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Al contrario de lo que le había prometido a Giuseppe, Guibrando no fue a París ese sábado para encontrarse con el gran Albert. Por otra parte, nunca había tenido la intención de hacerlo. No se movió de su casa. Solo lo justo para dar un salto hasta la tienda de animales situada a dos manzanas y traerle a Rouget de Lisle una bolsita de algas secas muy de su gusto. Por la tarde, el joven sacó la pesada maleta que tenía guardada en el armario. Recordó la bendita época en que los ejemplares de Jardines y huertos de antaño afluían de los cuatro rincones de Francia. Después de haber saqueado la totalidad de sitios de venta por internet a golpe de tarjeta de crédito y contactado con todas las librerías del país para desvalijarlas del codiciado volumen, Giuseppe tuvo la brillante idea de ir a buscar entre los libreros de segunda mano. De buenas a primeras, el viejo y su silla de ruedas se vieron trotando por la acera y pirueteando de un puesto a otro para contar su historia y explicar cómo él, Giuseppe Carminetti, antiguo operador jefe de la Sociedad de Tratamiento y Reciclaje Natural, exalcohólico y exbípedo, haría lo que fuera con tal de recuperar los libros que contenían lo que quedaba de sus piernas. A cada uno les entregaba una tarjeta de visita con el curioso título del libro escrito al dorso. Su conducta les había conmovido. Enseguida cada librero avisó a su respectiva red para sacar a la luz entre todos aquel grial. No pasaba un fin de semana sin que Guibrando se diese una vuelta por los puestos de libros antiguos como un chico de los recados que le llevaba luego a Giuseppe el fruto de su recolección. Había terminado por disfrutar de esos momentos de callejeo, en los que contemplaba los bateaux-mouches rebosantes de turistas surcar perezosamente las aguas plateadas del Sena. Era bueno constatar que existía otro mundo aparte de la STRN, un mundo donde los libros tenían derecho a terminar sus días plácidamente ordenados en esos puestos verdes a lo largo del pretil de la orilla, envejeciendo al ritmo del enorme río bajo la protección de las torres de Notre-Dame.
Un año y medio después del inicio de esa enloquecida recolección se había alcanzado el listón de los quinientos ejemplares, y tres años más tarde el de los setecientos. Y a partir de ahí, lo que tenía que suceder sucedió. La fuente acabó por agotarse y el contador se quedó bloqueado en el número setecientos cuarenta y seis. Giuseppe cayó entonces en un profundo estado de abatimiento. Durante todos esos años, aquella búsqueda había sido su principal razón para seguir viviendo. Le daba el coraje de soportar las colonias de hormigas que, noche tras noche, subían al asalto por sus miembros fantasmas, y le animaba a aceptar las miradas compasivas que llovían sobre sus hombros cuando circulaba por las calles a bordo de su Butterfly. Giuseppe había soltado la presa casi de un día para otro. Durante aproximadamente un año, Guibrando luchó con ahínco por mantener a flote la moral del viejo. Iba a visitarlo una o dos veces a la semana. Después de levantar los estores para que entrase la luz y de abrir las ventanas para renovar el aire viciado que reinaba en el piso, se sentaba frente a él y tomaba delicadamente las manos de su amigo cual dos pajarillos tibios y moribundos que se dejaban apresar sin rechistar. En ese momento, sin dejar de hablar de todo un poco, llevaba a Giuseppe hasta el cuarto de baño. Allí bañaba y restregaba el cuerpo martirizado de su amigo, afeitaba la rala barba que erizaba las mejillas y el mentón, y peinaba el hirsuto cabello. Luego, al joven le quedaba todavía lavar la vajilla sucia que se pudría en el fregadero y recoger la ropa esparcida por todos los rincones de la casa. Nunca se marchaba sin explicarle a Giuseppe que tenía que aguantar, que aún había esperanza, que el tiempo actuaba sobre los libros como el hielo sobre las piedras enterradas, que tarde o temprano acababan por salir a la superficie. Pero todos sus esfuerzos por sacar al viejo de su estado linfático habían sido inútiles. Solamente nuevas exhumaciones podían reavivar la llama desaparecida de la mirada de Giuseppe. Guibrando no sabría decir cómo tuvo la idea de contactar con Jean-Eude Freyssinet. No dejaba de ser un misterio que hasta entonces ni a él ni a nadie, ni siquiera al viejo, se les hubiera ocurrido localizar directamente al autor de Jardines y huertos de antaño. Qué habría costado dar con el número de teléfono del ilustre autor y que, después del quinto tono, la voz trémula de la señora Freyssinet le contase que su Jean-Eude había pasado a mejor vida unos años antes, en plena redacción de su segunda obra, un ensayo sobre las cucurbitáceas y otras dicotiledóneas de Europa central. Guibrando le habría explicado sin rodeos a la viuda que los ejemplares verde estiércol que quedaban por vender y que ella conservaba como recuerdo de su difunto marido conservaban algo más que los restos espirituales de su esposo. Enseguida ella habría calculado que unos pocos ejemplares podrían colmar su felicidad y sin dudarlo habría aceptado desprenderse del resto de su colección, más o menos un centenar de flamantes Jardines y huertos de antaño. Pero Guibrando era consciente de que hacer pasar otra vez a Giuseppe por todo eso habría sido un grave error. La búsqueda era lo importante. Había que destilar los Freyssinet con parsimonia, a un ritmo de tres o cuatro al año, no más. Lo justo para que la vida centellease en las pupilas del viejo y el cazador que había en él se mantuviera despierto. En los años de vacas gordas, el gran Albert se había erigido como portavoz de los libreros de lance. Era célebre por cómo embaucaba a los turistas, encarcelándolos en su logorrea como moscas en una tela de araña. Así que naturalmente fue a él a quien el joven acudió para llevar a cabo su proyecto. El tejemaneje funcionaba a las mil maravillas. Cuando lo consideraba oportuno, es decir, cuando el viejo daba nuevas señales de abatimiento y empezaba a hundirse en la desesperación, Guibrando daba rienda suelta a Albert. El librero prevenía entonces a Giuseppe para que se apresurase a avisar a Guibrando de que se había hallado un nuevo ejemplar. En tres años, más de una docena de Freyssinet había surgido así, artificialmente, de la nada, sin que el viejo se diera cuenta de la superchería.
Guibrando colocó la maleta sobre la cama y, con la presión de los pulgares, liberó los dos cierres antes de voltear la tapa polvorienta. Contempló sonriendo los Jardines y huertos de antaño. Ochenta y cinco, que daban todavía para unos buenos veinte años, pensó él. Cogió el primer ejemplar que tenía a mano. Luego, con la ayuda de una bayeta mojada en aceite, Guibrando se puso a untar el ángulo derecho de la cuarta de cubierta con aplicación.