38
Pablo García le echó una rápida mirada al informe.
Causa, móvil, pesquisas, culpable…
Cuando Hilario dejó de responder a las preguntas aisladas, se quedaron mirando.
Había un destello de renovado respeto en los ojos del comisario.
También de alivio mezclado con cansancio.
—Increíble —dijo.
—Ya hemos dado orden de busca y captura. Se han hecho copias de la foto. Es de hace años pero no creo que haya cambiado demasiado. Además, ese hombre abulta lo suyo. No pasa desapercibido.
—¿Y si está escondido?
—No tiene muchos lugares a donde ir, y tarde o temprano irá a su casa, con su madre.
—Un maldito loco…
—Un maldito loco, sí —le dio la razón Hilario—. Pero que ha cargado durante trece años con la maldición de haber ajusticiado a un inocente por culpa de dos hombres que pudieron pagar su libertad a costa de él.
—¿Le defiende?
—Era el verdugo de La Modelo. Su trabajo consistía en cumplir la ley. Y la ha cumplido a su modo.
—¿Cómo pudieron darle un empleo así a una persona con el cerebro de un mosquito? —se revolvió incómodo el comisario.
—Precisamente por eso, imagino. Vivir matando gente, aunque sea legal… —Hilario suspiró—. Todo sistema tiene su engranaje, y si un simple tornillo está mal puesto, no funciona. Vicente Miranda ha sido el tornillo de esta historia.
—¿Por qué creyó a Simón aquel día? Podía mentir. ¿Qué condenado no grita que es inocente?
—Simón era religioso. Se confesó, pero no tuvo bastante. A última hora se vio en la necesidad de pronunciar los nombres de los Roméu, en voz alta, para expiar del todo su pecado ante Dios, que no era asesinar, sino mentir. Allí estaba el pobre Vicente Miranda. Algo debió de impactar en él, en su simple y lineal cerebro. Algo que le llevó al manicomio, no lo olvide, comisario. Un verdugo sintiéndose culpable por haber dado muerte a un inocente. Ni siquiera puedo imaginarme lo que ha de ser eso.
—Desde luego, es una historia triste —manifestó Pablo García.
—La miseria suele dar historias tristes.
—Usted cada vez que resuelve un caso se me pone filosófico —gruñó el comisario—. ¿Tanto le cuesta estar contento?
—Tenemos seis muertos, señor —abrió las manos con las palmas hacia arriba—. Eliana Roca, su hijo no nato, Simón Arellano, Gonzalo y Juan Carlos Roméu, e imagino que Vicente Miranda cuando le atrapemos, porque me apuesto algo a que acaba en el garrote vil que él mismo manejó durante años —y lo repitió—: Seis muertos. Son demasiados para estar contento.
Pablo García optó por eludir el tema, cansado de discutir con él.
—¿Le hemos puesto vigilancia?
—He dejado un coche patrulla cerca de la casa, en la calle Trafalgar, sí. Según la madre, su único amigo era un acomodador de cine. Como le he dicho, no tiene muchos lugares a los que ir. Es más: no sabe que le estamos buscando. Ni siquiera sé por qué se esconde. Acabará yendo a casa.
Parecía todo.
Pero no.
Pablo García se enfrentó a sus propios demonios.
—Soler, mañana es el entierro de los dos Roméu, padre e hijo.
—El caso está resuelto, comisario.
—Me gustaría decirles que hemos cogido al asesino.
—¿Solo eso?
—¿Qué quiere decir?
—¿No les contaremos las causas de que Vicente Miranda los matara?
Al comisario se le ensombreció la expresión.
Juan Carlos Roméu, asesino de una joven embarazada.
Gonzalo Roméu, encubridor y diseñador de su plan maestro para evitarle lo peor a su hijo.
—Coño, Soler, no joda… —rezongó.
Hilario pensó en Sonia Roméu.
También en Palmiro Prats.
La primera, era fuerte. El segundo, frágil.
Después, la que apareció en su mente fue…
—Los Roméu son cosa suya, señor. Pero hay una víctima más. Y me gustaría dejarla al margen.
—¿Quién?
—Encarnación Segrelles, la viuda de Simón Arellano.
—No la cita en su informe —señaló Pablo García.
—No lo he creído necesario.
—Entonces…
—Por si lo pregunta luego. Mejor zanjarlo ahora.
—Pero ella sabía que su marido era inocente y que…
Hilario sostuvo su mirada.
El comisario entendió.
—He resuelto el caso. Creo que me he ganado el derecho.
—Soler…
—¿Vamos a encerrarla y a quitarle a sus hijos, que acabarán dispersos en cualquier parte? Su único pecado era ser pobre. Su marido le dio una oportunidad. Ahora es probable que se quede sin nada igualmente.
Pablo García tamborileó los dedos de la mano derecha por encima del informe.
Su subordinado tenía razón: caso cerrado.
Bastante complicado era ya por la identidad de los dos asesinados.
—Ella no sabía nada —accedió el comisario.
—Gracias, señor —se sintió aliviado—. ¿Quiere algo más?
—No.
Hilario se levantó. No hubo ningún otro protocolo. Salió del despacho y se encontró con Ernesto Quesada esperándole.
—¿Todo bien? —le preguntó su compañero.
—Sí, todo bien —respiró a fondo.
—¿Sabe algo? —no esperó a que le preguntara y señaló la puerta de Pablo García—. Me alegra de que sea él el que tenga que dar las explicaciones finales. Ni me importa que se apunte el tanto por el caso que hemos resuelto nosotros. No va a ser fácil decirles a los Roméu que padre e hijo eran unos hijos de puta. Porque se lo dirá, ¿verdad?
Hilario echó a andar.
—¿Señor? —vaciló Quesada reaccionando para ir tras él.
—No tengo ni idea de lo que hará García —confesó Hilario sin dejar de caminar.
—¡No puede ocultar…! —se encontró con la mirada de su superior y le cambió la cara. Luego exclamó—: ¿Puede?
Hilario se detuvo.
—No lo sé —fue sincero—. ¿Y quiere saber algo más? En este momento ni me importa. Me voy a casa a comer y usted debería hacer lo mismo —hundió el dedo índice de la mano derecha en el pecho de Quesada—. Por hoy, nos hemos ganado el maldito sueldo.
Lo dejó en mitad del pasillo y enfiló las escaleras para irse de la comisaría cuanto antes.