7

Llegó la hora de la limpieza, tan temida por Guibrando. Ser engullido todo entero por la Cosa para limpiar sus entrañas nunca era algo fácil. Cada tarde necesitaba armarse de valor para descender por la fosa, pero no había más remedio que pagar ese precio para poder cometer su crimen con total impunidad. Desde que Kowalski había colocado cámaras de vigilancia en las cuatro esquinas de la fábrica, Guibrando no podía efectuar extracciones tan fácilmente como antes. El accidente de Giuseppe le había dado al jefe el pretexto para instalar seis cámaras digitales ultramodernas, unos incansables ojos que espiaban todos sus actos y sus gestos a lo largo de la jornada. Era para que un drama como aquel no volviera a repetirse jamás, les había asegurado el gordo con la voz muy entristecida. Una tristeza fingida que nunca había engañado a Guibrando. Tanta exageración por parte de Félix Kowalski no demostraba la menor pizca de sentimiento hacia el viejo Carminetti, a quien consideraba un fardo borracho e improductivo. Había aprovechado aquella ocasión inesperada que le ofreció el accidente de Giuseppe para poner en práctica lo que siempre había soñado con hacer: dominar todo ese pequeño mundo sin tener que menear su trasero del sillón de cuero en el que estaba repantigado de la mañana a la noche. Si por Guibrando fuera, se podían ir a la mierda Kowalski y sus cámaras de vigilancia.

Una vez apagada la Zerstor, se coló hasta el fondo del embudo. En esos momentos le solía venir a la cabeza la imagen de una rata aterrada raspando desesperadamente la superficie inoxidable con sus garras. Sabía que la Cosa, tal como estaba, no podía hacerle daño, dado que el cuadro de mandos se hallaba desconectado, y la toma de carburante, suspendida. Sin embargo, Guibrando no podía impedir estar en ascuas, atento al mínimo atisbo de estremecimiento, presto a escabullirse de las zarpas de la Cosa si a esta de repente le daba por picar algo a sus espaldas. Descerrajó el eje de los cilindros antes de deslizarse entre las dos filas de martillos. Tenía aún que reptar y contorsionarse casi dos metros hasta alcanzar los rodamientos inferiores. Gritó a Brunner que le pasara la aceitera por la trampilla lateral. Su metro ochenta y cinco impedía a esa especie de espárrago larguirucho acceder a la maquinaria. Lo que le enrabietaba a Brunner era no poder subir a bordo del barco y tener que quedarse en el muelle contentándose con tender la llave calibre 32, la aceitera o la manguera. Guibrando encendió su linterna frontal. Allí estaba él, en el vientre de acero todavía caliente, donde se hallaba la cosecha del día. Eran no más de una decena y lo esperaban en el lugar de siempre, el único inaccesible a los chorros de las tuberías, entre la pared inoxidable y el puntal de fijación del último eje erizado de cuchillas. Unas pocas hojas volanderas abatidas por la fuerza del agua contra el tabique chorreante que habían encallado en ese espolón de metal donde se había detenido su fatídico deslizamiento. Giuseppe las llamaba las pieles vivas. «Es lo único que queda de la masacre, chaval», le recordaba con la voz emocionada. Sin demora, Guibrando entreabrió la cremallera de su mono de trabajo y se metió debajo de la camiseta la decena de páginas desleídas. Después de haber engrasado uno a uno los palieres y limpiado con agua abundante el vientre de la Cosa, salió raudo de su prisión llevando en su seno, bien calentitas, las elegidas de ese día. Como casi siempre, el tío Kowalski se había arrancado del sillón para trasladar su quintal de grasa hasta el borde de su palomar. No podía soportar la idea de que, durante varios minutos, un empleado suyo estuviera fuera del alcance de su mirilla. Por más que parpadeasen todos los pilotos rojos de sus cámaras, nunca sabría con lo que traficaba Viñol en el vientre de su Zerstor. La angelical sonrisa que Guibrando le ponía cada tarde cuando iba camino de la ducha le inquietaba sobremanera.

Guibrando permaneció bajo el chorro de agua caliente durante unos diez minutos. No soportaba más esa mugre en la que estaba inmerso todo el santo día. Necesitaba liberarse a toda costa de esa suciedad, lavar su crimen entre aquellas cuatro paredes amarillentas. Franqueó el portillo que daba a la calle con la sensación de regresar del infierno. Ya en el tren que lo devolvía de nuevo al redil, las sacó a la luz antes de posarlas suavemente sobre los dos secantes con el fin de extraer toda la humedad que aún saturaba sus fibras. Mañana, en ese mismo convoy, esas pieles vivas se extinguirán finalmente después de que él las haya liberado de sus palabras.