos en ellas. Pienso que es éste el planteamiento mejor, más hiriente, que menos escape deja a la gran cuestión de cuál es el extraño y sutilísimo papel que juegan en nuestra vida las ideas. Nótese que bajo este título van incluidas todas: las ideas vulgares y las ideas científicas, las ideas religiosas y las de cualquier otro linaje. Porque realidad plena y auténtica no nos es sino aquello en que creemos. Mas las ideas nacen de la duda, es decir, en un vacío o hueco de creencia. Por tanto, lo que ideamos no nos es realidad plena y auténtica. ¿Qué nos es entonces? Se advierte, desde luego, el carácter ortopédico de las ideas: actúan allí donde una creencia se ha roto o debilitado.

No conviene preguntarse ahora cuál sea el origen de las creencias, de dónde nos vienen, porque la respuesta, como se verá, requiere haberse hecho antes bien cargo de lo que son las ideas. Es mejor método partir de la situación presente, del hecho incuestionable, y éste consiste en que nos encontramos constituidos de un lado por creencias —vengan de donde vengan— y de ideas; que aquéllas forman nuestro mundo real, y éstas son… no sabemos bien qué.

II

La ingratitud del hombre y la desnuda realidad

El efecto más grave del hombre es la ingratitud. Fundo esta calificación superlativa en que, siendo la sustancia del hombre su historia, todo comportamiento antihistórico adquiere en él un carácter de suicidio. El ingrato olvida que la mayor parte de lo que tiene no es obra suya, sino que le vino regalado de otros, los cuales se esforzaron en crearlo u obtenerlo. Ahora bien, al olvidarlo desconoce radicalmente la verdadera condición de eso que tiene. Cree que es don espontáneo de la naturaleza y, como la naturaleza, indestructible. Esto le hace errar a fondo en el manejo de esas ventajas con que se encuentra e irlas perdiendo más o menos. Hoy presenciamos este fenómeno en grande escala. El hombre actual no se hace eficazmente cargo de que casi todo lo que hoy poseemos para afrontar con alguna holgura la existencia lo debemos al pasado y que, por tanto, necesitamos andar con mucha atención, delicadeza y perspicacia en nuestro trato con él —sobre todo, que es preciso tenerlo muy en cuenta porque, en rigor, está presente en lo que nos legó. Olvidar el pasado, volverle la espalda, produce el efecto a que hoy asistimos: la rebarbarización del hombre.

Pero no me interesan ahora estas formas extremas y transitorias de ingratitud. Me importa más el nivel normal de ella que acompaña siempre al hombre y le impide hacerse cargo de cuál es su verdadera condición. Y como en percatarse de sí mismo y caer en la cuenta de lo que somos y de lo que es en su auténtica y primaria realidad cuanto nos rodea consiste la filosofía, quiere decirse que la ingratitud engendra en nosotros ceguera filosófica.

Si se nos pregunta qué es realmente eso sobre que pisan nuestros pies, respondemos al punto que es la Tierra. Bajo este vocablo entendemos un astro de tal constitución y tamaño, es decir, una masa de cósmica materia que se mueve alrededor del Sol con regularidad y seguridad bastantes para que podamos confiar en ella. Tal es la firme creencia en que estamos, y por eso nos es la realidad, y porque nos es la realidad contamos con ello sin más, no nos hacemos cuestión del asunto en nuestra vida cotidiana. Pero es el caso que, hecha la misma pregunta a un hombre del siglo VI antes de J. C., su respuesta hubiera sido muy distinta. La Tierra le era una diosa, la diosa madre, Deméter. No un montón de materia, sino un poder divino que tenía su voluntad y sus caprichos. Basta esto para advertirnos que la realidad auténtica y primaria de la Tierra no es ni lo uno ni lo otro, que la Tierra-astro y la Tierra-diosa no son sin más ni más la realidad, sino dos ideas; si se quiere, una idea verdadera y una idea errónea sobre esa realidad que inventaron hombres determinados un buen día y a costa de grandes esfuerzos. De suerte que la realidad que nos es la Tierra no procede sin más ni más de ésta, sino que la debemos a un hombre, a muchos hombres antepasados, y, además, depende su verdad de muchas difíciles consideraciones; en suma, que es problemática y no incuestionable.

La misma advertencia podríamos hacer con respecto a todo, lo cual nos llevaría a descubrir que la realidad en que creemos vivir, con que contamos y a que referimos últimamente todas nuestras esperanzas y temores, es obra y faena de otros hombres y no la auténtica y primaria realidad. Para topar con ésta en su efectiva desnudez fuera preciso quitar de sobre ella todas esas creencias de ahora y de otros tiempos, las cuales son no más que interpretaciones ideadas por el hombre de lo que encuentra al vivir, en sí mismo y en su contorno. Antes de toda interpretación, la Tierra no es ni siquiera una «cosa», porque «cosa» es ya una figura de ser, un modo de comportarse algo (opuesto, por ejemplo, a «fantasma») construido por nuestra mente para explicarse aquella realidad primaria.

Si fuésemos agradecidos habríamos, desde luego, caído en la cuenta de que todo eso que nos es la Tierra como realidad y que nos permite en no escasa medida saber a qué atenernos respecto a ella, tranquilizarnos y no vivir estrangulados por un incesante pavor, lo debemos al esfuerzo y el ingenio de otros hombres. Sin su intervención estaríamos en nuestra relación con la Tierra y lo mismo con lo demás que nos rodea como estuvo el primer hombre, es decir, aterrados. Hemos heredado todos aquellos esfuerzos en forma de creencia que son el capital sobre que vivimos. La grande y, a la vez, elementalísima averiguación que va a hacer el Occidente en los próximos años, cuando acabe de liquidar la borrachera de insensatez que agarró en el siglo XVIII, es que el hombre es, por encima de todo, heredero. Y que esto y no otra cosa es lo que le diferencia radicalmente del animal. Pero tener conciencia de que se es heredero, es tener conciencia histórica.

La realidad auténtica de la Tierra no tiene figura, no tiene un modo de ser, es puro enigma. Tomada en esa su primaria y nuda consistencia, es suelo que por el momento nos sostiene sin que nos ofrezca la menor seguridad de que no nos va a fallar en el instante próximo; es lo que nos ha facilitado la huida de un peligro, pero también lo que en forma de «distancia» nos separa de la mujer amada o de nuestros hijos; es lo que a veces presenta el enojoso carácter de ser cuesta arriba y a veces la deliciosa condición de ser cuesta abajo. La Tierra por sí y mondada de las ideas que el hombre se ha ido formando sobre ella no es, pues, «cosa» ninguna, sino un incierto repertorio de facilidades y dificultades para nuestra vida.

En este sentido digo que la realidad auténtica y primaria no tiene por sí figura. Por eso no cabe llamarla «mundo». Es un enigma propuesto a nuestro existir. Encontrarse viviendo es encontrarse irrevocablemente sumergido en lo enigmático. A este primario y preintelectual enigma reacciona el hombre haciendo funcionar su aparato intelectual, que es, sobre todo, imaginación. Crea el mundo matemático, el mundo físico, el mundo religioso, moral, político y poético, que son efectivamente «mundos», porque tienen figura y son un orden, un plano. Esos mundos imaginarios son confrontados con el enigma de la auténtica realidad y son aceptados cuando parecen ajustarse a ésta con máxima aproximación. Pero, bien entendido, no se confunden nunca con la realidad misma. En tales o cuales puntos, la correspondencia es tan ajustada que la confusión parcial se produciría —y ya veremos las consecuencias que esto trae—, pero como esos puntos de perfecto encaje son inseparables del resto, cuyo encaje es insuficiente, quedan esos mundos, tomados en su totalidad, como lo que son, como mundos imaginarios, como mundos que sólo existen por obra y gracia nuestra; en suma, como mundos «interiores». Por eso podemos llamarlos «nuestros». Y como el matemático en cuanto matemático tiene su mundo y el físico en cuanto físico, cada uno de nosotros tiene el suyo.

Si esto que digo es verdad, ¿no se advierte lo sorprendente que es? Pues resulta que ante la auténtica realidad, que es enigmática y, por tanto, terrible —un problema que sólo lo fuese para el intelecto, por tanto, un problema irreal, no es nunca terrible, pero una realidad que, precisamente como realidad y por sí, consiste en enigma es la terribilidad misma—, el hombre reacciona segregando en la intimidad de sí mismo un mundo imaginario. Es decir, que por lo pronto se retira de la realidad, claro que imaginariamente, y se va a vivir a su mundo interior. Esto es lo que el animal no puede hacer. El animal tiene que estar siempre atento a la realidad según ella se presenta, tiene que estar siempre «fuera de sí». Scheler, en El puesto del hombre en el cosmos, entrevé esta diferente condición del animal y el hombre, pero no la entiende bien, no sabe su razón, su posibilidad. El animal tiene que estar fuera de sí por la sencilla razón de que no tiene un «dentro de sí», un chez sol, una intimidad donde meterse cuando pretendiese retirarse de la realidad. Y no tiene intimidad, esto es, mundo interior, porque no tiene imaginación. Lo que llamamos nuestra intimidad no es sino nuestro imaginario mundo, el mundo de nuestras ideas. Ese movimiento merced al cual desatendemos la realidad unos momentos para atender a nuestras ideas es lo específico del hombre y se llama «ensimismarse». De ese ensimismamiento sale luego el hombre para volver a la realidad, pero ahora mirándola, como con un instrumento óptico, desde su mundo interior, desde sus ideas, algunas de las cuales se consolidaron en creencias. Y esto es lo sorprendente que antes anunciaba: que el hombre se encuentra existiendo por partida doble, situado a la vez en la realidad enigmática y en el claro mundo de las ideas que se le han ocurrido. Esta segunda existencia es, por lo mismo, «imaginaria», pero nótese que el tener una existencia imaginaria pertenece como tal a su absoluta realidad[29].

III

La ciencia como poesía. — El triángulo y Hamlet. — El tesoro de los

errores.

Conste, pues, que lo que solemos llamar mundo real o «exterior» no es la nuda, auténtica y primaria realidad con que el hombre se encuentra, sino que es ya una interpretación dada por él a esa realidad, por tanto, una idea. Esta idea se ha consolidado en creencia. Creer en una idea significa creer que es la realidad, por tanto, dejar de verla como mera idea.

Pero claro es que esas creencias comenzaron por «no ser más» que ocurrencias o ideas sensu stricto. Surgieron un buen día como obra de la imaginación de un hombre que se ensimismó en ellas, desatendiendo por un momento el mundo real. La ciencia física, por ejemplo, es una de estas arquitecturas ideales que el hombre se construye. Algunas de esas ideas físicas están hoy en nosotros actuando como creencias, pero la mayor parte de ellas son para nosotros ciencia —nada más, nada menos. Cuando se habla, pues, del «mundo físico» adviértase que en su mayor porción no lo tomamos como mundo real, sino que es un mundo imaginario o «interior».

Y la cuestión que yo propongo al lector consiste en determinar con todo rigor, sin admitir expresiones vagas o indecisas, cuál es esa actitud en que el físico vive cuando está pensando las verdades de su ciencia. O dicho de otro modo: ¿qué le es al físico su mundo, el mundo de la física? ¿Le es realidad? Evidentemente, no. Sus ideas le parecen verdaderas, pero ésta es una calificación que subraya el carácter de meros pensamientos que aquéllas le presentan. No es ya posible, como en tiempos más venturosos, definir galanamente la verdad diciendo que es la adecuación del pensamiento con la realidad. El término «adecuación» es equívoco. Si se lo toma en el sentido de «igualdad», resulta falso. Nunca una idea es igual a la cosa a que se refiere. Y si se lo toma más vagamente en el sentido de «correspondencia», se está ya reconociendo que las ideas no son la realidad, sino todo lo contrario, a saber, ideas y sólo ideas. El físico sabe muy bien que lo que dice su teoría no lo hay en la realidad.

Además, bastaría advertir que el mundo de la física es incompleto, está abarrotado de problemas no resueltos que obligan a no confundirlo con la realidad misma, la cual es precisamente quien le plantea esos problemas. La física no le es, por tanto, realidad, sino un orbe imaginario en el cual imaginariamente vive mientras, a la vez, sigue viviendo la auténtica y primaria realidad de su vida.

Ahora bien, esto, que se hace un poco difícil de entender cuando nos referimos a la física y, en general, a la ciencia, ¿no es obvio y claro cuando observamos lo que nos pasa al leer una novela o asistir a una obra teatral? El que lee una novela está, claro es, viviendo la realidad de su vida, pero esta realidad de su vida consiste ahora en haberse evadido de ella por la dimensión virtual de la fantasía y estar cuasi-viviendo en el mundo imaginario que el novelista le describe.

He aquí por qué considero tan fértil la doctrina iniciada en el capítulo primero de este ensayo: que sólo se entiende bien qué nos es algo cuando no nos es realidad, sino idea, si paramos mientes en lo que representa para el hombre la poesía y acertamos valerosamente a ver la ciencia sub specie poieseos.

El «mundo poético» es, en efecto, el ejemplo más transparente de lo que he llamado «mundos interiores». En él aparecen con descuidado cinismo y como a la intemperie los caracteres propios de éstos. Nos damos cuenta de que es pura invención nuestra, engendro de nuestra fantasía. No lo tomamos como realidad y, sin embargo, nos ocupamos con sus objetos lo mismo que nos ocupamos con las cosas del mundo exterior, es decir —ya que vivir es ocuparse—, vivimos muchos ratos alojados en el orbe poético y ausentes del real. Conviene, de paso, reconocer que nadie hasta ahora ha dado una mediana respuesta a la cuestión de por qué hace el hombre poesía, de por qué se crea con no poco esfuerzo un universo poético. Y la verdad es que la cosa no puede ser más extraña. ¡Como si el hombre no tuviera de sobra qué hacer con su mundo real para que no necesite explicación el hecho de que se entretenga en imaginar deliberadamente irrealidades!

Pero de la poesía nos hemos acostumbrado a hablar sin gran, patetismo. Cuando se dice que no es cosa seria, sólo los poetas se enfadan, que son, como es sabido, genus irritabile. No nos cuesta, pues, gran trabajo reconocer que una cosa tan poco seria sea pura fantasía. La fantasía tiene fama de ser la loca de la casa. Mas la ciencia y la filosofía, ¿qué otra cosa son sino fantasía? El punto matemático, el triángulo geométrico, el átomo físico, no poseerían las exactas calidades que los constituyen si no fuesen meras construcciones mentales. Cuando queremos encontrarlos en la realidad, esto es, en lo perceptible y no imaginario, tenemos que recurrir a la medida, e ipso facto se degrada su exactitud y se convierten en un inevitable «poco más o menos». ¡Qué casualidad! Lo propio que acontece a los personajes poéticos. Es indubitable: el triángulo y Hamlet tienen el mismo pedigree. Son hijos de la loca de la casa, fantasmagorías.

El hecho de que las ideas científicas tengan respecto a la realidad compromisos distintos de los que aceptan las ideas poéticas y que su relación con las cosas sea más prieta y más seria, no debe estorbarnos para reconocer que ellas, las ideas, no son sino fantasías y que sólo debemos vivirlas como tales fantasías, pese a su seriedad. Si hacemos lo contrario, tergiversamos la actitud correcta ante ellas: las tomamos como si fuesen la realidad, o, lo que es igual, confundimos el mundo interior con el exterior, que es lo que, un poco en mayor escala, suele hacer el demente.

Refresque el lector en su mente la situación originaria del hombre. Para vivir tiene éste que hacer algo, que habérselas con lo que le rodea. Mas para decidir qué es lo que va a hacer con todo eso, necesita saber a qué atenerse respecto a ello, es decir, saber qué es. Como esa realidad primaria no le descubre amistosamente su secreto, no tiene más remedio que movilizar su aparato intelectual cuyo órgano principal —sostengo yo— es la imaginación. El hombre imagina una cierta figura o modo de ser la realidad. Supone que es tal o cual, inventa el mundo o un pedazo de él. Ni más ni menos que un novelista por lo que respecta al carácter imaginario de su creación. La diferencia está en el propósito con que la crea. Un plano topográfico no es más ni menos fantástico que el paisaje de un pintor. Pero el pintor no ha pintado su paisaje para que le sirva de guía en su viaje por la comarca, y el plano ha sido hecho con esta finalidad. El «mundo interior» que es la ciencia, es el ingente plano que elaboramos desde hace tres siglos y medio para caminar entre las cosas. Y viene a ser como sí nos dijéramos: «suponiendo que la realidad fuera tal y como yo la imagino, mi comportamiento mejor en ella y con ella debía ser tal y tal. Probemos si el resultado es bueno». La prueba es arriesgada. No se trata de un juego. Va en ello el acierto de nuestra vida. ¿No es insensato hacer que penda nuestra vida de la improbable coincidencia entre la realidad y una fantasía nuestra? Insensato lo es, sin duda. Pero no es cuestión de albedrío. Porque podemos elegir —ya veremos en qué medida— entre una fantasía y otra para dirigir nuestra conducta y hacer la prueba, pero no podemos elegir entre fantasear o no. El hombre está condenado a ser novelista. El posible acierto de sus fantasmagorías será todo lo imposible que se quiera; pero, aun así, ésa es la única probabilidad con que el hombre cuenta para subsistir. La prueba es tan arriesgada que ésta es la hora en que todavía no ha conseguido con holgada suficiencia resolver su problema y estar en lo cierto o acertar. Y lo poco que en este orden ha conseguido ha costado milenios y milenios y lo ha logrado a fuerza de errores, es decir, de embarcarse en fantasías absurdas, que fueron como callejones sin salida de que tuvo que retirarse maltrecho. Pero esos errores, experimentados como tales, son los únicos points de repere que tiene, son lo único verdaderamente logrado y consolidado. Sabe hoy que, por lo menos, esas figuras de mundo por él imaginadas en el pasado no son la realidad. A fuerza de errar se va acotando el área del posible acierto. De aquí la importancia de conservar los errores, y esto es la historia. En la existencia individual lo llamamos «experiencia de la vida» y tiene el inconveniente de que es poco aprovechable porque el mismo sujeto tiene que errar primero, para acertar luego, y el luego es, a veces, ya demasiado tarde. Pero en la historia fue un tiempo pasado quien erró y nuestro tiempo quien puede aprovechar la experiencia.

IV

La articulación de los mundos interiores.

Mi mayor afán es que el lector, aun el menos cultivado, no se pierda por estos vericuetos en que le he metido. Esto me obliga a repetir las cosas varías veces y a destacar las estaciones de nuestra trayectoria.

* * *

Lo que solemos llamar realidad o «mundo exterior» no es ya la realidad primaria y desnuda de toda interpretación humana, sino que es lo que creemos, con firme y consolidada creencia, ser la realidad. Todo lo que en ese mundo real encontramos de dudoso o insuficiente nos obliga a hacemos ideas sobre ello. Esas ideas forman los «mundos interiores», en los cuales vivimos a sabiendas de que son invención nuestra como vivimos el plano de un territorio mientras viajamos por éste. Pero no se crea que el mundo real nos fuerza sólo a reaccionar con ideas científicas y filosóficas. El mundo del conocimiento es sólo uno de los muchos mundos interiores. Junto a él está el mundo de la religión y el mundo poético y el mundo de la sagesse o «experiencia de la vida».

Se trata precisamente de aclarar un poco por qué y en qué medida posee el hombre esa pluralidad de mundos íntimos, o, lo que es igual, por qué y en qué medida el hombre es religioso, científico, filosófico, poeta y «sabio» y «hombre de mundo» (lo que nuestro Gracián llamaba el «discreto»). A este fin, invitaba yo al lector, ante todo, a hacerse bien cargo de que todos esos mundos, incluso el de la ciencia, tienen una dimensión común con la poesía, a saber: que son obra de nuestra fantasía. Lo que se llama pensamiento científico no es sino fantasía exacta. Más aún: a poco que se reflexione se advertirá que la realidad no es nunca exacta y que sólo puede ser exacto lo fantástico (el punto matemático, el átomo, el concepto en general y el personaje poético). Ahora bien, lo fantástico es lo más opuesto a lo real; y, en efecto, todos los mundos forjados por nuestras ideas se oponen en nosotros a lo que sentimos como la realidad misma, al «mundo exterior».

El mundo poético representa el grado extremo de lo fantástico, y, en comparación con él, el de la ciencia nos parece estar más cerca del real. Perfectamente; pero, si el mundo de la ciencia nos parece casi real comparado con el poético, no olvidemos que también es fantástico y que, comparado con la realidad, no es sino fantasmagoría. Pero esta doble advertencia nos permite observar que esos varios «mundos interiores» son encajados por nosotros dentro del mundo real o exterior, formando una gigantesca articulación. Quiero decir que uno de ellos, el religioso, por ejemplo, o el científico, nos parece ser el más próximo a la realidad, que sobre él va montado el de la sagesse o experiencia espontánea de la vida, y en torno a éste el de la poesía. El hecho es que vivimos cada uno de esos mundos con una dosis de «seriedad» diferente o, viceversa, con grados diversos de ironía.

Apenas notado esto, surge en nosotros el obvio recuerdo de que ese orden de articulación entre nuestros mundos interiores no ha sido siempre el mismo. Ha habido épocas en que lo más próximo a la realidad fue para el hombre la religión y no la ciencia. Hay una época de la historia griega en que la «verdad» era para los helenos —Homero, por tanto— lo que se suele llamar poesía.

Con esto desembocamos en la gran cuestión. Sostengo que la conciencia europea arrastra el pecado de hablar ligeramente sobre esa pluralidad de mundos, que nunca se ha ocupado de verdad en aclarar sus relaciones y en qué consisten últimamente. Las ciencias son maravillosas en sus contenidos propios, pero cuando se pregunta a quemarropa qué es la ciencia, como ocupación del hombre, frente a la filosofía, la religión, la sapiencia, etc., sólo se nos responden las más vagas nociones.

Es evidente que todo eso —ciencia, filosofía, poesía, religión— son cosas que el hombre hace, y que todo lo que se hace, se hace por algo y para algo. Bien, pero ¿por qué hace esas cosas diversas?

Si el hombre se ocupa en conocer, si hace ciencia o filosofía, es, sin duda, porque un buen día se encuentra con que está en la duda sobre asuntos que le importan y aspira a estar en lo cierto. Pero es preciso reparar bien en lo que semejante situación implica. Por lo pronto, notamos que no puede ser una situación originaria, quiero decir, que el estar en la duda supone que se ha caído en ella un cierto día. El hombre no puede comenzar por dudar. La duda es algo que pasa de pronto al que antes tenía una fe o creencia, en la cual se hallaba sin más y desde siempre. Ocuparse en conocer no es, pues, una cosa que no esté condicionada por una situación anterior. Quien cree, quien no duda, no moviliza su angustiosa actividad de conocimiento. Éste nace en la duda y conserva siempre viva esta fuerza que lo engendró. El hombre de ciencia tiene que estar constantemente ensayando dudar de sus propias verdades. Éstas sólo son verdades de conocimiento en la medida en que resisten toda posible duda. Viven, pues, de un permanente boxeo con el escepticismo. Ese boxeo se llama prueba.

La cual, por otro lado, descubre que la certidumbre a que aspira el conocedor —hombre de ciencia o filósofo— no es cualquiera. El que cree posee certidumbre precisamente porque él no se la ha forjado. La creencia es certidumbre en que nos encontramos sin saber cómo ni por dónde hemos entrado en ella. Toda fe es recibida. Por eso, su prototipo es «la fe de nuestros padres». Pero al ocuparnos en conocer hemos perdido precisamente esa certidumbre regalada en que estábamos y nos encontramos teniendo que fabricamos una con nuestras exclusivas fuerzas. Y esto es imposible si el hombre no cree que tiene fuerzas para ello.

Ha bastado con apretar mínimamente la noción más obvia de conocimiento para que este peculiar hacer humano aparezca circunscrito por toda una serie de condiciones; esto es, para descubrir que el hombre no se pone a conocer, sin más ni más, en cualesquiera circunstancias. ¿No pasará lo mismo con todas esas otras grandes ocupaciones mentales: religión, poesía, etc.?

Sin embargo, los pensadores no se han esforzado todavía —aunque parezca mentira— en precisar las condiciones de ellas. En rigor, ni siquiera aprietan un poco la confrontación de cada una con las demás. Que yo sepa, únicamente Dilthey plantea la cuestión con alguna amplitud y se cree obligado, para decimos qué es filosofía, a decirnos también qué es ciencia y qué es religión y qué es literatura[30]. Porque es bien claro que todas estas cosas tienen algo de común. Cervantes o Shakespeare nos dan una idea del mundo como Aristóteles o Newton. Y la religión no es cosa que no tenga que ver con el universo.

Pues resulta que cuando los filósofos han descrito esa pluralidad de direcciones en el hacer, digamos, intelectual del hombre —este vago nombre es suficiente para oponerlo a todos los haceres de tipo «práctico»—, se quedan tranquilos y creen haber hecho cuanto en este tema tenían que hacer. No importa al caso que algunos añaden a esas direcciones el mito, distinguiéndolo confusamente de la religión.

Lo que sí importa es reparar que para todos ellos, incluso para Dilthey, se trataría en esas direcciones de modos permanentes y constitutivos del hombre, de la vida humana. El hombre sería un ente que posee con propiedad esencial esas disposiciones de actuación, como tiene piernas y aparato para emitir sonidos articulados y un sistema de reflejos fisiológicos. Por tanto, que el hombre es religioso porque sí, y conoce en filosofía o matemática porque sí, y hace porque sí poesía —donde el «porque sí» significa que tiene la religión, el conocimiento y la poesía como «facultades» o permanentes disponibilidades. Y, en todo instante, el hombre sería todas esas cosas —religioso, filósofo, científico, poeta—, bien que con una u otra dosis y proporción.

Al pensar esto, claro es que reconocían lo siguiente: el concepto de religión, de filosofía, de ciencia, de poesía, sólo se puede formar en vista de ciertas faenas humanas, conductas, obras muy determinadas, que aparecen en ciertas fechas y lugares de la historia. Por ejemplo, para no entretenernos sino en lo más claro, la filosofía sólo toma una figura clara desde el siglo V en Grecia; la ciencia sólo se perfila con peculiar e inequívoca fisonomía desde el siglo XVII en Europa. Pero, una vez que ante un hacer humano cronológicamente determinado se ha formado una idea clara, se busca en toda época histórica algo que se le parezca, aunque se le parezca muy poco, y se concluye, en vista de ello, que el hombre también en esa época era religioso, científico, poeta. Es decir, que no ha servido de nada formar una idea clara de cada una de estas cosas, sino que luego se la envaguece y eteriza para poderla aplicar a fenómenos muy dispares entre sí.

El envaguecimiento consiste en que vaciamos esas formas de ocupación humana de todo contenido concreto, las consideramos como libres frente a todo determinado contenido. Por ejemplo, consideramos como religión no sólo toda creencia en algún dios, sea éste el que sea, sino que llamamos también religión al budismo, a pesar de que el budismo no cree en ningún dios. Y parejamente llamamos conocimiento a toda opinión sobre lo que hay, sea cual sea eso que el hombre opina que hay, fuere cual fuere la modalidad del opinar mismo; y llamamos poesía a toda obra humana verbal que place, sea la que quiera la vitola de aquel producto verbal en que se complace, y con ejemplar magnanimidad atribuimos la indomable y contradictoria variedad de contenidos poéticos a una ilimitada variación de los estilos y nada más.

Pues bien, a mi juicio, este tan firme uso tiene que sufrir cuando menos una revisión, y probablemente una profunda reforma. Esto es lo que intento en otro lugar.

Diciembre 1934.