Testigos de lo insólito
Días antes de acudir a Miranda de Ebro, recibí en mi teléfono las fotografías que Leticia, la protagonista de los fenómenos, me había enviado. Eran instantáneas del momento clave en que lo insólito había cobrado forma a través de las rojizas gotas de sangre que emergían de su cuerpo sin motivo aparente. Sin cortes ni heridas. En un primer momento, las imágenes me provocaron cierta desconfianza, como si aquello no pudiera ser cierto por el mero hecho de suceder tan claramente.
Llegué a Miranda una semana después de charlar con Alberto. Habíamos mantenido contacto durante los días previos, en los que me había explicado que el fenómeno de la sangre seguía produciéndose en el cuerpo de su mujer, mientras que también aparecían pequeñas gotas en el suelo de toda la casa y, en ocasiones, también en las paredes.
Caminaba ansioso por conocer el lugar de los hechos, pero, sobre todo, por conocer a los testigos. El caso me había mantenido intrigado desde que llegó a mi buzón de correo. Un viento gélido y cortante mantenía solitarias las callejuelas del barrio donde me encontraba. En mi libreta había apuntado la dirección; la misma que debía mantener en secreto por las cuestiones lógicas de privacidad que ellos mismos me habían pedido.
Me acompañaba Enrique Echazarra, el mismo que me había puesto en contacto con aquella pareja. Él ya había podido conocerlos e, incluso, había sido testigo del misterio.
Una de las fotografías que Leticia, la testigo, envió a mi teléfono móvil. En su cuerpo aparecían manchas de sangre sin motivo aparente.
—Al terminar de hablar con ellos, cuando estaba a punto de marcharme, vi que había unas gotas de sangre en el suelo, junto a la puerta de la cocina. Ellos parecían no haberse dado cuenta —me había contado Enrique horas antes, durante la comida en un restaurante de Vitoria.
Sus palabras habían ayudado a crecer la expectación que aquella historia despertaba en mí.
Pasado unos minutos llegamos al portal de un bloque de pisos de reciente construcción; nada de casas victorianas ni castillos abandonados. En definitiva, un hogar como el de cualquiera. Subimos al piso en cuestión. Allí nos esperaba Leticia, una joven de 30 años y agradable sonrisa que me tendió la mano nada más salir del ascensor. Nos acompañó hasta el interior de su casa, un lugar moderno y apacible, donde nos recibió Alberto.
Sentados ya en el salón, el mismo donde noches antes habían dormido junto a sus mascotas por miedo a estar en el dormitorio, Leticia empezó a contarme desde el principio aquella historia de sobresaltos y noches en vilo.
—Primero nos dimos cuenta de que la videoconsola se había roto, no se encendía. Parecía que se había quemado. Pero, al día siguiente, empezamos a encontrar sangre por toda la casa: por el pasillo, por el edredón, por el suelo…
—¿Y qué hacéis en ese momento?
—Pues lo achacamos al celo de nuestra perra, así que las limpiamos. Pero, cuando fui a la cocina a por papel, me las volví a encontrar en otro sitio. La inquietud empezó cuando nos dimos cuenta de que la perra no tenía el celo y de que, además, las manchas empezaron a aparecer en sitios como las paredes, donde lógicamente el animal no puede llegar.
—Ese mismo día —intervino Alberto— cuando fui a la cocina a por papel para limpiar otra mancha, me encontré todos los armarios de la cocina abiertos. Fui cerrándolos hasta que Leticia apareció por el pasillo y me preguntó si no tenía más armarios para abrir. Cuando le dije que yo no había abierto nada, ella se quedó muy sorprendida, pues tampoco lo había hecho.
—Unas horas después —continuó Leticia— fuimos a comprobar que el cuadro eléctrico estaba bien, así que descolgamos el espejo que tenemos a la entrada, y nos dimos cuenta de que había otras dos manchas de sangre en el interior.
—¿Qué hicisteis entonces? —pregunté mientras tomaba nota aceleradamente de cada detalle.
—Nos fuimos a la calle muy asustados. Hablamos, nos calmamos un poco y decidimos subir —me explicó Leticia, rememorando las semanas previas—, pero, al llegar, nos dimos cuenta de que se había ido la luz de nuevo. Cuando encendimos los plomos vimos que los armarios de la cocina estaban abiertos una vez más. Además, la tele estaba encendida, en el modo nieve.
—Esa noche nos fuimos de casa. Dormimos en casa de mi padre. Recuerdo que, en su casa, me pudo el nerviosismo y el miedo que tenía y rompí a llorar, diciéndole: «Papá, si esto sigue así, vendo el piso. Pierda el dinero que pierda» —añadió Alberto.
En ese preciso instante ocurrió algo absolutamente inesperado para todos. A lo largo de mis investigaciones siempre he acudido a los lugares cuando ya ha ocurrido el suceso. Pero esta vez iba a ser testigo del mismo… «¡Mira, mira, mira!», me dijo Leticia mientras extendía su brazo hacia arriba.
De su muñeca izquierda brotaba una pequeña gota de sangre, del tamaño de una moneda de céntimo que iba resbalando lentamente hasta caer por su mano. El asombro me hizo enmudecer. Empecé a buscar, incrédulo, si podía tener algún alfiler o pequeño instrumento con que se hubiera producido un pequeño corte. Mi compañero Enrique Echazarra observaba igualmente, tratando de verificar si estábamos siendo víctimas de una tomadura de pelo. Sin embargo, no parecía tener absolutamente nada en sus manos. Fotografié aquella mancha y la observé de cerca. A su alrededor no existían siquiera muestras de irritación. «¿Y qué ocurre si te limpias la sangre?», le pregunté, tratando de despejar mis dudas. Cogió entonces una servilleta que había sobre la mesa y la pasó por su muñeca. El líquido espeso quedó impregnado en el papel, dejando despejada la zona de la piel de donde había surgido. Acerqué la vista a su brazo, tratando de encontrar algún minúsculo agujero, acaso el origen de aquel fluido. No había absolutamente nada. Le pellizqué entonces el brazo, como el que intenta hacer manar la sangre de una herida, pero no ocurrió nada, ni una sola gota más, como si la hemorragia se hubiera cortado repentinamente.
No sería la primera vez que ocurriría; llegamos a presenciar aquel fenómeno durante al menos en una veintena de ocasiones. En ninguna de ellas Leticia llevó a cabo algún movimiento sospechoso. De hecho, en ocasiones aparecían sin que ella se diera cuenta, llegando a tener que avisarla nosotros porque se estaba manchando la blusa. A veces ocurría fuera de su casa, mientras cenábamos.
Generalmente empezaba como una pequeña rojez que iba extendiéndose. Entonces, de su contorno iban saliendo casi microscópicas gotas de sangre que, al juntarse, acababan formando una gota más grande, en ocasiones densa y, en otras, de apariencia mucho más acuosa.
—Suelen salirme en las muñecas y en las clavículas, aunque aparecen por todo el cuerpo y cuando menos me lo espero —explicaba ella ante mi atónita mirada.
—¿Y no sientes nada? —pregunté.
—Nada de nada. No me duele. Pero, en ocasiones, noto un poco la humedad y es al mirarme cuando me doy cuenta.
—¿Y por qué no has ido al médico?
—Pues porque no me gusta nada ir al médico. Además, tengo miedo de llegar allí, contarle lo que me pasa y que no me crea. Objetivamente, parece una cosa de locos… —me dijo.
—Yo le he dicho que vaya, que la acompaño, que enseñamos las fotos —añadió Alberto—, pero no quiere. Así que intento quitarle hierro al asunto, le digo que se limpie y como si no hubiera pasado nada. Pero si la cosa sigue así iremos, sin más remedio.
Durante la investigación presencié en más de veinte ocasiones cómo del cuerpo de la testigo emergían gotas de sangre sin causa aparente.