28
El despacho de Arturo Galobart estaba ya cerrado. Hilario levantó la vista al cielo, pero, lejos de ver el sol y las escasas nubes blancas, lo que vio fueron negros nubarrones.
De pronto, nada encajaba.
El caso era como un reloj desmontado que, al ir a unirlo todo de nuevo, o bien sobraban o bien faltaban piezas.
Y encima el resto estaba borroso.
—Vamos a comer ahí enfrente —Hilario señaló una cafetería situada en la esquina con la calle Marina—. Salvo que quiera ir a casa. Lo entendería.
—No, no —lo tranquilizó Quesada—. No pasa nada. Hoy es uno de esos días.
—¿Cuándo no lo es en un caso de asesinato?
—Doble asesinato.
—Y con un culpable sentenciado a muerte hace trece años.
El subinspector miró el coche.
—¿Por qué no damos orden de busca y captura de Galobart? —preguntó—. Acabaríamos antes.
—Todavía no —dijo Hilario—. Quiero sorprenderle y atornillarle. Ver su cara cuando le digamos que sabemos que Juan Carlos Roméu le llamó y que salió disparado para ir a ver a Encarnación Segrelles.
—Bueno, lo de que Roméu le llamó ya le habrá dicho esa mujer de su despacho que lo sabemos.
—De acuerdo, pero lo otro no.
Entraron en la cafetería. Estaba bastante llena, pero encontraron una mesa. No era de las mejores, los camareros pasaban justo al lado para llegar a la barra o salir de ella. Se sentaron frente a frente y esperaron a que uno se les acercara. Cuando le preguntaron qué había para comer, el hombre, un chico joven de unos veinte años, les soltó la lista como una ametralladora, sin respirar y sin concederles una pausa para imaginarse los platos o retener los nombres. Hilario pensó que, como se la hiciera repetir, de allí no salían. Entrarían en un bucle eterno.
Casi sintió pena por el chico.
Su vida diaria consistía en repetir lo mismo, salvo que, de un día para otro, variaran los platos.
—Yo quiero la sopa del día y algo de carne —evitó entrar en más detalles—. Que no sea muy gruesa. Un bistec finito.
—Yo lo mismo —se apuntó Quesada.
—¿Pan, agua, vino? —sonó más bien a «panaguavino» y, luego, agregó—: ¿La carne poco hecha, muy hecha o al punto?
—Muy hecha. Pan y agua.
—Poco hecha. Y lo mismo.
Los dejó solos y, por una vez, se miraron y se echaron a reír.
Después, Hilario levantó las dos manos formando una pantalla protectora.
—¿Le importa que no hablemos del caso? —dijo.
—No, no —Quesada hizo un gesto de indiferencia.
—Es que es de estos que parecen una madeja de hilo con diez cabos sueltos. Y quiero unir algunos antes de empezar a darle más vueltas. Fíjese en lo que pasó ayer.
—¿Qué pasó ayer?
—Pues que seguimos un sinfín de pistas falsas, la amante, el collar, el chulo, la empresa de Gonzalo Roméu, la especulación urbanística… Y total para nada.
—Yo no diría eso —negó el subinspector.
—¿Por qué?
—Quedó claro que Gonzalo Roméu no era un santo, que tenía una doble vida, y ya sabe lo que dicen: de tal palo tal astilla. Los han matado a los dos por algo que sucedió a costa del tal Simón hace trece años. ¿No dice usted que todo sale siempre a flote, por mucho que se entierre un corcho en el fondo del mar?
Hilario volvió a reír.
—¿Y ahora qué he dicho? —protestó su compañero.
—Nada. Es que volvemos a hablar del caso.
—Perdone…
Se quedaron en silencio, como si entre ellos solo pudiera haber trabajo, trabajo y trabajo. La comisaría era su mundo y su casa, Pablo García la piedra en el zapato. Los casos un día a día incierto y siempre peligroso.
Ernesto Quesada miró la mesa más cercana.
Una mujer, con un niño de pocos meses en brazos, fumaba tratando de echar el humo hacia el otro lado y evitar que envolviera al bebé. Lo malo era que ella misma olía a nicotina desde la distancia. Sentado delante, un hombre de mirada cansina parecía estar hablando mentalmente con el vaso de cerveza que tenía entre las manos.
En un momento dado, ella miró a Quesada y este apartó la vista.
—Mi mujer fumaba, pero lo dejó al casarnos, pensando ya en tener un hijo. Quería estar sana.
—Hizo bien —lo aprobó Hilario.
—Es curioso que usted no fume.
—Una vez alguien me dijo que no se fiaba de los hombres que no fumaban.
—¿Y qué le contestó?
—Le respondí: «¿Como Franco?».
Ernesto Quesada soltó una carcajada.
La mujer, el niño, el hombre y algunos parroquianos más le observaron sin disimulo.
Tuvo que serenarse.
—Muy buena —susurró por lo bajo—. ¿Qué dijo el tipo?
—¿Qué quería que dijera? Se metió la lengua en el bolsillo y eso fue todo.
Después de la carcajada, el bebé no dejaba de mirar a Quesada. Ojos abiertos, babas, sonrisa de inocencia.
—¿En qué piensa? —le preguntó Hilario.
—No, en nada.
—Va, suéltelo.
—Pensaba que cuando haya nacido mi hijo…
—Querrá comer todos los días en casa —puso el dedo en la llaga Hilario.
—¡Caray, lo pilla todo! —se sorprendió Quesada.
—Ya he pasado por esto.
—Usted tiene dos hijos mayores, es diferente.
—¿Cree que porque sean mayores no me gusta verlos?
—No, claro, perdone. No me he expresado bien.
—Un hijo es siempre hijo. De pequeños te los comes a besos, son tuyos, te pertenecen en cuerpo y alma, eres su héroe; luego les enseñas y guías, les preparas, según tus ideas, claro, pero lo haces; y después, con los años, siempre llega el momento en que los matarías y te preguntas en qué te equivocaste a lo largo del camino. El problema es que en ese momento has de darte cuenta de que ya no son tuyos, sino de sí mismos, y si no lo entiendes, vas listo —hizo una pausa—. Lo importante es haberles enseñado a ser libres y tener ideas propias, una ética, una moral que les haga ser personas valiosas, y por supuesto haberles dado comida, estudios, un hogar, una estabilidad… Lo otro ya se nos escapa. Lo que venga es cosa suya. Mientras uno vive, siempre será su padre. Lo esencial es que lo sepan, que entiendan que estamos ahí.
—Me gustaría haber apuntado todo eso —se sinceró el subinspector.
—No es necesario. Recuérdelo y ya está. Aunque creo que en el fondo también lo sabe.
—No, no crea. Voy un poco despistado. Y suerte de que ella lo lleva bien. Está contenta. ¿Sabe que me dijo el otro día?
—¿Qué?
—Bueno, no sé si…
—¿Otra vez? ¡Suéltelo!
—Me dijo que mientras esté con usted, no puede pasarme nada malo.
—¿Eso dijo? —se sorprendió Hilario.
—Ya ve.
—Significa que le habla de mí.
—De sus métodos, su manera de investigar, su paciencia, la forma en que interroga a la gente, la intuición, no precipitarse nunca… Otro, ayer, hubiera detenido al tal Pete. Puede que incluso a Renata, la amante. Y hoy no digamos. La viuda, Galobart…
—Y llenamos la comisaría de gente sin más.
—¡Pero Pete robó ese collar!
—Lo empeñó. Le habrían soltado. Y no olvide que Sonia Roméu al fin y al cabo puede denunciarle. Tiene la papeleta de empeño. Depende de si quiere que se sepa lo de su padre.
—De todas formas ese imbécil es carne de presidio, ¿no?
—Algunos caen de pie —matizó—. Pero sí, seguro. A la larga en una de esas caídas se acaban torciendo un pie y entonces ya no pueden correr —buscó al camarero con la mirada porque la comida estaba tardando demasiado en llegar.
—Creo que ahí viene lo nuestro —le indicó su compañero.
No tuvo tiempo de volver la cabeza. El camarero aterrizó a su lado con una bandeja en la que iban los dos platos de sopa, el agua, el pan, los cubiertos y las servilletas. Lo depositó todo en la mesa a una velocidad de vértigo, les deseó buen provecho y desapareció.
La sopa tenía buen aspecto.
Dejaron de hablar durante algunos minutos. Nada más terminarse la sopa, aparecieron los platos de carne. La de Hilario un poco quemada y la de Quesada un poco cruda. Optaron por comer y callar. Tampoco era el mejor de los lugares. Antes de terminar el camarero se detuvo a su lado un momento para preguntarles si querrían postres. A Hilario se le ocurrió preguntar qué tenían y, como en el caso de la comida, el camarero le soltó de corrido una lista de nombres casi inseparables el uno del otro.
—Arrozconlecheflandelacasayogur…
—Arroz con leche —le interrumpió Hilario quedándose con lo primero.
—Flan de la casa.
—¡Marchando!
Se marchó él.
—Hay que nacer para esto —musitó Quesada.
—¿Está seguro?
Acababan de comer. Ya era imposible no volver con el caso.
Fue el mismo Hilario quien lo hizo.
—Arturo Galobart es abogado, lo mismo que Juan Carlos Roméu. Y, sin embargo, a Simón Arellano lo defendió uno de oficio. Segismundo Cifuentes, según consta en el expediente.
—No querrían verse mezclados en todo aquello.
—Es obvio. Pero habrá que hablar con Cifuentes.
—Desde luego, si Galobart asustó o intimidó a Encarnación Segrelles, es porque lo sabe todo.
—Y nos lleva ventaja. Como no aparezca…
—Nos queda ella. Y siempre podemos registrar el despacho de él.
—¿Y cree que dejará pruebas de algo en su despacho? —Hilario levantó la mano y le pidió la cuenta al camarero.
Ernesto Quesada hizo ademán de ir a sacar la cartera.
—Deje, hoy le invito —se ofreció Hilario.
—Siempre pagamos a medias —protestó el subinspector.
—Pues hoy no. Y cállese o le arresto por desacato a la autoridad y se va directo al TOP.
Quesada se rio.
—¿Sabe que en Inglaterra y Estados Unidos el TOP es la lista de éxitos?
Llegó la cuenta, Hilario dejó cincuenta pesetas y esperó el cambio. Ya estaban de pie cuando regresó el camarero. La propina hizo que pareciera más feliz. Salieron a la calle, cruzaron la calzada y volvieron al despacho de Arturo Galobart.
La mujer ya estaba en su puesto.
Él no.
—Lo siento, no ha vuelto —les dijo ella.
—¿Ha llamado por teléfono?
—No, tampoco.
—¿Eso es normal?
—Sí, bastante. Tampoco llevamos tantos casos, pero cuando el señor Galobart se lía, se lía.
La dejaron solitaria y seria en su pequeño espacio y una vez en la calle se dirigieron al coche. Esta vez se sentó Hilario al volante.
—Llame por radio a la central y que averigüen las señas del abogado Segismundo Cifuentes. A ver si hay suerte.
Esperó la respuesta sin poner el coche en marcha.
No hubo que esperar demasiado.
—¿Quesada, sigue ahí? —se escuchó la voz de la radio.
—Adelante, sí.
—Tenéis suerte. Solo hay un Segismundo Cifuentes, abogado. La dirección que consta es ronda de San Antonio 12.
—Gracias.
Hilario le pidió el micrófono.
—Soy Soler —le tomó el relevo—. ¿Está por ahí Marcelino Crespo?
—Sí, claro.
—Ponme con él.
Esperó un minuto. La digestión se le volvió algo pesada. Cuanto antes arrancara el coche, mejor, o le entraría el amodorramiento. Marcelino Crespo debía de estar haciendo algo importante, porque más que hablar, rugió.
—¿Qué pasa, Soler?
—Necesito que manden un coche patrulla a vigilar el número 149 de la calle Caspe. El sospechoso es un abogado llamado Arturo Galobart. Es bajo, rechoncho, calvo, bigotito fino. Tiene que ver con el caso de los Roméu. Pero, cuidado: no quiero que lo detengan, solo que me avisen si aparece por su oficina y, si sale antes de que llegue yo, que le sigan para tenerlo localizado. ¿De acuerdo?
—¿Tiene algo? —preguntó el segundo de Pablo García.
—Podría ser.
—Nunca suelta prenda, ¿eh?
—No sin estar seguro.
—Pos Dios, Soler —jadeó el hombre a través de la radio—. El día que aprenda que la información ha de compartirse… ¿Y si le pasa algo?
—Tiene a Quesada —dijo.
—La madre que lo parió…
—¿Lo mandarán?
—¡Sí, hombre, sí! Ya he tomado los datos. ¡Y a veces pienso que ojalá te pegaran ese tiro, aunque no sé si en la cabeza o en los huevos!
Eso fue todo.
La comunicación la cortó el propio Marcelino Crespo.