«AENIGMA SUI TEMPORIS»
Unos días después, un viernes, cuando Caspar abandonaba su oficina, a eso de mediodía, se encontró con un desconocido caballero, al parecer muy distinguido, alto y delgado, cuya negra barba resaltaba sobre la blancura de su piel, que le pidió le concediera unos minutos.
Caspar titubeó, porque en la voz del caballero adivinaba un tono imperativo y al mismo tiempo respetuoso que le sorprendía.
Se apartaron unos pasos en dirección a una escalera por la que nadie transitaba. El forastero se sonrió al observar la timidez de Caspar y, tratando de infundirle valor, le habló de nuevo con el mismo tono de voz lleno de apremio y respeto.
—¿Es usted Caspar Hauser? Lo ha sido hasta hoy. Desde mañana renunciará a este nombre. Me llena de emoción verle y hablarle. Su rostro desvanece cualquier duda que pudiera caberme. ¡Príncipe, Alteza, permítame que bese su mano!
Se inclinó y besó humildemente la mano de Caspar, que le contemplaba mudo de emoción. Parecía como sí el corazón cesara de latir en su pecho.
—Vengo de la corte como emisario de su madre, con el encargo de buscarle y llevarle conmigo —prosiguió el caballero, con voz no menos agitada ni menos respetuosa—. Tenga la impresión de que aguardaba este momento desde hace mucho tiempo. Pero hay que ser prudentes. Tenemos que vencer muchas dificultades y obstáculos. Tiene que huir conmigo. Todo está preparado. Sólo falta que confíe usted en mí por completo. ¿Puedo a mi vez confiar en que mantendrá un absoluto silencio?
¿Qué podía contestarle Caspar? Contempló el rostro del desconocido, que le parecía un ser extraordinario, fabuloso. Y con estúpida atención detuvo su mirada en las cicatrices de viruela que cubrían la nariz y las mejillas de aquel extraño personaje.
—Su silencio es para mí elocuente —dijo el desconocido con una rápida reverencia—. El plan es éste. Mañana, a las cuatro, debe usted acudir a los jardines de la corte, junto a la Lindenallee, frente a la casa de los Freiberg. Allí subirá a un carruaje que le estará esperando. La oscuridad del temprano crepúsculo favorecerá nuestra huída. Venga sin abrigo, tal como está ahora; encontrará allí ropas que le serán más propias. Podrá cambiarse en la primera posta, cerca de la frontera, que alcanzaremos en tres horas escasas. Usted no me conoce y es lógico que no quiera confiarse sin más a un hombre totalmente desconocido. Antes de subir al carruaje le mostraré a usted una prenda que le dará la absoluta seguridad de que cuento con la plena confianza de su madre para la consecución de nuestros fines.
Caspar se quedó inmóvil, como paralizado. Sólo su cuerpo se mecía como si el viento amenazara derribarle.
—¿Puedo contar con su aprobación a nuestros planes? —preguntó el desconocido.
Tuvo que repetir la pregunta. Caspar asintió serio y sombrío, sintiendo de pronto que le ardía la garganta.
—¿Estará a la hora convenida en el lugar fijado, Alteza?
¡Alteza! Caspar palideció como un muerto. Su mirada recorrió de nuevo detenidamente los rastros de viruela en el rostro de su interlocutor, luego asintió otra vez, con un calmoso y frío movimiento.
El desconocido se despidió con humilde cortesía y desapareció después en dirección a la Schwanengasse.
Durante toda aquella escena, que había durado de ocho a diez minutos, Caspar no había pronunciado, pues, ni una sola palabra.
¿Era alegría lo que sentía Caspar? ¿Era de tal suerte la alegría que hacía temblar a quienes embargaba? Un sudor frío empapaba su espalda y le pegaba la camisa a la piel.
Caminó como unos doce pasos y volvió a detenerse. El suelo se le hundió bajo los pies. «¡Hombres, quitaos de mi camino! —pensaba—. ¡No me toques, nieve! ¡No soples con tanta fuerza, viento!» Se contempló la mano y a pasó levemente las puntas de los dedos por aquella parte que el desconocido había besado.
«¿Por qué trabajan aún los zapateros? ¡Es ya mediodía!», pensó al pasar por una tienda abierta. Sin cesar corría el sudor por su espalda.
Era hermoso saber que a cada paso, a cada mirada y a cada pensamiento, el tiempo transcurría. Porque ahora ya sólo se trataba de eso, de que pasara el tiempo. Al llegar a casa le dijo a la criada que no quería comer y se encerró en su cuarto. Se colocó junto a la ventana y, mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, dijo:
—Ha venido el duque.
Sus pensamientos semejaban al agitado y rápido aleteo de una bandada de pájaros salvajes. «Hasta hoy fui Caspar Hauser —pensaba—, mañana seré el otro y ahora, ¿qué soy? Ayer era un simple escribiente, mañana quizá lleve sobre mis hombros un manto azul bordado en oro; el duque me traerá una espada, larga, fina y flexible como un junco. Pero ¿será cierto? ¿Puede serlo? ¡Claro que puede serlo, y lo será!»
Caspar no encendió la vela hasta que oscureció del todo. La profesora envió a la criada a preguntarle si no quería que le subieran algo de comer. Pidió un pedazo de pan y un poco de leche. Se lo llevaron. Seguidamente empezó a vaciar armarios y cajones; entregó al fuego un montón de papeles y cartas, ordenó sus cuadernos y libros con meticuloso cuidado. Abrió un arca y entre otros trastos encontró un caballito de madera, recuerdo de los días pasados en la torre de Vestner. Lo contempló un buen rato; estaba esmaltado de blanco, con manchurrones negros y una melena que le caía hasta el suelo. «¡Oh, caballito, cuántos años me has acompañado! ¿Qué será de tí ahora? Volveré a buscarte y haré que te construyan una cuadra de plata.» Y diciendo esto, colocó el juguete sobre la mesa, junto a la ventana.
Era de admirar que un carácter como el suyo, tan experimentado en lances de infortunio, tan sensible, prestara tan rápido crédito a un cambio semejante del destino; que en su mente no brotara una sola chispa de desconfianza, de temor o tan sólo de asombro. Un acontecimiento tan extraño a la realidad vivida, tan aventurado por lo repentino e inesperado, no podía ser más que una simple y burda historia que incluso a un niño o a un loco le habría chocado. Él, en cambio, lo creía; él, a quien tantos habían querido buscar, él, para quien el mundo era tan impenetrable y tan odioso como para una golondrina, que al volver del sur encuentra su nido destruido por una mano desconocida, semejante, sin duda, a la que ahora se le tendía, una mano rígida, fría, silenciosa.
Pero ya no le quedaba otra esperanza, si de esperanza podía tratarse. Finalmente tocaban a su natural término todos sus pesares. Se sentía seguro. Se cumplía al fin lo presentido, lo que el hombre no podría describir con su lenguaje ni representarse en su imaginación, pero que tendría que llegar, como llega el sol tras una negra noche al amanecer un nuevo día. ¡Oh, los cansados músculos, encadenados miembros, lentos minutos, horas de silencio! Crujen las paredes, aúlla un perro a lo lejos, silba el viento arrastrando consigo la nieve, tiembla y chisporrotea la llama de la vela y todo en su maldad se afana para hacerle sentir la lentitud con que las horas se suceden.
A las nueve se metió en el lecho. Se quedó dormido. Pasada medianoche oyó dar los cuartos en los cercanos campanarios. De vez en cuando se incorporaba tratando de penetrar en las tinieblas. Luego soñó, medio despierto, que se encontraba ante un espejo. Pensó: «¡Qué cosa más extraña, distingo perfectísimamente la pulida superficie del vidrio y sin embargo estoy soñando!» Se despertó o creyó despertar, abandonó la cama o creyó hacerlo, vagó unos instantes inquieto por la habitación y volvió a tenderse en la cama y a dormir, se despertó de nuevo y caviló: «¿Habré soñado verdaderamente ante el espejo?» Se acercó al espejo de nuevo y sólo distinguió en él los contornos de su figura. Se encontró extraño. No pudo menos que estremecerse y cubrir el espejo con un paño azul bordado en oro. Cuando se echó de nuevo y despertó de veras después de un instante, se dio cuenta de que todo había sido un simple sueño, puesto que el espejo no estaba cubierto.
Fue una larga noche.
Por la mañana acudió al juzgado como de costumbre. Concluyó su trabajo con los párpados medio entornados. A las once tapó su tintero, limpió cuidadosamente sus cajones y se alejó en silencio.
Quandt no iría a casa en todo el día a causa de una asamblea de profesores a la que tenía que asistir. Caspar se halló solo en la mesa con la señora Quandt, que no hizo más que hablar del tiempo.
—La tempestad ha derribado la chimenea de nuestra casa —le contó—. A nuestro vecino, el sastre Wüst, por poco no le mata una teja desprendida de su propio tejado.
Caspar miraba a la calle en silencio; apenas se divisaban las casas de la acera de enfrente; una tempestad de lluvia y nieve, arremolinada por el furioso viento, oscurecía la calle.
Caspar no tomó más que la sopa, rechazó la carne, se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación.
A las tres en punto volvió a bajar, puesta sola su vieja chaqueta castaña y sin abrigo.
—¿Adónde intenta ir, Hauser? —exclamó la profesora desde la cocina.
—Tengo que recoger un encargo en casa del comisario general —repuso Caspar tranquilamente.
—¿Sin abrigo y con el tiempo que hace? —preguntó la mujer, asombrada, saliendo al rellano.
Él la miró distraído, por encima del hombro.
—¡Adiós, señora! —dijo. Y se fue.
Antes de cerrar la puerta de la casa lanzó una mirada de despedida al rellano, al pasamanos de la escalera, al viejo armario oscuro que se alzaba entre las puertas de la cocina y de la sala, al cubo del rincón, lleno de peladuras de patata, cortezas de queso, huesos, astillas de madera y algunos trozos de cristal y, finalmente, al gato que rondaba siempre por aquel lugar. A pesar de la oscuridad reinante, nunca creyó Caspar haber visto todos aquellos objetos con tanta claridad, tan distinta y detalladamente.
Al caer el pestillo cedió la dolorosa angustia que amenazaba su pecho y en sus labios se dibujó una leve sonrisa.
«Escribiré al profesor —pensó—; no, vendré yo mismo; volveré cuando el invierno haya pasado, en una magnífica carroza; intentaré llegar por la tarde para encontrarle en casa. Cuando salga a la puerta no le daré la mano, fingiré ser otro, no me conocerá con mis fastuosas vestiduras. Se inclinará profundamente y me dirá: "¿Desea honrar mi humilde casa Su Vuestra Alteza?" Cuando ya estemos dentro me plantaré frente a él y exclamaré: "Pero ¿es que ya no me conoce?" Él caerá de rodillas y yo le alargaré la mano y le diré: "¿Admite ahora que se equivocaba, que era injusto conmigo?" Él entonces se dará cuenta de ello y pedirá perdón. "¡Vamos —le diré yo—, quisiera ver de nuevo a sus hijitos y a su esposa y también al señor teniente de la policía. Mande usted a buscarle." A los niños les traeré muchos regalos, y cuando Hickel se presente no le diré palabra, le miraré tan sólo, le miraré...»
Dieron las tres y media en el reloj de San Humberto. Aún era demasiado pronto. Pasó por detrás del mercado, recorriendo las callejuelas silenciosas y abandonadas. Se detuvo pensativo un instante frente a la casa parroquial. A causa del ardor que sentía por dentro apenas notaba el frío. Se cruzó con pocos viandantes que, fustigados por el viento, pasaron raudamente sin prestarle la menor atención. Dieron las cuatro menos cuarto al pasar frente a la entrada del castillo. Alguien le llamó, alzó los ojos. Era el desconocido, que se colocó a su lado. Llevaba un abrigo con el cuello forrado de piel. Se inclinó al llegar y murmuró unas breves e ininteligibles palabras de cortesía. Caspar guardó silencio porque el viento era en aquel momento tan huracanado que hubieran tenido que gritar para entenderse. El desconocido le hizo, pues, un gesto por el que parecía indicar que le siguiera. Al parecer también él se dirigía al lugar de la cita cuando se encontraron.
El jardín de la corte quedaba a pocos pasos. El desconocido abrió la cancela y Caspar entró primero, como si así debiera ser. En su rostro se retrataba una mezcla de sencillo respeto y de tranquilo orgullo que dejó paso a una expresión de horror. Y era que, viviendo aquel instante con demasiada intensidad, no pudo contener sus ímpetus: en el corto espacio de tiempo que necesitó para llegar desde la verja hasta el paseo de los naranjos, cubierto de una espesa capa de nieve, cruzó por su mente toda una serie de pasadas escenas sin una aparente ilación, algo así como la sensación que experimenta quien se precipita desde una alta torre en el vacío y en unos segundos revive todo su pasado. Vio, por ejemplo, el mirlo muerto, con las alas extendidas sobre la mesa; con estremecedor detalle vio el cuenco de agua que tantas veces le habían servido en su cárcel; vio una hermosa cadenilla de oro que lord Stanhope le había mostrado un día y que le había impresionado gratamente al verla destacar sobre la blanca y bien cuidada mano de su protector; luego se creyó en los amplios salones del castillo de Nuremberg y su ojo reposó en las suaves líneas góticas de las ventanas con un entusiasmo que hasta entonces seguramente no había experimentado.
Llegaron a un cruce de caminos, el desconocido se adelantó unos pasos y alzó el brazo como para dar una señal. Caspar distinguió por entre los arbustos a otros dos individuos, que ocultaban sus rostros tras los cuellos de sus abrigos.
—¿Quiénes son esos dos? —inquirió Caspar titubeando, porque suponía que aquél era el lugar convenido.
Buscó con la mirada el carruaje. La cortina de nieve no permitía ver más allá de diez pasos.
—¿Y el coche, dónde está? —preguntó. Como el desconocido no respondía a sus preguntas, miró desconcertado a los dos individuos, que se aproximaron, o por lo menos eso creyó. Dijeron en voz alta unas palabras al de las cicatrices, primero el uno y luego el otro. Después ambos se alejaron de nuevo y permanecieron al otro lado del camino.
El desconocido dio la vuelta, extrajo del bolsillo de su abrigo una bolsita lila y dijo con voz ronca:
—Ábrala usted; en ella encontrará la prueba que nos entregó su madre.
Caspar tomó la bolsa y mientras se esforzaba por desatar el cordón de ésta, el desconocido alzó en el puño un objeto metálico, fino y reluciente, que hundió en el pecho de Caspar.
«¿Qué es esto? —pensó Caspar, inquieto, sintiendo penetrar en su carne aquel objeto helado—. ¡Dios mío, cómo corta!», y, tambaleándose, dejó caer la bolsa.
¡Oh, espanto! Se apoyó en el tronco de un árbol cercano e intentó gritar, pero no pudo. El suelo cedió bajo sus pies. Sus ojos se nublaron. Su mirada vagó suplicante en busca del desconocido, mas la figura de aquel hombre que aún había visto hacía un instante, había desaparecido. Cedieron las tinieblas que envolvían sus ojos; miró a su alrededor; no había nadie; tampoco aparecían los otros dos sujetos que unos segundos antes se hallaban apostados al otro lado del camino.
Se arrastró a lo largo de los matorrales, inclinando la cara para protegerse de la nieve y del viento. Su cuerpo inició un movimiento pendulante, como buscando un hueco en que meterse; no pudo seguir y se quedó inmóvil sentado en el suelo. Le pareció sentir como si un líquido fluyera dentro de su cuerpo. Empezaba a invadirle un frío helado.
«Voy a ver lo que hay en la bolsa —se dijo con un castañeteo de dientes. El pánico que sentía hacia el des conocido le impedía mirar al lugar en que había estado—. Sí pudiera encontrar algún conjuro que me ayudara a sentirme mejor», pensó recordando hechicerías y encantamientos. Y dijo por dos veces:
—¡Duque!
Oh, milagro, repentinamente se sintió más ligero. Creyó poder incorporarse y regresar a casa. Se levantó. Vio que podía tenerse. Después de andar a tumbos unos pasos, pudo echar a correr. No notaba el peso del cuerpo, parecía ingrávido, como si volara. Corrió, corrió. Alcanzó la cancela del jardín, atravesó la plaza del castillo; pasó junto al mercado y por delante de la iglesia, hasta verse en casa de los Quandt, en aquel protector rellano; corrió, corrió.
Se precipitó dentro de la casa bañado en sudor. No pudo seguir; se apoyó en la pared ya sin aliento. La criada fue la que le vio primero. Horrorizada por su aspecto profirió un agudo chillido. Quandt salió de su habitación precipitadamente, seguido de su esposa.
Caspar les miró fijamente y sin decir una palabra señaló a su pecho.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Quandt con sequedad y rudeza.
—Jardín de la corte... apuñalado —balbuceó Caspar.
¿Y Quandt? Le vemos sonreír. No hizo más que eso: sonreír. Y aunque los siglos venideros, solemnemente vestidos de púrpura como los ángeles del Juicio Final, nos interrogaran conjurándonos a no decir más que la verdad, a no falsificar los hechos, no les podríamos replicar más que esto, que Quandt sonrió, que sonrió de bien extraño modo.
—¿Dónde le han apuñalado, querido? —preguntó con hastío.
Caspar señaló de nuevo al pecho.
Quandt le desabrochó la chaqueta, el chaleco y la camisa, a fin de descubrir la herida. Cierto, encontró un corte no mayor que el diámetro de una avellana. Pero no se veía el más leve rastro de sangre. Una herida sin sangre... no existe; es como un aserto sin demostración.
—Conque apuñalado, ¿eh? —dijo Quandt—. Acompáñeme, pues, al jardín de la corte y enséñeme el lugar donde dice que ha ocurrido esto —añadió enérgicamente—. ¿Y qué diablos tenía que hacer usted a tales horas y con este tiempo en el jardín? Venga, vamos ya, hay que aclarar esta cuestión inmediatamente.
Caspar no replicó. Se arrastró como pudo por las calles al lado del profesor. Quandt le sujetó del brazo y él se dejó conducir como un tullido. Después de un largo silencio, Quandt dijo con voz apagada:
—Esta vez sí que se ha excedido, Hauser. Y no tendrá tanto éxito como en Nuremberg, con el señor Daumer, se lo aseguro.
Caspar se detuvo, lanzó una breve mirada al cielo y dijo:
—Dios... sabe.
—No me venga con frasecitas—estalló Quandt—. ¡Yo sé lo que sé! Y ya puede poner a Dios por testigo que conmigo no tendrá éxito, demasiado conozco su impiedad y su falta de devoción. Tan sólo un consejo: cese de fingirse mudo y admita ahora mismo sus patrañas. Usted sólo desea atemorizarnos y excitar a la gente. ¿Apuñalarle? ¿Quién puede desear apuñalarle a usted? ¿Quizá para robarle un par de céntimos que pudiera llevar en el bolsillo? ¡Qué necedad! No vaya tan despacio, Hauser. Tengo poco tiempo.
—Quiero buscar la bolsa—balbuceó Caspar en voz baja.
—¿Qué bolsa?
—Me la dio... el hombre.
—¿Qué hombre?
—El que me apuñaló.
—¡Pero Hauser, Hauser, esto es el colmo! Sepa usted que no creo en ese hombre, como no creo en los Reyes Magos. No me cabe duda alguna referente a la personalidad que le ha herido. No sea iluso y confiese su culpa. Confiese que ha sido usted mismo quien se ha herido lo más levemente posible. Si confiesa callaré de nuevo. Seré bondadoso en vez de justiciero.
Caspar lloraba.
Cerca del jardín cayó de pronto al suelo. Quandt se desconcertó. Pasaron unos hombres a quienes rogó que condujeran al muchacho a casa, mientras él se dirigía a poner el hecho en conocimiento de la policía. Los hombres tuvieron que esperar largo rato a que Caspar se recobrara; aun entonces fue difícil hacerle caminar.
Más tarde declararon los médicos que era algo inconcebible que Caspar, a pesar de la horrorosa herida que llevaba en el pecho, pudiera ir desde el jardín a casa, de allí a la plaza del castillo y regresar, la primera vez corriendo, la segunda cogido del brazo de Quandt, la tercera llevado por los dos vecinos casi en volandas, más de mil seiscientos pasos en total.
Cuando Quandt tomó el camino del Ayuntamiento ya había oscurecido. El oficial de servicio le informó de que sin una orden expresa del alcalde, que se encontraba en el balneario, no podía extender ningún protocolo sobre cuestión tan grave. El profesor charló todavía largo rato con él, luego se dirigió malhumorado al balneario de Kleinschrott, que distaba de la ciudad un cuarto de hora, donde el alcalde, rodeado de amigos, estaba entregado a la grata tarea de ingerir grandes cantidades de cerveza. Quandt expuso el caso. Hubo asombro, dudas, conatos de discursos y por fin se concedió autorización para extender el protocolo. A las seis de la tarde fue entregado en el juzgado a la luz de velas y linternas la orden de abrir sumario que tan laboriosa había sido.
Quandt regresó a la ciudad. Delante de su casa se hallaba estacionada una gran muchedumbre formada por personas de todas las clases sociales que habían acudido a pesar del mal tiempo y se mantenían en un abrumador silencio que turbó al profesor. Éste se dirigió inmediatamente a la habitación de Caspar, que había sido tendido en el lecho, al pie del cual vio al doctor Horlacher, que acababa de examinar la herida.
—¿Cómo está? —preguntó Quandt.
El doctor repuso que no había motivo para serias preocupaciones.
—Ya me lo suponía —replicó Quandt.
En aquel momento apareció el consejero Hofmann. Un policía le había entregado la bolsa lila, que había sido encontrada en el lugar del atentado.
—¿Conoce usted esta bolsa? —preguntó el consejero.
Con los ojos relucientes por la fiebre, Caspar la contempló y el consejero, abriéndola, extrajo de ella una tarjeta escrita, al parecer, en jeroglífico.
La profesora se hallaba en la estancia. Sacudió la cabeza. Apartó a su marido y le dijo:
—Es extraño, Caspar dobla sus cartas exactamente de la misma manera que está plegado ese papel.
Quandt asintió y se acercó al consejero, el cual observó primero pensativo el papel y después pidió un espejo.
—Está escrito al revés —adivinó Quandt sonriendo.
—Sí —dijo el consejero—, una niñería. Colocó el espejo frente el papel y leyó:
—«Caspar Hauser podrá contaros detalladamente quién soy y qué aspecto tengo.
Para ahorrarle tanta fatiga, puesto que es posible que tenga que callar, quiero decirle yo mismo de dónde procedo. Vengo de la frontera bávara, de más allá del río. Incluso quiero confesar mi nombre: M. L. O.»
—Esto pasa de burla —dijo el consejero después de un largo silencio.
Quandt asintió amargado.
Cuando Caspar oyó la lectura de la tarjeta, dejó caer la cabeza en la almohada y en su cara se pintó la desesperación más atroz. Cerró los labios con ruda energía, como si quisiera indicar que ya no hablaría ni por todo el oro del mundo. Y el hecho de que, contrariamente a los cálculos de este M. L. O., pudiera hablar, lo consideraba en los ardores de su fiebre, como un penoso triunfo.
Quandt, con la tarjeta que le había entregado el consejero en las manos, se paseaba excitado por la estancia.
—¡Bonita historia! —exclamó—. ¡Hauser, merece usted que le den una buena paliza, eso es todo! El consejero frunció el ceño.
—¡Déjelo, profesor, déjelo en paz, no siga por ese camino! —murmuró con un tono más serio y preocupado que de costumbre. Antes de despedirse prometió volver al día siguiente y mandar al médico del distrito, de lo que se podía deducir que tampoco él advertía próximo un grave peligro.
Aquella misma noche llegó un médico, enviado por la señora von Imhoff. Se trataba del médico forense, doctor Albert. Examinó a Caspar con gran detenimiento; al terminar delataba en el rostro una grave preocupación. Quandt, excitado por aquella expresión, exclamó retador:
—¡Pero si no fluye sangre de la herida!
—La sangre se filtra hacia dentro —replicó el médico lanzando una mirada de reojo al profesor. Colocó después una compresa sobre el corazón y recomendó un absoluto reposo.
Quandt se frotó el pescuezo, preocupado.
—¡Cómo! —dijo a su esposa—. ¿Es que este chico se habrá lastimado seriamente en su imprudencia?
La profesora calló.
—Lo dudo, no puedo menos de dudarlo —prosiguió Quandt—. Fíjate, tan quejicón como es, y no ha exhalado ni un solo lamento de dolor.
—Tampoco responde a las preguntas que se le hacen —añadió su esposa.
A las nueve empezó a delirar. Quandt estaba decidido a no creer en el delirio. Cuando Caspar quiso saltar de la cama, le gritó rudamente:
—¡No haga más tonterías, Hauser! ¡Vuelva en seguida a la cama!
El padre Fuhrmann entraba en aquel instante en la estancia y oyó sus palabras.
—¡Pero Quandt, Quandt! —exclamó horrorizado—. ¡Un poco más de piedad, Quandt, en nombre de nuestra religión!
—¡Bah! —gruñó Quandt sacudiendo la cabeza—. Aquí está de más la compasión. En Nuremberg, donde representó también una comedia semejante, se comportó exactamente de la misma manera. Me han contado que para contenerle tuvieron que emplear dos hombres toda la fuerza de que eran capaces. En cuanto a mí, le aseguro que no le consiento tales bromas.
La señora von Imhoff mandó una enfermera del hospital para que cuidara durante la noche de Caspar, que apenas dormitó dos o tres horas.
Por la mañana muy temprano, compareció una comisión del juzgado. Caspar estaba en plena posesión de su conocimiento. A instancias del juez de instrucción contó que un caballero desconocido le había citado en la fuente del jardín de la corte.
—¿Con qué objeto?
—Lo ignoro.
—¿No le dio a usted razón alguna?
—Pues sí; me dijo que podrían examinarse las diferentes características de la arcilla de la fuente.
—¿Y le siguió usted sólo por eso? ¿Qué aspecto tenía?
Caspar hizo una detenida descripción de sus rasgos y al mismo tiempo detalló la forma en que le había apuñalado. Pero no fue posible lograr que dijera algo más.
Se buscaron testigos. Se encontraron pronto. Demasiado tarde para emprender la persecución del malhechor. Ya desde el principio se había retrasado la denuncia del hecho, gracias a la voluntaria negligencia de Quandt. Cuando se intentó examinar los posibles rastros de sangre en el lugar del atentado, resultó que entretanto ya habían pasado por aquel lugar demasiadas personas, pisando la nieve. Fue entonces imposible, desde el principio, llegar a conclusiones.
Los testigos aparecieron a montones. La posadera de la Rosengasse comunicó que hacía las dos de la tarde se había presentado en su casa un hombre al que no había visto nunca con anterioridad para preguntar a qué hora partía la diligencia de Mirdlingen. Este caballero tendría unos treinta y cinco años, de estatura mediana, moreno, con la cara picada de viruelas.
Vestía un abrigo azul con el cuello de pieles, sombrero hongo negro, calzas verdes y botas amarillas con espuelas. En la mano sostenía una fusta. Apenas estuvo cinco minutos en la posada y dijo muy pocas palabras; le extrañó que no quisiera decir dónde se alojaba. De la misma manera describía el asesor Donner a un caballero a quien había visto a las tres de la tarde en el jardín de la corte, junto a la Lindenallee y precisamente en compañía de otros dos hombres, a quienes sin embargo el asesor no había prestado la menor atención.
Un vidriero apellidado Leich, al dirigirse unos minutos antes de las cuatro a su casa por el paseo de Correos y a través de la plaza del castillo, había visto a dos hombres atravesar la callejuela y, dejando a su izquierda el paso de jinetes, encaminarse al parque. En uno de ellos había reconocido a Caspar. Cuando llegaron a la altura del farol del paseo, se volvió Caspar Hauser y miró en dirección al castillo, de manera que el vidriero pudo verle con todo detalle. El desconocido se había detenido para dejar paso cortésmente a Hauser. El hombre pensó para sí: «¡Y que los señores sean capaces de irse de paseo con este tiempo!»
—Tres cuartos de hora después—contó el hombre—, cuando me dirigía de nuevo a mis ocupaciones, encontré la plaza del castillo llena de una excitada muchedumbre y me dijeron que Caspar Hauser había sido apuñalado.
Pero hay más. Un ayudante del jardinero de la corte, precisamente el que tenía a su cuidado los naranjos, oye unas voces cerca de las cuatro de la tarde. Mira a través de la ventana y ve a un hombre cubierto con un abrigo azul. El hombre corría más que andaba. Las voces llegaban desde una distancia de, quizás, un tiro de escopeta hasta el invernadero, no lejos, sin duda, del monumento a Uzsche. Eran dos voces, una profunda y otra más aguda.
Junto al molino vive una bordadora. Su ventana da al jardín de la corte; puede ver desde ella las dos avenidas que conducen al templete de madera. Al caer el día observa también el hombre del abrigo azul. Le ve atravesar la verja y descender por la vertiente del monte hasta el río. Allí titubea unos instantes al comprobar la gran crecida, luego vuelve al molino, atraviesa la pasarela que conduce a la Eiberstrasse y por allí desaparece. La mujer no ha podido observar de su rostro más que la negra barba.
También se presenta el viejo oficinista Dillmann para prestar declaración. Es una costumbre inveterada del viejo escribiente pasearse durante dos horas por el parque, haga buen o mal tiempo. Ha visto a Caspar y al desconocido. Asegura, sin embargo, que Caspar no caminaba delante de este último, sino que «le seguía como un cordero sigue al matarife».
Ya era tarde para tanto celo. Demasiado tarde las órdenes de arresto y las patrullas de la gendarmería. Ya nada podía obtener éxito, ni siquiera la obra de desviar el curso del Rezat para tratar de descubrir el arma empleada, suponiendo que, una vez usada, el criminal la hubiera echado al río. ¿Qué importaba el puñal?
¿Qué podía hacerse con los testigos? ¿Y con los interrogatorios? ¿Qué de todos aquellos indicios en que se debatía la justicia con la sana intención de encubrir su incapacidad? Se dijo que la investigación era llevada sin ningún plan preconcebido; se hallaba en juego una mano misteriosa cuyos propósitos eran, sin duda alguna, borrar las pocas huellas que pudieran hallarse y desconcertar a las autoridades. Los que así lo afirmaban, no podían, naturalmente, ser hallados, porque la opinión pública, tan cobarde como intangible, acostumbra a pronunciar sus veredictos con las espaldas bien guardadas. Y no calló en esta ocasión, cuando la calumnia, la maldad, la necedad y la hipocresía pulverizaban como ruedas de molino toda una vida humana. Finalmente, todo quedó reducido a una fábula insípida de tan sabida que proporcionó nuevos temas de conversación a las gentes de los contornos en las largas noches de invierno.
El domingo por la tarde, Quandt encontró al joven Feuerbach, el filósofo, por la calle.
—¿Cómo se encuentra Hauser? —preguntó al profesor.
—¡Bah! Está completamente fuera de peligro. Gracias por su interés, señor doctor — repuso Quandt locuaz—. La ictericia ha hecho su aparición, mas dicen que es la consecuencia natural de una emoción fuerte. Estoy convencido de que en un par de días podrá levantarse.
Luego conversaron unos cuantos minutos acerca de otras muchas cuestiones, sobre todo de los planes del nuevo ferrocarril entre Nuremberg y Fürth, empresa sobre la que Quandt vertió todo el veneno de su escepticismo. Luego se despidió del silencioso joven con el agradecimiento de un charlatán a quien se le ha dejado desahogarse y se dirigió sonriente a su casa. Se hallaba de un humor excelente, que le permitiría incluso prestar oídos a su peor enemigo. Ello se debía en gran parte a los dioses, que habían enviado un bello día. No hay que olvidar que en Quandt se escondía, aunque recónditamente, una especie de poeta. ¿O lo que le llenaba de optimismo era la proximidad de las fiestas navideñas, que prometen a todo buen cristiano la renovación íntima de todo su ser? ¿O quizá la circunstancia de ver frecuentado su hogar por toda clase de ilustres personajes, hecho que le ponía a él en una envidiable y descollante situación? Fuese, en fin, como fuese, se hallaba muy satisfecho de sí mismo, sonreía y su contento era sincero.
Cerca ya de su casa encontró al teniente de la policía.
—¡Hola, señor Hickel! ¿Conque de regreso ya de su permiso? —exclamó saludándole con afabilidad precipitada, porque, de pronto, recordó que tenía que arreglar ciertas cuentas con él.
Hickel entornó los ojos. Parecía querer reír. Subieron los dos juntos.
Caspar se hallaba tendido en la cama, con el torso desnudo, apoyado sobre un mantón de almohadas, rígido como una figurilla de barro. Su rostro tenía un color ceniciento, como de piedra pómez, y la piel de su cuerpo era de una blancura deslumbrante, como la llama del magnesio. El médico acababa de retirar el vendaje y limpiaba la herida, operación que también presenciaba un miembro de la comisión que se ocupaba del caso. Éste había tomado asiento a la mesa y tenía ante sí un formulario en el que se leían las siguientes palabras, tan lacónicas como elocuentes:
«El damnificado corrobora sus declaraciones anteriores.» No se hubiera podido encontrar expresiones más encantadoras y suaves para referirse a un salteador de caminos.
Caspar apenas divisó a Hickel, al entrar éste en la habitación, cuando irguió la cabeza, que hasta entonces había mantenido inclinada y le miró a la cara con los ojos inmensamente desorbitados, con una expresión de profundo terror.
Sin pronunciar una palabra, Hickel alzó brevemente el dedo, amenazándole. Este gesto pareció excitar hasta el límite el pánico de Caspar; entrelazó las manos y murmuró tartamudeando:
—¡No se acerque! ¡No lo hice yo!
—¡Pero, Hauser! ¡Qué ocurrencias tiene! —exclamó Hickel con alegría impropia del ambiente y de la situación, mientras por sus carnosos labios brillaban en aquella penumbra sus dientes amarillos—. Sólo deseo reñirle por haberse ido al parque sin permiso de nadie. ¿También esto pretenderá negarlo?
—Guárdense las disputas para mejor ocasión, caballeros—advirtió el médico rudamente. Había renovado los vendajes y, llevándose al profesor a un rincón, le dijo en voz baja y solemne: —Debo comunicarle que Hauser no sobrevivirá seguramente a esta noche.
Quandt contempló atónito al médico y le costó tremendo esfuerzo volver a cerrar su boca. Sus rodillas parecieron convertirse en manteca.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Es posible?—suspiró.
Miró a todos los presentes uno después de otro, lentamente, y su cara ofrecía la misma expresión que tendría la de un orondo caballero a quien escamotearan la mesa al disponerse a gozar de un espléndido festín.
—Venga usted conmigo, señor profesor —dijo en voz baja Hickel, que se había acercado a la estufa frotándose las manos inconscientemente, con un admirable tesón.
Quandt asintió y abandonó mecánicamente la estancia.
—¿Es posible? —murmuró nuevamente al salir—. ¿Es posible?—repitió contemplando al teniente en busca de ayuda—. Nosotros hemos hecho todo lo que podíamos —prosiguió buscando un consuelo—. Le hemos atendido como si hubiera sido nuestro hijo.
—Déjese de pamplinas, Quandt —replicó groseramente el teniente—. Será mejor que me cuente todo lo que dijo Hauser en su delirio.
—Tonterías, nada más que tonterías —explicó Quandt preocupado.
—Cuidado, señor profesor, mire allí abajo —exclamó Hickel inclinándose sobre la barandilla.
—¿Qué hay? —exclamó Quandt asustado y retrocediendo—. No veo nada.
—¿No ve nada? ¡Maldita sea, yo tampoco! Parece que ninguno de los dos ha visto nada.
Rió para sí, se irguió de nuevo y se marchó carraspeando secamente. Quandt permaneció no poco intrigado ante aquella conducta. ¿Adónde irá a parar el mundo si gente como Hickel empiezan a ver fantasmas en pleno día? Sobre sus robustas espaldas descansan los fundamentos del orden, de la disciplina, de todas las virtudes entronizadas por el Estado, aunque su conciencia se vele al socaire de su marcialidad, que a un tiempo parece desarrollar un magnífico apetito y debe ofrecerle una suavísima almohada para el más agradable de los sueños, que no podría conmover ninguna llamada de fuego ni el más solemne de los tedéum.
En la habitación, Caspar estaba siendo sometido a un nuevo interrogatorio. Le preguntaban si había visto a algún tercero mientras el desconocido le hablaba en el juzgado.
Caspar repuso con voz mate que no había observado a nadie. Únicamente delante del portal se había encontrado con las mismas personas de siempre.
—Siempre me esperan pobres gentes —dijo—. Por ejemplo una anciana mujer, a quien de vez en cuando daba alguna moneda.
El funcionario quería seguir preguntando, pero Caspar murmuró:
—Cansado..., muy cansado.
—¿Cómo se encuentra, Hauser? —preguntó la enfermera.
—Cansado —repitió—. Pronto dejaré este mundo pecador.
Después de unos momentos de delirio en los que giró con el resto de las fuerzas que le quedaban, volvió a enmudecer.
Vio una luz que se apagaba lentamente. Oyó una melodía que parecía brotar de lo más hondo de su oído y que sonaba como una campana golpeada con un martillo. Vio luego una inmensa llanura, silenciosa, solitaria, envuelta en tinieblas. Y una figura humana que corría hacia el horizonte. ¡Oh, Dios era Schildknecht! «¿Por qué corres tanto, Schildknecht?», llamó. «Tengo prisa, mucha prisa», le repuso. De pronto se acurruca Schildknecht hasta que se convierte en una araña que trepa por un delgado hilo hasta una rama de un árbol muy alto. Lágrimas de horror caen como lluvia de los ojos de Caspar.
Vio un extraño edificio; semejaba una cúpula colosal; no tenía puertas, no tenía ventanas. Pero Caspar podía volar, y voló hasta lo alto y miró a través de una abertura oval al interior, lleno de aire azul. Sobre un bloque de mármol azul se hallaba una mujer. Una persona se acercó a ella, apenas se veía más que su sombra, y le comunicó que Caspar había muerto. La mujer elevó los brazos gritando de dolor, tanto, que tembló la bóveda, se partió el suelo y apareció una ingente muchedumbre, cuyos lloros conmovían las piedras. Caspar vio que sus corazones temblaban y se estremecían como peces en la mano del pescador. Y se destacó un hombre armado con una espada y cubierto por una armadura y dijo solemnes palabras con las que descubrió todo el misterio. Y cuantos le escuchaban se tapaban las orejas con las manos, cerraban los ojos y se tiraban al suelo presas de pesar.
Después cambió todo. Caspar se sintió poseído de extraña fuerza y poder. Notó que los metales de la tierra le atraían desde las profundidades, y observó también que las piedras tenían broncíneas vetas. Estaban rodeadas de la semilla de la vida que guarda la naturaleza y se abrían y lanzaban sus raíces al centro de la tierra y sus tallos a lo alto del cielo. Del suelo saltaban fuentes cual surtidores y el sol relucía y cegaba reflejado en las aguas. Y en el centro del universo se alzaba un árbol con ancha copa e infinitas e incontables ramificaciones; fresas rojas pendían de sus ramas y en lo alto de la copa dibujaban un corazón ardiente. En el interior del tronco fluía la sangre y allí donde se desprendía la corteza saltaban negras gotas de rojos reflejos.
Y entre aquel oleaje de tormentosos cuadros y maravillosas visiones, Caspar se sentía paulatinamente arrastrado a una estancia en la que no había aire que respirar. De nada le servía resistirse y defenderse con todas sus fuerzas; era arrastrado lentamente, un viento glacial mesaba sus cabellos y sus dedos se crispaban buscando un asidero en que apoyarse. Le invadía un agotamiento indescriptible, como el que acompaña toda lucha inútil y desesperada contra lo inevitable.
Por la calle pasó la diligencia de Nuremberg, el postillón tocó el cuerno, y su sonido penetró en la casa y llenó la estancia.
Hasta la noche no cesó de acudir gente a preguntar por su estado. La señora von Imhoff permaneció largo tiempo a su lado.
A las ocho la enfermera mandó recado al padre Fuhrmann, el cual acudió inmediatamente. Apoyó su mano en la frente de Caspar y éste miró a su alrededor atemorizado; sus hombros temblaban. Su dedo describió extrañas figuras en la sábana como si quisiera escribir. Pero esto no duró mucho tiempo.
—Usted me dijo una vez, querido Hauser, que tenía confianza en Dios y que con su ayuda pensaba resistir las más duras pruebas —dijo el sacerdote.
—No lo sé —murmuró Caspar.
—¿Ya ha rezado usted hoy y le ha pedido consuelo al Señor?
Caspar asintió.
—¿Y cómo se ha sentido luego? ¿No le ha fortalecido? Caspar calló.
—¿No quiere volver a rezar?
—Demasiado débil; se me van las ideas. —Y al poco rato murmuró para sí, como si recitara: —La cansada cabeza pide descanso.
—Entonces yo rezaré una oración —prosiguió diciendo el sacerdote—. Rece conmigo en silencio. «Padre nuestro, hágase tu voluntad...»
—Y no la mía —terminó Caspar sin aliento.
—¿Quién rezó así?
—El Salvador.
—¿Cuándo?
—Antes de... morir.
Todo su cuerpo parecía rebelarse contra aquellas palabras, y una sacudida de dolor atravesó su rostro. Rechinaron sus dientes y por tres veces gritó:
—¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?
—Pero Hauser, está usted en su cama —le tranquilizó Quandt—. Ocurre con mucha frecuencia a los enfermos que se creen en otros lugares —se dirigió al padre Fuhrmann, aclarando tal extremo.
—Dele un poco de agua —le dijo éste.
La profesora trajo un vaso de agua fresca.
Cuando Caspar hubo bebido, Quandt le secó el sudor de la frente. Él mismo temblaba por todos los miembros.
Se inclinó sobre el muchacho y dijo ansiosamente, con entonación solemne:
—¡Hauser! ¡Hauser! ¿No tiene nada que decirme? Sea honrado y míreme a los ojos. Hauser, ¿no tiene usted más que confesar?
Caspar se agarró desesperado a la mano del profesor.
—¡Dios mío, Dios mío, que tenga que morir en vergüenza y deshonor! —exclamó quejoso.
Éstas fueron sus últimas palabras. Se volvió un poco hacía el lado derecho e inclinó la cabeza hacía la pared. Cada miembro de su cuerpo murió por separado.
Fue enterrado dos días después. Era una tarde y en el cielo no se veía una sola nube. Toda la ciudad se hallaba en efervescencia. Un famoso contemporáneo que había llamado a Caspar Hauser «el hijo de Europa» relata que aquella tarde coincidían en el firmamento la luna y el sol. Éste en la banda de poniente, aquélla en la de levante, y los dos con el mismo brillo apagado y mate.
Unas semanas después, tres días habían transcurrido desde las Navidades, una noche, cuando Quandt y su esposa iban a retirarse a dormir, sonaron fuertes golpes en la puerta de la casa. Muy asustado, Quandt dudó un instante; cogió la lámpara al oír que llamaban de nuevo y se dirigió a abrir.
Fuera se hallaba la señora von Kannawurf.
—Condúzcame a la habitación de Caspar —le dijo al profesor.
—¿Ahora? ¿De noche? —preguntó inquieto. — Ahora, de noche—insistió la mujer.
Su presencia intimidó a Quandt de tal manera que, en silencio, la dejó pasar y la siguió con la luz en la mano.
La habitación de Caspar recordaba poco al muerto. Todo allí había sido removido y ordenado. Tan sólo el caballito de madera se hallaba en un rincón de la mesa, junto a la ventana.
—Déjeme sola —ordenó la señora von Kannawurf. Quandt dejó la lámpara sobre la mesa, se alejó en silencio y esperó en compañía de su esposa en el piso inferior.
—Soy demasiado bondadoso al permitir tales intromisiones en mi propia casa — gruñó.
Clara von Kannawurf paseaba nerviosamente por la habitación que había sido de Caspar. Su mirada tropezó con la mesa, donde yacía una copia del protocolo levantado al hacer la autopsia de Caspar; de él se desprendía que, después de su muerte, le habían encontrado atravesada la pared del corazón. Clara estrujó el papel entre sus manos.
¿Qué fruto se desprende del dolor y del remordimiento? No era posible devolver a la vida lo que había muerto. No es posible recobrar el botín que se llevó la tierra. Las lágrimas calman, pero a aquella criatura infortunada no le quedaban lágrimas; para ella ya no existían las estrellas; ya no crecía el césped en los prados ni olían las flores, ya no diferenciaba el día de la noche. Cualquier actividad humana, la misma fuerza creadora de los elementos, no era para ella más que una triste mescolanza de pecado y culpabilidad.
Quizás había transcurrido una media hora cuando Clara volvió a descender. Se detuvo frente al profesor, muy cerca de él, y mirándole con los ojos desorbitados exclamó con voz fría y cortante:
—¡Asesino!
Quandt tuvo la impresión de que le arrojaban por la cabeza una sartén de aceite hirviendo. Era de suponer que aquel pobre hombre no esperaba en absoluto un agravio tal; embutido en su camisa de dormir, con su gorro bordado y sus cómodas zapatillas, esperaba a que el huésped inesperado abandonara la casa cuando de pronto le azota una palabra que ni la más horrenda pesadilla hubiera podido crear.
—¡Esa mujer está loca! ¡Ya le ajustaré las cuentas! —gruñía en la cama ya.
Clara vivía con los Imhoff. Encontró a su amiga todavía levantada. La señora von Imhoff le dijo que al día siguiente tenían la intención de ir al cementerio a colocar una cruz en la tumba de Caspar. La señora von Imhoff se sintió impresionada por el silencio de Clara y habló, habló largo rato, contando sin cesar cosas de Caspar y de los que le rodeaban. Que Quandt pensaba publicar un libro en el que demostraría con pelos y señales que Caspar había sido un impostor. Que Hickel había abandonado el servicio activo y se iba de Ansbach nadie sabía adónde. Añadió que todos los esfuerzos realizados para llegar al fondo del enigma habían resultado totalmente fallidos.
Clara parecía de piedra. Cuando se disponían a retirarse a sus habitaciones, dijo en voz baja y con lúgubre acento:
—¡También tú fuiste su asesina!
La señora von Imhoff retrocedió horrorizada. Pero Clara prosiguió sin alterarse:
—¿Es que no lo sabes aún? ¿No quieres saberlo? ¿Rehúyes la verdad como Caín la palabra de Dios? ¿Es que no sabes tú quién era? ¿Crees acaso que el mundo callará siempre como calla ahora? Revivirá, Bettine, nos pedirá cuentas por la injusticia que con él cometimos y cubrirá nuestros nombres de vergüenza y oprobio, envenenará la conciencia de nuestros descendientes y será tan poderoso muerto como indefenso cuando estaba vivo. El sol lo saca todo a la luz.
Y Clara abandonó la estancia, impasible como una sombra.
A la mañana siguiente salió muy pronto de la casa. Visitó al torrero de la iglesia de San Juan y estuvo largo rato sentada en el banco de piedra de la pequeña galería, contemplando el paisaje nevado desde lo alto. Pero no vio nieve, sino sangre vertida. No vio la llanura, sino tan sólo un corazón atravesado.
Más tarde se encaminó hacia el cementerio. El enterrador la condujo a la tumba de Caspar. En aquel momento llegaban también unos obreros llevando una pesada cruz de madera que depositaron junto a un árbol.
Unos pocos minutos después, apareció el padre Fuhrmann. Reconoció a Clara y la saludó cortésmente. Ella, sin responderle, paseó la mirada por el montículo de tierra de la tumba, ya cubierto de nieve, y por cada uno de los trabajadores que en aquel momento colocaban la cruz en la cabecera de la tumba. En un escudo de madera en forma de corazón, clavado en el centro de la cruz, se leían en letras blancas estas palabras:
HIC IACET
CASPARUS HAUSER
AENIGMA
SUI TEMPORIS
IGNOTA NATIVITAS
OCCULTA MORS
Ella las leyó, se cubrió el rostro con las manos y estalló en una quejumbrosa carcajada. De pronto calló. Se volvió al sacerdote y gritó:
—¡Asesino!
En aquel momento llegaba por el paseo principal un grupo de personas que deseaban asistir a la colocación y bendición de la cruz: el señor y la señora von Imhoff, el señor von Stichaner, el doctor Albert, el consejero Hofmann, Quandt y su esposa. Vieron al sacerdote pálido y nervioso, y todos tuvieron la impresión de que había sucedido algo grave. La señora von Imhoff, instintivamente, corrió hacia su amiga y la abrazó fuertemente. Pero Clara la apartó con un gesto huraño y salvaje y se precipitó hacia el grupo gritando con voz penetrante:
—¡Asesinos! ¡Asesinos todos! ¡Asesinos!
Pasó corriendo junto a ellos y ganó la calle, donde bien pronto, se reunió en torno a ella, que gritaba y gritaba, un gran gentío. Unos hombres la sujetaron finalmente, impidiendo que escandalizara a la ciudad.
Una vez más, Quandt había tenido razón. Aquel mismo día fue recluida en un sanatorio. Con el tiempo cedió algo su locura, pero su razón siguió ya para siempre sumida en las tinieblas.
Lo ocurrido en el cementerio había impresionado hondamente al padre Fuhrmann. No podía encontrar tranquilidad aun cuando comprendiera la irresponsabilidad de unas palabras salidas de la boca de una perturbada. Poco antes de abandonar el mundo de los vivos, dijo a la señora von Imhoff, que acudió a visitarle:
—El mundo ya no me ofrece encanto alguno. ¿Por qué me acusó a mí? ¿Precisamente a mí, a mí? ¡Yo le amaba, le quería, a Hauser!
—¡Desgraciada! —repuso la señora von Imhoff—. No le bastaba el amor que por él sentía.
—No siento gravitar sobre mis hombros culpa alguna —prosiguió el anciano—. Desde luego, no más de la que pueda pesar sobre cualquier mortal. Culpables somos todos los que deambulamos por la tierra. Del pecado surge la vida y ésta no existiría si nuestros primeros padres no hubieran pecado en el paraíso. Tampoco nuestro amigo desaparecido está libre de culpa. ¿Para qué le han servido los sueños de su estirpe? Donde la traición fluye de todos los labios son vanos los esfuerzos de los débiles. Sólo los ilusos creen haber cumplido en la vida. Inocente, querida mía, inocente lo es tan sólo Dios. ¡Que Él se compadezca de mi alma y de la del noble Caspar Hauser!