LECCIÓN VI
CAMBIO Y CRISIS
MI idea es que el llamado Renacimiento representa una gran crisis histórica. Crisis histórica es un concepto, mejor, una categoría de la historia; por tanto, una forma fundamental que puede adoptar la estructura de la vida humana. Pero los conceptos que definen esta estructura de la vida humana son muchos por ser muchas las dimensiones de aquélla. Conviene, pues, precisar a cuál de esas dimensiones se refiere Concretamente el concepto de crisis. Se refiere a lo que la vida histórica tiene de cambio. La crisis es un peculiar cambio histórico. ¿Cuál?
Repasando lo dicho en lecciones anteriores, nos encontramos con dos formas de cambio vital histórico.
1.a Cuando cambia algo en nuestro mundo.
2.a Cuando cambia el mundo.
Esto último, hemos visto, acontece normalmente con cada generación. Ahora nos preguntamos qué tiene de especial el cambio de mundo que llamamos crisis histórica.
Y yo anticipo, desde luego, mi respuesta para que sepan ustedes a qué atenerse y oteen bien la trayectoria de mi pensamiento. Una crisis histórica es un cambio de mundo que se diferencia del cambio normal en lo siguiente: Lo normal es que a la figura de mundo vigente para una generación suceda otra figura de mundo un poco distinta. Al sistema de convicciones de ayer sucede otro hoy —con continuidad, sin salto; lo cual supone que la armazón principal del mundo permanece vigente al través de ese cambio o sólo ligeramente modificada.
Eso es lo normal. Pues bien, hay crisis histórica cuando el cambio de mundo que se produce consiste en que al mundo o sistema de convicciones de la generación anterior sucede un estado vital en que el hombre se queda sin aquellas convicciones, por tanto, sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer porque vuelve a de verdad no saber qué pensar sobre el mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis y tiene el carácter de catástrofe. El cambio del mundo ha consistido en que el mundo en que se vivía se ha venido abajo y, por lo pronto, en nada más. Es un cambio que comienza por ser negativo —crítico. No se sabe qué pensar de nuevo —sólo se sabe o se cree saber que las ideas y normas tradicionales son falsas, inadmisibles. Se siente profundo desprecio por todo o casi todo lo que se creía ayer; pero la verdad es que no se tienen aún nuevas creencias positivas con que sustituir las tradicionales. Como aquel sistema de convicciones o mundo era el plano que permitía al hombre andar con cierta seguridad entre las cosas y ahora carece de plano, el hombre se vuelve a sentir perdido, azorado, sin orientación. Se mueve de acá para allá sin orden ni concierto; ensaya por un lado y por otro, pero sin pleno convencimiento, se finge a sí mismo estar convencido de esto o de lo otro. Me importa que subrayen ustedes esto último. En las épocas de crisis son muy frecuentes las posiciones falsas, fingidas. Generaciones enteras se falsifican a sí mismas, quiero decir, se embalan en estilos artísticos, en doctrinas, en movimientos políticos que son insinceros y que llenan el hueco de auténticas convicciones. Cuando se acercan a los cuarenta años esas generaciones quedan anuladas, porque a esa edad no se puede ya vivir de ficciones: hay que estar en la verdad.
He dicho en una de las primeras lecciones que no existe eso que suele llamarse «un hombre sin convicciones». Vivir es siempre, quiérase o no, estar en alguna convicción, creer algo acerca del mundo y de sí mismo. Ahora que esas convicciones, esas creencias pueden ser negativas. Uno de los hombres más convencidos que han pisado la tierra es Sócrates, y Sócrates sólo estaba convencido de que no sabía nada. Pues bien, la vida, como crisis, es estar el hombre en convicciones negativas. Esta situación es terrible. La convicción negativa, el no sentirse en lo cierto sobre nada importante, impide al hombre decidir lo que va a hacer con precisión, energía, confianza y entusiasmo sincero: no puede encajar su vida en nada, hincarla en un claro destino. Todo lo que haga, sienta, piense y diga será decidido y ejecutado sin convicción positiva, es decir, sin efectividad; será un espectro de hacer, sentir, pensar y decir, será la vita mínima, una vida vacía de sí misma, inconsistente, inestable. Como en el fondo no está convencido de nada positivo, por tanto, no está verdaderamente decidido a nada, con suma facilidad pasará el hombre y pasarán las masas de hombres de lo blanco a lo negro. En las épocas de crisis no se sabe bien lo que es cada hombre porque, en efecto, no es nada decisivamente; es hoy una cosa y mañana otra. Imagínense un individuo que en el campo pierde por completo la orientación; dará unos pasos en una dirección, luego otros en otra, tal vez en la opuesta. La orientación, los puntos cardinales que dirigen nuestros actos son el mundo, nuestras convicciones sobre el mundo. Y este hombre de la crisis se ha quedado sin mundo, entregado de nuevo al caso de la pura circunstancia —en lamentable desorientación. Estructura tal de la vida abre amplio margen para muy diversas tonalidades sentimentales como cariz de la vida; muy diversas, pero todas pertenecientes a una misma fauna negativa; el hombre sentirá escéptica frialdad o bien angustia al sentirse perdido o bien desesperación y hará muchas cosas de aspecto heroico que, en verdad, no proceden de efectivo heroísmo, sino que son hechas a la desesperada, o bien sentirá furia, frenesí, apetito de venganza por el vacío de su vida que le incita a gozar brutalmente, cínicamente de lo que encuentra a su paso —carne, lujo, poderío. La vida toma un sabor amargo— pronto toparemos con la acedía de Petrarca, el primer renacentista.
Pero la existencia humana tiene horror al vacío. En torno a ese estado efectivo de negación, de ausencia de convicciones, fermentan gérmenes oscuros de nuevas tendencias positivas. Es más; para que el hombre deje de creer en unas cosas, es preciso que germine ya en él la fe confusa en otras. Esta nueva fe, repito, aun imprecisa como luz de madrugada, irrumpe de cuando en cuando en la superficie negativa que es la vida del hombre en crisis y le proporciona súbitas alegrías y entusiasmos inestables que, por contraste con su tono habitual, toman el aspecto de ataques orgiásticos. Estos nuevos entusiasmos comienzan pronto a estabilizarse en alguna dimensión de la vida mientras las demás continúan en la sombra de la amargura y la resignación. Es curioso observar que, casi siempre, la dimensión de la vida en que comienza a estabilizarse la nueva fe es precisamente el arte. Así aconteció en el Renacimiento. ¿Por qué? Dejemos la explicación para otro día.
Ahora, en cambio, nos urge atacar en su raíz el problema mismo de por qué se producen las crisis históricas. Ese dejar de creer en el sistema del mundo en que se creía hasta la fecha, ese hecho —decía a ustedes el otro día— que una y otra vez ha acontecido en la historia de que el hombre se sacuda la cultura tradicional y se quede desnudo de ella, es precisamente lo que reclama explicación. Todo lo demás es secundario si se compara con esta agudísima cuestión.
Mas para entenderla tenemos antes que sumergirnos de nuevo en aquel tema rozado en la lección anterior —el tema soledad-sociedad— y analizarlo en otra forma.
Decía yo que la vida es soledad, radical soledad. Con esto no pretendía expresar una apreciación más o menos vaga sobre la vida. Se trata de algo sencillísimo, preciso e incuestionable, de una perogrullada, mas de consecuencias fertilísimas. La vida es la de cada cual: cada cual tiene que irse viviendo la suya por sí solo. Nuestro dolor de muelas nos duele a nosotros y sólo a nosotros. El problema que tengo, la angustia que siento son los míos, y por lo pronto sólo los míos. Y ya tengo que pensar un pensamiento que me resuelva el problema y cure o dé lenidad a mi angustia. Yo tengo que decidir en todo instante lo que voy a hacer en el siguiente y nadie puede tomar esta decisión por mí, sustituirme en ella. Mas para decidir mi existencia, mi hacer y no hacer, yo tengo que poseer un repertorio de convicciones sobre el mundo, de opiniones. Yo soy quien tiene que tenerlas, quien tiene que estar efectivamente convencido de ellas. En resumen, esto es la vida —y como ustedes advierten, todo eso me pasa a mí solo y tengo que hacerlo en definitiva yo solo. En última instancia y verdad, cada cual va llevando a pulso y en vilo su propia existencia.
Sobre las cuestiones más importantes de la realidad tengo que tener una opinión, un pensamiento acerca de ellas: de esa opinión, de ese pensamiento, dependerán las resoluciones que tome, mi conducta, en suma, mi vida, mi ser. Es preciso, pues, que esas opiniones sean verdaderamente mías; quiero decir, que yo las adopte porque estoy convencido plenamente de ellas y esto sólo es posible si las he pensado desde su raíz y han surgido en mí promovidas por una incontrastable evidencia. Ahora bien, esta evidencia no puede dármela hecha nadie, sino que se produce en mí únicamente cuando yo por mí mismo analizo la cuestión de que se trate, cuando me quedo solo con ella y me formo ante ella una convicción. Tener yo una opinión sobre una cosa no es sino saber a qué atenerme sobre ella, esto es, fijar mi posición con respecto a la cosa. Se me ocurren varias ideas posibles sobre una cuestión, pero yo tengo que ponerme de acuerdo conmigo para ver cuál de ellas es la que me convence, la que es mi efectiva opinión. Una opinión forjada así por mí mismo y que fundo en mi propia evidencia es verdaderamente mía, ella contiene lo que efectivamente y auténticamente pienso sobre aquel asunto; por tanto, al pensar así, coincido conmigo mismo, soy yo mismo. Y la serie de actos, de conducta, de vida, que esa auténtica opinión engendre y motive, será auténtica vida mía, será mi auténtico ser. Pensando ese pensamiento, viviendo esa vida el hombre está en sí mismo, está ensimismado. Ni hay otro modo de ser el que efectivamente se es que ensimismándose, esto es, antes de actuar, antes de opinar sobre algo, detenerse un instante y en vez de hacer cualquiera cosa o de pensar lo primero que viene a las mientes, ponerse rigorosamente de acuerdo consigo mismo, esto es, entrar en sí mismo, quedarse solo y decidir qué acción o qué opinión entre las muchas posibles es de verdad la nuestra. Ensimismarse es lo contrario de vivir atropellado —en que son las cosas del contorno quienes deciden de nuestro hacer, nos empujan mecánicamente a esto o a lo otro, nos llevan al estricote. El hombre que es si mismo, que está ensimismado, es el que, como suele decirse, está siempre sobre sí— por tanto, que no se suelta de la mano, que no se deja escapar y no tolera que su ser se le enajene, se convierta en otro que no es él.
Lo contrario de ser sí mismo, de la autenticidad, del estar siempre dentro de sí, es el estar fuera de sí, lejos de sí, en lo otro que nuestro auténtico ser. La voz castellana «otro» viene de la latina alter. Pues bien, lo contrario de ser sí mismo o ensimismarse es alterarse, atropellarse. Y lo otro que yo es cuanto me rodea: el mundo físico —pero también el mundo de los otros hombres—, el mundo social. Si permito que las cosas en tomo o las opiniones de los demás me arrastren, dejo de ser yo mismo y padezco alteración. El hombre alterado y fuera de sí ha perdido su autenticidad y vive una vida falsa.
Ahora bien, con enorme frecuencia nuestra vida no es sino eso: falsificación de sí misma, suplantación de sí misma. Una gran porción de los pensamientos con que vivimos no los pensamos con evidencia. Con vergüenza reconocemos que la mayor parte de las cosas que decimos no las entendemos bien y si nos preguntamos por qué las decimos, esto es, las pensamos, advertiremos que las decimos no más que por esto: porque las hemos oído decir, porque las dicen los otros. Jamás hemos procurado repensarlas por nuestra cuenta y buscar su evidencia. Todo lo contrario: no las pensamos porque nos son evidentes, sino precisamente porque las dicen los otros. Nos hemos abandonado a los otros y vivimos en alteración, en perpetua estafa de nosotros mismos. Tenemos miedo a nuestra vida que es soledad y huimos de ella, de su auténtica realidad, del esfuerzo que reclama y escamoteamos nuestro auténtico ser por el de los otros, por la sociedad. Pero esta sociedad no es la compañía efectiva de que en otra jornada hablé: aquélla, por ejemplo, la compañía o sociedad que intenta ser el amor, era el ensayo de unir mi soledad, la autenticidad de mi vida, a la soledad de otro: era fundir dos soledades como tales en una como soledad de dos. Mas esta sociedad a que me entrego implica que previamente he renunciado a mi soledad, que me he embotado y cegado para ella, que huyo de ella y de mí mismo para hacerme «los otros».
Mis opiniones consisten en repetir lo que oigo decir a otros. Pero ¿quién es ese o esos otros a quienes encargo de ser yo? ¡Ah!, nadie determinado; ¿quién es el que dice lo que se dice? ¿Quién es el sujeto responsable de ese decir social, el sujeto impersonal del se dice? ¡Ah!, pues… la gente. Y la gente no es éste ni aquél —la gente es siempre el otro que no es precisamente éste ni aquél— es el puro otro, el que no es nadie. La gente es un yo irresponsable, el yo de la sociedad —o social. Y al vivir yo de lo que se dice y llenar con ello mi vida, he sustituido el yo mismo que soy en mi soledad por el yo-gente —me he hecho «gente». En vez de ser mi auténtica vida me la desvivo alterándola.
He aquí cómo hoy nos aparecen bajo nuevo cariz esos dos modos de la vida que son la soledad y la sociedad, el yo real, auténtico, responsable y el yo irresponsable, social, el vulgo, la gente. Y de hecho nuestra vida va y viene entre ambos modos y es en cada instante una ecuación entre lo que somos por nuestra propia cuenta —lo que pensamos, sentimos, hacemos con plena autenticidad— y lo que somos por cuenta de la gente, de la sociedad. Cuando se dice aquí que la vida del hombre cuando es «gente» es una vida falsa —y, por tanto, el hombre se despotencia, se deshumaniza y es menos hombre— no se pretende dar a esa vida una calificación externa y de tipo valorativo. No se quiere decir que la vida debe ser auténtica, que sólo ensimismado es el hombre como es debido. Aquí no hacemos consideraciones de beatería moral. Es muy fácil reírse de la moral, de la vieja moral que se ofrece indefensa a la insolencia contemporánea. Con esa moral no tenemos nada que ver aquí. Lo que decimos es simplemente que la vida tiene realidad —no bondad ni meritoriedad, sino pura y simple realidad en la medida en que es auténtica, en que cada hombre siente, piensa y hace lo que él y sólo él, individualísimamente tiene que sentir, pensar y hacer. ¿Quieren ustedes decirme qué realidad tiene un pensamiento que yo pienso sin pensarlo / yo efectivamente? Cuando mecánicamente digo que «dos y dos son cuatro», cuando lo pienso y repito sin la visión clara, sin la evidencia de que, en efecto, dos y dos son cuatro, no he vivido ese pensamiento y durante el tiempo que he empleado en pseudo-pensarlo y pseudo-decirlo, he anulado mi real vivir, he pseudo-vivido. Y lo mismo digo del que esté aquí ahora oyendo sin autenticidad —es decir, que ha venido aquí no auténticamente a oír, sino porque venía la gente—, ése ha aniquilado una hora de su vida, y su vida —conste— tiene horas contadas y cada hora que pierde en no ser sí mismo la desvive de su vida, la desrealiza.
Lo que sea ensimismamiento y alteración se ve claro cuando se compara al hombre con el animal. Y, en efecto, confesaré a ustedes que fue, hace muchos años, un buen día delante de la jaula de los monos en el Retiro cuando tuve la evidencia de esta importante verdad[4].
No hay duda que en todo ser animado, el más importante de sus mecanismos es la atención. Estamos allí donde atendemos. Por eso he repetido tantas veces: dime a lo que atiendes y te diré quién eres. Pues bien, delante de estos simios del Retiro consideraba yo cómo ni un solo instante dejan de atender a su contorno físico, al paisaje. Están alertas hacia él, como obsesos por cualquiera variación que en su alrededor cósmico acontezca. Yo pensaba en la enorme fatiga que para un hombre sería estar tan sin descanso atento a su alrededor, tomado por él, absorbido por él. La situación del hombre le permite desatender más o menos lo que pasa fuera, en el paisaje, en las cosas y, a ratos cuando menos, invertir la puntería de su atención dirigiéndola hacia sí. Esta capacidad, que parece tan sencilla, es la que hace posible al hombre como tal. Merced a ella puede volverse de espaldas al fuera, que es el paisaje, salir de él y meterse dentro. El animal está siempre fuera: el animal es perpetuamente lo otro —es paisaje. No tiene un chez soi, un dentro— y por eso no tiene un sí mismo. Cuando materialmente le es dado desatender al contorno, cuando puede dejar de ser lo otro y salir del fuera cósmico, no tiene donde entrar, no tiene casa propia, recinto, interior separado y distinto del mundo; por eso, cuando el contorno le deja en paz y sin alteración, el animal no es nada, deja de ser y se duerme, esto es, borra su propio ser en cuanto animado. Cuando existe, existe en permanente alteración y perpetuo sobresalto y atropello. Las focas duermen seguido sólo un minuto o minuto y medio, al cabo de él abren los ojos, otean el paisaje para ver si pasa algo nuevo y vuelven a sumergirse en el no ser del sueño.
Al hombre, en cambio, le es dado no estar siempre fuera de sí, en el mundo; le es dado «retirarse del mundo» y ensimismarse. El hombre hace el Retiro, el no-fuera, el no-mundo: pone en él a los monos y para los monos se convierte inexorablemente en selva, en paisaje y motivo de alteración. El hombre es el animal retirado, ensimismado.
Según esto y aun sin plantear cuestiones más sustantivas, al simple hilo de las variaciones de la atención, podemos marcar en la historia humana misma la curva de ascensos y descensos que sufre la humanización del hombre. Un exceso de sobresalto, una época de muchas alteraciones sumerge al hombre en la naturaleza, lo animaliza, esto es, lo barbariza. Esto pasó gravemente en la crisis mayor de la historia bien conocida, al fin del mundo antiguo. A la cultura romana, sobre todo a aquella etapa acaso la más alta que ha vivido hasta ahora la humanidad, aquel siglo de los Antoninos en que un emperador con barba al uso estoico, Marco Aurelio, el hombre mejor de su tiempo, escribía un libro titulado Para sí mismo —como símbolo de que la humanidad pasaba por una cima de ensimismamiento—, sucede pronto la barbarie. Hoy sabemos que aquella crisis feroz no consistió en una irrupción de los bárbaros sobre la cultura, sino al revés, en que los cultos se tornaron bárbaros. Fueron menester otros nueve siglos —del ni al XII— para que el hombre lograse reorganizar su contorno de modo que le fuese otra vez posible desatenderlo y ensimismarse de nuevo. No es, pues, fácil dudar de que en la historia Se ha dado repetidamente el fenómeno de rebarbarización. Porque en la crisis renacentista, mucho más profunda y grave que aquélla, el síntoma no falta. Eso que las generaciones inmediatamente anteriores a la mía —Burckhardt, Nietzsche, etc.— llamaban con entusiasmo «hombre del Renacimiento», es, por lo pronto, un hombre rebarbarizado. La guerra de los Treinta Años, que dejó por espacio de un siglo aniquilado el centro de Europa, fue el cauce donde vino a desembocar el rebrote de barbarie que se produce a comienzos del siglo XVI. Léase sobre lo que aquella guerra fue en su detalle y se verá que nada parecido se halla en la Edad Media. César Borgia fue el prototipo del nuevo bárbaro que florece súbitamente en medio de una vieja cultura. Es el hombre de acción. En la historia, tan pronto como comienza a aparecer el hombre de acción y hablarse de él y a bailársele el agua, es que sobreviene un período de rebarbarización. Como el albatros la víspera de la tormenta, el hombre de acción surge en el horizonte en el albor de toda crisis.
Con lo dicho en la lección anterior y lo en ésta acumulado, tenemos los ingredientes necesarios para enunciar brevemente un esquema de las crisis que nos sea comprensible. Helo aquí: la cultura no es sino la interpretación que el hombre da a su vida, la serie de soluciones, más o menos satisfactorias, que inventa para obviar a sus problemas y necesidades vitales. Entiéndase bajo estos vocablos lo mismo los de orden material que los llamados espirituales. Creadas aquellas soluciones para necesidades auténticas, son ellas también auténticamente soluciones, son ideas, valoraciones, entusiasmos, estilos de pensamiento, de arte, de derecho que emanan sinceramente del fondo radical del hombre, según éste era de verdad en aquel momento inicial de una cultura. Pero la creación de un repertorio de principios y normas culturales trae consigo un inconveniente constitutivo y, en rigor, irremediable. Precisamente porque se ha creado una efectiva solución, precisamente porque ya «está ahí», las generaciones siguientes no tienen que crearla, sino recibirla y desarrollarla. Ahora bien, la recepción que ahorra el esfuerzo de la creación tiene la desventaja de invitar a la inercia vital. El que recibe una idea tiende a ahorrarse la fatiga de repensarla y recrearla en si mismo. Esta recreación no consiste en más que en repetir la hiena del que la creó, esto es, en adoptarla sólo en vista de la incontrastable evidencia con que se le imponía. El que crea una idea no tiene la impresión de que es un pensamiento suyo, sino que le parece ver la realidad misma en contacto inmediato con él mismo. Están, pues, el hombre y la realidad desnudos ambos, el uno frente al otro, sin intermediario ni pantalla. En cambio, el hombre que no crea, sino recibe una idea, se encuentra entre las cosas y su propia persona con la idea ya creada que le facilita su relación con aquéllas como una receta. Tenderá, pues, a no hacerse cuestión de las cosas, a no sentir auténticas necesidades, ya que se encuentra con un repertorio de soluciones antes de haber sentido las necesidades que provocaron aquéllas. De aquí que el hombre ya heredero de un sistema cultural, se va habituando progresivamente, generación tras generación, a no tomar contacto con los problemas radicales, a no sentir las necesidades que integran su vida y de otra parte a usar modos mentales —ideas, valoraciones, entusiasmos— de que no tiene evidencia, porque no han nacido en el fondo de su propia autenticidad. Trabaja, pues, y vive sobre un estrato de cultura que le ha venido de fuera, sobre un sistema de opiniones ajenas, de otros yos, de lo que está en la atmósfera, en la «época», en el «espíritu de los tiempos», en suma, de un yo colectivo, convencional, irresponsable, que no sabe por qué piensa lo que piensa ni quiere lo que quiere. Toda cultura al triunfar y lograrse se convierte en tópico y en frase. Tópico es la idea que se usa, no porque es evidente, sino porque la gente la dice. Frase es lo que no se piensa cada vez, sino que simplemente se dice, se repite. Mientras tanto, se van acabando las consecuencias de esos que ya son tópicos, se van desarrollando sus posibilidades interiores, en suma, la cultura que en su momento originario y auténtico era simple, se va complicando. Esta complicación de la cultura recibida hace engrosar la pantalla entre el sí mismo de cada hombre y las cosas mismas que le rodean. Su vida va siendo cada vez menos suya y siendo cada vez más colectiva. Su yo individual, efectivo y siempre primitivo es suplantado por el yo que es «la gente», por el yo convencional, complicado, «culto». El llamado hombre «culto» aparece siempre en épocas de cultura muy avanzada y que se compone ya de puros tópicos y frases.
Se trata, pues, de un inexorable proceso. La cultura, producto el más puro de la autenticidad vital, puesto que procede de que el hombre siente con angustia terrible y entusiasmo ardiente las necesidades inexorables de que está tramada su vida, acaba por ser la falsificación de la vida. Su yo auténtico queda ahogado por su yo «culto», convencional, «social». Toda cultura o grande etapa de ella termina por la «socialización» del hombre y, viceversa, la socialización arranca al hombre de su vida en soledad que es la auténtica. Nótese que la socialización del hombre, su absorción por el yo social aparece al extremo de la evolución cultural, pero también antes de la cultura. El hombre primitivo es un hombre socializado, sin individualidad.
Se comete un craso error presumiendo que es ahora cuando se ha inventado la socialización o colectivización del hombre. Eso se ha hecho siempre que la historia caía en crisis. Es la máxima enajenación o alteración del hombre. En cada crisis, claro está, se ha verificado partiendo de una dimensión diferente. En el Imperio Romano, desde el siglo ni, por tanto, bajo la política de los Severos, el hombre es estatificado —moral y materialmente. Se persigue a los intelectuales que entonces solían llamarse filósofos. Se obliga a los hombres más personales y pudientes de cada municipio a tomar sobre sí la vida de la ciudad, especialmente las cargas municipales. Esto aniquiló espiritual y económicamente las minorías mismas que habían creado el esplendor romano.
En el siglo XIV el hombre desaparece bajo su función social. Todo es sindicatos o gremios, corporaciones, estados. Todo el mundo lleva hasta en la indumentaria el uniforme de su oficio. Todo es forma convencional, estatuida, fija: todo es ritual, infinitamente complicado.
El saber, por ejemplo, se da en forma tan intrincada, tan sobrecargada de distinciones, clasificaciones, argumentaciones, que no hay modo de descubrir en selva tan tupida el repertorio de ideas claras y simples que orienten de verdad al hombre en su existencia. Me sorprende que no se haya subrayado debidamente la complicación de la cultura, sin más y en cuanto tal, como una de las causas principales de la crisis sufrida por la extrema Edad Media. Y como no se ha caído en la cuenta de ello, no se ha sabido qué hacer con el anhelo más claro y constante que desde comienzos del XV hasta el propio Descartes resuena sin descanso a lo largo de los dos siglos: el anhelo de simplificación. Pero de todo esto hablaremos en la próxima lección.
Ahora nos importa fijar en nuestro esquema general el punto a que llega ese hombre «culto» de una cultura sobrecargada y es que se encuentra dentro de ella en situación análoga a aquélla en que el hombre iniciador de la cultura se encontró dentro de su vida espontánea. Se encuentra ahogado por el contorno cultural como éste por su contorno cósmico. Y la analogía de la situación le obliga a una reacción salvadora análoga. El hombre que está en la selva reacciona ante sus problemas creando una cultura. Para ello procura retirarse de la selva y ensimismarse. No hay creación sin ensimismamiento. Pues bien, el hombre demasiado «cultivado» y «socializado», que vive de una cultura ya falsa, necesita absolutamente de… otra cultura, es decir, de una cultura auténtica. Pero ésta no puede iniciarse sino desde el fondo sincerísimo y desnudo del propio yo personal. Tiene, pues, que volver a tomar contacto consigo mismo. Mas su yo culto, la cultura recibida, anquilosada y sin evidencia, se lo impide. Esa cosa que parece tan fácil —ser sí mismo— se convierte en un problema terrible. El hombre se ha distanciado y separado de sí merced a la cultura; ésta se interpone entre el verdadero mundo y su verdadera persona. No tiene, pues, más remedio que arremeter contra esa cultura, sacudírsela, desnudarse de ella, retirarse de ella, para ponerse de nuevo ante el universo en carne viva y volver a vivir de verdad. De aquí esos períodos de «vuelta a la naturaleza», es decir, a lo autóctono en el hombre, frente y contra lo cultivado o culto en él. Por ejemplo, el Renacimiento; por ejemplo, Rousseau y el romanticismo y… toda nuestra época.
Con este esquema podemos volver a la «crisis» de 1350 a 1650 y de ella a su momento central, que fue el Renacimiento. Ahora comprendemos que el hombre se presintiese re-nacer. Era que buscaba el nuevo contacto consigo mismo. Pero estorba nuestra comprensión de aquella edad la forma externa que, por lo pronto, tomó esa vuelta a sí mismo y a la naturaleza que, a primera vista, consistió en un retorno a los clásicos.