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De lunes a viernes, Guibrando se embrutecía en el trabajo. A medida que se aproximaba el Salón del Libro de París, la oleada de camiones se intensificaba considerablemente. La rentrée literaria de septiembre y el fasto periodo de los premios ya habían tenido lugar hacía tiempo. Ahora había que hacer tabla rasa y vaciar los puestos de todos los artículos sin vender. Los recién llegados empujaban a los más antiguos hacia la salida, ayudados en esto por la pala de la excavadora. De la mañana a la noche había que rebajar una y otra vez esa jodida montaña que no dejaba de elevarse sobre el suelo de la fábrica. Las bandejas se llenaban con una cadencia de veinte minutos. Ni siquiera había tiempo de desembragar la Zerstor para proceder al reemplazo de las cubas. «Demasiado tiempo perdido —había ladrado Kowalski al principio de la semana—. Esto nos ralentiza mucho y perdemos volquetes con esas chorradas.» Así que no les cabía otra que chapotear en el barro a cada cambio de bandeja y aguantar sin rechistar los pedos nauseabundos que les tiraba la Cosa en plena jeta cuando se ponían en la parte de atrás. Y en el momento en que sonaba la hora de finalizar el servicio, Guibrando todavía tenía que soportar que Kowalski, desde lo alto de su pasarela, le vociferase con orgullo el arqueo del día. Para el gordo, solo contaba la curva, esa línea roja anodina, con las toneladas en abscisas y los euros en ordenadas, que formaba una especie de desgarrón enorme de color sangre a lo largo de la pantalla de 19 pulgadas que estaba sobre la mesa de su despacho.
El fin de semana llegó como un remanso en el que depositar todo el cansancio acumulado de lunes a viernes. Monique y Josette Delacôte lo esperaban. El taxi enviado un cuarto de hora antes desembocó en lo alto de la alameda y vino a detenerse a sus pies. Guibrando se metió en el habitáculo y anunció su destino al chófer, quien se introdujo con un volantazo autoritario en medio de la densa circulación de ese sábado por la mañana. Menos de diez minutos más tarde, el coche penetraba por un largo paseo engravillado. Al pasar el pórtico, Guibrando tuvo tiempo de leer la inscripción en letras doradas que había sobre una placa reluciente. «Residencia Las Glicinas.» Enseguida le vinieron a la memoria las tres palabras tachadas en la tarjeta de visita de las hermanas Delacôte. A la vista del imponente caserón plantado en medio del jardín, Guibrando no pudo reprimir un hipido de sorpresa. Desde el principio, se había esperado un pequeño hotelito de extrarradio. Cuando el taxi cubría los últimos metros, recordó las frases de la vieja señora. «Comemos a las once y media.» «Los jueves no puede venir porque hay partida de rami.» «Salvo el domingo, claro, por la familia.» La extrañeza de aquellas frases saltó en pedazos ante las numerosas siluetas que se movían en las ventanas. Comprendió al instante que ese «nos» que ella empleaba en cada frase no se limitaba aparentemente tan solo a las dos hermanas. El ruido de la gravilla que había rechinado bajo las ruedas del taxi decrecía tras de sí a medida que avanzaba con paso titubeante hacia la residencia. Monique, seguida como una sombra por Josette, vino trotando a su encuentro. Estaban maquilladas y emperifolladas como para su primer baile. «Temíamos que hubiera cambiado de opinión en el último momento y que no viniera. Todo el mundo tiene curiosidad por verlo, ya sabe.»
Guibrando se tragó la bola de angustia que lo ahogaba. ¿Qué significaba ese «todo el mundo»? Se imaginó no sin esfuerzo un parterre de cabellos color púrpura. Por unos segundos lamentó no haberse quedado bajo su edredón nórdico mirando a Rouget de Lisle juguetear con sus burbujas.
—Venga, vamos a presentarlo. Por cierto, ni siquiera sabemos cómo se llama.
—Guibrando. Guibrando Viñol.
—¡Vaya! Guibrando. Qué bonito. Rudamente bonito, incluso, ¿verdad, Josette?, muy bonito.
Guibrando pensó que aunque se hubiera llamado Gérard, Anicet o Houcine, no habría cambiado lo más mínimo el modo como Josette lo estaba devorando con los ojos. Entró en Las Glicinas flanqueado por las dos hermanas cogidas de sus brazos. En el inmenso vestíbulo, media docena de viejos apoltronados unos encima de otros dormitaban sobre un banco. El edificio parecía nuevo. Impersonal, funcional y aséptico fueron las tres palabras que se le ocurrieron a Guibrando a medida que descubría el lugar. Los ruidos de los bastones debían de resonar allí como en una cripta, pensó con un estremecimiento. No se presentía nada, ni siquiera la muerte.
—Es por ahí —le susurró Monique arrastrándolo hacia el refectorio—. Por supuesto, tendrá que hablar alto.
La sala estaba abarrotada. En ella se amontonaba una veintena de hombres y mujeres a cual más anciano que lo radiografiaron de la cabeza a los pies nada más entrar por la puerta. Entre ellos se encontraban también los empleados, reconocibles, además de por su juventud, por el rosa de sus batas. Dada la ocasión, habían empujado las mesas contra la pared para despejar el espacio. Guibrando contempló con angustia el sillón ubicado en el centro de la sala; sus brazos parecían llamarlo.