EL DERECHO A LA CONTINUIDAD

INGLATERRA COMO ESTUPEFACIENTE

DESDE hace un cuarto de siglo todo lo que pasa es estupefaciente. No vivimos casi de otra cosa que de estupores. Cuando uno va a cesar, tal nuevo acontecimiento vuelve a dejamos patidifusos. La constancia del fenómeno podía, al menos, habernos bonificado con una ventaja: la de que nos hubiésemos habituado. Pero es el caso que tampoco esto nos ha sido otorgado. Cuando ya íbamos acostumbrándonos a que cada día trajera algo increíblemente absurdo, atroz o repugnante, he aquí que estas semanas hacen caer a Europa en un estupor de nueva índole para el cual se hallaba completamente desapercibida. Y es que esta vez se trata de un hecho increíblemente correcto, digno, ejemplar. ¿Cómo? ¿Podía acontecer aún algo en el mundo que fuese correcto, digno, ejemplar? Me refiero a la conducta del pueblo inglés ante la abdicación de Eduardo VIII y la exaltación de Jorge VI.

Habían fallado tantos pueblos, tantos hombres, tantas cosas que no teníamos derecho íntimo a confiar en nada. Como dijo Cocteau, ya no creíamos ni en los prestidigitadores. Y he aquí que los amores inoportunos de David Windsor plantean en Inglaterra el problema más grave que podía allí suscitarse.

El Imperio inglés gravita íntegramente sobre la institución monárquica. Y la institución monárquica es en Inglaterra de una tenuidad casi arcangélica: una figura y un poder indefinidos e indefinibles. Para ser en todo inverosímil, el pueblo inglés ha hecho que la pesadumbre de su Imperio, tan compacto y tremendo, se apoye en una burbuja de jabón, compuesta de puros reflejos e irisaciones impalpables. De aquí, el dramatismo que, desde el primer momento, rezumaba de la escena. ¿Cómo un pueblo de setenta millones de hombres va a manejar una burbuja de jabón? Hemos vivido un par de semanas con el alma en un hilo. El menor gesto insolente, la más leve contracción histérica, una mínima incorrección y la burbuja se desvanecía.

Pero ese pueblo de setenta millones de hombres, con tantos bebedores de cerveza, con tantos fumadores en pipa, ha resuelto su terrible conflicto con una perfección maravillosa. Y esto, esto es lo que ha causado el nuevo y más imprevisto estupor.

Rusia, Alemania, Italia, se han quedado de una pieza. En el secreto de sí mismas, esas naciones han debido decirse: «Para obtener un poco de disciplina en nuestros ciudadanos, nosotros hemos tenido que emplear los medios de Poder público más anormales que registra la historia. Hemos llevado al extremo la tiranía sometiendo a ella zonas de la vida individual que jamás habían sido requisadas por la autoridad. Para conseguir algún buen rendimiento público de nuestros hombres, hemos tenido que alcoholizarlos con credos frenéticos y crisparlos con prácticas catalépticas. Y este demonio de Inglaterra, con un mínimum de autoridad, de Estado, entregándose simplemente a la disciplina que espontáneamente pudiera emanar del fondo íntimo de cada ciudadano, consigue reacciones políticas y nacionales de una perfección insuperable». Pero no sólo esto se habrán dicho, sino que habrán agregado a la anterior reflexión, puramente contemplativa, esta otra más inquietante: «Si este pueblo inglés se comporta así en un conflicto interior, civil y casi etéreo, ¿cómo se comportará en una guerra contra otro u otros pueblos? Diablo…»

No es fácil, tal vez, exagerar las consecuencias que la conducta de los ingleses en este asunto va a traer para el inmediato porvenir.

No se hablará mucho de ello —lo característico de la estupefacción es que estrangula la verbosidad—, pero en las secretas oficinas de la conciencia europea seguirá operando con química eficaz. Y es que, de pronto, hemos vuelto a tener experiencia clara de lo históricamente sano frente a lo morboso. Al contraste de ese hecho, que era la salud misma, todo lo demás que pasa en Europa revela, declara, grita su condición patológica; todo lo demás sabe a hospital y suena a manicomio. Comunismo y fascismo son ortopedia. En Inglaterra volvemos a descubrir lo que es un pueblo saludable que marcha sobre sus piernas naturales, sin deformaciones ni complementos mecánicos.

Y una vez más, los europeos se preguntan: ¿Qué misterio es éste de Inglaterra? ¿Por qué es un pueblo aparte y tan esencialmente distinto de todos los demás? ¿De qué materias extrañas está hecho el hombre inglés? Y lo escandaloso del caso —muchas veces lo he hecho constar— es que no existe en toda la bibliografía un solo intento serio de contestar a esas interrogaciones, un solo libro que ensaye a fondo aclaramos el enigma y que yo pudiera ahora recomendar al lector.

En los artículos que siguen no pretendo llenar ese vacío. Están pensados y, en parte, escritos antes de que David Windsor diese lugar con su inoportunidad a la lección política más oportuna. En ellos se habla de Inglaterra sólo incidentalmente. Sin embargo, fue el espectáculo de esta nación —que no he visitado nunca— lo que hace años inspiró esta serie de meditaciones. Porque yo veía siempre a Europa consistiendo en un montón de pueblos geniales pero exentos de serenidad, nunca maduros, siempre pueriles y, al fondo, detrás de ellos, Inglaterra… como la nurse de Europa.

La Nación, de Buenos Aires, enero 1937.