HABLA EL ESPEJO
La casa de los Daumer se hallaba próxima a los llamados jardines de Anne, en la isla de Schuett; era un edificio con muchos rincones y cuartos oscuros, pero Caspar fue acomodado en una alcoba que miraba al río, espaciosa y bien amueblada.
Tuvo que ser inmediatamente llevado a la cama. Allí sufrió de nuevo los efectos de su antigua educación. De nuevo sin habla, casi sin sentido de la vida. Los almohadones le eran insoportables por desacostumbrados. ¡Qué tristeza verle temblar a cada crujido del entarimado! La lluvia le sumía en el más profundo terror. Oía los pasos que resonaban en la plaza, enfrente mismo de la casa; oía intranquilo los golpes metálicos de una herrería lejana; una simple voz que sonara en la calle hacía temblar su cuerpo, y en un momento su cansancio se convertía en una torturante expresión de desvelo y angustia.
Daumer apenas se movió de su lado durante tres días enteros. Aquella voluntad de abnegación y sacrificio provocaba el asombro de los suyos.
—Tiene que vivir —dijo.
Y Caspar empezó a vivir. Su estado mejoró muy de prisa desde el tercer día. Cuando despertó por la mañana, en sus labios se mostraba una sonrisa. Daumer triunfaba.
—Te comportas como si fueses tú el que hubiera escapado del calabozo —opinó su hermana, que se veía obligada a compartir su alegría.
—Sí, y a cambio me ha sido regalado todo un mundo —contestó él animadamente—. ¡Mírale! Es la primavera de un hombre.
Al día siguiente Caspar pudo abandonar el lecho. Daumer le condujo al jardín. Para que no le dañara el brillante resplandor del día, ciñó a su frente una pantalla de papel verde. Para estos paseos se prefirió más tarde el anochecer o cuando el cielo se cubría de nubes.
Y eran como viajes, pues nada sucedía que no fuera un acontecimiento. ¡Qué penoso tener que enseñarle todo lo que veía! Lo primero que tenía que hacer era infundirle confianza en las cosas, pues ya antes de que su realidad fuera evidente, su proximidad inesperada le desconcertaba. Cuando por fin comprendió la altura del cielo y, en la tierra, la distancia de camino a camino, su andar se hizo más ligero y su paso más decidido. Todo estribaba aquí en la decisión, todo en reforzarla.
Esto es el aire, Caspar; no puedes sujetarlo, pero está aquí; cuando se mueve, se convierte en viento, no has de temerle al viento. Lo que queda detrás de la noche pasada es ayer; lo que vendrá después de la noche próxima es mañana. De ayer a mañana transcurre tiempo, horas; horas es tiempo dividido. Esto es un árbol, esto una rama, aquello hierba, arena, piedras, aquello otro hojas, flores, fruta... Del simple escuchar nacía el verbo. La forma adquiría luz por virtud de la palabra inolvidable. Caspar saborea la palabra en la lengua, la siente amarga o dulce, le sacia o le deja insatisfecho. Muchas palabras tienen rostros; o resuenan como las campanas en la oscuridad; o son como llamas entre la bruma.
Era largo el camino entre el objeto y la palabra. Ésta se escurría, era necesario perseguirla, y cuando por fin conseguía alcanzarla, ya no era nada en realidad y esto le entristecía. El mismo camino conducía a la vez a todos los hombres. Sí, como si los hombres estuvieran tras unas rejas de palabras que hacían extraños y horribles sus rasgos; pero cuando las rejas eran derribadas y se pasaba al otro lado, la cosa resultaba hermosa.
Pero sí _por la mañana había sido hermoso decir: la flor; a mediodía era ya familiar, y por la noche no tenía importancia.
«Este corazón, este cerebro cuya fertilidad no ha sido explotada en tanto tiempo hacen brotar en una noche flores y frutos como un humus virgen—anotaba el diligente Daumer—; lo que a la mirada acostumbrada le parece corriente, este ojo lo percibe fresco y nuevo, como nacido de la mano de Dios. Y donde el mundo se cierra a nuestros ojos y muestra sus misterios, allí se halla él, extrañamente estimulante, y lanza su confiado "¿por qué?" A cada nueva luz, a cada relumbrar de una nueva idea, sigue este "¿por qué?" asombrado, codicioso, irrespetuoso.»
No es posible negarlo, Daumer se sentía con frecuencia invadido de una sensación de insuficiencia. «¿Puedo llamarlo enseñar a esto?—cavilaba—. ¿Puedo llamarme jardinero, cuando la desbordada floresta se escapa de mis manos, cuando este continuo movimiento no respeta límites? ¿Cómo terminará todo esto? Indudablemente me encuentro en la pista de un fenómeno extraño y mis queridos conciudadanos tendrán que recurrir a mí para poder creer aún en milagros.»
La más cara ilusión de Caspar seguía siendo poder regresar algún día a su hogar; «primero aprender, luego a casa», decía con un tono de invencible decisión.
—Pero si ya estás en tu casa, aquí, con nosotros, estás en tu hogar —le aseguraba Daumer. Pero Caspar negaba, sacudiendo pesarosamente la cabeza.
De vez en cuando se apoyaba en la verja y contemplaba los jardines contiguos, donde jugaban niños a quienes él observaba con cómica extrañeza.
—¡Hombres tan pequeños! —le dijo un día a Daumer, que le había sorprendido en el jardín—. ¡Hombres tan pequeños!—Su voz era triste y parecía llena de asombro.
Daumer sofocó una sonrisa, y mientras los dos entraban en la casa intentó explicarle que él también había sido un día tan pequeño. Caspar no quería ceder en modo alguno.
—¡Oh, no, no! —exclamó—. ¡Caspar no ha tenido nunca brazos y piernas tan corto, no!
—Y a pesar de todo, así es —aseguró Daumer—; no solamente has sido pequeño, sino que aún sigues creciendo o cambiando de continuo; eres muy distinto del Hauser de la torre, y dentro de muchos años serás viejo, tendrás cabellos blancos y tu piel se llenará de arrugas.
Caspar palideció de miedo; empezó a sollozar y afirmó balbuceante que eso no era posible, él no quería. Daumer debía hacer que ello no sucediera.
Daumer murmuró algo al oído de su hermana, ésta se fue al jardín y al poco rato volvió con el capullo de una rosa, abierta y hermosa, y otra ya marchita. Caspar tendió las manos hacia la más lozana y bella, mas la retiró luego, porque aun cuando amara su color más que ninguno, el fuerte aroma de la flor le era desagradable. Cuando Daumer quiso explicarle la diferencia de la edad tomando por ejemplo el capullo y la rosa, le objetó Caspar:
Esto lo has hecho tú; está muerto, no tiene ojos ni piernas.
—No lo hice yo —replicó Daumer—. Está vivo, ha crecido, todo lo vivo crece por sí mismo.
—Todo lo vivo crece por sí mismo —repitió Caspar casi sin aliento, acentuando las palabras.
Aquí amenazaba embarullarse. También los árboles del jardín viven, le decían, y él no se atrevía a acercarse a los árboles, le asustaba el murmullo de las copas. Siguió dudando y preguntó que quién había cortado tantas hojas y por qué. Por qué tantas. Le contestaban que también ellas habían crecido y que también morían.
Pero en medio del césped había una estatua de granito; estaba muerta, aunque parecía una persona. Caspar no apartaba los ojos de ella durante horas enteras, enmudecía de asombro.
—¿Por qué tiene una cara? —preguntó por fin—. ¿Por qué es tan blanca y por qué está tan sucia? ¿Por qué está siempre derecha y no se cansa nunca?
Cuando hubo vencido su miedo, se acercó y se atrevió a tocar la figura, porque si no lo tocaba, no creía en lo que veía. Tuvo el deseo de deshacer aquella extraña cosa para saber lo que había dentro. ¿Qué había en su interior? ¿Qué se escondía dentro de todas las cosas que veía?
Cayó una manzana de su rama y rodó un trecho de camino. Daumer la recogió del suelo y Caspar preguntó sí la manzana estaba cansada por haber corrido tan de prisa. Se apartó con horror cuando Daumer, tomando un cuchillo, partió la fruta en dos. Se vio entonces un gusano, retorciendo a la luz su delicado cuerpecillo.
—Hasta ahora ha estado prisionero, como tú, en su oscura prisión.
Esto hizo reflexionar a Caspar, quien adoptó una actitud meditativa y desconfiada. ¡Cuánto había en aquella prisión de lo que él no sabía nada! Todo lo que estaba dentro de algo se hallaba en realidad aprisionado. Y, en medio de su asombro y desconcierto, relacionó esta idea con el recuerdo de aquel golpe recibido el día en que Tu le mostró cómo podía arrastrar el caballito por el suelo. En todo lo extraño se escondía un golpe, en todo lo desconocido alentaba el peligro. Aquella radiante alegría que invadía de continuo su ser y que resultaba encantadora para todos los que le rodeaban iba siempre asociada a su inquietud expectante, llena de tétricos presentimientos.
Después de unas horas de lluvia, al salir con Daumer al jardín, Caspar vio un arco iris en el cielo. Quedó como paralizado de alegría. ¿Quién lo había hecho?, preguntó finalmente. El sol. ¿Cómo, el sol? El sol no es ninguna persona. Las explicaciones corrientes no sacaron a Daumer del atolladero y tuvo que recurrirá Dios.
—Dios es el creador de todo lo que existe en la naturaleza, tenga o no tenga vida —dijo.
Caspar calló. El nombre de Dios le parecía extraño y tenebroso. La idea de esta palabra semejaba a Tu, tenía el mismo aspecto que Tu cuando las paredes de su celda parecieron descansar sobre sus hombros, era tan misteriosa como el rostro de Tu cuando golpeó a Caspar porque había hablado demasiado fuerte.
¡Qué enigmático era todo lo que ocurría entre la mañana y la noche! Los movimientos y los murmullos del mundo, el agua deslizándose en los ríos, las masas oscuras a las que llamaban nubes recorriendo el espacio en lo alto, aquel pasar y no volver de tanto acontecimiento intrascendente y, sobre todo, la continua huida de los hombres, sus dolorosos gestos, su vocear y sus curiosas carcajadas. ¡Cuánto había que aprender y averiguar!
A Daumer se le encogía el corazón cuando veía al muchacho sumido en sus cavilaciones. Caspar parecía entonces de piedra, acurrucado apretaba los puños; y no percibía ya nada de cuanto sucedía en torno a él. En aquellos momentos una absoluta oscuridad envolvía a Caspar, y sólo después de largo tiempo de ensimismamiento brotaba del fondo de su alma una chispa de fuego y oía en su pecho murmurar una voz tenue de esperanza. Cuando la chispa se apagaba aparecía ante él de nuevo el mundo ambiente, se apoderaba de él un malhumorado descontento.
—Tenemos que salir con él al campo —dijo Anna Daumer un día, mientras conversaba con su hermano—. Necesita distracción.
—La necesita —admitió Daumer sonriendo—. Se concentra demasiado. El universo entero pesa todavía sobre sus espaldas.
—Como se tratará de su primer paseo, sería conveniente hacerlo discretamente, de lo contrario nos seguiría todo un tropel de curiosos —opinó la anciana señora Daumer—, bastante chismorrean ya de él y de nosotras.
Daumer asintió. Únicamente deseaba que el señor von Tucher fuera también de la partida.
La excursión tuvo lugar el primer día feriado de septiembre. Salieron de Casa a las cinco de la tarde ya dadas, y como tenían que acomodarse al paso lento de Caspar, tardaron mucho en alcanzar el campo libre. Los viandantes con quienes se cruzaron se detenían a mirarles y se oían con frecuencia palabras de asombro o de burla.
—¡Pero si éste es Caspar Hauser! ¡Vaya, con el expósito! ¡Qué lindo va! ¡Parece un noble!
Y es que Caspar llevaba una levita azul y unos calzones que eran el último grito de la moda, cubrían sus piernas unas medias de seda blancas y sus zapatos estaban adornados con hebillas de plata.
Caminaba entre las dos mujeres, sin apartar la vista del camino, que ya no se balanceaba ante sus ojos como no hacía mucho. Los hombres les seguían a una distancia regular. De pronto alzó Daumer el brazo derecho y Caspar se detuvo, mirando con aíre interrogante en derredor.
Alegre, Daumer le gritó afablemente que prosiguiera su camino. Unos cientos de pasos más allá Daumer alzó de nuevo el brazo y otra vez se detuvo Caspar y miró en torno.
—¿Qué ocurre? ¿Qué significa esto? —preguntó con asombro von Tucher.
—No tiene explicación la cosa —le contestó Daumer, muy satisfecho de su triunfo—. Si quisiera usted, podría mostrarle todavía muchas cosas curiosas.
—No entrarán las brujas aquí en juego, ¿no es cierto? —dijo von Tucher algo irónico.
—Nada de brujerías. Pero bien dice Hamlet que hay más de lo que puede verse entre el cielo y la tierra...
—O sea que ya ha llegado usted al límite de la sabiduría pedagógica, ¿no es eso? —le interrumpió von Tucher, sin abandonar su ironía—. Yo, por mi parte, sigo contándome entre los escépticos. En fin, ya veremos.
—Ya veremos —repitió Daumer alegremente.
Tras frecuentes paradas se detuvieron al borde de un prado. Y se tendieron todos en la hierba. Caspar se quedó en seguida dormido; Anna le extendió un pañuelo sobre el rostro y sacó luego la merienda que llevaba en un pequeño canastillo. Se pusieron a comer todos en silencio. Un silencio que no era natural, pues la tarde que caía plácidamente con una suavidad primaveral, invitaba más bien a una amistosa charla. Pero emanaba del durmiente tan singular fascinación que hacía que todos sintieran la presencia del joven con más fuerza que nunca, y a ello se debía que las palabras pronunciadas con indiferencia fuesen menos audibles que la respiración del dormido mancebo. No se veía un alma en toda la extensión que alcanzaba la vista, ya que de propio intento habían elegido un camino muy poco frecuentado.
El sol llegaba ya al ocaso cuando Caspar despertó, y al erguirse miró a sus amigos agradecido y algo tímidamente.
—Mira allí, Caspar, mira la bola de fuego —dijo Daumer—. ¿Has visto nunca tan grande el sol?
Caspar miró entonces. La visión era hermosa: el disco purpúreo declinaba por el horizonte como hendiendo la tierra a ras del cielo; rodeada de un mar de aire escarlata, la sombra de un bosque destacaba sobre el rojo incendio, mientras el crepúsculo rosado cubría lentamente la llanura. Unos pocos minutos más tarde ya las sombras nocturnas se cernían a través del cendal carmín de niebla en que la lejanía se había sumido, y, persiguiendo al sol, cruzaron raudos hacia poniente transparentes rayos.
Una sonrisa se dibujó en los labios de los cuatro cuando Caspar, mirando al horizonte, mudo y asombrado, trató de detener el sol con toda la fuerza de sus brazos. Daumer se acercó a él y le cogió la mano fría como el hielo. Caspar volvió hacia el profesor el rostro tembloroso, angustiado, rebosando sorpresa y miedo. Finalmente se movieron sus labios y murmuró tímidamente:
—¿Adónde va? ¿Se va el sol para siempre?
Daumer no pudo contestarle al pronto. Así temblaría Adán, sin duda, la primera noche en el Paraíso, pensó, y entonces consoló al jovenzuelo, no sin estremecerse, asegurándole la vuelta del sol.
—¿Está allí Dios? —preguntó Caspar exhalando un suspiro—. ¿Dios es el sol?
Daumer extendió el brazo señalándolo todo a su alrededor y replicó:
—Todo es Dios.
Una afirmación tan filosóficamente panteísta era seguramente demasiado complicada para la capacidad mental del mozo, quien sacudiendo la cabeza, incrédulo, dijo luego con expresión devota:
—Caspar ama el sol.
Recorrió en silencio todo el camino de regreso; los demás iban también callados, incluso Anna, siempre de buen humor, como si nunca hubieran caminado bajo un crepúsculo en otoño, o como sí presintieran el encuentro que había de hacerles inolvidables para siempre aquellas horas.
Poco antes de llegar a la puerta de las murallas, Anna se detuvo señalando con una exclamación de alegría el firmamento, maravillosamente estrellado. Caspar miró hacia lo alto y se quedó como suspenso. De su boca partieron pequeños y confusos sonidos de entusiasmo.
—Estrellas, estrellas—balbuceó, robando las palabras de Anna.
Apoyó las manos en el pecho y una sonrisa de felicidad indescriptible embelleció sus rasgos. No se cansaba de contemplar aquello, su mirada volvía a fijarse una y otra vez en el tachonado firmamento, y de sus palabras, que parecían sollozos, se deducía confusamente que diferenciaba las estrellas según su brillo y magnitud. Preguntó ensimismado quién había puesto allí todas aquellas luces, quién las encendía y apagaba después.
Daumer le explicó que brillaban siempre, que no se apagaban; entonces preguntó quién las había colocado primero para que pudieran brillar siempre.
Luego se sumió de repente en profundas cavilaciones. Se detuvo un instante y bajó la cabeza a fin de no ver ni oír nada. Cuando se hubo repuesto, su alegría se había convertido en melancolía entristecida; se sentó sobre el césped y rompió a llorar.
Pasaba ya bastante de las nueve cuando llegaron a casa. Mientras Caspar subía acompañado de las dos mujeres a su cuarto, el señor von Tucher se despedía de Daumer en la puerta del jardín.
—¿Qué le habrá sucedido? —inquirió. Y como Daumer no le contestaba prosiguió pensativo: —Quizá reconozca ya lo inaccesible de los años para él transcurridos; quizás el pasado le muestre ya su verdadera faz.
—No cabe duda de que la contemplación del firmamento le ha causado dolor — contestó Daumer—; nunca hasta hoy había tenido ocasión de elevar al cielo la mirada, de noche. La naturaleza no le sonríe aún, e ignora en absoluto su bondad.
Callaron largo rato; luego dijo Daumer:
—He invitado para mañana por la tarde a un grupo de amigos a quienes deseo mostrarles una serle de experiencias y observaciones muy interesantes que yo, personalmente, he hecho en Caspar. Me alegraría que nos acompañara usted.
El señor von Tucher prometió asistir a la reunión. Como al día siguiente llegó un poco retrasado, fue introducido, para asombro suyo, en una habitación completamente a oscuras. Ya había empezado la sesión. Desde un rincón se oía la voz monótona de Caspar, leyendo.
—Es una página de la Biblia que ha abierto el señor bibliotecario —murmuró Daumer a su oído. La oscuridad era tan profunda que los oyentes no podían verse los unos a los otros, a pesar de lo cual Caspar leía sin titubeos, como sí sus ojos fueran un manantial de luz.
Todos quedaron asombrados. Y aún su asombro subió de punto cuando Caspar, en medio de la misma oscuridad, pudo distinguir los colores de distintos objetos que le presentaron varios de los presentes, para deshacer toda sospecha de preparación, y a una distancia de cinco o seis pasos.
—Ahora haré la prueba del vino —dijo Daumer abriendo los postigos de las ventanas. Caspar apretó las manos contra los ojos y necesitó largo tiempo para soportar la luz. Alguien trajo vino en un vaso opaco y Caspar no sólo lo reconoció por el olor al instante, sino que mostró claras señales de ligera embriaguez; se entornaron sus ojos, se contrajo su boca y se tambaleó perdiendo el equilibrio. ¿Era posible aquella extraordinaria sensibilidad? ¿No era algo increíble? Se repitió el experimento dos y hasta tres veces, y se acentuó el resultado para sorpresa de los espectadores. A la cuarta, se le escanció agua en el exterior, y Caspar dijo esta vez que no sentía nada.
Más asombroso era todavía su comportamiento frente a los metales. Caspar salió de la habitación y un caballero escondió un pedazo de cobre. Fue llamado Caspar y todos observaron con expectación cómo era materialmente atraído por el escondrijo; parecía un perro que husmease un pedazo de carne. Lo encontró y le aplaudieron. Nadie se dio cuenta de que palidecía y su frente se cubría de sudor. Sólo el señor von Tucher lo observó, desaprobando aquellas prácticas.
Naturalmente la cosa no quedó reducida a aquella demostración. Pronto se divulgó la novedad y la casa se convirtió en una especie de museo. Todo personaje que había en la ciudad acudió a visitarle y Caspar se veía de continuo obligado a hacer lo que se le pedía. Cuando estaba cansado podía echarse a dormir, pero aun entonces examinaban la pesadez de su sueño, y Daumer se sintió feliz cuando el consejero en medicina, doctor Rehbein, declaró que nunca hubiera tenido por posible semejante petrificación del sueño.
Hasta ciertas anomalías de su cuerpo dieron motivo a Daumer para mostrarlo en público con objeto, incluso, de estudiarlas. Trataba de influirle hipnóticamente, porque era un apasionado defensor de aquellas teorías, por entonces en boga, y en las que era tratada el alma de los hombres como los alquimistas manejan el contenido de la retorta. Y cuando esto no surtía efecto, empleaba remedios de probada categoría, constataba los efectos del árnica, acónito y nuez vómica; siempre estaba atareado, siempre convencido de su alta misión, siempre con la libreta de apuntes en la mano, con enternecedora preocupación.
Eran juegos muy serios. ¡Qué apasionamiento por demostrar lo palpable, por oscurecer lo radiante, por embrollar lo sencillo! El público creía sinceramente y se esforzaba por admirarse. A todos los vientos fueron anunciadas las hechicerías aparentes de Caspar y no para su bien, como muy pronto habría de demostrarse, pues desgraciadamente en todas partes abunda ese tipo de criaturas despreciables qué seguirían dudando aun después de destruidos todos los fundamentos en que su escepticismo pudiera estar basado. Gentes que por haber comprobado por sus propios ojos algo nuevo, se hacen demasiadas ilusiones y hallan luego que aquel hombre maravilloso sólo se destacaba en los trabajos anunciados, en los que, por así decirlo, mostraba la seguridad y listeza de un mono amaestrado convenientemente.
En una palabra, el programa fue haciéndose pesado; a lo sumo los forasteros podían aún encontrarle gusto. Los demás veían en Daumer algo así como el director de un circo o un literato que aburre a sus amigos con la continua repetición de un mismo disco, sólo regularcillo, mientras que con Caspar siempre encontraban ocasión de divertirse.
¿No fue divertido, por ejemplo, el día que acusó a un alto oficial de llevar lleno de polvo el cuello de su guerrera? ¿O cuando tocó ligeramente con su dedo la cabeza de un afamado director de orquesta, diciendo entre admirado y compasivo; «¡Pelo blanco! ¡Pelo blanco!»
¿Y cuando le visitó un noble personaje y él sólo le prestó atención al bastón que balanceaba elegantemente entre los dedos? Un día llegó a expresar con toda claridad su asco por la negra barba del consejero señor Behold, y otro, se negó a besar la mano de una dama diciendo que no le estaba permitido morderla.
Se sentían satisfechos con aquellas pequeñas anécdotas. Todo estaba bien cuando, era posible reírse. Por el contrario, Daumer se enfadaba con él y trataba de hacerle comprender su obligación de mostrarse amable.
—Te olvidas de continuo de saludar a los visitantes —decía Daumer.
Realmente Caspar tan sólo elevaba la vista del libro o el juego en que se hallara ocupado cuando se le llamaba, y a veces cuando reconocía una cara amable o que se le había hecho simpática. La saludaba entonces con una sonrisa y empezaba a hablar y charlar sin descanso ni interrupción alguna. Aun cuando hicieran acto de presencia las personalidades que quisieran, no abandonaba jamás su sitio sin antes haber ordenado cuidadosamente los objetos que tuviera en la mano y limpiado la mesa, con una escobilla, de papeles o migajas de pan. Mal que les pesase tenían que esperar a que él hubiera terminado.
No conocía la timidez. Todas las personas se le antojaban buenas, casi todas le parecían hermosas. Consideraba como cosa en absoluto natural el que un buen señor, por ejemplo, se plantara delante de él y le leyera una inacabable lista de nombres o cifras. Su memoria nunca le dejaba en mal lugar, podía repetir por el mismo orden nombre por nombre, cifra por cifra. Al ver la admiración que producía con ello a la gente, comprendía que había hecho algo extraordinario, pero ni sombra de vanidad cubría su rostro, sólo ponía cara de hastío y de disgusto cuando repetían la misma monserga, sin darse jamás por satisfechos. No comprendía cómo podía admirarles tanto lo que para él era tan lógico. En cambio nada de lo que a él le admiraba les preocupaba a ellos lo más mínimo. No era capaz de expresar sus preocupaciones que radicaban en sus sentimientos más ocultos, pero constituían un interrogante apenas insinuado que, por la mañana, al despertar, le movía a una búsqueda precipitada, muda, desconcertada, inexpresable. Estaba vinculado a él pero no lo dominaba. Algo había sucedido en él, en cualquier sitio, en cualquier tiempo y él no lo sabía. Tanteaba a su alrededor y apenas se encontraba a sí mismo, porque no hallaba su pasado. Se llamaba «Caspar» a sí mismo, pero el ser distante no respondía a este hombre. Así se tensó su espera por algo que debía proceder del exterior para descubrirle su propia personalidad y librarle de sus dudas; cuando un reloj sonaba en el cuarto contiguo, ¡qué emoción entre campanada y campanada! Como si las paredes fuesen a esfumarse, a diluirse en el aire. La noche pasada se llenaba de sucesos incomprensibles. ¿Habían llamado a la ventana? No. ¿Había estado allí alguien gritando, amenazando? No. Algo había sucedido, pero Caspar nada tenía que ver con ello.
Inmensa preocupación. Tenía que aprender; quizá entonces todo se le aclarara. Aprender cómo estaba hecho todo; aprender lo que se ocultaba tras la noche, cuando no vivía ya, pero seguía sintiendo; aprender lo ignorado; alcanzar lo que parecía tan lejano, saber lo tenebroso, aprender a preguntar a los hombres. Su afición por los libros fue apasionada. Empezó a mostrar impaciencia y a sentir molestia ante las visitas de extranjeros, porque ahora llegaban gentes de muy lejanas tierras, donde ya se hablaba y escribía sobre Caspar Hauser. Daumer mismo apenas podía ya defenderse de las solicitudes de que a cada momento era objeto. Con frecuencia, malhumorado y agotado, había momentos en que se arrepentía de haber presentado a Caspar al mundo.
Pero había también horas en que, a solas con el muchacho, recordaba la nobleza de, su carácter y se sentía más hondamente vinculado a él de lo que en principio hubiera deseado. Hubo momentos en que Daumer tuvo conciencia de un cuadro paradisíaco: Caspar en el jardín, sentado en un banco, con un libro en la mano; rodeado por el vuelo de las golondrinas, las palomas picoteaban a sus pies, una mariposa sobre su hombro y el gato ronroneando en sus brazos. En él aparecía encarnada la humanidad libre de pecado; entonces se dijo Daumer: «¿Y qué mayor aspiración pudiera tener que conservarle en semejante estado? ¿Qué puede haber aquí que descifrar, que dar a conocer al mundo?»
Otro día se armó en el jardín vecino un gran escándalo. Un perro furioso había roto la cadena y corría echando espumarajos por la boca, brincó salvajemente sobre un niño y lo derribó, hundió sus colmillos en las carnes de un criado que lo perseguía y saltó finalmente la verja que separaba ambos jardines. Crujió un madero bajo el golpe, el animal se deslizó al otro lado y dirigió sus ojos inyectados en sangre contra el pequeño grupo, sentado a la sombra del tilo: Daumer, su madre, el alcalde Binder y Caspar. Se levantaron todos atemorizados, Binder alzó el bastón, el animal saltó unos metros, pero de pronto se detuvo, venteó algo y en seguida trotó mansamente hacia Caspar, que, mudo y pálido, había permanecido sentado; agitó alegremente la cola y lamió la mano del muchacho, al que miraba con un brillo especial en los ojos, casi devotamente, esperando de él una caricia, como en demanda de perdón. La mirada de Caspar delataba también gran inquietud y desconcierto; se dolía del perro, no sabía por qué.
Se contaba por la ciudad que, después de lo ocurrido, Daumer se había echado a llorar.
Dos días después, un lluvioso anochecer de otoño, Daumer se encontraba con su madre y Caspar en la sala de estar, Anna había ido a una reunión, la anciana señora hacía calceta sentada en un sillón de alto respaldo, con la ventana abierta, porque a pesar de lo avanzado de la estación la temperatura era templada y el aire se hallaba impregnado de ese húmedo aroma de las plantas marchitas. Llamaron a la puerta y el vidriero introdujo un espejo de luna que la doncella había roto la semana anterior. La señora Daumer mandó colocar el espejo apoyado en la pared, el hombre lo hizo y luego se fue.
Apenas éste hubo salido, Daumer preguntó admirado por qué no había ordenado que lo colgara en seguida, a fin de ahorrarse ese trabajo al día siguiente. La anciana replicó que traía desgracia colgar los espejos de noche. Daumer no estaba de suficiente humor para tolerar aquellos caprichos; le reprochó a su madre ser supersticiosa, ella replicó y él se puso furioso, es decir, le habló con voz más suave, a través de los dientes cerrados.
Caspar, que no quería ver de mal humor a Daumer, le pasó el brazo en torno al cuello y trató de calmarle con infantil ternura. Daumer bajó la vista, calló un instante y dijo luego, avergonzado:
—Ve a nuestra madre y dile que no estaba en mi razón.
Caspar asintió; sin pensarlo mucho se acercó a la anciana y dijo:
—No estaba en mí razón.
Daumer se rió entonces.
—¡Tú no, Caspar, yo! —exclamó, y señaló su pecho—. Cuando es Caspar quien se equivoque puede decir: «Yo». Yo te digo a ti: «Tú», pero tú te dices a ti: «Yo». ¿Comprendido?
Los ojos de Caspar denotaron asombró y reflexión. La pequeña palabra le sorprendió de pronto como una bebida de sabor exótico. Se le acercaron muchos cientos de rostros, se le aproximó toda una Ciudad llena de gente, hombres, mujeres y niños, animales del suelo, pájaros del aíre, flores, nubes, piedras; sí, hasta el sol incluso, y todos le decían: «Tú». Y él contestaba suavemente: «Yo».
Apoyó en el pecho sus manos delicadas y flacas, que resbalaron hasta las caderas: su cuerpo, un muro entre lo de dentro y lo de fuera; una muralla entre tú y yo.
En aquel mismo instante apareció en el espejo, frente al que se hallaba, su propia figura. «¡Vaya! —pensó desconcertado—. ¿Quién es ése?»
Naturalmente ya se había encontrado numerosas veces frente a otros espejos, pero su mirada, cegada por tantas otras cosas de aquel mundo ahíto de novedades, se había deslizado sin ver, sin posarse en la brillante superficie, sin pensar, y se había acostumbrado a ello como a las sombras de la tierra. Una cosa tan vaga que no llamaba su atención no podía conservarse en su mente como una visión duradera.
En cambio, ahora sus ojos ya estaban maduros para ver, y miró.
—Caspar —murmuró. El de enfrente repuso: «yo». Allí estaban los ojos y las orejas de Caspar, sus mejillas y sus cabellos castaños, rizados sobre la frente y las orejas. Acercándose más, miró tras el espejo con curiosidad entre juguetona y angustiada; el espejo se apoyaba en la pared y allí no había nada. Luego se volvió a poner delante y creyó ver cómo, tras su figura, en el espejo, se partía la luz, como si se abriera allí un camino que corriera hacia atrás, y en la lejanía se hallara otro Caspar, otro yo, con los ojos cerrados, con el aspecto de conocer algo que ignoraba el Caspar de la sala.
Acostumbrado a observar el comportamiento del muchacho, Daumer le contemplaba atentamente. De pronto se produjo en el aire un curioso ruido. Algo cayó junto a la mesa, sobre el suelo. Era un pedazo de papel que había volado desde el exterior. La señora Daumer lo recogió; estaba plegado al modo de una carta. Lo sostuvo entre los dedos indecisa, hasta que lo entregó a su hijo. Éste lo abrió y leyó lo siguiente, escrito con grandes caracteres:
SE ADVIERTE A LA CASA,
SE ADVIERTE AL SEÑOR Y AL FORASTERO
La señora Daumer se había levantado y lo leyó también. Un estremecimiento sacudió sus hombros. Daumer experimentó la sensación de que a sus pies hubiera surgido, desde las profundidades de la tierra, una espada con la punta hacia arriba.
Caspar no se dio cuenta en absoluto de lo que había ocurrido. Dejó el espejo y se dirigió a la ventana ensimismado. Allí se quedó reflexionando; se inclinó cada vez más pensativo, como olvidado de sí mismo, subyugado por la voluntad de saber, hasta que apoyó el pecho en la cornisa y su frente se sumió en la noche.