QUANDT SE DESLIZA POR TERRENO ESCABROSO
Apenas entró Caspar en la salita de estar, se dio cuenta de que algo extraño debía de haber ocurrido. Quandt, sentado a la mesa, corregía los cuadernos de sus alumnos, ceñudo y sombrío; la profesora mecía a la pequeña en sus brazos y, siguiendo el ejemplo de su esposo, no respondió a su saludo. Aún no había sido encendida la lámpara y el resplandor rojizo del crepúsculo penetraba por las ventanas. Cuando Caspar hubo colgado su sombrero en la percha, volvió a salir al patio. Se sentó en el banco de piedra y se puso a contemplar al hijo mayor del profesor, que tenía cuatro años; al cabo de un rato apareció Quandt, y apenas les vio juntos corrió a meter a su hijo en la cama, como para separarle del contacto con un apestado.
Caspar siguió al profesor. Pero Quandt no estaba en la sala y encontró a la mujer sola.
—¿Qué pasa, señora? —inquirió.
—¿Es que no lo sabe usted? —repuso desconcertada la mujer—. ¿No ha oído decir que la esposa del señor Behold se arrojó por una ventana? Hoy lo decía el Diario de Nuremberg.
—¿Se arrojó? —murmuró Caspar excitado.
—Sí, desde lo más alto de su casa; se abrió la cabeza. Durante estos últimos tiempos parecía estar loca.
Caspar no supo qué decir; abrió mucho los ojos y exhaló un suspiro.
—No parece emocionarle mucho, Hauser —se dejó oír repentinamente la voz de Quandt, que había entrado silenciosamente al oírles hablar.
Caspar se volvió y dijo con tristeza:
—Era una mala mujer, señor profesor. Quandt se irguió frente a él y gritó indignado:
—¡Maldito, que se atreve a enlodar la memoria de una muerta! ¡Esto no se me olvidará jamás! ¡Ahora ha mostrado por fin la negrura de su alma! ¡Apártese de mi vista! ¿Es que no le remuerde la conciencia pensar que la infeliz se vio impulsada a un acto semejante por culpa de usted, por la pena del desengaño sufrido, por su desagradecimiento? ¿Es que no lo sospecha? Naturalmente un egoísta como usted se preocupa poco del dolor ajeno, a usted sólo le preocupa su propio bienestar.
—Querido, tranquilízate, querido —trató de calmarle la esposa mirando tímidamente a Caspar, que había palidecido como un muerto y permanecía delante de él con los ojos cerrados y las manos entrelazadas.
—Tienes razón, mujer —repuso Quandt—. Malgasto mi mejor voluntad ante un muro impasible. ¿Qué puedo hacer yo de un sujeto que no tiene ni asomo de piedad o compasión frente a la muerte? ¡Todo perdido! En un campo tan yermo se pierden el trabajo y la simiente.
Caspar se retiró a su habitación. En el cielo, por encima de los lejanos montes lucía aún el sol poniente. Se sentó junto a la ventana, tomó uno de los tiestos de flores y se entretuvo en contemplarlo. Los tallos de los jacintos temblaron, y él creyó oír lejanas campanadas. Deseaba hallarse rodeado de flores para no tener que responder a los ojos de los hombres. Deseaba poder albergarse en el regazo de las flores hasta que transcurriera aquel año, de cuyo término tanto esperaba. Allí hubiera podido estar quieto y esperar.
En los días sucesivos no se mencionó a la señora Behold. Quandt evitaba cuidadosamente pronunciar su nombre. Por ello se quedó sorprendido cuando fue Caspar mismo el que lo hizo. El sábado, durante el almuerzo, dijo de pronto que se arrepentía de lo que había dicho acerca de ella, que se daba cuenta de no haber sido justo con una persona ya muerta.
Quandt irguió la cabeza. «¡Ah! —pensó—. ¡Parece que le remuerde la conciencia!» Pero no replicó, se limitó a contraer el rostro, como queriendo decir: «Dejemos esto, yo ya sé a qué atenerme.» Sin embargo, no supo contener su bilis y, mientras los tres paladeaban la sopa en silencio, exclamó:
—Debería estar avergonzado hasta el fondo de su alma por la manera de portarse con la hija de la señora Behold, Hauser.
—¿Cómo? —inquirió Caspar asombrado—. ¿Qué es lo que yo le hice?
—No es preciso que siga fingiéndose un inocente corderito —le replicó el profesor desdeñoso—. Gracias a Dios lo tengo todo escrito y de la misma mano de aquella santa dama. De nada podrán servirle sus mentiras.
Caspar se quedó estupefacto. Volvió a preguntar, y Quandt, por toda respuesta, se dirigió a su secreter, sacó de uno de sus cajones la carta de la señora Behold y con voz sorda leyó junto a Caspar:
—«Mucho se habla de su castidad e inocencia. Pero a este respecto tengo yo que oponer ciertos reparos, puesto que he visto con mis propios ojos cómo en una ocasión intentaba acercarse a mí hija, en aquel entonces de trece años, con intenciones más que manifiestas.»
Caspar empezó a comprender. Lentamente dejó junto al plato su pedazo de pan y su cuchara. Sus negros y profundos ojos refulgían, se levantó y gritó con una voz que parecía un quejido:
—¡Ay, estos hombres, estos hombres!—y salió precipitadamente de la estancia.
Los esposos se contemplaron largo rato. La profesora extendió la mano sobre la mesa y dijo pensativamente:
—No, Quandt, no puedo creerlo. La señora Behold, que Dios la tenga en gloria, debe de haberse equivocado. ¡Sino sabe siquiera lo que es una mujer!
También Quandt se sentía emocionado.
—Tú eres muy crédula, querida, pero las cosas hay que demostrarlas. Recuerdo cómo, para asombro de todos, al nacer nuestra hija hablaba de ello como un hombre hecho y derecho, lo cual me resultó muy sospechoso. De todos modos, parece admisible que la señora Behold haya ído un poco lejos con la afirmación que hace en su carta y que por consiguiente yo me haya dejado llevar por mi exaltación. Pero antes tengo que asegurarme de hasta qué punto llega su conocimiento en este aspecto, puesto que ahora se me hace cuesta arriba considerarle como a un niño.
—Tendrías que reconciliarte con él, Quandt; esto fue demasiado fuerte —dijo la profesora. Quandt no pareció muy convencido.
—¿Reconciliarme? Sí, lo haré con mucho gusto. Pero es que entonces se muestra siempre tan cariñoso y tan afable que es difícil luego conservar la mente clara para un juicio objetivo. Mañana hablaré de este tema con el cura Fuhrmann.
Y así lo hizo. Pero desgraciadamente Quandt mostró en esta ocasión unos remilgos propios de vieja solterona, hablando con rebuscados eufemismos, como sí entre hombre y mujer sólo existieran relaciones etéreas.
El sacerdote se vio obligado a sonreír. Después de reflexionar algo asombrado, repuso que no había observado en Hauser nada condenable en este aspecto; Caspar, según su humilde parecer, no pasaba de ser un niño en todo cuanto se refiriera a los sexos. Como prueba de ello contó al profesor que hacía sólo un mes, al leer la Biblia, le preguntó extrañado a este respecto y trató de aclarárselo lo mejor que supo. Después de ciertos titubeos habló Caspar entonces de ciertas inquietudes que no sabía explicarse y que le asaltaban incesantemente, de algo que le había preocupado desde hacía mucho tiempo y de lo que no podía hallar referencias en parte alguna. El anciano aseguró que la forma en que Caspar se había manifestado le emocionó tan hondamente que no lo olvidaría nunca; era en él como un suave reproche a la naturaleza por enfrentarle con una circunstancia de la que no podía defenderse.
Quandt no pronunció una sola palabra. Lo veía todo con ojos muy distintos. Creía reconocer en lo sucedido signos elocuentísimos de una fantasía pervertida. Pero no le aclaró su punto de vista al buen sacerdote, sino que se dirigió a su casa con la firme decisión de ponerse al acecho en espera de una oportunidad que favoreciera sus investigaciones.
A la mañana siguiente Caspar estuvo invitado a almorzar en casa de los Imhoff, pero volvió pronto, porque la señora baronesa estaba enferma y yacía en el lecho. Durante la cena recayó la conversación en ella y, como Quandt expresara su sentimiento, dijo Caspar:
—¡Oh, no creo que llegue a curarse nunca por completo!
—¿Qué está diciendo? —le interrumpió la profesora—. Una mujer tan joven, tan rica y hermosa.
—La riqueza y la hermosura no pueden nada —replicó Caspar melancólicamente—. Su vida ha sido demasiado amarga.
—¿Es que le ha confesado a usted precisamente todas sus amarguras? —inquirió Quandt incrédulo.
Caspar no contestó y prosiguió como hablando consigo mismo:
—Nada le falta en este mundo. Sólo que el marido no es como debiera, ama a otras mujeres. ¿Por qué? Parece un hombre inteligente. Pero aunque ella se preocupe hasta morirse de pena, no por ello arreglará sus relaciones. Los amigos no cesan de contarle lo que saben y lo que sospechan del marido, y esto no es de amigos verdaderos, no, no lo es.
—¡Hum! —exclamó Quandt sonriendo extrañamente con la vista clavada en el plato. Venció su pudor y preguntó con forzada indiferencia si el señor von Imhoff había dado nuevos motivos de preocupación a su esposa durante los últimos tiempos. Por lo que él sabía, en marzo habían hecho las paces.
—Sí, claro que ha dado motivos —repuso Caspar impasible—. Ha aparecido otro hijo suyo.
Quandt se estremeció. «Ya le tengo», pensó. Y aunque el hueso fuese duro de roer, decidió llegar hasta el final de sus dudas. Cambió con su mujer una mirada de inteligencia y le rogó que fuera a cuidar de los niños. Cuando la mujer hubo abandonado la estancia, el profesor, pálido y excitado por la dificultad de sus propósitos, se dirigió a Caspar preguntándole de sopetón si nunca había tenido algo que ver con alguna mujer; nada tendría de extraño, y le rogó que le hablara tan abiertamente como a un padre.
Estas palabras sonaron gratamente a los oídos de Caspar; vio en ellas una señal de interés, si bien no entendía su sentido ni su objeto, intuyendo tan sólo el turbio elemento que las creaba.
Reflexionó.
—¿Con alguna mujer? Sí, pero ¿de qué manera? —murmuró.
—Mi pregunta está clara, Hauser; no se haga usted el niño.
—Bien, sí, ya comprendo —repuso Caspar vivamente a fin de no echar a perder la buena disposición del profesor—. Algo ha habido de eso.
—¡Bien, pues, a ver! ¡Vamos, un poco de valor!
Y Caspar empezó a contar inocentemente:
—Hace cosa de unas seis semanas, durante mi paseo dominical, llegué hasta la Uzensgasse, a la tienda de la sombrerera. Ya sabe usted, es aquella casita junto a la panadería. Cuando llegué estaba cerrada, entonces subí a la vivienda y llamé a la puerta. Me abrió una muchacha en camisa de noche. No llevaba más ropa. Podía vérsele todo el pecho, era algo horrible. Tomó el paquete que yo le tendí y me dijo que ella se lo entregaría a la sombrerera. Yo me quedé en el umbral de la puerta. «Entra», me dijo. Yo entré y le pregunté para qué me quería. Ella empezó entonces a bailar delante de mí, riendo y diciendo extrañas palabras, luego me preguntó si quería ser su marido y finalmente... —Caspar dudó, sonriendo.
—¿Qué? ¿Qué pasó luego? —preguntó Quandt, inclinando el cuerpo hacía delante.
—Me pidió que le diera un beso.
—Bien, ¿y entonces?
—Yo le dije que no tenía ganas de bromear, que buscara a otro.
—¿Y luego?
—¿Luego? No sucedió nada. Yo me marché y ella me siguió con la mirada.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque me volví.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo se llama esta damita?
—No lo sé.
—¿No lo sabe? ¡Hum! ¿Y no ha vuelto allí? Caspar denegó.
—¡Bonito cuento! —murmuró Quandt levantándose y elevando los ojos al cielo.
Hizo minuciosas averiguaciones. Supo que la sombrerera tenía de huésped en su casa a una mujer de moral sospechosa. La consideración que debía a su propio nombre le impidió llegar al fondo del relato de Caspar, pero de todos modos tuvo la impresión de que el muchacho no podía ser tan inocente en este asunto como quería dar a entender; porque, así argumentaba, una mujer, aun de la clase más ínfima y perversa, sólo se entregará a tal conducta ante alguien que pudiese reaccionar de modo favorable a sus despreciables insinuaciones.
«Claro está que si no mintiera todo sería distinto —pensaba Quandt—. Pero miente, miente, y esto es lo terrible. ¿No me contó que la princesa de Curlandia le había regalado media docena de pañuelos? No dice una verdad. ¿No afirmó que conocía al ministro von Spiess y que había hablado con él en el teatro del castillo? Mentira. ¿No embaucó al músico Schüler diciéndole que había leído los idilios de Gessner y, cuando yo se lo hube preguntado, no me supo responder palabra? ¡No sabía siquiera lo que era un idilio! ¿No dice de continuo que tiene encargos que cumplir, que le han mandado llamar el presidente Feuerbach o el consejero Hofmann y se demuestra luego que lo que pretendía era lucir una nueva corbata por calles y paseos? ¿Hay o no motivos para preocuparse? ¿O es que yo soy un necio y me empeño en darle a la cosa una importancia que nadie más que yo le da?»
Quandt se dirigió al sacerdote Fuhrmann y le explicó punto por punto la vituperable costumbre de Caspar.
—Pero ¿no ve usted, querido Quandt —repuso el sacerdote—, que esto no son más que pequeñas mentiras, tan inofensivas que apenas merecen este nombre, que las dice sólo con el afán de hacerse agradable o quizás obligado por la impotencia en que se ve frente a un mundo que no comprende? Quizá lo haga tan sólo por la simple alegría de probar nuevas formas del lenguaje. Juega con su lengua, sólo que lo hace de un modo más tosco y burdo que la mayoría de los hombres a los cuales no suele notársele.
—¿Sí? —se exaltó Quandt—. Pues voy a contarle una anécdota que demuestra todo lo contrario. Escuche. Hace una semana nuestra doncella encontró una palmatoria con el asa rota; se la muestra a mi esposa, ésta me llama la atención sobre el hecho y yo compruebo que el asa no está rota, sino despegada; el vaso estaba ennegrecido del calor de la vela y en él podía verse hasta dónde había llegado la cera fundida, derramada por algunos puntos. No quedaba ni rastro de la vela que la noche anterior le había entregado yo mismo a Caspar. Tiene usted que saber que yo le tengo prohibido severamente que trabaje o lea a la luz de la vela; a pesar de todo, no quise reñirle y le dije a mi esposa que le llamase la atención para que no volviera a desobedecer. Pero a él se le ocurrió negarlo todo, aseguró que no había gastado la vela despierto, ni se había dormido con ella encendida y finalmente llegó a asegurar que no era su lámpara la que se había fundido, sino la de la muchacha, ya que las dos eran iguales. ¿Qué dice usted a eso?
El sacerdote se encogió de hombros.
—A pesar de todo no hemos de olvidar que se trata de una criatura especialmente constituida —replicó pensativo—. Yo mismo he podido convencerme de ello. Poseo una pequeña máquina generadora de corriente eléctrica con la que hago de vez en cuando experimentos, como usted comprenderá carentes de interés y sólo a título de curiosidad. Hace poco, hallándose Caspar conmigo, quise enseñarle el aparato e hice saltar de él una chispa. El pobre muchacho palideció profundamente y empezó a temblar; su cuerpo se estremecía todo como el de un salmón al sacarlo del agua. Yo me asusté al verle y quité el aparato de la mesa, con lo que recobró su tranquilidad. Pero tuvo dolores de cabeza durante varios días, según me confesó más tarde; cuando yacía en la cama, su frente se cubría de un sudor frío y todos los objetos que tocaba parecían erizarse de agujas que se clavaban en sus dedos. Me dijo también que cuando el tiempo amenazaba tormenta, le ocurría lo mismo, le picaba todo el cuerpo y la sangre le hervía en las venas de modo que tenía que contener los gritos de dolor.
—¿Y cree usted todo eso? —exclamó Quandt, entrelazando las manos.
—Sí, ¿por qué no?
—Bien, si usted lo cree, comprendo que me halle en desventaja frente a Hauser —dijo Quandt—. He de reconocerlo —añadió preocupado.
«Siempre lo mismo —pensaba el profesor al volver de regreso a su casa—; primero se le disculpa y se le disimulan las faltas y, cuando se presentan pruebas concluyentes de su culpabilidad, se encogen de hombros y le cuentan a uno cualquier historia de la que no es posible demostrar un ápice. ¿Qué malvado se esconde en este muchacho que sabe despertar simpatía e interés dondequiera que se muestre? ¡Que nadie quiera ver sus faltas y que todos los que no bien le ven aseguren conocerle íntimamente, como si les hubiera hechizado, y le alaben como si les hubiera dado a beber un filtro encantado!»
Todas estas consideraciones amargaban a Quandt, que se decía: «Imaginemos que yo me presentara entre gente desconocida y proclamara ser el Espíritu Santo o uno de los doce apóstoles atribuyéndome el poder de obrar milagros, que a cualquiera se le ocurriera exigir de mí un verdadero milagro y tuviera yo la avilantez de confesar que todo era vacua palabrería, ¿qué sucedería? Seguramente me meterían en un manicomio o se me haría entrar en razón a latigazos. Sí, esto me ocurriría por más carita de ángel que tuviera, esto me ocurriría y con razón; pero no me llenarían de regalos, no divinizarían mis bellos ojos y mis blancas manos, ni cortarían mis rizos para guardárselos como recuerdo, cosa que, bien lo sabe Dios, he visto hacer entre esta gente ciega y crédula.»
Por estos monólogos, a que tan frecuentemente se entregaba, se echaban de ver los quebraderos de cabeza y la lucha interior que a Quandt le producían las relaciones con su protegido.
«¿Y quién había sido antes? —cavilaba Quandt—. ¿De dónde procede en realidad?» Tenía que averiguarlo. «¿Cómo puede arreglárselas para embaucar a nuestros estadistas? Ahí está el secreto, dicen ellos. ¿El secreto? No hay secretos bajo la luz del sol, yo me atrevo a negarlos. ¡Ah, si el buen Dios me diera luces para poder desentrañar sus diabólicas artes! Lo primero que tendría que hacer es descubrir ese maldito diario, ver cómo está escrito. Al parecer existe de verdad, no son infundadas las razones que afirman su existencia, pese a todas sus fanfarronadas. Seguramente estampa en él sus confidencias; tengo que descubrirlo.»
Las circunstancias contribuyeron a alejar las dudas de Quandt antes de lo que él mismo suponía.