LECCIÓN XI
EL HOMBRE DEL SIGLO XV
LA lección anterior ha sido una película: hemos presenciado el movimiento vital del hombre europeo desde el siglo V hasta los albores del XV. La historia, en efecto, es, en una de sus dimensiones, cinematografía. Cada hombre vive en una actualidad, en un paisaje vital, en un mundo, en un sistema de creencias —todas estas expresiones son sinónimas— que de ordinario está quieto por lo menos en sus grandes líneas topográficas. Pero ese paisaje o estructura de la vida cambia en cada generación y aunque cada uno de ellos sea quieto, como lo es cada fotografía de la película, su sucesión da un movimiento.
Por otra parte, espero que al ver desarrollarse ante ustedes esa película hayan, cuando menos, entrevisto que sus cambios no eran brincos ni se producían al azar, sino que una forma de vida brotaba de la anterior con ejemplar continuidad y como obedeciendo a una ley de transformación; en suma, que la realidad histórica, el destino humano avanza dialécticamente, si bien esa esencial dialéctica de la vida no es, como creía Hegel, una dialéctica conceptual, de razón pura, sino precisamente la dialéctica de una razón mucho más amplia, honda y rica que la pura —a saber, la de la vida, la de la razón viviente.
Pero claro es que si al reconstruir nosotros el pasado mediante la historia, hallamos que cada nueva época o estadio emerge del anterior con una cierta lógica o, dicho de otro modo, que a cada forma de vida sucede otra que no es cualquiera, sino precisamente una que la anterior predetermina, quiere decirse que también será posible en alguna medida lo contrario, a saber, viviendo en una época vaticinar cómo será en sus líneas generales la inmediata futura, en suma, que es en serio posible la profecía. Schlegel solía decir que un historiador es un profeta del revés, pero yo sostengo que eso implica también que el profeta es un historiador a la inversa, un hombre que narra por anticipado el porvenir. El problema es muy delicado y yo no voy a acometerlo ahora, pero es tan consustancial a mi manera de entender no sólo la historia sino la metafísica que necesito decir media docena de palabras sobre él.
Es evidente que la reconstrucción del pasado o historia se encuentra en condiciones incomparablemente más favorables que la predicción del futuro o profecía. El historiador tiene en su mano todos los datos, es decir, los detalles del proceso íntegro que va a historiar, desde su principio hasta su fin. Sólo le falta descubrir el sentido orgánico de esos datos. Respecto al porvenir nos encontramos en una situación inversa: no tenemos los datos o detalles del proceso que va a acontecer. Con esta advertencia basta para comprender que la facultad profética del hombre es mucho más limitada y difícil que su facultad histórica. No hay, pues, ni que hablar de que el hombre pueda predecir tanta cantidad de futuro como puede narrar de pasado. Hoy podemos contar con alguna claridad cuatro mil años de pretérito. Nadie pretenderá que vaticinemos parejamente cuatro mil años de futuro. Sin embargo, noten ustedes que es esencial a la perspectiva histórica —como a la visual— ir perdiendo claridad en razón de la distancia. Vemos más íntimamente los siglos más próximos que los remotos, esto es, podemos decir más, salvas excepciones peculiares, sobre las formas vitales del próximo pasado que sobre las más lejanas, y al llegar al siglo octavo o noveno antes de Cristo, sólo podemos decir cosas muy generales y, si se quiere llamar vago a lo general, muy vagas. Esta ley de perspectiva se acentúa sobremanera cuando se trata de predecir el porvenir, pero, en principio, es idéntica.
Con esto intento sugerir que no se confunda la cuestión de los estrechos límites y dificultades genuinas anejos a la facultad profética del hombre que es, por tanto, cuestión sobre el más y el menos, con la existencia misma de esa capacidad vaticinadora, esto es, con la cuestión de si, mucho o poco, puede el hombre, al fin y al cabo, predecir algo.
Precisada así la cuestión, yo me permito decir lo siguiente: 1.° Si la vida humana no es una realidad cuyo ser, cuya consistencia o contenido le es dado ya hecho al hombre como le es dado a la piedra y al astro, sino que su ser tiene que hacérselo él, entonces la vida de cada cual es profecía constante y sustancial de sí misma, puesto que es esencialmente, queramos o no, anticipación del futuro. Y cuanto más auténtica sea nuestra conducta vital, más auténtica será la predicción de nuestro futuro.
Y esta autenticidad comienza por consistir en darnos cuenta de que la, periferia de nuestra vida, lo que —como solemos decir— «nos pasa», no está en nuestra mano, ya que ni siquiera está en nuestra mano no morir dentro de un instante. Pero que sí está en nuestra mano el sentido vital de cuanto nos pase, porque eso depende de lo que decidamos ser. En cada instante se abren ante el hombre múltiples posibilidades de ser —puede hacer esto o lo otro o lo de más allá. De aquí que no tenga más remedio que elegir una. Y evidentemente si la elige —si elige hacer ahora esto y no lo otro— es porque ese hacer realiza algo del proyecto general de vida que para sí ha decidido. El vivir, pues, es no poder dar un paso sin anticipar la dirección o sentido general de cuantos va a dar en su existencia.
Siendo así las cosas, la cuestión sobre el don profético del hombre se vuelve del revés. ¿Cómo no va a poder vaticinar si, por lo menos, con respecto al sentido general de su vida singular es el hombre quien lo decide? Por lo menos, en este sentido y límites vivir es profetizar, anticipar el porvenir.
Ese programa vital que cada cual es y que da el contenido interno y positivo a lo que «nos pasa» —recuerden que una misma cosa que pasa a hombres distintos adquiere en cada uno sentido diferente—, así, el hecho idéntico de estarme oyendo ahora es en cada uno de ustedes un acontecimiento vital de perfil más o menos diferente… Pues bien, ese programa de vida que cada cual es, es, claro está, obra de su imaginación. Si el hombre no tuviese el mecanismo psicológico del imaginar, el hombre no sería hombre. La piedra para ser no necesita construir con su fantasía lo que va a ser —pero el hombre sí. Todos sabemos muy bien que nos hemos forjado diversos programas de vida entre los cuales oscilamos realizando ahora uno y luego otro. En una de sus dimensiones esenciales la vida humana es, pues, una obra de imaginación. El hombre se construye a sí mismo, quiera o no —de aquí la honda expresión de San Pablo, el oikodumein, la exigencia de que el hombre sea edificante. Nos construimos exactamente, en principio, como el novelista construye sus personajes. Somos novelistas de nosotros mismos, y si no lo fuésemos irremediablemente en nuestra vida, estén ustedes seguros que no lo seríamos en el orden literario o poético.
Pero aquí viene lo más importante: esos diversos proyectos vitales o programas de vida que nuestra fantasía elabora, y entre los cuales nuestra voluntad, otro mecanismo psíquico, puede libremente elegir, no se nos presentan con un cariz igual, sino que una voz extraña, emergente de no sabemos qué íntimo y secreto fondo nuestro, nos llama a elegir uno de ellos y excluir los demás. Todos, conste, se nos presentan como posibles —podemos ser uno u otro—, pero uno, uno sólo se nos presenta como lo que tenemos que ser. Este es el ingrediente más extraño y misterioso del hombre. Por un lado es libre: no tiene que ser por fuerza nada, como le pasa al astro, y, sin embargo, ante su libertad se alza siempre algo con un carácter de necesidad, como diciéndonos: «poder puedes ser lo que quieras, pero sólo si quieres ser de tal determinado modo serás el que tienes que ser». Es decir, que cada hombre, entre sus varios seres posibles, encuentra siempre uno que es su auténtico ser. Y la voz que le llama a ese auténtico ser es lo que llamamos «vocación». Pero la mayor parte de los hombres se dedican a acallar y desoír esa voz de la vocación. Procura hacer ruido dentro de sí, ensordecerse, distraerse para no oírla y estafarse a sí mismo sustituyendo su auténtico ser por una falsa trayectoria vital. En cambio, sólo se vive a sí mismo, sólo vive, de verdad, el que vive su vocación, el que coincide con su verdadero «sí mismo».
Ahora bien, este verdadero «sí mismo» de cada cual, este programa de vida que es el vocacional comprende, claro está, todos los órdenes de la existencia, no se refiere sólo a la profesión u oficio que vamos a elegir. Se refiere, por ejemplo, al orden de nuestros pensamientos u opiniones. Cada uno de nosotros podrá tener las opiniones que quiera, pero sólo un cierto equipo de esas opiniones posibles constituye lo que él tiene que pensar si quiere pensar según su vocación. Y si se empeña en adherir a otras opiniones, vivirá intelectualmente en falso consigo mismo.
Pero al insistir yo tanto en que cada hombre tiene un programa vital que es el único auténticamente suyo, no se subentienda y con ello malentienda que, por ejemplo, lo que un hombre tiene que opinar, sea, por fuerza, distinto de lo que el prójimo tenga que opinar. Al contrario: la mayor parte de lo que tenemos que ser para ser auténticos nos es común con los demás hombres lanzados sobre el área de la vida a una misma altura del largo destino humano, es decir, con los demás hombres de nuestra época. Yo puedo pensar si quiero que dos y dos son cinco, pero la voz interior me grita que no lo pienso auténticamente, que tengo que pensar que dos y dos son cuatro. Ahora bien, esto no me es exclusivo: todos penemos que pensar lo mismo en cuanto órdenes caen rigorosamente dentro del círculo de la ciencia. Es el destino del hombre actual: tener que pensar, quiera o no, científicamente, es decir, conforme a estricto razonamiento, en todo asunto que caiga en la órbita de la ciencia. La razón científica —se entiende en su zona y límites— es inexorablemente un imperativo que forma parte de la autenticidad del hombre actual. Y cuando oigan ustedes —como lo han oído estos años y seguirán oyéndolo todavía otros pocos, muy pocos ya— decir a alguien que él no quiere razonar ni pensar conforme a la ciencia, no le crean ustedes, se entiende, no crean ustedes que auténticamente él lo cree, por mucho que vocifere y aunque parezca dispuesto a dejarse matar por esa pseudo-creencia. Es tan poco auténtico como el que hoy sostuviese que la ciencia es todo, que la ciencia sola salva al hombre, etc. Esto era auténtico en 1833, pero no en 1933. El destino o proyecto vital del hombre europeo es hoy, en buena parte, distinto del de hace un siglo. Y es que ciertas dimensiones de nuestra vida individual no son ellas de contenido individual sino, al revés, comunes a todos o como suele decirse con término anticuado «objetivas». No hay un pensar sobre los números, un hacer cuentas, una matemática para cada hombre sino, al contrario, cuando el hombre piensa números, aritmetiza su verdad subjetiva, su autenticidad consiste precisamente en adscribirse a la verdad objetiva.
Y esta objetividad no se reduce a la ciencia. Con leve modificación de sentido existe también en otros órdenes: por ejemplo, en la política. Lo que el hombre de hoy puede decir como su opinión política para el porvenir no está a merced del azar individual. Hay una autenticidad política, querámoslo o no, que nos es común a todos los hoy vivientes en cada país, hay una vocación general política. Estaremos dispuestos o no a oírla, pero ella suena y resuena en nuestro interior. Y sería curioso y sintomático de la época que esa única política auténtica de 1933 no estuviese representada hoy, en todo el mundo, por lo menos claramente, por ningún grupo importante y desde lejos visible. Si esto fuera así tendríamos que hoy está viviendo el hombre una vida política subjetivamente falsa, que está estafándose —lo mismo por la derecha que por la izquierda. Y como ustedes son jóvenes en su mayoría, tendrán tiempo holgado —bien seguro estoy de ello— para que los hechos les aclaren a ustedes estas palabras un poco enigmáticas que acabo de decirles.
Pero, a lo que iba. Como todos llevamos dentro una vocación en gran parte común, la que corresponde a ser contemporáneos, bastaría con que supiésemos escuchar su voz y no la alterásemos para que pudiéramos profetizar lo que va a ser en sus líneas generales el futuro, por lo menos el próximo. ¿Cómo no va a ser así, si son los hombres quienes hacen ese futuro, quienes lo imaginan? No es, pues, tanto mirando fuera cuanto perescrutando en la más solitaria soledad de sí mismo como puede cada cual prever el porvenir. Claro que esto, saber quedarse solo consigo y ensimismarse es una de las faenas más difíciles. Las pasiones, los apetitos, los intereses gritan de ordinario con más fuerza que la vocación y oscurecen su voz.
La otra advertencia que sobre este tema de la facultad profética humana —reverso esencial de su facultad histórica— quería hacer, es mucho más breve. Se reduce a esto:
Mi propósito era estudiar con alguna precisión las generaciones europeas de 1550 a 1560, pero, como no solamente lo que sobre ellas tengo que decir es muy distinto de lo que suele decirse, sino que mi concepción de la historia en general como ciencia y en su concreto desarrollo como realidad histórica acontecida, se parece muy poco a la tradicional, a la que está ya en este o el otro libro, no he tenido más remedio que dedicar este curso a preparar a ustedes para la exposición de mi preciso tema. Por eso he tenido que dar a ustedes una idea de la realidad que la historia investiga, esa extraña realidad tan inmediata a nosotros, pero tan desconocida que se llama nuestra vida. Luego he mostrado cómo debe proceder la ciencia histórica en vista de los caracteres genuinos de esa realidad y por qué el método de investigación tiene que ser la idea de las generaciones, raíz última de los cambios históricos. De ella se desprende que el hombre, en cuanto realidad histórica, viene siempre de un mundo y va a otro. El presente es escorzo del pasado y analizarlo es ver en lo actual la perspectiva del destino humano hasta la fecha. Como he dicho, la historia no se puede contar más que entera. De aquí que me fuera preciso alejarme con ustedes grandemente de mi tema. En 1600, al través de la crisis renacentista, se edifica un nuevo mundo sobre los escombros de la Edad Media. Por eso fue menester removernos hasta el origen del cristianismo, es decir, hasta otra época de crisis. Convenía, pues, aclarar un poco qué es eso de las crisis históricas en general, asunto de gran dramatismo para nosotros, ya que, según no pocos síntomas, andamos en una de ellas. Salvando las diferencias de cada una, he descrito ciertos fenómenos fundamentales y comunes a las tres crisis que Occidente ha sufrido: la que termina con el mundo antiguo, la del Renacimiento y la que ahora se inicia.
Con esto creo que quedan ustedes bien pertrechados para entender de verdad el gran drama humano que empieza en 1400 y concluye en 1650, drama de parturición que va a poner sobre el planeta un hombre nuevo —el hombre moderno.
Pero puesto ya a contar ese drama necesitaba hacer ver a ustedes por qué sucumbe la forma medieval de la vida europea, cómo la historia del siglo V al XV es una trayectoria balística en que el hombre disparado hacia el trasmundo divino por la desesperación asciende en ruta cristiana hasta el siglo XIII y luego recae en la tierra que quiso abandonar. Pero si era justificado que resumiésemos en una lección esos diez siglos, ya que lo importante para nuestro fin era percibir lo que en ellos hubo de trayectoria, es decir, de movimiento dialéctico, al acercarnos a la época que yo quiero aclarar con precisión —a 1550— no tenemos más remedio que frenar la marcha. Si no se entiende bien el siglo XV, no se entiende bien nada de lo que ha pasado después.
Ahora bien, el siglo XV es el más complicado y enigmático de toda la historia europea hasta el día. Y no por casualidad ni por extrínsecos motivos, sino precisamente porque es el siglo de la crisis histórica —la única propiamente tal que hasta ahora han sufrido los pueblos nuevos de Occidente, los que surgieron y brotaron dé la otra crisis mucho más grave, catastrófica en que sucumbió la cultura antigua.
La complicación peculiar de este siglo proviene de estas dos causas:
1.a La vida en él —como toda vida en crisis— es dual en su raíz misma: por un lado es persistencia de la vida medieval o, dicho más rigorosamente, supervivencia. Por otro, es germinación oscura de vida nueva. En cada uno de aquellos hombres del quattrocento chocan dos movimientos contrapuestos: el hombre medieval cae como el cohete consumido y ya ceniza. Pero en esa ceniza descendente, inerte, irrumpe un nuevo cohete recién disparado y ascendente, puro vigor cenital, puro fuego —el principio enérgico aunque confuso de un nuevo vivir, del vivir moderno. El choque entre lo muerto y lo vivo que en el aire se produce da lugar a las combinaciones más varias, pero todas inestables e insuficientes.
Como he dicho, el hombre es siempre un venir de algo y un ir a otro algo. Pero en las épocas de crisis esta dualidad se convierte en esencial conflicto, porque aquello de donde se viene y aquello donde se va son perfectas antítesis, no como en el cambio normal donde el ayer y el mañana son estaciones diferentes en una misma dirección, son modos diferentes de una misma actitud radical.
Este hombre del XV es, pues, constitucionalmente antítesis o, lo que es igual, es en todo instante lo contrario de sí mismo.
Ya saben ustedes lo que para mí significa sustancialmente el hombre: no un alma y un cuerpo con sus caracteres peculiares psíquicos y físicos, sino un determinado drama, una precisa tarea vital. Los caracteres psicológicos y corporales son secundarios y no hacen más que modular diversamente el argumento del drama. El hombre es, por ejemplo, ante todo Hamlet y sólo después, secundariamente, la serie de actores con cara y temple diversos que lo representan. De este modo queda la historia objetivada y deja de ser una serie de chismes sobre el carácter bueno o malo de Fulano y Zutano. También deja de ser otra cosa, la más lucida hoy, lo que hoy aprecian más los mejores historiadores y de que luego hablaremos de pasada con motivo del libro sin duda mejor y en sus límites realmente óptimo que hay sobre el siglo XV: El Otoño de la Edad Media, del holandés Huizinga.
Este hombre, pues, del siglo XV está perdido en sí mismo, es decir, desarraigado de un sistema de convicciones y aún no instalado en otro, por tanto, sin tierra firme en que apoyarse y ser, sin quicio, sin autenticidad genérica. Exactamente como hoy está el hombre. Aún cree en el mundo medieval, es decir, en el trasmundo sobrenatural de Dios, pero cree sin fe viva. Su fe es ya habitual, inerte: lo cual, bien entendido, no quiere decir que fuese insincera. Ya analizaremos esto un poco, porque entenderlo es decisivo para entender al hombre moderno y aun al contemporáneo. Pero junto a esa fe consuetudinaria en lo sobrenatural, siente una confianza nueva en este mundo y en sí mismo. Empiezan a interesarle las cosas, las tareas sociales, los hombres; en suma, la naturaleza por sí misma. Las almas miran a la vez a uno y otro mundo, disociadas entre ambos; es decir, bizquean. Vitalmente casi todos los hombres representativos de este siglo son bizcos. Y experimentamos ante ellos la peculiar desorientación en que solemos hallamos ante un bizco, porque no sabemos bien a dónde mira.
Su posición con respecto a aquello de donde viene es clara, porque el cristianismo puro se ha agotado, ha dado de sí cuanto podía dar y el rebrote de la Reforma no va a ser un avance, una nueva fórmula del cristianismo medieval, sino algo ya mundano, moderno. En cambio, no vemos clara la posición de este hombre ante la naturaleza, ante el mundo, por la sencilla razón de que él mismo no sabe aún qué hacer con su circunstancia mundanal, aún no tiene cuajado un sistema de creencias precisas respecto a él. Tiene sólo claro el afán y la ilusión de y por este mundo, está ya movilizado hacia una cultura cismundana; es como una flecha en camino hacia su blanco. De aquí que todas las actitudes de este siglo en lo que tiene de innovación sólo se entienden si recorremos constantemente la trayectoria entera hasta 1600, en que aparecen maduras, aristadas, definidas. Concretamente dicho: en todo el siglo XV no hay tal vez un solo pensamiento que haya merecido quedar estabilizado en el repertorio humano de lo claro y logrado. Todos son barruntos, entrevisiones torpes, amagos, tendencias, ensayos; en suma, transición. En la ideología de Galileo y Descartes la humanidad ha podido sentarse porque se componía de pensamientos plenamente pensados. En la ideología del siglo XV esto fue imponible porque se trataba de pensamientos embrionarios, móviles ellos mismos, en ruta hacia su futura perfección.
La otra causa que hace tan complicado el estudio de este siglo es conexa con la expuesta.
Al ser una época no de instalación en un mundo, sino de éxodo, de peregrinación hacia uno nuevo aún no alcanzado, los diferentes pueblos que forman la gran convivencia histórica de Europa se hallaban en distintos tramos del camino, unos aventajados, otros zagueros.
Nótese que para los efectos históricos tiene en cada época la tierra una configuración diferente, quiero decir, que las distintas porciones del planeta se articulan en un como organismo topográfico siempre diferente. Ciertos territorios actúan como vísceras de la vida general del tiempo, mientras los otros son mera periferia, músculo o tejido adiposo.
Así en el XV vemos destacarse tres pueblos que representan ese papel de vísceras, de estaciones emisoras de soluciones a los problemas que la circunstancia general europea planteaba: son y en este orden: Italia, los Países Bajos, España.
Italia es la porción de Europa más avanzada en la evolución intelectual y sentimental: en cierto modo, está ya casi fuera del círculo ideológico medieval. Los Países Bajos representan el máximo avance en el orden religioso que establece una continuidad entre lo medieval y el modo nuevo de la vida. España, ni religiosa ni intelectual ni sentimental o estéticamente estaba muy adelante. En estos órdenes se hallaba inclusive detrás de Francia que, sin embargo, no cuenta. Pero hay una dimensión, una sola de la vida en que había logrado madurez mayor que todos los demás pueblos de Europa: la política. Si de los Países Bajos va a derramarse sobre el continente la semilla de la religión moderna y de Italia los gérmenes de la ciencia nueva, de España saldrá el invento moderno del Estado.
Con toda esta complicación deben ustedes contar en el ensayo que voy a hacer hoy y el próximo y último jueves de este curso para dar una idea de la forma de la vida en el quattrocento. Precisamente en épocas como éstas es donde resulta ineludible, si se quieren apretar un poco las cosas, proceder por generaciones. Yo no puedo ahora intentarlo, pero hago constar que jamás se conocerá bien este siglo mientras no se le aplique con rigor ese método. Lo propio acontece con el siglo I antes de Cristo y los siguientes. Por algo los historiadores del Cristianismo y exégetas del Nuevo Testamento no han tenido otro remedio y, en verdad, sin darse cuenta de que lo hacían, sino disponer su investigación por generaciones distinguiendo muy bien entre la de los Apóstoles y las siguientes.
Imaginémonos que hemos nacido en torno a 1400. ¿Cómo se presenta para nosotros el asunto que es vivir? Creemos en la religión cristiana, es decir, creemos que nuestra vida depende en definitiva de un ser infinito que exige de nosotros durante nuestro breve paso por este mundo un determinado comportamiento intelectual y moral o, lo que es igual, tenemos que pensar ciertas cosas y cumplir ciertos actos u omitir otros. El repertorio de eso que tenemos que pensar sobre Dios y eso que tenemos que hacer u omitir no podemos averiguarlo por nuestra cuenta y medios. No es cuestión de razonamiento. Dios lo ha revelado a la Iglesia. Los dogmas y los mandamientos son absurdos, pero con un hecho bruto con que tenemos que contar. Contar con esos hechos irracionales, aceptarlos cuanto más absurdos nos parezcan, eso es la fe para nosotros que hemos estudiado en las cátedras de los ockamistas, los cuales van a subrayar más radicalmente que en ninguna otra época del cristianismo el credo quia absurdum. Con los dogmas, pues, y los mandamientos no tenemos nada que hacer, sino reconocerlos como se reconocen los hechos nudos. Nuestra fe es, pues, muy distinta de la de San Agustín, San Anselmo y Santo Tomás. Nosotros somos —fíjense ustedes—, somos en cuestiones de fe, positivistas. La Iglesia dice que hay que creer o hacer tal cosa como de fide, y no hay más que hablar. Todo lo sobrenatural es irracional, porque Dios es una potencia absoluta que no se somete a nada salvo a no hacer lo que es en sí mismo contradictorio. Otra cosa sería racionalizar a Dios y la razón es cosa puramente humana. Así, por ejemplo —no se me asusten ustedes—, así, por ejemplo, Dios podía muy bien tomar la forma de un asno, porque ser asno no es, como ser cuadrado redondo, una contradicción. El maestro de nuestros profesores, el genial Ockam, aunque con protestas de muchos, lo había sostenido textualmente en su Centiloquium theologicum: Non includit contrattictionem Deum assumere naturam asininam. Y sería —conste— una gran tontería creer que Ockam no era un sincerísimo cristiano. Claro es que si aquello es posible, no lo será menos quod ignis de potentia dei absoluta potest recipere frigiditatem.
Esto quiere decir que, salvo lo contradictorio, todo, todo es posible si se piensa en absoluto o, lo que es igual, que para existir lo que existe y ser como parece ser, no hay ninguna razón absoluta. Eso que llamamos la naturaleza —los movimientos de los astros, la tierra, nosotros— es una pura contingencia: podía no existir y podía, aun existiendo, ser de otra manera. Si tomamos las cosas en absoluto reconoceremos que nuestro pie no pisa en nada últimamente firme. Nuestra única firmeza es confiar en Dios, confiar sin pretender conocer su ser ni sus designios. Fe es eso: fiducia, confianza en una persona, no creencia evidente en que dos y dos son cuatro, que es confianza en la firmeza de una cosa; la nuestra en Dios es una confianza en bloque que no nos da confianza ninguna respecto a nada concreto. Éste es nuestro positivismo religioso. Sea lo que Dios quiera, porque Dios es eso: querer, voluntad omnímoda.
Esta renuncia, desde luego, a nada absoluto en el orden de la realidad da a nuestra vida un estrato básico de resignación. Nuestra fe es un poco triste, cuando menos melancólica. Es el siglo de los melancólicos. Cuando en Italia algunos se entusiasman y hasta se ponen exaltados por cosas de este mundo, si miramos bien descubriremos tras ese fuego de primer plano un fondo de alma melancólico, en el cual acaban por recaer. Lorenzo el Magnífico acabará así. Y fue el hombre del rumbo, del festival perpetuo, de los triomphi.
Si lo absoluto es absoluta arbitrariedad, irracionalidad, ¿qué es, entonces, esta realidad que hay —la tierra, los astros, sus movimientos, la mente humana? Pues eso que hemos dicho: todo eso existe y es como es sencillamente porque Dios ha querido. Igual que los dogmas, Dios pudo revelarnos otros dogmas opuestos a los que de hecho ha revelado. El credo como la realidad natural son decretos divinos siempre susceptibles de ser abolidos. La realidad, pues, no es sino la contracción de la potencia absoluta de Dios a potentia ordinata: Dios pudo hacer cualquiera realidad, pero de hecho ha fabricado ésta. También frente a este mundo nos encontramos, pues, en una actitud positivista. Santo Tomás y San Buenaventura, como estaban en la creencia de que Dios es en buena parte inteligible porque es racional, podían pretender deducir las cosas de este mundo, su peculiar figura y comportamiento de los atributos divinos. Pero, ahí está, nosotros nos hallamos en una creencia opuesta y nos parece que Santo Tomás y San Buenaventura padecieron una ilusión. Nosotros estamos ciertos de que Dios ha hecho el mundo, pero ahí acaba todo, porque, al mismo tiempo, estamos ciertos de que no lo ha hecho por ninguna razón. Esto de la razón es ya cosa creada, humana y un instrumento que poseemos para habérnoslas con la naturaleza, no con la sobrenaturaleza. Empezamos, pues, a sospechar vagamente algo tremendo que los siglos anteriores no entrevieron: que es preciso explicar las cosas del mundo desde dentro de lo mundano y separar radicalmente la fe y la razón, éste y el otro mundo. El hombre empieza a vivir con cuenta doble: ya no puede ser sólo cristiano. Dios, precisamente porque es Dios, no nos sirve para andar por el mundo. Éste, en cambio, al cobrar esta súbita independencia cobra nuevo atractivo: el de tener su secreto propio y aparte del secreto divino.
¡Qué poco se parece, en vista de esto, nuestra existencia a la de un puro cristiano, aquellos cristianos primitivos que se llamaban a sí mismo «los santos»! Santidad no es sino una forma de vida: consiste en que toda esta vida es vivida como si fuera ya la otra. ¿Cómo? Muy sencillo: no nos ocuparemos en cosa alguna tomándola en serio, es decir, por ella misma, sino que nuestra ocupación con esto o con lo otro será tomada como mero pretexto para ocuparnos con Dios. Reducimos nuestra existencia a trato con Él. Con lo demás no tratamos directamente. Sentimos un dolor y en cuanto no más que hombres tendríamos que ocupamos en serio con él en la forma que solemos llamar sufrimiento. El dolor es entonces una cosa negativa. Pero si en vez de tomarlo en serio como algo sustantivo y por sí, lo tomamos como algo que Dios nos envía, lo habremos transmutado, transfigurado en algo positivo y el sufrirlo será una realidad gozosa, y en la entraña acre del dolor brotará, inesperado, un hilillo de delicia.
El santo vive esta vida desde Dios y cara a Dios, esto es, partiendo del punto de vista divino va a las cosas y vuelve con ellas a Dios. Es un viaje circular, de ida y vuelta a Dios. La vida circular del santo es sólo tangente a las cosas: las toca en un punto, pero no se suma a ellas, no es cogido por ellas. Mas nosotros, si bien seguimos viviendo desde Dios, lo hacemos cara a este mundo y sin viaje de vuelta. Venimos de Dios, pero éste queda a nuestra espalda, como el fondo habitual del paisaje: mas a lo que atendemos propiamente es a lo terrenal.
Ya no podemos llenar nuestra vida ocupándonos con Dios, porque hemos llegado a la creencia de que Dios es inasequible directamente, es el más allá como tal, es lo que hay tras el horizonte, ese perfil de la remota serranía que cierra nuestro paisaje, cuyo papel es estar ahí al fondo, pero que por lo mismo es donde no vamos nunca. Vamos aquí o allá dentro de nuestro horizonte, pero no al más allá, que entonces dejaría de ser más allá.
Me esfuerzo denodada, aunque acaso vanamente, por precisar la compleja actitud religiosa de este hombre cuatrocentista, la estructura de cuya vida quisiéramos ahora revivir.
Consecuencia de esa actitud es que el hombre en este positivismo religioso se desinterese de los dogmas. Y, en efecto, en el siglo XV nadie se ocupa de teología dogmática. Se ha secado su fuente. Ya no volverá a manar hasta un siglo después de la Reforma y la reacción contra ésta en el Concilio de Trento. Ahora bien, fíjense ustedes que esa teología es la ocupación con el ser divino, con su esencia, atributos, misterios constituyentes. Eso es lo que ha preocupado desde San Agustín hasta el siglo XIV. Mas ahora la religión va a consistir en una cosa muy curiosa. Una expresión afortunadísima va a descubrirnos el secreto de esta nueva forma de santidad que ya es una forma intramundana de la santidad, de una religión que no va a ser teología, dogma, en suma, fe viva, sino conducta en el mundo como tal. La expresión es ésta: Imitación de Cristo. ¡Ah!, la vida que consiste en imitar a Cristo, 1.º, se desinteresa de si Dios es de este o del otro modo, en su propio ser, en su más allá. 2.º, de la Trinidad segrega una sola persona: Cristo. 3.º, de Cristo toma, no lo que tiene de persona trinitaria, sino lo que tiene de hombre ejemplar. He aquí, por qué curioso escamoteo, hemos llegado a una forma de religión en que, si se me entiende bien, hemos secularizado el cristiano, subrayando de Dios su única vertiente humana intramundana. No es, conste, que el hombre se vaya fuera del cristianismo: es lo contrario, que el hombre trae el cristianismo al punto de vista y de acción humano. Por eso he hablado de secularización. Y, en efecto, ipso facto surge en toda Europa un enérgico desdén religioso —nótenlo bien, ¡religioso!— contra la antigua figura de la santidad, de la vida perfecta, a saber: contra los frailes y, en general, eclesiásticos. La nueva religión que ha inspirado a Tomás de Kempis comenzó por ser laica y de laicos, quiero decir, de seglares, seculares —los llamados «Hermanos de la vida común», de Deventer, en Holanda, que derramaron su influjo sobre Alemania y Francia y fueron germen de la Reforma. Ésta es la devotio moderna. En efectividad. Dios es para ellos ante todo el hombre Cristo —que ni siquiera es sacerdote. Y lo más notable del caso es que el título primitivo de la Imitación de Cristo era: De contemptu mundi.
Nada como esto —y por eso he empezado con ello— puede damos una idea más aguda de que la vida va a cambiar su centro de gravitación; no es ya que frente a la religión se afirme el mundo y esta vida, sino que el mundo, en su especie de vida humana, se mete en la religión y la absorbe. La vida antigua fue cosmocéntrica; la medieval, teocéntrica; la moderna, antropocéntrica. ¿Y la que viene? —me preguntan ustedes ahora, sin mover los labios, pero de modo tal que yo lo oigo desde aquí. Con todas las reservas y modestias que asunto tan grave recomienda, no les oculto que creo saber muy bien cómo va a ser la vida que viene…, pero no se lo digo a ustedes ahora. Quedemos citados para el año que viene. Si verdaderamente les interesa a ustedes saberlo y no se trata de una curiosidad frívola, no les parecerá excesiva la espera.
Prosigo.
La religión de todo el siglo XV se nos ha hecho devoción —nada más. El seglar, el hombre que vive en el mundo está asqueado, aburrido de frailes y eclesiásticos. Quiere tratar con Dios a su modo y como su modo es mundano, consistirá no más que en cierto ascetismo y pulcritud de conducta, en oraciones, en meditaciones muy sencillas de contenido, pero que mantienen el alma en un como permanente enternecimiento. Es una religión sensiblera —en rigor, es cuando se inventa la beatería, desconocida de la Edad Media. El seglar, aun dentro del circuito religioso, se subleva contra el clérigo, contra el teólogo sabio. Desprecia la sabiduría: no es necesaria la altitudo intellectus neque profunditas misteriorum Dei —dice la Imitación, IV, 18— beata simplicitas quae difficiles quaestionum relinquit vias et plana ac firma pergit semita mandatorum Dei. Simplicidad ante todo. El hombre se ahogaba en la selva teológica y eclesiástica —sacra ignorantia, repiten una y otra vez estos laicos devotos. Y como deciden ser ignorantes, no necesitan de los clérigos como intermediarios en su trato con Dios. Es más, se fundan conventos para imitar a los seglares de Deventer. Y el prior del convento que más influyó en el siglo XV —Windeshein— adoptará como nombre Juan No Sé. «Religión del alma» —buscamos—, no del intelecto. Queremos llorar. Y, en efecto, es el siglo de las lágrimas. Todo el mundo tiene los ojos blandos y se pasa la vida saboteando la acidez del líquido lacrimado. En resumen: el dogma que es el más allá divino no interesa, se busca la lágrima, el estado emotivo que es de, este mundo.
Habría sido para escuchado lo que San Agustín hubiera dicho ante esta devotio moderna, él que era una especie de fiera de Dios. Lo más suave habría sido esto: «Eso es más una moral que una fe».
Siglo de la mística, pero no creadora, sino que da vueltas y vueltas a la antigua.
El nuevo místico —como los nuestros— habla poco de Dios, sólo de los estados espirituales y aun corporales de sí mismo mientras se ocupa con Dios.
Se llega a amaneramientos extremos. «A la mesa, Susón —refiere Huizinga— solía, al comer una manzana, cortarla en cuatro partes, comiendo tres en nombre de la Santísima Trinidad y la cuarta en conmovido recuerdo de cuando la Madre celestial dio a comer una manzana al tierno niñito Jesús —irem zarten kindlein Jesus. Y comía esta cuarta parte con piel, porque los niños pequeños gustan de comer las manzanas sin pelar. En los días siguientes a Nochebuena —o sea, en el tiempo durante el cual el Niño Jesús era todavía demasiado pequeño para comer manzanas— no comía el cuarto trozo, sino que lo ofrecía a María para que ésta se lo diese luego a su Hijo. Lo que bebía lo tomaba en cinco tragos, para conmemorar las cinco llagas del Señor; pero como del costado de Cristo había fluido sangre y agua, dividirá en dos el quinto trago», etc., etc.
A tal punto llegó el amaneramiento mundanizante de la religión.
Mientras tanto, los frailes no se ocupaban apenas de nada divino. Su desprestigio es universal. Un cronista del tiempo, personaje, por lo demás, piadoso, Molinet, en una felicitación de año nuevo dirá:
Prions Dieu que les Jacobins
Puissent manger les Augustins
Et les Carmes soient pendus
Des cordes des Frères Mineurs.
Todo esto es el puro cristianismo medieval que se viene a tierra. ¿No es ésa la situación religiosa del hombre moderno? Dios, al fondo.