8
La sirvienta que les abrió la puerta iba de uniforme. Vestido negro, delantal blanco y cofia. Tendría unos cuarenta años, caderas poderosas, manos fuertes, rostro hermético. Los miró con timidez y les habló con voz apenas audible después de encontrarse con la placa de ambos frente al rostro.
—El señor Prats está descansando —les dijo con la misma cautela pero sin renunciar a un atisbo de carácter.
—Tendrá que despertarle —fue categórico Hilario—. Es urgente.
—Sí, señor. Perdone —su resistencia se quebró de inmediato—. Si tienen la bondad…
Cerró la puerta y los precedió por un pasillo situado a la derecha de la entrada. El suelo brillaba, encerado y pulido. Era de mármol muy claro. La decoración no resultaba excesiva, los detalles de buen gusto, escasos y medidos, predominaban sobre el simple amontonamiento. Un tono minimalista parecía presidirlo y dominarlo todo. Un simple cuadro en una larga pared, una mesita con un único florero en un ángulo, luces indirectas… O un decorador eficiente había intervenido en el arreglo de la casa o el dueño tenía un gusto exquisito. Quizá ambas cosas.
La sirvienta no se detuvo hasta llegar a una biblioteca, generosa en libros, que abarrotaban los estantes de madera.
—Si quieren esperar aquí. Iré a avisar al señor.
—Gracias.
Los dejó solos.
Pero no se sentaron.
Hilario fue el primero en husmear los libros.
Novelas de autores norteamericanos, latinoamericanos, españoles, rusos, franceses, italianos… Ninguna enciclopedia. Pura ficción. Y no solo en castellano. Algunos estaban escritos en el idioma original. Lo más sorprendente era que se veían usados, leídos. No eran rellenos ni obras guardadas en un estante sin más.
—Inspector…
Hilario se acercó a Ernesto Quesada.
El dueño de la casa sonreía de manera poco excesiva pero feliz desde una docena de fotografías, la más relevante, una con el Santo Padre. En la mayoría de ellas con un hombre más joven y atractivo, de cabello ligeramente claro, ojos grises, frente despejada, boca de galán de cine y porte seductor. En el resto de imágenes se le podía ver recibiendo premios o dando charlas. En ningún caso se veía una mujer.
Hilario movió la cabeza de arriba abajo.
Siguieron esperando.
La biblioteca era espaciosa, luminosa y tan poco cargada como el resto de la casa. Lo más disonante era un enorme crucifijo de madera de más de un metro de largo presidiendo una de las paredes. Chocaba con el buen gusto del resto, una gruesa alfombra central, un sofá, dos butacas, una mesita situada entre ellas y un piano de cola dominando el lado opuesto, bajo uno de los ventanales. Nada menos que un Stenway. Quesada iba a pulsar una tecla, por mera inercia, cuando se abrió la puerta de acceso y por ella apareció Palmiro Prats.
No era el mismo hombre de las fotografías. Había envejecido o, cuanto menos, se le notaba cansado. Vestía un elegante batín de seda jaspeada con motivos orientales y, por debajo, llevaba el pijama, blanco y no menos suave. Calzaba unas zapatillas de estar por casa que parecían acabar de salir de la tienda. Su escaso cabello acababa de ser peinado hacia atrás y un corto bigotito presidía el labio superior. Antes de llegar hasta ellos, les alcanzó su olor.
Colonia cara.
—¿Señores? —les estrechó la mano dudoso—. Me ha dicho Esther que son de la policía.
—Brigada criminal —se presentó Hilario—. Soy el inspector Soler. Él es el subinspector Quesada.
Palmiro Prats siguió denotando extrañeza.
—No entiendo…
—¿Podemos sentarnos?
—Sí, por supuesto —reaccionó dirigiéndose a una de las butacas mientras los invitaba a acompañarlo—. Por favor… ¿Quieren un café?
—No, gracias —Hilario se adelantó a su compañero.
Al contrario que cuando habían hablado con Sonia Roméu, no ocuparon los dos el sofá. Uno se sentó en la otra butaca, frente al dueño de la casa, y el otro en un extremo del sofá.
Palmiro Prats no daba la impresión de fingir.
No sabía nada.
—¿Brigada criminal? —repitió—. Eso suena como a que… ha sucedido algo grave. Y malo.
—¿No le han llamado de la constructora? —quiso estar seguro Hilario.
—No que yo sepa —abrió las manos explícitamente—. De todas formas di orden a Esther de que no se me molestara hasta que saliera de mi habitación hoy —se lo aclaró—: Llevo un par de días indispuesto. El estómago, la cabeza… —dejó de hablar para enfrentarse a ellos—. ¿De qué se trata?
Hilario le miró fijamente al decirlo.
—Anoche mataron a su socio, el señor Roméu. Su hija ha descubierto el cuerpo esta mañana.
Un disparo quizá le habría derribado hacia atrás.
Salvo ese detalle, recibió la noticia como si acabase de recibir uno.
El impacto fue evidente.
A pesar de estar sentado, Palmiro Prats se tambaleó.
Dilató las pupilas y descolgó la mandíbula inferior, que se le cayó a peso.
—¿Gonzalo…? —balbució.
—Asesinado, sí.
—Dios…
—Siento tener que darle la noticia, y hacerlo así —suspiró Hilario—. Comprenda que hemos de proceder con rapidez, no solo por tratarse de una persona tan relevante como el señor Roméu, sino también porque hemos de atrapar al culpable cuanto antes, por el bien de la familia.
—Lo… entiendo —siguió bajo el efecto del shock.
Su rostro aparecía súbitamente blanco.
—¿Se encuentra bien, señor? —le preguntó Quesada—. ¿Aviso a…?
El dueño de la casa levantó la mano.
Apenas si fue una leve orden disuasoria.
La mirada se hizo inexpresiva por momentos.
—Señor Prats —Hilario no lo dejó serenarse—. De momento no tenemos demasiadas respuestas, pero sí muchas preguntas, empezando por el entorno del señor Roméu, su familia, usted…
—Sí, claro —jadeó como si acabase de llegar de correr una maratón—. ¿Cómo… le han…?
—Le dieron un golpe en la cabeza y luego le doblaron el cuello hasta desnucarle.
Palmiro Prats se estremeció.
—¿Sonia… está bien? —preguntó.
—Está entera dentro de lo que cabe. Da la impresión de ser una mujer fuerte.
—Lo es, pero algo así… ¿Y la familia?
—No hemos hablado aún con ellos. La señora Roméu estaba en Andorra con su hijo mayor y sus nietos. De momento sabemos lo que nos ha contado Sonia y la secretaria del señor Roméu, la señora Llanos.
Los ojos del hombre acabaron por concentrarse en Hilario.
Su pecho subía y bajaba, pero su voz sonó más firme al decir:
—Ágata les habrá contado lo de la pelea.
—Lo ha hecho, sí.
—¿Soy sospechoso?
—Todos lo son, siento decírselo de manera tan abrupta.
—No se preocupe —levantó una mano superando el desfallecimiento—. Lo único que puedo decirle es que llevo dos días sin salir de casa, desde esa infortunada disputa. Esther se lo confirmará.
—Lo imaginamos, señor.
—Yo… —dio la impresión de bordear de nuevo el hundimiento anímico.
—Podríamos volver luego, pero…
—No, no —asintió—. Solo han de comprender que algo así… Pregunten lo que quieran.
—¿Le importaría decirnos en qué andaba metido su socio últimamente y por qué se pelearon?
—Con él muerto… todo cambia —exhaló—. ¿Cómo hablar mal de alguien que ya no está y que, además, ha sido mi amigo y mi socio durante tantos años?
—Lo que nos diga quedará entre nosotros, se lo prometo —no le dejó demasiado margen para el respiro—. ¿Puede responder a mi pregunta, por favor?
—Gonzalo estaba metido en muchas cosas, inspector. Desde pequeñas o grandes batallas a guerras de mayor o menor calado. Para él los negocios eran eso. Y lo disfrutaba. Era su forma de ser y lo que, a fin de cuentas, nos fue distanciando. No entendía ya a qué venía tanta ambición.
—¿Cuánto llevaban juntos?
—Toda la vida. Bueno —movió la cabeza—. La empresa desde el final de la Cruzada —empleó el término sin reparar en el tic en la mirada de Hilario—. Éramos la pareja perfecta: mi dinero y su talento para los negocios. Desde el primer día nos fue bien, ¿saben? Estoy orgulloso de la mayoría de nuestras construcciones. Soy consciente de que hemos ayudado a que Barcelona crezca y sea mejor. Ese será mi legado, la huella indeleble que dejaré sobre la ciudad. Y yo soy muy de Barcelona. Mucho. Amo este aire, el mar…
—Se habrán granjeado enemigos, personas que creerán todo lo contrario, que sus casas quizá se parezcan demasiado unas a otras.
—Mentira —fue tajante—. El éxito despierta envidias. Si lo hacen para pincharme…
—No, no, perdone. No era mi intención. Solo me hago eco de lo primero que he oído al comenzar la investigación.
Palmiro Prats apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca.
Ahora sí, se vino abajo.
—¿Se encuentra bien? —estuvo a punto de levantarse Hilario.
—No —fue franco.
—¿Quiere que llamemos a Esther?
—Por favor…
Fue Ernesto Quesada el que se incorporó. Cruzó la biblioteca con rapidez, abrió la puerta y, desde el mismo pasillo, llamó a la asistenta. Debía de estar cerca, pendiente de su señor, porque apareció de inmediato. Al ver su estado se asustó.
—Esther, por favor… —le pidió él—. Hágame un té. Y tráigame las pastillas de mi mesita de noche.
—Sí, señor —miró a los dos visitantes con aire muy crítico.
Luego se retiró.
Volvieron a quedarse solos.
—Dios… —volvió a gemir Palmiro Prats—. Ya nada era lo mismo, todo era diferente, pero… ¿asesinado? Es algo… monstruoso, inaceptable.
A Hilario la palabra se le antojó curiosa.
«Inaceptable».
En el universo de los ricos y los poderosos, solo se permitía lo «aceptable».
—Señor Prats, ¿le suena de algo el nombre de Simón?
—¿Simón? —frunció el ceño—. No, ¿por qué?
—El asesino lo ha escrito en un papel y lo ha dejado con el cadáver.
—¿En serio?
—Sí.
—Suena a venganza.
—Es una de las teorías, aunque aún es pronto para hacer conjeturas.
El dueño de la casa cerró los ojos por segunda vez. Hilario y su compañero se miraron en silencio. Cuando los abrió, buscó instintivamente la figura del crucifijo que presidía la estancia.
Le brillaron las pupilas.
No hubo más preguntas hasta que reapareció la sirvienta, con una taza de té y un frasquito con pastillas blancas. Le puso una en la mano a su amo y señor y le pasó el té.
—¿Seguro que no quieren nada? —insistió Prats.
—No, gracias.
—¿Se encuentra bien, señor? —se interesó la mujer.
Él la miró con calor.
—Han matado al señor Roméu, Esther —le dijo.
La asistenta se llevó las manos a la boca. Dilató los ojos.
Hilario contempló la escena. Parecían una madre con su hijo enfermo.
—Váyase, Esther. Hablaremos luego —la despidió el hombre.
Volvieron a quedarse solos, aunque ahora Palmiro Prats tenía algo a lo que sujetarse.
Su taza de té.
—Señor Prats, me temo que debamos hacerle algunas preguntas dolorosas, y también inquietantes —puso la directa Hilario.
—Mi pelea con Gonzalo, claro —asintió.
—Comience por eso, sí.
—¿Y qué quieren que les diga? Discutimos por una diferencia de criterios.
—Le gritó que se iba de la empresa.
—Así es.
—¿Iba en serio?
—Sí.
—¿Es la razón de su encierro durante estos dos últimos días?
—Cuando algo se termina… Es muy duro, ¿saben? Todo lo que habíamos hecho juntos…
—¿Cuál fue el motivo de la pelea?
—Seguro que Ágata ya se lo habrá dicho.
—No. Solo nos habló de que se trataba de un proyecto en la parte alta de la Diagonal —eludió llamarla avenida del Generalísimo.
—Mire, inspector. Todo lo que diga ahora en contra de Gonzalo estará de más, ¿no cree?
—Vamos, señor Prats. ¿Quién no tiene zonas oscuras?
El dueño de la casa bebió un poco más de té.
Poco a poco, la calma volvía a él.
—Gonzalo y yo no teníamos zonas oscuras —repuso—, pero sí visiones diferentes de lo que debía ser la empresa ahora y en el futuro, y, sobre todo, qué modelo de progreso queríamos seguir.
—La construcción mueve millones de pesetas. ¿Se refiere a eso?
—Es mucho más, inspector. No todo es dinero. También cuenta el prestigio… el poder. Toda la zona que está por debajo de la Cruz de Pedralbes y en torno a Piscinas y Deportes y el campo del Español, esos inmensos espacios vacíos a la espera de que Barcelona se expanda hacia ellos… Ese es el futuro de la ciudad, ¿comprende? Muchas constructoras matarían y matarán por construir ahí. Habrá una enorme explosión, casas, equipamientos. Para mí era un sueño, el último legado de mi vida. Para Gonzalo no. Solo negocio, más dinero. Esa era nuestra diferencia. Una cosa es construir una casa aquí y otra allá, mientras que abrazar un proyecto así… Se lo acabo de decir: amo a mi ciudad. Quiero lo mejor para ella. Barcelona está llamada a ser una de las grandes capitales europeas. La gente vendrá a ver la obra de Gaudí. Pero no quiero que sea solo Gaudí. Yo… —la taza tembló en sus manos—. Yo odio las especulaciones. Aborrezco los intereses que se crean entre…
—Siga —dijo Hilario al ver que se detenía.
—No, da igual —suspiró.
—¿Habla de sobornos, dinero negro, comisiones…?
Palmiro Prats no respondió.
Sostuvo la mirada de Hilario.
—¿Y si han matado a su socio por esa razón?
El hombre hizo una mueca amarga.
—Entonces tendrá trabajo, inspector —dijo—. Y que Dios le coja confesado.
—¿Tan grave es?
—No —fue tajante—. Pero iba a serlo. Muerto Gonzalo…
—Otros van a pelear por ese pastel, ¿me equivoco?
—No se equivoca —asintió despacio.
Quedaron en silencio unos segundos.
Palmiro Prats se terminó el té.
—¿Les queda mucho? —inquirió dando muestras de agotamiento.
—No —Hilario fue el primero en ponerse en pie—. Si recuerda algo o si tiene algo más que decirnos, aquí le dejo mi tarjeta. Llámeme.
La dejó en la mesita.
Una mancha huérfana.
—Lo haré, descuide.
—Siento haberle dado la noticia. Y lamento su pérdida —se despidió.
—Ya no era lo mismo. Íbamos a separarnos, pero nadie merece morir así —manifestó Palmiro Prats.
Estrecharon su mano y salieron de la biblioteca en el momento en que entraba Esther de nuevo, ahora a la carrera.
—¡Señor Prats, señor Prats! —dijo la mujer invadida por el nerviosismo—. ¡Es el señor Porcioles, el alcalde! ¡Quiere hablar con usted!
Hilario y Ernesto Quesada siguieron su camino.