35

El funcionario de La Modelo iba en segunda. Pasar a la tercera o cuarta velocidad hubiera sido demoledor para él. Cada mirada, cada gesto, cada palabra, surgía al ralentí, despacio, a cámara lenta. El archivo de la cárcel no era muy grande, pero a él se le veía pequeño. Que dos inspectores de policía le pidieran información no debía de ser habitual.

—¿Simón Arellano Gómez? —repitió.

—Sí, ajusticiado en el 51.

—Ah —hizo memoria—. No recuerdo.

—¿Cuánto lleva usted aquí?

—Diez años.

—¿Entonces cómo va a acordarse?

La lógica le resultó abrumadora.

—Espere.

Examinó un libro. Otro. Ernesto Quesada miró a Hilario con cara de resignación.

—¿En el 51 dice? —preguntó el funcionario.

—Sí.

—Ya.

Un tercer libro.

—Sí, aquí lo tengo… Simón Arellano Gómez… día, hora… Pero no dice nada del confesor o el capellán de la época.

—En algún lugar tendrán un listado de sacerdotes que hayan prestado servicios aquí, ¿no? —se inquietó Hilario.

—Eso está en otra parte —manifestó cansinamente.

Cerró el tercer libro de anotaciones y caminó hasta otra estantería. Como si subiera una pronunciada cuesta. Bajó un archivo y pasó casi un minuto ojeando papeles. Hilario iba a estallar cuando llegó la respuesta.

—Sí, lo tengo —lo celebró sin el menor entusiasmo, de forma apática—. El cura de esos días era un tal Benigno Monleón.

—¿De esos días?

—Según consta aquí, se jubiló dos años después, en el 53.

—¿Su dirección?

—Ni idea —cerró el archivo y lo dejó en su sitio.

—Oiga, pero… —se desesperó Hilario.

El funcionario regresó al mostrador. Entonces le dio la clave.

—Mire, vaya al convento de San Blas. Es el que presta sus servicios aquí. Ellos deberían saber dónde encontrar a ese cura.

Hilario respiró a fondo.

—Gracias —se contuvo.

—No hay de qué —se despidió el hombre con el entusiasmo de un caracol en plena lluvia—. Ha sido un placer ayudarles.

Salieron acordándose de sus muertos.

Dejaron La Modelo atrás y, por segunda vez en aquellos tres días, Quesada conectó la sirena. Los coches se apartaron al paso del vehículo y los urbanos de los cruces sin semáforos hicieron sonar los silbatos para abrirles camino. La distancia era corta. Subieron el coche a la acera y se quedaron mirando aquella mole, con más aspecto de cárcel que el lugar del que acababan de salir. Muro de piedra, ventanas pequeñas y alineadas, un portalón enorme con un lema en latín en el arco superior… El sacerdote de la entrada observó la credencial de policía con sereno respeto. Su credencial era la sotana. Unos eran policías de lo terrenal y ellos de lo inmaterial.

—¿El padre Benigno Monleón? Sí, sí, claro que está aquí, aunque…

—¿Qué? —se alarmó Hilario.

—Se cayó hace unos días, el pobre. Y a sus años… No se rompió nada, pero tiene el cuerpo magullado. Le duele todo —elevó las manos al cielo—. A Dios gracias, se recuperará, aunque ya está retirado de la vida activa.

—¿Podríamos hablar con él? —y le aclaró—: Es urgente.

—Claro, claro —se resignó el hombre—. Si son policías… Aunque no sé en qué pueda ayudarles el padre Monleón.

—Investigamos algo de lo que él fue testigo.

—Ah, ya —lo comprendió—. Voy a ver, sí.

—Gracias. ¿Esperamos aquí o le seguimos? —le apremió.

—Esperen aquí, por favor.

Se alejó por un largo pasillo. Caminaba como todos los sacerdotes, como si la vida fuera eterna y no hubiera prisa por llegar a ninguna parte. Paso a paso vieron desaparecer la mancha oscura y se quedaron solos. Por alguna parte les llegó un distante canto, una letanía o algo parecido.

No hablaron.

El sacerdote reapareció al final del pasillo.

De nuevo, paso a paso, regresó hasta ellos.

—Si tienen la bondad de seguirme…

En lo primero que pensó Hilario fue en que podía haberles hecho una señal o llamado desde el final del pasillo, porque lo cruzó otra vez de extremo a extremo, ahora para acompañarlos. Llevaba las manos unidas sobre el pecho, como si rezara. En el fondo tenía aspecto bonachón, panzudo y con una papada que se le bamboleaba con cada paso. Abandonaron el pasillo principal y tomaron otro. Las celdas estaban a ambos lados, y por la proximidad de las puertas, debían de ser pequeñas.

Lo certificaron cuando el religioso se detuvo delante de una, llamó con los nudillos y abrió la puerta.

Las celdas de La Modelo eran enormes comparadas con aquella.

Vieron una ventana, bajo ella una cama, o más bien jergón, y sobre él un montón de huesos repartidos por un cuerpo menguado que les sonreía desde una cabeza blanca, cadavérica y con apenas cuatro cabellos blancos revueltos. Hilario pensó que la sonrisa era debida al hecho de tener visita, alguien con quien hablar, de lo que fuera.

En el resto de la estancia, poco o nada. Un crucifijo, una arqueta, un armarito, una mesa pequeña y dos sillas.

Se notaba que una la acababan de traer de otra celda para que se sentaran ellos, porque era diferente.

—Padre, estos son los señores de la policía que quieren verle —se le acercó el sacerdote.

—Bien, bien… —asintió mirándolos con paz y bondad.

—Los dejo —se despidió el primero—. Cuando acaben no tienen más que salir, tomar el pasillo a la izquierda y luego el grande todo seguido. Yo estaré en mi puesto.

—Ha sido muy amable.

—Dios los bendiga.

Se quedaron solos con el padre Monleón.

—¿Policías? —repitió el hombrecillo con voz cascada—. Vaya, vaya…

Se sentaron en la dos sillas. Hilario más cerca del yacente. Benigno Monleón los observó acentuando su sonrisa.

—Usted es muy joven, hijo —señaló a Quesada—. Eso es que es bueno. Usted parece listo —movió la cabeza de arriba abajo en dirección a Hilario—. ¿Qué puedo hacer por la ley, válgame el cielo?

—¿Recuerda usted a un hombre al que se ajustició en La Modelo en 1951, llamado Simón Arellano Gómez?

Le cambió la cara.

La luz desapareció de los ojos.

La sonrisa se borró.

Y apareció el dolor.

—Sí, le recuerdo —suspiró.

—¿Por qué?

—Pocos hombres he visto más tristes y llorosos ante la muerte, inspector. Dejaba esposa, cuatro hijos pequeños, un asesinato atroz… ¿Cómo olvidarlo?

—Usted le acompañó en los momentos finales.

—Sí, lo hice.

—Padre… —Hilario no supo cómo empezar—. Comprendemos el secreto de confesión, sabemos que es sagrado, sin embargo… Necesitamos saber qué le dijo ese hombre antes de morir.

—Usted mismo acaba de decirlo: es secreto de confesión.

—Escuche —Hilario soltó toda la caballería—. Simón Arellano no mató a aquella mujer. Se hizo pasar por culpable para encubrir al verdadero asesino y a su padre, que orquestó un plan para salvarlo haciendo que él, un enfermo terminal, fingiera ser el asesino.

El sacerdote estaba muy quieto.

—La justicia sentenció a un falso culpable. Cuando se confesó, tuvo que decírselo a usted.

—No —movió la cabeza de lado a lado despacio.

—Padre, esos dos hombres han sido asesinados en los últimos días. Y a los dos se les clavó una nota en la que se leía: Por Simón. Con una cruz debajo.

—Dios… —se santiguó el sacerdote, más y más pálido.

—Sí, padre: Dios. Solo Él y usted saben la verdad. Con Simón muerto y esos dos hombres asesinados, ¿cree que el secreto de confesión está vigente?

—Hijo, no entiende…

—¿Qué he de entender? Alguien está vengando a Simón Arellano. Alguien hace justicia a su modo trece años después. Pero esas muertes también han acarreado el sufrimiento y el dolor de sus familias, esposas, hijos, nietos… ¡Tiene que ayudarnos! ¡Estamos en un callejón sin salida! ¡Usted fue la última persona con la que habló! ¿Le contó a alguien…?

—¡No!

—¿Entonces…? —Hilario abrió y cerró las manos impotente—. ¿Quiere que le detengamos por encubridor?

—Si Dios lo quiere así…

—¡Dios no quiere nada! ¡Solo la verdad! ¿Le reveló Simón Arellano el nombre de esas dos personas?

Benigno Monleón cerró los ojos. La demacrada cara se acentuó aún más al apretar las mandíbulas. Hizo un gesto de dolor al tratar de mover el cuerpo. Cuando volvió a abrirlos, miró la luz que penetraba por la ventana.

Una luz celestial.

—Aquel hombre… —empezó a decir—. Confesó sus pecados, sí. Lo hizo. Limpió y purificó su alma. Dijo que era inocente, algo que solían decir todos incluso a las puertas de la muerte, pero en su caso… Yo le creí, ¿saben? Su dolor me alcanzó de lleno. Era tan profundo, tan sentido… Sin embargo… no me dijo nada más, inspector. Nada. No mencionó ningún nombre, y menos el de esas dos personas que han sido asesinadas ahora.

Hilario sintió cómo se le aceleraba la sangre.

La presión en las sienes fue brutal.

—¿No le habló de esos dos hombres? —insistió.

—Le doy mi palabra de honor ya que no puedo jurárselo.

Hilario se apoyó en la silla. Sus ojos se encontraron con los de Ernesto Quesada.

La última puerta se cerraba.

—De todas formas… —recuperó el habla el sacerdote—. Usted se equivoca en un detalle, inspector.

—¿Qué detalle?

—Yo no fui la última persona en hablar con él.

Se lo quedaron mirando como si delirara.

Y entonces, un segundo antes de que volviera a hablar, lo comprendieron.

—Después de la confesión, Simón Arellano lloraba, el pánico le invadía a cada paso, a medida que lo acercaban al garrote vil. Hablaba de su esposa, de los hijos, pedía perdón… pero no por el crimen, sino por su mentira. De pronto dijo eso mismo: su mentira. Y cuando le sentaron en el garrote, vi cómo le decía algo al verdugo. Algo entre lágrimas. Y cómo el verdugo se lo quedó mirando un instante… Un largo instante segundos antes de que acabara con su vida.

Quedaba únicamente la pregunta final.

—¿Ese verdugo era un hombre alto, grandote, de aspecto fornido?

Y la respuesta.

—Sí, lo recuerdo bien. Sí.