UNA ALTA PERSONALIDAD ES TESTIGO DE UNA FUNCIÓN DE SOMBRAS CHINESCAS

Naturalmente tuvieron que transcurrir largas semanas antes de que el profesor Daumer adquiriese tan perfecta visión del pasado del muchacho. Poner en claro todos estos detalles, darles una forma comprensible, convincente, fue una labor digna de un arqueólogo. Lo que al principio parecía un sueño febril, ofrecía ahora todas las apariencias de realidad.

Daumer se apresuró a entregar a las autoridades el resultado de sus observaciones. Lo hizo en un concienzudo dictamen que tuvo la virtud de hacer que el magistrado se decidiera a abandonar la senda de los interrogatorios oficiales para acercarse al infeliz con maneras más amistosas y afables. Médicos, sabios y peritos se pusieron, por orden del juzgado, a la labor de desentrañar la anterior suerte del muchacho. Se entabló un debate inacabable; a las dudas sucedía el asombro, pero las explicaciones más dispares siempre conducían a lo mismo, a confirmar los resultados obtenidos por Daumer.

Pocos días después, a principios de julio, dictó el alcalde un bando que despertó en todo el país intranquilidad y asombro. Empezaba explicando en él la aparición de Caspar Hauser, y, tras repetir con pelos y señales la narración del jovenzuelo, hacía el retrato de éste. Hablaba de la bondad y amabilidad del muchacho que a todos maravillaba y que sólo le permitía dirigirse a sus opresores con lágrimas en los ojos, y que ahora, más libre, lo hacía con profundísima emoción. Describía su sinceridad y su franqueza, su voluntad por el bien, su instintiva repugnancia hacia el mal, su anhelo de saber y su aplicación en el estudio.

«Todas estas circunstancias —proseguía el elocuente bando— muestran que está provisto de las más dignas cualidades del cerebro y del corazón, y dan pie a la sospecha de que su encarcelamiento ha querido ocultar un nefando crimen que le ha privado de sus padres, de su libertad, de su fortuna, quizá de las ventajas de un hogar nobilísimo y, en todo caso, de las más bellas alegrías de la infancia, el bien más preciado de la vida.»

La suposición, que resultaba atrevida y llena de graves consecuencias, hacía más honor a la bondadosa naturaleza y al espíritu romántico del alcalde que a la prudencia que es de exigir en una persona de tan alto cargo en una ciudad.

«Por lo demás —proseguía el bando—, el crimen fue cometido en una época, según hacen suponer ciertos indicios, en que ya el muchacho dominaba el hablar y poseía la base de una noble educación, que irradia de todo su ser como una estrella rutilante en la noche sombría. Por lo tanto, a todos atañe, tanto a las autoridades como a los ciudadanos de buen corazón, tratar de averiguar hasta los más ínfimos detalles que pudieran tener conexión con el hecho. Y no precisamente para alejar de nosotros a Caspar Hauser, a quien todos amamos ya desde que le hemos acogido entre nosotros, sino con el único móvil de descubrir el crimen y entregar al malhechor a la justicia para que purgue su maldad con el castigo merecido.»

Seguramente los autores habían puesto una gran confianza en la eficacia de este bando, pero la cosa tomó un rumbo enteramente insospechado que produjo no pocos quebraderos de cabeza a los señores ediles de Nuremberg. Primero llovió sobre las autoridades una enorme cantidad de escritos calumniosos y absurdos en los que toda la nobleza de la región era colocada en entredicho, acusándola, sin excepción, de las actividades más punibles: infanticidios, raptos, sustituciones eran, en opinión del pueblo, crímenes a los que las más distinguidas familias se dedicaban diariamente por pura diversión.

Pero lo más grave fue que el bando llegó a conocimiento de las altas esferas por conducto no oficial. El mismo consejero de la Corte de Justicia envió inmediatamente al gobierno de la región de Ansbach un severo comunicado, en el que calificaba el bando del alcalde de Nuremberg no sólo de antirreglamentario, sino de muy aventurado, y, con toda claridad e indignación, de inoportuno, puesto que los detalles dados a los cuatro vientos dificultarían, si no la hacían del todo imposible, la acción oficial de la justicia. El indignado consejero rogaba al gobierno que exigiese responsabilidades y que enviase a la corte, sin dilación alguna, las actas de la policía acerca del caso.

El gobierno no se lo hizo repetir dos veces. Mandó un escrito al comisario de la ciudad de Nuremberg manifestándole que la descripción de la vida del expósito contenía tal cantidad de dudosas suposiciones, que no era posible evitar el supuesto de una equivocación. Al mismo tiempo fueron incautados los ejemplares que restaban del Correo de la Guerra y la Paz, en cuyas páginas aparecía el manifiesto. Todo esto fue remitido a la Corte Suprema de Justicia según lo estatuido para que ésta en última instancia decidiese si debía ser iniciada la persecución del criminal.

Los señores magistrados se sintieron sobrecogidos de pánico. Con toda rapidez ordenaron las actas y por correo urgente las mandaron a Ansbach. Quizá creyeron que allí terminaría todo, pero el intransigente consejero puso el grito en el cielo.

—Los interrogatorios del prisionero y las declaraciones acerca de él no son correctas; no han sido interrogadas las personas que en el primer momento entraron en contacto con él. Además, el profesor Daumer hubiera debido añadir a las actas el detalle de sus conversaciones con el interfecto.

El gobierno advirtió al magistrado contra toda acción independiente de su parte. El magistrado replicó, en una explosión de indignación y tozudez, que con las medidas que se le exigían existía el peligro de impedir el descubrimiento; acusación que la autoridad superior rechazó con malhumorada energía:

—Recuperad el terreno perdido con vuestros descuidos, mandad los protocolos de los interrogatorios, mandad actas, actas, sólo actas.

El profesor Daumer había seguido aquellos acontecimientos con contenida furia. Calificaba el proceder de las autoridades de Ansbach de repugnante indignidad de unos miserables covachuelistas, y estaba decidido a expresar con la mayor sinceridad su justa indignación en una enérgica epístola al gobierno. Sólo a duras penas lograron disuadirle de ello algunos buenos amigos.

—¡Pero algo hay que hacer! —replicaba lleno de indignación—. Estamos en camino de cometer un crimen al amparo de la justicia, y yo ¿he de cruzarme de brazos?

—Lo más aconsejable sería dirigirse personalmente al consejero Feuerbach — propuso el caballero Tucher, que asistía a la reunión.

—¡Esto exigiría desplazarse a Ansbach!

—Claro está.

—¿Pero no supone usted que él, como presidente del Tribunal de Apelación, no estará ya enterado de las medidas tomadas por sus subalternos? ¿Y cómo es posible que no las autorice?

—No importa. Yo creo en los resultados de una conversación amistosa con él; conozco al señor von Feuerbach, es el último en cerrar sus oídos a una petición justa.

Quedó decidido el viaje. Daumer y el señor von Tucher se hallaban ya a la mañana siguiente en Ansbach. Desgraciadamente, el presidente Feuerbach se hallaba de viaje de inspección por la provincia, tardaría cinco días en volver, y los dos caballeros, deseosos de alcanzar el objetivo que se habían propuesto, tuvieron que prolongar su estancia en la capital más de lo previsto.

Mientras tanto, el expósito pasaba malos ratos. Su celda de la torre se convirtió en la meta de todos los curiosos y desocupados de la población, que acudían a él como al espectáculo de un animal raro e intrigante. El bando del alcalde lo había expuesto a la curiosidad del público. Sus protectores se habían retraído, pues temían que aquella historia no terminara bien y que la Corte Suprema les condenara como embaucadores a todos. El guardián de la torre no estaba autorizado para poner trabas al ansía de diversión del público; el alcalde había levantado la orden por la que se prohibían visitas a horas determinadas, ya que parecía conveniente que vieran al preso el mayor número posible de personas. Con frecuencia, el carcelero se compadecía del indefenso muchacho, pero, por otra parte, no dejaba de adular su vanidad el hecho de ser dueño de maravilla semejante; además, su bolsillo no quedaba jamás vacío después de tales visitas.

Aparecían los primeros visitantes apenas amanecía el día, cuando Caspar Hauser se levantaba penosamente de su lecho, con un cansancio extraño y evitando que la luz le diera en los ojos. Se quedaba mirando tristemente a un oscuro rincón mientras Hill sacudía su lecho de paja y le traía el pan y el agua. Eran aquéllos casi siempre madrugadores de oficio: barrenderos, muchachas de servicio, mozos de tiendas, obreros que iban al trabajo e incluso muchachos que hacían una escapada antes de seguir su camino a la escuela, o incluso sujetos poco recomendables que habían pasado la noche en el foso o en un granero cualquiera.

A medida que el día avanzaba, la reunión se hacía más distinguida; iban familias enteras, el rentista con su esposa e hijos, el comandante retirado, el sastre Planchacalzas, el conde Calzarrón con su señora esposa y damas, el señor Fulano y el señor Zutano, que aprovechaban su paseo matinal para visitar al curioso monstruo.

Eran alegres las reuniones; se conversaba, reía y murmuraba, se cambiaban chanzas u opiniones. Los visitantes eran generosos y le llevaban al jovenzuelo toda clase de regalos. Él los miraba como un perro mira el bastón del dueño que aún no ha aprendido a llevar en la boca. Le arrojaban toda clase de alimentos a fin de excitar su apetito, la señora del consejero de la Cancillería, por ejemplo, se tomó la molestia de subirle un jamón entero, que a la mañana siguiente había desaparecido sin que nadie supiera dar razón de su paradero aunque todo el mundo lo dedujo.

Lo más importante para todos era: ¡Mostradnos esa maravilla, ese asombro del mundo que nos han enaltecido de tal modo! Pero como el silencioso muchacho no hacía nada de lo que habían imaginado, prorrumpían en protestas, como sí hubieran pagado entrada y se vieran burlados, o bien se entregaban a las más asombrosas necedades. Se consideraban seres inteligentes y cubiertos de gloria mientras le martirizaban a preguntas: de dónde era, cuántos años tenía y cosas semejantes. Su implorante mirada, sus «sí» y sus «no» dichos a destiempo, que partían de su boca infantil tratando de complacer a todos, su temor, sus balbuceos, su atención a cuanto le decían, todo ello complacía en grado sumo a los visitantes. Algunos acercaban su rostro al de él y les causaba diversión el profundo temor que le producían sus, miradas. Manoseaban sus cabellos, sus pies, sus manos, le obligaban a andar por la habitación, le mostraban grabados que debía describir y trataban de ser cariñosos con él mientras se sonreían astutamente.

Pero la inocencia de experimentos tales pronto cansó a los espíritus más activos y dinámicos, que pretendían cerciorarse de si era verdad que el prisionero despreciaba todo alimento que no fuese pan y agua. Si le metían en las narices carne o cerdo, miel o manteca, leche o vino, se divertían enormemente los curiosos cuando el muchacho se estremecía de asco.

—¡Mirad qué comediante! —chillaban entonces—. ¡Hace como si le repugnaran nuestros más delicados manjares! ¡Debió de haber cogido un empacho en la cocina de algún ricachón!

Pero el colmo de la diversión tuvo lugar un día en que dos jóvenes aprendices de una joyería trajeron aguardiente consigo y planearon hacérselo beber a la fuerza. El uno le sostenía la cabeza, mientras el otro pretendía vaciarle el vaso entero entre los labios. Pero no pudieron llevar a cabo sus propósitos, porque la pobre víctima sólo de oler los vapores del alcohol cayó desvanecida. Acobardados no sabían qué hacer con el muchacho inerte en sus brazos; por suerte le vieron respirar y recobraron su valor.

—No le creáis sus trucos —opinó un pimpollo que hasta entonces se había mantenido en un rincón sin decir esta boca es mía—. Yo le haré recobrar el sentido.

Y, al decirlo, sacó sonriendo del bolsillo de su faltriquera su dorada cajita de rapé y, tomando una buena cantidad entre los dedos, la introdujo en la nariz del presunto embustero, cuyo rostro palideció al instante y empezó a temblar todo su cuerpo, lo que hizo estallar en carcajadas a los tres individuos. Como entonces llegó el guardián y les llamó al orden, se fueron maldiciéndole, dejando el campo libre a un anciano señor, quien se lanzó a sacudir el pecho y las espaldas del pobre Caspar, que volvía en sí por momentos. Le acarició las sienes, le sacudió la cabeza, le habló en francés, después en español, luego en inglés, cambió impresiones con el guardián; en suma, que se mostró consciente de su importancia y suficiencia.

Caspar, sin embargo, se limitó a mirarle diciendo sin cesar, con voz lastimera:

—Camino de casa.

—¿Por qué no juegas con el caballito? —preguntó el guardián cuando se hubo marchado el importante personaje. Aún se entendía con Caspar más por gestos que por palabras, ya que éste leía en los gestos y los ojos de los hombres lo que las palabras no podían decirle.

Contempló largo rato a Hill y repitió:

—Camino de casa.

—¿De casa? —contestó el guardián, entre burlón y compasivo—. ¿Dónde está tu casa, criatura infeliz? ¿En aquel mísero agujero? ¿A aquello llamas casa?

—Que venga Tu —dijo Caspar con voz clara y lenta.

—Se guardará de hacerlo —replicó Hill, sonriendo con un guiño.

—Vendrá Tu, vendrá pronto —repitió Caspar tozudamente, y miraba con expresión solemne al cielo vespertino, como si estuviera convencido de que de un momento a otro aparecería por el aire. Se levantó luego con penoso esfuerzo, cogió su caballito de madera y trató de abrazarlo, porque sólo quería llevarse consigo aquel objeto cuando Tu viniera.

Hill comprendió su intención.

—No, Caspar —dijo—. Ahora tendrás que quedarte en este mundo. Que no pueda gustarte lo comprendo muy bien. Tampoco a mí me gusta, pero, mal que te pese, tienes que quedarte.

Aunque no percibiera por entero el sentido de aquellas palabras, Caspar pudo entender la irrevocable decisión que encerraban. Un estremecimiento recorrió su cuerpo de pies a cabeza, se arrojó al suelo llorando y, aunque Hill logró calmarle y consolarle, parecía como si una gran pena se hubiera adueñado de su corazón. La pesadumbre cubría como un espeso velo su rostro infantil, y a la mañana siguiente las lágrimas vertidas parecían haberle pegado los párpados.

Por primera vez se negó a jugar con el caballito. Se acurrucó en un rincón y allí permaneció absolutamente inmóvil durante horas enteras. Se estremecía continuamente al oír el crujir de la escalera, y se echaba a temblar en cuanto descubría en el umbral de su aposento cualquier rostro extraño. Temblaba al mirar a la gente; el olor de su aliento era un martirio; que le tocaran, algo insoportable; y sentía sobre todo miedo de las manos. Era lo primero de lo que parecía tomar buena nota, su forma, su color, y, ya antes de sentirlas sobre su piel, le asustaban, pues le parecían seres independientes, peligrosos animales reptantes, viscosos, dotados de imprevisibles movimientos.

La única que no acudía era la mano de Daumer, la única cuyo contacto resultaba agradable para él. «¿Por qué? —pensaba Caspar—, ¿por qué le ocurría a él todo aquello? ¿Por qué aquellas apreturas para verle desde la madrugada hasta el anochecer? ¿De dónde venían aquellos extraños? ¿Por qué eran tantos y por qué eran sus bocas y sus ojos tan perversos?»

Ya no le gustaba el agua fresca; tampoco se sentía hambriento de pan. En su agotamiento, en pleno día se creía en la noche, y aquel fulgor ardiente, que le habían dicho que era el resplandor del sol, para sus ojos cansados, no significaba más que una niebla púrpura que le cegaba. Le atemorizaba el mugido del viento porque lo confundía con las voces humanas. Añoraba la soledad de su celda. Su único pensamiento era poder volver a su oscuro y silencioso hogar.

El domingo, ya avanzada la tarde, regresaron de Ansbach Daumer y von Tucher, acompañados del consejero von Feuerbach, quien había decidido visitar al expósito personalmente para tratar de imponer orden en el trasiego inútil de las actas y oficios. Después de haberse instalado en la posada Zum Lamm, el señor consejero se hizo conducir por los dos caballeros al castillo y a la torre. Ya habían dado las nueve de la noche cuando llegaron. Grande fue su sorpresa al hallar la celda de Caspar vacía. La esposa del guardián les explicó toda azarada que su marido se había llevado a Caspar a la posada Zum Krokodil. El caballero von Wessenig había querido mostrar a Caspar a algunos amigos llegados de tierras muy lejanas y había ordenado que se lo llevaran.

Daumer palideció y clavó una mirada sombría en el suelo, previendo desdichados acontecimientos; el señor von Tucher apenas supo dominar su mal humor, y los labios rasurados del presidente se contrajeron irónicos y despectivos; su acritud semejaba la de un príncipe ofendido cuando, volviéndose a sus acompañantes, ordenó bruscamente:

—Llévenme a esa posada!

Había caído la noche, la luna se reflejaba sobre el tejado del Ayuntamiento. En silencio descendieron los tres hombres la colina y apenas llegaron a la plaza del mercado, después de abandonar el laberinto de callejuelas, Daumer se detuvo de pronto y dijo con voz excitada:

—¡Allí está!

Y efectivamente descubrieron a Caspar que, a la puerta de la hostería Zum Krokodil, temblaba en brazos del buen Hill. Se detuvieron también el presidente y el señor von Tucher, y entonces pudieron observar que el muchacho se resistía a avanzar, retrocedía, temblando, con los ojos fijos en el suelo, retratado en su rostro el más profundo asombro, el terror más agudo. Casi corriendo se acercaron a él los tres hombres para enterarse de lo que sucedía. La luna proyectaba las sombras del muchacho y las de sus acompañantes en el suelo.

Caspar no se atrevía a moverse, porque cada uno de sus movimientos lo veía imitado por aquel incomprensible objeto que se arrastraba por el suelo. Sus labios se contraían como para chillar, tenía las mejillas blancas como la nieve y sus rodillas se negaban a sostenerle. Todo lo horrible y horroroso de aquel mundo al que le había arrojado el destino lo veía corporeizado en aquella figura que se movía en el suelo.

Daumer, el señor von Tucher y Hill se afanaban a su alrededor, mientras el presidente les observaba algo apartado. Daumer, al elevar su mirada, observó en su rostro severo una profunda y contenida emoción.

Faltó poco para que Hill, a quien alcanzó en primer lugar la cólera del presidente, no fuera destituido de su cargo; tan sólo le salvó el señor von Tucher, que quiso que la tormenta descargara sobre los verdaderos culpables, porque era demasiado notorio el descuido con que se había tratado al prisionero. Con su habitual decisión, el presidente fue a entrevistarse con el alcalde Binder, a quien hizo objeto de las más duras críticas. El señor Binder no pudo hacer más que humillarse ante el incontenible chorro de furor que fluía de los labios del consejero. Al comprobar la importancia que el señor presidente le concedía al muchacho, tuvo que admitir la equivocación que había padecido. Por un lado había tomado todo aquel asunto con una excesiva tibieza, debido en gran parte a las reprimendas del gobierno que le habían amargado la vida. Mas ahora, de pronto, cuando la voz del poderoso caballero se elevaba en favor del muchacho, se dio clara cuenta de la excelente disposición en que estaba respecto al expósito, se sintió capaz de hacer por él todo cuanto estuviera en su mano y se mostró conforme sin más cuando el señor von Feuerbach le exigió que cambiara la situación del joven prisionero.

—Deberá ser atendido debidamente —dijo el presidente—; el profesor Daumer se ha ofrecido voluntariamente a albergarlo en su casa, y deseo que este paso no se vea dificultado en lo más mínimo.

Binder se inclinó.

—Mañana a primera hora tomaré las medidas pertinentes al caso —contestó vivamente.

—No será antes de que yo haya podido hablar con el muchacho —replicó el presidente—; a las diez estaré en la torre, y les ruego que me permitan estar a solas con el prisionero durante una hora por lo menos.

Daumer regresó a casa muy excitado. Apenas saludó a su madre y a su hermana, después de una ausencia de varios días.

—Estos indignos señores deben de haberse portado como unos cochinos—rugía paseando furioso por toda la casa—, el muchacho está completamente deshecho. ¡Y a esto llaman seres humanos! ¡Bárbaros! ¡Matarifes! ¡Y pensar que estoy obligado a convivir con semejante inmundicia de gente!

—¿Y por qué no se lo dices a ellos mismos? —replicó Anna Daumer fríamente—. Ningún provecho sacarás de insultarles escondido tras estas cuatro paredes.

—Dime, Friedrich —dijo la anciana dirigiéndose a su hijo—. ¿No volverás a ofrecer tu corazón a un nuevo ídolo?

—Por tu pregunta observo que no le has visto todavía —replicó Daumer con acento casi compasivo.

—Cierto; le rodea demasiado gentío para mí.

—Pues bien, cuando de él se habla es imposible exagerar, porque el lenguaje humano resulta pobre para describirlo. Es algo así como un cuento de hadas en el que de la nada surge un ser fabuloso, nos habla de pronto la voz pura de la naturaleza y un mito se convierte en realidad. Su alma semeja una piedra preciosa, no acariciada todavía por ninguna mano ambiciosa, mas yo quiero alcanzarla, me autoriza a ello el sublime propósito que persigo. ¿O es que no soy digno de tal cosa?

—Estás divagando —dijo Anna tras un prolongado silencio y casi contra su voluntad.

Daumer se encogió de hombros, sonriendo. Luego se aproximó a la mesa y dijo con voz apagada, como si el tono suave le defendiera ya de una temida resistencia:

—Mañana Caspar se trasladará a nuestra casa; se lo he pedido a Su Excelencia y ha accedido. Espero, madre, que no tengas nada que oponer y que me creerás si te digo que es algo para mí de extraordinaria trascendencia. Estoy sobre la pista de un gran descubrimiento.

Madre e hija se miraron asustadas.

A la mañana siguiente Daumer, el alcalde, el médico forense y otras varias personas se encontraron a las diez en la plaza del castillo; allí esperaron hora y media a que bajara el presidente, que conversaba con el prisionero. Daumer, que quería evitar conversaciones, permaneció inmóvil apoyado en el pretil del muro, contemplando el pintoresco laberinto de callejuelas que a sus pies se extendía.

Cuando el consejero finalmente descendió, todos se precipitaron a rodearle para oír la opinión del famoso y temido personaje. Pero el rostro de Feuerbach mostraba una severidad tan preñada de sombras que nadie se atrevió a molestarle con la más mínima pregunta; dirigió a la concurrencia una mirada airada y penetrante, con los labios contraídos, y en su frente se marcaba una arruga vertical que delataba lo profundo de sus reflexiones. El silencio fue interrumpido por el alcalde para rogarle a Su Excelencia que se dignara almorzar en su casa. Feuerbach le agradeció el interés; pero... urgentes negocios le obligaban a regresar a Ansbach sin pérdida de tiempo. Luego se volvió a Daumer, le alargó la mano y le dijo:

—Ocúpese inmediatamente del traslado de Hauser; este pobre muchacho necesita urgentemente cuidados en un medio tranquilo. Pronto sabrá de mí. ¡Dios sea con ustedes, caballeros!

Luego se alejó con su paso rápido y menudo, descendió la colina y pronto desapareció tras la iglesia de Sebald. Todos mostraron su desilusión, pues estaban plenamente convencidos de que la sagacidad de aquel hombre no conocía límites y de que únicamente su mirada sería capaz de penetrar en las tinieblas que envolvían aquel crimen nefando. Por eso les puso de tan mal humor aquel silencio al parecer intencionado. Por la noche ya se hallaba instalado Caspar en la casa de Daumer.