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Las transformaciones acarrean un par de problemas serios. El primero es que hay un tiempo límite de dos horas. Si lo sobrepasas, te quedas para siempre atrapado en la forma que has adquirido.

El segundo, que no sólo adoptas el cuerpo del animal sino también sus instintos básicos. A veces cuando te conviertes y sientes el cerebro del animal, tienes la sensación de recibir una descarga eléctrica.

Pero, por si fuera poco, a eso hay que sumarle lo repugnante que resulta ver el proceso. Es un espanto, ¿os imagináis un cruce entre un monstruo de Stephen King y alguno de Anne Rice? Pues algo así.

El concierto iba a celebrarse en un enorme estadio al aire libre situado en uno de los extremos del parque de la ciudad. Debíamos buscar un lugar seguro para transformarnos, lo cual no resultó tan sencillo como pensábamos.

Había gente por todos lados, miles y miles de personas. Chicos con camisetas negras, colgados con minúsculas gafas de sol y trenzas de rasta. Padres con bebés a cuestas calzando Dockers para estar en la onda. Punks que, siguiendo la moda del piercing, se habían perforado cada centímetro de la piel.

Enfrente del parque había una calle no muy grande con cafeterías, restaurantes y librerías especializadas en ecología. La parte trasera de los restaurantes iban a dar a unos callejones, y hacia allí nos dirigimos. Enfilamos por uno de ellos sin salida y plagado de contenedores de basura.

—Fantástico —murmuró Jake—. Aquí estamos, rodeados de basura. Qué divertido.

—Venga, vamos allá —indiqué impaciente. Uno de los grupos teloneros ya empezaba a tocar los primeros acordes de guitarra eléctrica a un ritmo frenético.

—Es la primera vez que te transformas en perro, ¿verdad? —me preguntó Jake.

—Sí.

—Procura controlarte —advirtió mi amigo sonriendo.

La verdad es que no le hice demasiado caso. Miré a mi alrededor y vi pasar a unas hippies, pero ellas no podían vernos. Me desvestí hasta quedarme sólo con el uniforme que utilizo en las metamorfosis. Guardé la ropa y los zapatos en la bolsa que habíamos traído y lo metimos todo en uno de los contenedores.

Me concentré en el perro cuyo ADN había adquirido, me hice una imagen mental del animal y enseguida empecé a experimentar los cambios.

Me he convertido en cosas mucho más raras que un perro, pero cada transformación es distinta, sobre todo porque es impredecible, nunca sabes qué parte de tu cuerpo va a experimentar el siguiente cambio.

Yo pensaba que lo primero que me saldría sería el pelo, pero me equivocaba. Esta vez fue la cola, que apareció de golpe como una prolongación de mi columna.

—¡Qué asco! —exclamé tras mirar por encima de los hombros y ver una cola sin pelo que parecía más bien un látigo grisáceo de piel de pollo.

Observé a Jake cuyo rostro se hinchaba como si algo intentara salírsele por la boca. Al mismo tiempo me empezó a crecer el hocico, un chirrido procedente del interior de mi cabeza anunciaba que los huesos de la mandíbula se estaban estirando y, casi de inmediato, un cosquilleo en las encías me indicó que los dientes aumentaban de tamaño y se reordenaban.

Los dedos se encogieron hasta desaparecer en mi mano, a la vez que emergían unas uñas de color gris muy oscuro. Las palmas se hicieron más gruesas y callosas.

Los huesos de mis piernas y brazos se estiraron en distintas direcciones, al tiempo que mi cuerpo menguaba. De repente, incapaz de mantener el equilibrio, caí sobre mis nuevas patas delanteras.

Entonces fue cuando empezó a brotarme el pelo y aquella sensación me gustó, porque hasta ese momento era un bicho horrible, todo pelón. El pelaje era rojizo y salió muy deprisa, era como si un manto de hierba creciera a toda velocidad. Parecía estallar fuera de mi piel, largo y sedoso.

<¡Es fantástico! —le dije a Jake por telepatía—. Fíjate en esta mata de pelo. Ninguna chica del concierto se resistirá a acariciarme.>

Me respondió algo, pero justo en ese momento se activaron los sentidos del perro. Ya me había transformado en lobo alguna vez, así que estaba preparado. Sabía que mi oído sería extraordinario y mi olfato increíble. Pero no tenía ni idea de cómo sería la mente del perro, nada que ver con la del lobo, que era un asesino frío, astuto e implacable.

El perro no era más que un payasete bonachón.

¿Os acordáis de aquella canción, Girls just wanna have fun («Las chicas sólo quieren divertirse»)? Ése podría ser su himno. Los perros sólo quieren divertirse.

Eso fue lo que más me despistó. El cerebro del setter irlandés no era demasiado diferente al mío. Parecía estar en perfecta conexión con una parte de mi mente humana, encajaba como un guante con la parte de mi personalidad más juerguista.

Le eché un vistazo a Jake con esa visión un tanto turbia de los perros. Él se había convertido en su perro, Homer. Descolgué la lengua y solté un resuello y Jake-Homer me lo devolvió.

—¡Guau! —ladré sin motivo y empecé a dar pequeños brincos, como si me fuese a ir corriendo, pero me paré en seco y me acurruqué apoyándome sobre mis patas delanteras mientras sonreía a Jake.

Le estaba invitando a jugar.

Salí disparado por el callejón.

<¡Marco, espera!>

<¡Píllame! ¡Ja, ja! ¡A ver si puedes!>

Corría a toda velocidad y mis uñas rascaban el asfalto, mis orejas rasgaban el aire y mi cola erguida se agitaba sin cesar.

Crucé el callejón lo más deprisa que pude, ignorando por completo el delicioso aroma de la basura podrida.

Giré hacia el parque y atravesé la calle. Una pequeña aglomeración de gente en la acera había obligado a Jake a detenerse.

ÑÑÑÑIIII, el coche clavó los frenos y consiguió detenerse a sólo un palmo de mí. ¡Un palmo!, o sea que si el conductor llega a ser un poco más lento habría sido pasto de sus ruedas. Bien, pues la reacción de mi cerebro de perro ante la cercanía de la muerte fue pensar: «¡Huuuuummmm, huelo algo!»

Lo digo en serio, el olor del pis de otro perro en una esquina resultaba mil veces más interesante para mi mente de perro que el chirrido del frenazo que casi me mata.

El conductor salió del coche y se puso a gritar. Yo lo miré con mi sonrisa perruna y me alejé de allí trotando.

<¡Marco! ¿Me esperas o no?>

De repente topé con cientos de personas que me resultaron distintas a la gente que había visto cuando todavía era humano.

De entrada, para ser exactos, no los miraba, los olía. Su apariencia había dejado de ser importante, ¡eran sus olores lo que me cautivaba!

Olía el sudor, el jabón, el mal aliento, lo que habían estado comiendo, lo que habían pisado, el detergente, todo aquel al que habían tocado o dado la mano.

Y podía oler sus animales, como si portasen carteles que dijeran: TENGO UN PERRO o TENGO GATOS. Y no sólo identificaba a aquellos que tenían perros, también podía saber si su perro era macho o hembra, joven o viejo, operado o no. No tenía más que oler a todo el que pasaba por mi lado para saber si su perro se alimentaba de comida enlatada o de pienso.

Cuando empiezas a pillarle el gusto al olfato de perro tienes la sensación de haber andado toda la vida con algodones en la nariz y de quitártelos de golpe y, ¡no veas! Una vida nueva se presenta ante ti.

Yo había sido un lobo en los bosques, ahora era como un lobo en la civilización. La información que recibía de mi nariz era muy compleja, tan compleja, tan precisa, tan divertida.

—¡Eh, mira! —se oyó.

¡Una chica! Estaba seguro de ello, pero ¿sería guapa? Intenté enfocar mis ojos de perro, pero la vista no parecía ser muy importante. Veía bastante bien, pero mi cerebro estaba demasiado ocupado oliendo y oyendo. Olí a colonia pachulí.

La chica alargó la mano y me dio palmaditas en la cabeza. Al instante, una cálida ola de placer recorrió todo el cuerpo. Entonces me rascó detrás de las orejas.

Bueno, aquello ya fue el no va más, sublime. Era la sensación más placentera que había experimentado en toda mi vida.

Creo que podía haberme quedado allí mientras ella me rascaba tras la oreja el resto de mis días, cuando un chico se sumó a la fiesta, un chico que tenía gato, por cierto.

Ella empezó con mis cotillas, y yo, para facilitarle la tarea, me tumbé de lado. Que me rascasen las costillas era como si me hiciesen cosquillas. Me sentía feliz, más que feliz.

Veréis, la felicidad del perro no es como la de los humanos. La felicidad humana siempre viene acompañada de esa vocecilla que desde el fondo de tu cabeza te martiriza con frases del tipo: «no te confíes, mantén la guardia alta, esto se puede acabar en cualquier momento».

La del perro es la esencia misma de la felicidad, pura y sin adulterar. Desenrollé mi lengua húmeda, golpeé la hierba con la cola y fue entonces cuando empezó: mis piernas comenzaron a moverse cada una por su cuenta.

—Ja, me encanta que los perros hagan así —dijo el chico—. ¡Es tan divertido!

Su amiga no paraba de rascarme las costillas y mi pata trasera se disparó, fuera de control. Yo estaba en la gloria. Fue en ese momento cuando Jake me encontró.

<Muy bonito, Marco —me reprendió Jake—. Muy elegante. ¿Y ahora qué? ¿Vas a lamerte?>

—Mira, otro perro —dijo la chica—, ¡y es todavía más mono! —exclamó mientras se acercaba a Jake para darle mimos.

Eso último me hizo recobrar la serenidad. De ninguna manera iba a aceptar que Jake fuese más mono que yo.

<Bueno, vale ya de perder el tiempo —concluí—. Venga, Jake, acerquémonos al escenario.>

Nos fuimos de allí balanceando nuestras colas dejando atrás a la simpática pareja de hippies.

<¿Ves? Te lo dije, Marco. No te emociones demasiado. Un perro feliz es casi «demasiado feliz».>

<¿Y qué tiene de malo? —le repliqué un tanto triste—. ¿Por qué no podemos sentir esa alegría, así, sin más?>

De pronto, sucedió algo alucinante. Hacía rato que no se oía música y, de repente, Offspring subieron al escenario y descargaron.

Empezaron a rasgar las guitarras y me tuve que poner un poco a cubierto. El impacto del sonido en mis orejas de perro fue increíble. Pero no sólo porque el volumen fuese atronador, sino porque podía oírlo todo, absolutamente todo.

<¡Eh! Ahora entiendo las letras>, exclamé.

<¡Es genial!>, respondió Jake.

Nos dirigimos al trote hacia un grupo cada vez más apretado de humanos que se agolpaban cerca del escenario. Los olores eran embriagadores, aunque no siempre agradables.

En ese momento lo vi. Estaba pasando panfletos, andando por entre la gente.

Una ligera brisa hizo volar uno de los papeles y lo depositó ante mí. Forcé un poco mis ojos de perro para leerlo. Lo que decía la letra pequeña aparecía borroso pero reconocí enseguida las dos enormes palabras del título.

La Alianza.

La Alianza es la organización que los controladores utilizan de tapadera.

<Jake —lo llamé—. Fíjate en ese tipo, está repartiendo folletos de La Alianza.>

<Ya veo. Oye. ¿Esa cara me resulta familiar o son imaginaciones mías?>

Su pelo castaño le cubría ligeramente las orejas y no mediría más de metro y medio, pero se las arreglaba para parecer más alto. Recordaba un poco a Jake, fuerte y con aquel aire de seguridad, pero en una versión más reducida.

<¿Cómo no te va a resultar familiar? —repliqué—. Se llama Erek King. Iba a nuestra escuela pero se cambió hace un año más o menos.>

Erek venía hacia nosotros, sonriente, entregando su propaganda a todo aquel que la quisiera.

Se arrodilló y me sonrió. Al intentar acariciarme, me eché atrás. Erek se encogió de hombros y reemprendió la marcha, repartiendo folletos a diestro y siniestro.

<Jake, ¿te has dado cuenta del detalle?>

<Y tanto que sí>, replicó.

<Amigo —dije—, a Erek le pasa algo raro, muy raro.>