Los fantasmas de Ayala Berganza
El viento aullador golpeaba con fuerza los postigos de la ventana mientras las manillas del reloj me conducían sin remedio hacia la madrugada. Había estado repasando apuntes y releyendo los artículos de prensa que había recogido durante la mañana en el Archivo Histórico de Segovia. Me había acompañado uno de esos periodistas de raza, Carlos Álvaro, que me había confesado que, en un momento de su vida, llegó a sentir una sana obsesión por la vieja casa y su historia. De niño transitaba con frecuencia la calle Carretas y, bajo la sombra de la enorme mole gris que era la casa, se preguntaba sobre las historias y secretos que guardaban sus paredes.
Pero aquella tarde, justo antes de la cena, había mantenido una interesante conversación con el director del actual hotel en que se había convertido el caserón. Luis Miguel Segovia me había relatado varios sucesos que habían tenido lugar en el interior de la habitación donde me encontraba. Uno de los que parecía repetirse con mayor frecuencia era el sonido de unos llantos que parecían proceder del interior de la habitación cuando no se encontraba nadie en su interior.
—Desde que estoy aquí, me ha pasado un par de veces —me explicaba Luis Miguel en el interior de una de las habitaciones— que los huéspedes de esa habitación se han despertado de pronto, muy inquietos. En ninguna de esas dos ocasiones me han contado qué les pasó, sólo que algo los despertó entre las 3 y las 4 de la madrugada. Uno de ellos, llevado por la curiosidad, se metió en Internet y descubrió lo del crimen. A la mañana siguiente me recriminaron no haberles contado lo que había pasado y no haberles avisado de que podía haber fenómenos paranormales.
Con el recuerdo de los casos aún vivo en mi cabeza y resonando con más fuerza por momentos, decidí levantarme del escritorio y pasear a solas por el hotel. Salí al corredor principal y eché la llave de mi habitación. El silencio y la tranquilidad propios de la apacible hostería reinaban ahora por cada uno de sus pasillos. Mientras caminaba con el único sonido de mis pasos como acompañantes, recordé otros fenómenos que Luis Miguel me había contado unas horas antes. Al parecer, todos los que han trabajado allí de noche lo han pasado relativamente mal —algunos peor que otros—. La mayoría coincide en escuchar sonidos que no son demasiado normales; desde pasos en habitaciones que no están ocupadas hasta el sonido de una ducha que se abre en alas del hotel que están completamente desocupadas.
—De hecho, una de las chicas que estaba aquí trabajando decía: «Joder, siempre que entro a limpiar en esta habitación tengo unas manos marcadas en la cama» —me había contado el director.
En aquellos momentos de la noche, el estrecho y angosto pasillo de la última planta se encontraba tenuemente iluminado por las luces de emergencia. Al fondo, tan sólo oscuridad y silencio. En esa última puerta, al final del corredor, se había producido otra experiencia con una de las señoras de la limpieza que mientras ponía en orden la habitación, había escuchado varios golpes procedentes del interior de un enorme armario de madera maciza. Con el corazón en un puño abrió la puerta de aquella cómoda para descubrir, como ya temía, que allí no había nada ni nadie. Dicha experiencia se repetiría en otras ocasiones, siempre en ese mismo armario.
Finalmente, decidí volver sobre mis pasos. El reloj marcaba las tres y media de la madrugada. La hora aproximada en que algunos huéspedes se habían despertado inquietos. Yo, que ya estaba despierto e inquieto, preferí volver a mi habitación.
Por suerte o por desgracia, aquella noche descansé sin sobresaltos. Pero, antes de caer rendido, recordé, entre las sombras del dormitorio, las últimas frases de mi entrevista con Luis Miguel Segovia…
—Siempre puedes pensar que en esta casa ha vivido tanta gente… Quizá pueda ser incluso alguien de la familia Ayala Berganza, que eran todos diáconos de la catedral. ¿Quién sabe?
Eso mismo me preguntaba yo… ¿Quién sabe?