17
Yo no habría creído una sola palabra de no ser porque nos encontrábamos en aquel enorme parque subterráneo. Ah, y porque había algún que otro androide deambulando por allí.
Por otro lado, mi vida entera también se había convertido en una historia difícil de creer. Así que, ¿quién era yo para dudar de lo que nos acababa de contar Erek?
—Y ahora vosotros os hacéis pasar por humanos —concluí.
—Sí —afirmó—. Nos comportamos como humanos. Nos hacemos pasar por niños, luego fingimos crecer y, cuando nuestro holograma «muere», volvemos a empezar.
—¿Cuánto tiempo lleváis haciendo esto? —preguntó Cassie.
—Yo ayudé a construir la Gran Pirámide —sonrió cálidamente Erek.
—¿Diseñasteis las pirámides?
—No, claro que no. Nunca hemos interferido en los asuntos de los humanos. Yo era un esclavo, un picapedrero. Fue todo un reto, porque era mi estreno como humano y tenía que ocultar mi fuerza real, claro. El planeta de los pemalitas soportaba una gravedad cuatro veces mayor que la de la Tierra y nosotros, al ser creados para resistir aquella gravedad, somos bastante fuertes comparados con los seres terrestres.
—¿Y permanecisteis como esclavos? —preguntó Jake—. Podíais haber dominado Egipto, incluso el mundo entero.
—No. Nosotros no somos los yeerks —respondió Erek con frialdad—. Verás, nuestros creadores nos programaron para la paz. No podemos hacer daño a otro ser vivo. Un chee jamás se ha cobrado una vida.
En ese preciso instante, un grupo de cuatro chee avanzaba hacia nosotros. Erek los divisó y su «semblante» de holograma adoptó una expresión de fastidio.
—¿Te has vuelto loco? —le espetó uno de ellos, observándonos con sus ojos de robot—. ¿Humanos? ¿Un andalita? ¿Aquí? ¿Qué les has contado?
—Todo —contestó Erek en tono desafiante—. Son ellos, estos humanos y este andalita, los únicos que se han enfrentado a los yeerks. Tienen el poder de la transformación —alzó la voz—. Son los que han estado librando la batalla que nosotros deberíamos estar librando.
—Nosotros somos chee, nosotros no luchamos —le recordó uno de los androides y desplegó su holograma, que lo hacía parecer una mujer de unos ochenta años.
—Soy chee-Ionos, aunque en esta fase mi nombre humano es María —continuó—. No pretendía dar la impresión de estar enfadada con vosotros, humanos, ni contigo, amigo andalita. Mi disputa es con este chee llamado Erek y con algunos de sus amigos.
—Nos limitamos a mirar cómo los howlers aniquilaban a nuestros creadores sin hacer nada por evitarlo —le reprochó Erek a María—. Esta vez no podemos permanecer impasibles y dejar que los yeerks destruyan este mundo. Los perros y los humanos están muy unidos, han desarrollado tal grado de dependencia que los perros no sobrevivirían sin los humanos. Si los yeerks vencen a los humanos, nosotros, los últimos representantes de la extraordinaria tecnología pemalita, y los perros, que dan refugio a sus almas, también pereceremos.
Miré a Jake. Así que, ésa era la razón por la que los chee querían ayudar a los humanos, para salvar a los perros. Jake ladeó un poco la cabeza, entre sorprendido y divertido.
—Nosotros no luchamos, ni matamos —afirmó Maria vehemente—. Ya lo deberías saber, Erek. Y a pesar de eso, tú traes aquí a estos intrusos. Has revelado un secreto guardado durante milenios. ¿Por qué? ¿Qué provecho nos reporta todo esto? Nosotros no podemos luchar para salvar a los humanos.
—Ahí es donde te equivocas —replicó Erek con suavidad—. Sí podemos luchar. Mientras tú y los demás os limitáis a esperar que todo se arregle, mis amigos y yo nos hemos infiltrado en las organizaciones yeerk de la Tierra. Los yeerks incluso han llegado a creer que soy uno de ellos.
María y los tres androides sin holograma lo miraban fijamente inmóviles.
—Los yeerks controlan ahora una empresa de informática llamada Matcom.
Me llevó un par de segundos recordar ese nombre.
—Los yeerks —siguió Erek— han estado diseñando un ordenador central que se infiltraría y alteraría los programas en el resto de ordenadores de la Tierra. Cuando hayan reclutado un número suficiente de humanos, lanzarán esa bomba informática y, en un instante, se harán con el control de todos los ordenadores del mundo.
—¿Y qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó María.
—El corazón de ese sistema es un cristal que los yeerks obtuvieron de un comerciante dayang —explicó Erek—. El dayang no sabía lo que era, pero los yeerks sí. Ese cristal es un procesador tan sofisticado que ni siquiera los andalitas serían capaces de crear uno semejante, y tiene más de cincuenta mil años terrícolas.
—¡Un cristal pemalita! —exclamó María con la voz quebrada.
—Sí, un cristal pemalita —confirmó Erek—. Si nos apoderáramos de él podríamos modificar nuestros sistemas internos, ¿lo entiendes? De esa manera eliminaríamos la prohibición para usar la violencia y seríamos libres, libres para luchar.
—Un cristal pemalita —repitió María en un susurro—. No puedes hacer tal cosa, Erek. ¡No puedes!
—Si conseguimos el cristal —replicó Erek sin prestarle atención— nuestras posibilidades serán ilimitadas. Nuestro poder unido al de estos animorphs obligaría a los yeerks a doblar sus fuerzas para contenernos.
<¿Cómo convenciste a los yeerks de que eras uno de ellos?>, le preguntó Ax.
Erek desconectó su holograma y volvió a aparecer como una máquina. Su frente se abrió y mostró una cavidad de unos pocos centímetros. En su interior se vislumbraba un impotente gusano gris, indefenso, incapaz de moverse a causa de unos alambres finos como cabellos que rodeaban por completo su cuerpo.
<¡Un yeerk!>, exclamó Ax con una mueca de asco.
—Sí —dijo Erek—. Los yeerks creen que soy humano y yo acepté ser infectado, pero el yeerk no puede dominarme. Le asigné su espacio y ahora no ve ni sabe nada. Intercepté su memoria y eso me permite moverme entre los yeerks como uno más de ellos.
La imagen de aquel yeerk encerrado en la caja de acero me revolvía el estómago. Por mucho que odiase a los yeerks, la idea me parecía igualmente cruel.
Pero, por otra parte, ¡contábamos con un aliado! Y muy poderoso, un androide que podía hacerse pasar por un controlador, que tenía acceso al mundo yeerk. Un androide con poderes propios.
—¿Cómo mantienes vivo al yeerk sin rayos kandrona? —preguntó Cassie.
Veréis, cada tres días los yeerks deben regresar al estanque yeerk para nutrirse de rayos kandrona. Si no lo hicieran, morirían.
—Utilizando mi energía interna puedo generar rayos kandrona para mantenerlo con vida —explicó Erek—. Cuando voy al estanque yeerk me las arreglo para hacerles creer que mi yeerk está nadando por allí. En realidad, genero un holograma de un yeerk saliendo de mi oreja y cayendo al agua y, más tarde, creo otro con el yeerk regresando a mi interior. Los yeerks no han reparado todavía en que nunca se encuentran con su compañero cuando están nadando en el estanque, y es que en su estado natural esos gusanos apenas se comunican entre sí.
—¿Y qué pintamos nosotros en todo esto? —preguntó Jake—. En otras palabras, ¿qué quieres de nosotros, Erek?
—Que luchemos juntos contra los yeerks —repuso Erek que había recuperado su apariencia humana y avanzaba hacia nosotros lleno de entusiasmo—. Podríamos aliarnos. Pero… necesitamos ese cristal pemalita. Lo peor del caso es que los yeerks han creado un extraordinario laberinto defensivo. El cristal se guarda en una sala situada en el corazón del edificio de Matcom y los hork-bajir lo vigilan muy de cerca, guerreros hork-bajir de élite, los mejores. Además, el cristal está protegido por un sistema de seguridad muy ingenioso. Lo tienen escondido en una sala donde reina la más absoluta oscuridad. Cualquier destello de luz, incluso si se tratara de luz ultravioleta o infrarroja, por leve que fuera, activaría las alarmas. Y, aparte de eso, en la cámara oscura hay unos cables que se accionan al menor contacto.
—Así que para llegar al cristal habría que hacerlo a ciegas y, al mismo tiempo, evitar tocar los cables, también invisibles en la oscuridad —concluí.
—Es como encontrar una aguja en un pajar con una venda en los ojos y sin poder tocar la paja. Las paredes, el suelo y el techo son sensibles a la presión, así que tampoco se pueden tocar. Es prácticamente imposible —reconoció Erek.
—¿Cómo pretendes que lo hagamos? —estallé—. ¿Cómo vas a encontrar algo que no puedes ver? Supongo que tampoco huele ni habla, ¿verdad?
—Hummmm… —musitó Cassie.
—¿Se te ocurre algo? —preguntó Jake sorprendido.
—Podría intentarse —repuso Cassie—, es decir… si queremos.
—Pues claro que queremos —afirmé—. Con estos tipos de nuestro lado, quizá tengamos hasta posibilidades de ganar. ¡Y tanto que si queremos! ¿Animorphs y chee juntos? Con nuestra capacidad para transformarnos, su fuerza y sus hologramas, esos yeerks van a enterarse de quiénes somos.
—No —gritó María—, no lo comprendéis. Los chee no pueden hacer daño a nadie, y tampoco matar. Nunca un chee ha arrebatado una vida —prosiguió y, a continuación, me agarró de un brazo y me miró a los ojos—. Mientras los humanos, yeerks, andalitas, hork-bajir y otros millones de especies en millones de mundos batallaban, mataban y conquistaban nuevos reinos, nosotros seguimos siendo fieles a nuestra naturaleza pacífica. ¿Terminaréis también con todo eso? ¿Queréis convertirnos en asesinos?
—Sí, señora —respondí con frialdad—. En esta guerra nos estamos jugando la vida. Si no la ganamos, nuestros padres, hermanos y amigos se convertirán en esclavos de los yeeks. Así que haré todo lo que haga falta para evitarlo. Si vosotros hubieseis luchado hace miles de años, los pemalitas estarían vivos todavía y no estaríais viviendo en esta enorme perrera subterránea.
No quise mencionar el repentino interés que La Alianza mostraba por mi padre para que no pareciese algo personal.
María me soltó y Erek asintió.
—Una enorme perrera subterránea —repitió Erek con amargura—. Exactamente.
—Te conseguiremos el cristal —aseguró Jake—. Dinos todo lo que sepas sobre Matcom y te traeremos el cristal. Lo siento —se disculpó mirando a la chee llamada María—, pero Marco tiene razón. Los yeerks tienen a mi hermano y haré todo lo que sea preciso para liberarlo.